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Xavier Domènech

La impunidad del franquismo

El juez Garzón tiene la rara virtud de ponerse en el ojo del huracán de los principales traumas históricos, para ser jaleado o vilipendiado hasta la saciedad, según los gustos. Si le mueve la sed de justicia histórica o bien las ansias para convertirse él mismo en parte de ella, es algo que nos importa poco aquí. Lo cierto es que con esa rara habilidad, sin concluir los procesos que inicia, pone en evidencia las contradicciones más lacerantes de nuestros dirigentes políticos. Fue así en el caso Pinochet, que al llegar a su tierra resucitó después de meses mostrándose como el hombre senil que no era, y lo es ahora con su intento de apertura de un juicio relacionado con las desapariciones en el contexto de crímenes de lesa humanidad perpetrados por el franquismo de 1936 a 1951.

Esta puede ser una decisión valiente sin duda. Sólo dos elementos del intrincado y prolijo auto de Garzón que abrió este proceso, rápidamente cerrado, llaman la atención. Por un lado su cierre cronológico, por el otro el cierre en aquello que se quiere investigar finalmente. En el primer sentido Garzón opta por limitar su investigación hasta 1951. El argumento para este cierre parece claro, pero no lo es. Garzón situaría el fin de la represión de la posguerra en la finalización de la persecución de la guerrilla antifranquista. Cabe decir que esta represión, la específica contra la guerrilla, no acabó en esta fecha, como cabe decir también que en 1963 Julián Grimau fue aún “ajusticiado” por delitos cometidos en la Guerra Civil. En el mismo camino, es difícil entender por qué la represión franquista en la guerra y la posguerra merece ser juzgada y no así la posterior, lo que llevaría la investigación hasta, como mínimo, 1977 (con los últimos fusilados por el franquismo o asesinatos que, como los de los obreros de Vitoria, no fueron una excepción en nuestra laureada transición) y al banquillo no sólo a los dirigentes de los que Garzón pidió su certificado de defunción, sino a algunos que aún están vivos entre nosotros. Pero este cierre cronológico se hace claro cuando, después de un largo recorrido argumentativo que da vueltas a todo el modelo de impunidad represiva de la dictadura, se observa claramente lo que se quiere investigar y juzgar: la desaparición forzada de personas. Y es en este punto donde empiezan los problemas.

Los argumentos jurídicos que se han desarrollado, no siempre de todas formas, para poder abrir causas a la represión franquista son profundamente deudores no de una reflexión propia, sino de reflexiones prestadas. En este caso el intento de acabar con la impunidad del franquismo ha bebido demasiado directamente de esos mismos intentos en el caso Argentino, mimetizando dos modelos de impunidad y crímenes contra la humanidad que no son homologables. Eso deviene claro cuando en el auto se afirma que la cifra de víctimas de las desapariciones es de 114.000 personas (en realidad las personas afectadas por la represión en este período son muchas más, pero aún quedan provincias enteras por investigar), cuando en realidad éstas no “desaparecieron”, sin conocimiento de qué había sido de ellas, sino que fueron fusiladas. La ventaja de este atajo es evidente: al no haber muerte certificada el delito no prescribe; pero esto, siendo cierto que en la represión española también hubo desaparecidos, no afronta el aspecto central de la impunidad franquista. Algo parecido se puede decir con la denuncia sobre los niños “robados” a las familias republicanas. El hecho es que en España, a diferencia de la experiencia de los niños robados en Argentina, esa operación se hizo plenamente dentro de la legalidad franquista. En realidad, el ataque global al modelo de represión franquista sólo se puede hacer desde dos ámbitos: desde la anulación de los juicios franquistas o bien desde la derogación —y argumentos jurídicos de peso se han aportado para ella— de la ley de amnistía de 1977.

Contra la anulación de los juicios se ha apelado siempre desde nuestros gobernantes democráticos a que este proceso conllevaría la inseguridad jurídica. Curioso es este argumento que nos tendría que llevar a pensar que el franquismo fue un régimen de seguridad jurídica. De hecho lo que se teme, y nunca se menciona, no es tanto la inseguridad jurídica, sino que esa anulación abra el melón de unas reparaciones (durante los años cuarenta la Ley de Responsabilidades Políticas sancionó uno de los principales procesos de transferencia de rentas y propiedades que ha vivido España desde la desamortización del siglo XIX) que dejarían las indemnizaciones actuales previstas por la Ley de la Memoria Histórica en calderilla. En este marco las consecuencias que habría tenido la investigación abierta por Garzón no habrían acabado con la impunidad del franquismo en nuestro presente, pero, ciertamente, habrían producido una aceleración del proceso de obertura de fosas y habrían dejado al descubierto la necesidad de afrontar realmente un pasado. No era poco, pero ni eso se ha conseguido. La reacción de la judicatura y del poder político en este caso ha dejado bien claro cuáles son los límites del proceso de recuperación de la memoria histórica que nuestros poderes fácticos no están dispuestos a atravesar.

12 /

2008

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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