¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Gerardo Iglesias
Sobre la memoria colectiva
Postfacio a Por qué estorba la memoria, Represión y guerrilla en Asturias, 1937-1975, Madera Noruega editores, 2011
Sólo en Asturias se podrían contar miles de historias tan desgarradoras y aún más que las que cuento. ¡Y no digamos en España! Pues bien, 34 años después del final de la sangrienta dictadura, los poderes del Estado democrático, en lo esencial, mantienen en el olvido la barbarie. Digo que mantienen el olvido en lo esencial, y no totalmente, porque no cabe ignorar que hubo una cierta atención a las víctimas, básicamente en lo que a compensaciones económicas se refiere. Y no hay que quitar importancia a esto. Si bien, al mantener en el olvido lo esencial del asunto —esencial sobre todo para el sistema democrático—, no es un desvarío considerar que las compensaciones económicas tenían entre sus fines hacer cómplices del olvido a las víctimas.
Ciertamente, las víctimas callaron mucho tiempo, no por complicidad con los que quieren pasar página, sino por desamparo y miedo. Desamparo, porque incluso los partidos más directamente afectados por las atrocidades del franquismo asumieron que no había que hablar del pasado. Miedo, porque después de tantos años de tormento era muy difícil desprenderse de ese sentimiento. Ésta y no otra fue la razón de haber callado largos años, después de recuperar la democracia. Pero, más pronto o más tarde, tenía que liberarse el silencio contenido. Porque es imposible superar el pasado -no digo olvidarlo-mientras los restos de miles de asesinados que yacen en las cunetas de España recuerden que el pasado es presente. También porque es muy difícil que los descendientes de las víctimas directas puedan aceptar que el sacrificio de los suyos no sirvió para nada, puesto que eso es lo que viene a decir la Ley de Amnistía de octubre de 1977, al mandar fríamente pasar página. Esta ley es la pieza principal a la que se acogen los poderes del Estado para mantener una vergonzosa y humillante equidistancia respecto al régimen franquista y al régimen democrático de la II República.
Dado que no se puede superar un pasado del que hay tantas cosas presentes que siguen doliendo, en los últimos años han eclosionado con fuerza en la sociedad numerosas asociaciones, llamadas de la memoria, que han puesto sobre la mesa de los poderes políticos la inaplazable necesidad de enfrentarse a cuatro décadas de dictadura atroz, poniendo fin a un estado de impunidad que humilla a las víctimas y degrada la calidad de nuestra democracia. A ese esfuerzo están contribuyendo de manera muy importante las nuevas generaciones de historiadores, al desmontar con rigor profesional las patrañas que configuraron la memoria de los vencedores y esclarecer en parte la verdad de lo ocurrido. Asimismo, cualificados juristas se han encargado de demostrar lo falaz de los argumentos de los poderes del Estado cuando, por ejemplo, al negarse a anular todas las sentencias de los tribunales franquistas, alegan que ello supondría “la ruptura del ordenamiento jurídico y del principio de continuidad del Estado”. Al respecto, José Antonio Martín Pallín, jurista de reconocido prestigio, es categórico: “No hay argumentos que justifiquen que una democracia deba conservar en su estructura política o en su orden social elementos provenientes de regímenes dictatoriales. De ahí que en las situaciones de cambio de un régimen dictatorial a otro democrático se establezcan programas —comúnmente llamados de ‘justicia de transición’— que pretenden poner fin de una manera ordenada y gradual a los efectos de las anteriores dictaduras. Y lo hace sobre la base de tres criterios: verdad, justicia y reparación”. He aquí la cuestión del olvido. En España no hubo “justicia de transición”. No podía haberla, porque no hubo ruptura democrática. La Transición no la dirigió un gobierno provisional y plural formado al efecto. La dirigieron los políticos más moderados del régimen, moderados pero comprometidos con la dictadura. Siendo así, éstos se encargaron de moldearla de acuerdo con sus intereses. Y una de las cosas que más les interesaba era echar el cerrojo al pasado. Con este fin fue concebida la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977. Una fría ley, sin exposición de motivos siquiera, se descolgaba con doce artículos que, en esencia, venía a poner término a la represión contra los demócratas y a garantizar la impunidad de los represores.
Vista entonces, esta ley suponía un gran alivio para los que sufrían cárcel, los que estaban a la espera de ser condenados, los que llevaban años viviendo en la clandestinidad, los exiliados, los expulsados de sus puestos de trabajo y, en fin, para todos los que llevaban tantos años soportando el terror del régimen. (No decimos nada de los asesinados, porque ya no pensaban). Pero al leerla más de 30 años después resulta inconcebible que no cause asombro a cualquier demócrata. Veamos: “Artículo Segundo, apartado e). En todo caso están comprendidos en la amnistía: los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes de orden público…”. Así, con sólo dos renglones aparentemente inofensivos, se echaba el cerrojo a cuatro décadas de atrocidades.
Es verdad que ésta y todas las normas que presidieron la Transición fueron generalmente aceptadas por las principales fuerzas de oposición al franquismo. Porque había en ellas un profundo deseo de restablecer la convivencia pacífica en España. Siendo así, se acuñó aquello de la “transición pactada”. Pero cuando hoy se sigue hablando de “transición pactada”, y todavía más, de transición “modélica”, o es que la cosa va de broma -y no tiene gracia-, o que también la amnesia se apoderó de cómo fue aquello. Contaré un hecho que he vivido en primera persona y que es muy ilustrativo de cómo se pactaron determinados puntos del proyecto de transición diseñado por los políticos procedentes del régimen franquista. (No hablo de los asesinatos de Atocha y otros actos terroristas).
Creo que era febrero de 1977, o podría ser otra fecha cercana. El Comité Central del PCE se reunía por primera vez a la luz del día, en un hotel en Madrid. La reunión discurría con la normalidad que permitía la tensa situación del momento y cuando todavía el PCE no estaba legalizado. En un momento dado, Santiago Carrillo recibió una llamada de Adolfo Suárez y tuvo que ausentarse de la reunión. Se interrumpieron los debates esperando a que volviera. Cuando volvió, Santiago dio lectura a una declaración que ya traía preparada y que comprometía al PCE a aceptar la bandera y la monarquía, hoy constitucionales. No hubo discusión. En medio de un completo silencio, se sometió a votación la declaración y, si no me falla la memoria, fue aprobada por unanimidad. El contenido de la declaración no constaba en el orden del día del comité central. La causa que determinaba aquella improvisada decisión era que los militares habían amenazado con asaltar la reunión. Ignoro qué pensaban hacer con nosotros. Pero eso carece de importancia ahora. Lo importante es subrayar que la Transición se pactó en medio de enormes presiones y chantajes por parte de los llamados poderes fácticos.
La Transición fue llevada a cabo de acuerdo a aquellas circunstancias tan desfavorables para la oposición democrática. Y lo que resultó no fue una transición “modélica”, sino un “modelo de impunidad”. ¿Que a pesar de ello suponía un gran paso adelante? Cierto. ¿Que permitió a España importantes progresos y el periodo más largo de su historia en convivencia democrática? También es verdad. Pero las atrocidades de la dictadura, que siguen humillando y doliendo a tantos ciudadanos y que, por cierto, no dicen nada en favor de una democracia digna de tal nombre, son ciertas. Lo que, en bien de la convivencia pacífica, hubo que admitir y callar en aquellos momentos de enormes resistencias al cambio de régimen político, no hay razón democrática para mantenerlo más de 30 años después.
Los argumentos que mantienen el olvido los conocemos. Los hay de carácter jurídico. Pero éstos chocan de lleno con el derecho internacional y, específicamente, con acuerdos concretos que vinculan directamente a España. Por ejemplo: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de diciembre de 1966; la Declaración sobre Protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, de 18 de diciembre de 1992; o el Estatuto de Roma de 1998, que crea la Corte Penal Internacional.
Estas y otras normas internacionales establecen la imprescriptibilidad de delitos como los cometidos por la dictadura franquista y obligan a establecer la verdad y a hacer justicia. No es casual que el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas en su informe sobre España, de 27 de octubre de 2008, recomiende a las autoridades de nuestro país la adopción de las siguientes medidas:
– Derogación de la Ley de Amnistía de octubre de 1977, antes comentada.
– Reconocimiento de la no prescripción de los crímenes de lesa humanidad.
– Investigación de los crímenes de la dictadura, reparación de los daños y exhumación e identificación de los restos de los desaparecidos.
El incumplimiento de estas obligaciones como Estado democrático y Estado parte, resaltado a los ojos del mundo por situaciones tan bochornosas como el procesamiento del juez Baltasar Garzón por querer investigar los crímenes del franquismo, o el caso más reciente del Diccionario Biográfico de la Academia de la Historia, que exalta la figura de Franco, desprestigia internacionalmente la imagen de España.
El argumento más socorrido para mantener el olvido es el que dice que “no hay que remover el pasado para no reabrir heridas”. Lo primero que hay que decir a esto es que las heridas no se han cerrado. Incluso se hacen más grandes según se conocen nuevos datos. Al cabo de 30 años de democracia comenzamos a enterarnos del robo de miles de niños, hijos de republicanos, que fueron entregados a familias franquistas para reeducarlos. Es esta una herida que escuece singularmente y, sin embargo, parece que tampoco conmueve a los defensores de pasar página. Argumentos como el de “no remover el pasado” y pócimas como la vigente Ley de Amnistía de 1977 no curan las heridas: lo que pretenden es cerrarlas en falso. Lo segundo es que ningún demócrata puede sentirse agraviado porque se condene con contundencia un golpe militar y una dictadura que llegaron para suplantar la legalidad democrática de la república, con un programa preconcebido de esta laya: “Hay que sembrar el terror, dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilaciones a todos los que no piensen como nosotros” (palabras del director del golpe, el general Mola). ¡Y cumplieron ampliamente su programa! Consiguientemente, tampoco ningún demócrata puede sentirse ofendido porque se anulen todas las sentencias producidas por tribunales ilegales nacidos de un poder ilegal sin atender a ningún principio de justicia, sólo a un afán de venganza. Ni porque se investiguen y reparen los daños, por ejemplo, localizando y exhumando los restos de los desaparecidos, naturalmente por cuenta del Estado, porque en nombre del Estado se los desapareció.
Y bien. Si ningún demócrata puede sentirse agraviado por todo esto, sino todo lo contrario, se supone que a quienes no se quiere molestar, para no soliviantarlos, es a los antidemócratas, a los que justifican el golpe militar, la dictadura y sus crímenes. Así pues, el argumento que dice que “no hay que remover el pasado” no encierra una llamada a la responsabilidad: encierra una amenaza. Viene a decir: “No hurguen en el pasado, que volvemos a las andadas”. Es el argumento del miedo, que agita la sombra de Franco sobre la ciudadanía democrática. La llamada responsable, sobre la que existe una convención general entre los demócratas, es esta otra: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.
No hay que engañarse. Los que repiten una y otra vez que no hay que remover el pasado no lo hacen en interés del fortalecimiento de nuestra democracia; defienden intereses particulares y de clase. Estas son dos de sus razones: una la explicaba así el poeta argentino Juan Gelman cuando recibía el Premio Cervantes 2007: “…sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular”. La otra procura conservar cuantos elementos quedan provenientes de la dictadura, en el orden político, social y cultural, incluido el factor miedo, para condicionar la profundización del “Estado Social y Democrático de Derecho”, que dice la Constitución.
“No hay que remover el pasado” —dicen—, se lo dicen a los olvidados, a los que no han tenido ni justicia ni reparación. En cambio aplauden y se colocan en primera fila cuando una institución tan comprometida con la dictadura y su política de exterminio de los vencidos, la Iglesia Católica, beatifica a sus muertos para hacer exaltación de la Cruzada, 20 años después de recuperar la democracia. ¿Eso no es remover el pasado? La Iglesia tuvo sus víctimas, no vamos a negarlo, y tampoco vamos a entrar en las causas, porque todos los asesinatos son injustificables. Pero la Iglesia tuvo 40 años para honrarlas, beatificarlas y usarlas para ejercer venganza. Los tuvo, y bien que supo aprovecharlos. ¿No era eso bastante? Que esas beatificaciones de los mártires de la Cruzada eran contrarias al espíritu de “reconciliación de todos los españoles y a la profundización de la democracia” lo reconocía incluso el congreso de evangelización celebrado en Madrid en el año 1985. Y sin embargo se llevaron a cabo, contando los actos solemnes con una cualificada representación oficial del Estado español, el mismo Estado que se niega a investigar y reparar de manera integral los crímenes de la dictadura, impidiendo o no facilitando que se construya un relato de memoria compartida que no sea la de la Santa Cruzada.
Siendo lamentable, no tiene mucho de extraño que la derecha española se resista a investigar y reparar los crímenes de la dictadura franquista. Le aporta más réditos dejar las cosas como están. Resulta más chocante que el Partido Socialista no haya adoptado una postura más resuelta para aclarar, reparar y, en definitiva, superar un periodo tan desgraciado de nuestra historia. La llamada ley de la memoria histórica es el intento más decidido de afrontar la cuestión. Sin embargo, las partes más esenciales del problema no las aborda o lo hace de puntillas, y en la parte que más profundiza (la ampliación de derechos de las víctimas de la represión), cuatro años después de su aprobación no se ven mayores resultados.
Hablemos de algunas cosas que la ley omite. Para empezar, omite denominarse como se la conoce, esto es, ley de la memoria histórica. Se denomina Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura. El largo título constituye todo un esfuerzo de funambulismo político para escapar de una definición más comprometida y disimular sus grandes carencias. Evidentemente, la ley no se denomina como se la conoce porque el legislador huye de la idea de construir una memoria colectiva de lo que fueron las causas de la guerra, la guerra misma y la dictadura, asumiendo, de hecho, los argumentos de la derecha que dicen que hay que mantener la equidistancia entre la república democrática y los golpistas y su dictadura, una equidistancia establecida en la Transición que, hay que decirlo claramente, viene a justificar el golpe de Estado que desencadenó la Guerra Civil. Más claramente todavía: lo que en el fondo quiere decir esta postura es que la culpa de todo la tuvo la república. No es casual que en esta ley y en todos los textos oficiales se omita siempre la palabra república. Como mucho, se hace mención a la legalidad democrática previa a la dictadura.
No estoy diciendo, ni mucho menos, que esa postura sea compartida por el Partido Socialista. Lo que ocurre es que este partido, al no querer despegarse de las normas establecidas en la Transición, que echaron un cerrojazo al pasado, termina asumiendo por pasiva los argumentos del Partido Popular y en general de la derecha española, o, para no asumirlos, tiene que caminar de puntillas sobre el problema, viéndose envuelto en no pocas contradicciones. Por ejemplo: la ley, en su exposición de motivos, dice que “no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva”. Claro que no. Eso es lo que hizo el franquismo. La memoria colectiva, o un cierto relato de memoria compartida sobre los hechos ocurridos, ha de formarse libremente entre la ciudadanía y no por decreto. Ahora bien, para ello la ciudadanía tiene que conocer la verdad de los hechos ocurridos. Al respecto, la ley sí considera deber del legislador “promover el conocimiento y la reflexión sobre nuestro pasado, para evitar que se repitan situaciones de intolerancia y violación de los derechos humanos como las entonces vividas”. Y, en consonancia con ello, acuerda “fomentar la investigación histórica” con políticas públicas. Pero la investigación de los hechos no puede correr sólo a cargo de los historiadores: es imprescindible que intervengan los jueces con todas sus herramientas de trabajo y que resuelvan en justicia. Esto sería lo que más solidez aportaría a un relato compartido de los hechos. Sin embargo, esa puerta continúa completamente bloqueada, por mor de la “modélica” Transición. Hasta tal punto es así, que ahí tenemos la escandalosa situación en la que se ve inmerso el juez Baltasar Garzón. Escandalosa, sobre todo, para el crédito de nuestra democracia, tan atenta a ofrecer recetas higiénicas a otros y tan resistente a higienizar la propia casa.
El legislador no debe implantar una determinada memoria colectiva pero debe abrir todos los cauces que permitan establecer la verdad sobre los hechos ocurridos, contribuyendo, como dice la ley “a la difusión de los resultados”, sin olvidar que el conocimiento de éstos entre en los centros de enseñanza. Esto último no lo dice la ley, lo digo yo. La servidumbre a las normas de impunidad implantadas en la Transición se deja ver en todo el texto de la ley. No hay en ella una condena explícita y rotunda al golpe militar de 1936. Ni rotunda ni nada, no hay condena. E incluso para hacer una tímida condena, de la dictadura habla por boca de otros: “La presente ley asume (…) la condena del franquismo contenida en el Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa firmado en París el 17 de marzo de 2006…”. 466 Por qué estorba la memoria 467. La misma indecisión aparece a la hora de calificar la naturaleza de los tribunales franquistas y de las condenas dictadas por éstos.
Para quedarse a la mitad del camino, el texto de la ley hace malabares rebuscando las palabras. A los tribunales franquistas no los declara ilegales, los considera “ilegítimos (…) por ser contrarios a Derecho y vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo”, y por “vicios de forma y fondo”. Asimismo, según la ley, las condenas dictadas por esos tribunales no fueron ilegales, sino “injustas”.
En consecuencia, aunque proclama “su formal expulsión del ordenamiento jurídico” e impide “su invocación por cualquier autoridad administrativa y judicial” (¡faltaría más!), ahí se quedan sin ser anuladas todas las sentencias condenatorias del franquismo, conservando su carácter jurídico. Para suplir esa inquietante carencia, la ley reconoce “el derecho a obtener una declaración de reparación y reconocimiento personal” a quienes padecieron los efectos de esas condenas. O sea, lo que hizo el Estado fascista, el Estado democrático lo reduce a un asunto personal. Peor todavía: esa declaración de reparación y reconocimiento personal “no constituirá título para el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial del Estado ni de cualquier administración pública, ni dará lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional”. En conclusión: dicha declaración sólo servirá para colocarle un marco y colgarla de una pared de la casa particular, como puede hacerse con una estampa de la Virgen de Covadonga, pongamos por caso.
Hasta aquí, algunas consideraciones sobre los aspectos del problema que omite la ley. Sobre lo que aborda, principalmente referido a la reparación a las víctimas de la represión, cuatro años después de su entrada en vigor no hay avances sustanciales, en parte porque la ley se queda corta y en parte por la escasa diligencia en el desarrollo reglamentario necesario para traducir en hechos los aspectos positivos.
En lo que se refiere al asunto más sangrante, la localización y exhumación de los desaparecidos, la ley comienza diciendo exactamente en su artículo 11: “Las administraciones públicas, en el marco de sus competencias, facilitarán a los descendientes directos de las víctimas que así lo soliciten las actividades de indagación, localización e identificación de las personas desaparecidas violentamente durante la Guerra Civil o la represión política posterior y cuyo paradero se ignore”.
Como puede verse, una vez más el Estado democrático no asume la responsabilidad de reparar los daños causados por el Estado franquista, limitándose a ofrecer colaboración a los particulares afectados. Ello resulta, además de injusto, humillante, porque es una manera de no reconocer que los desaparecidos perdieron la vida por defender la legalidad democrática o por querer restaurarla y no por una causa particular. Además, porque esta postura del Estado democrático supone un agravio con relación a lo que hizo el Estado franquista, que sí se responsabilizó, y muy a fondo, de todo lo concerniente a sus víctimas.
Esta falta de compromiso del Estado con la resolución de un asunto tan sensible seguramente viene determinada, en parte, para no hacerse cargo de los costes económicos que ello conlleva. Pero no cabe duda de que tiene también causas políticas, siempre derivadas de las normas de impunidad implantadas en la Transición. Si el Estado se responsabilizara directamente de localizar y sacar de las cunetas los restos de los desaparecidos, se haría inevitable la intervención de los jueces, no como testigos mudos, sino para hacer justicia, que es lo suyo. Y esto es lo que no se quiere, porque chocaría con la todavía vigente Ley de Amnistía, que ha sido entendida por los poderes del Estado como ley del punto final. Mientras no se demuestre lo contrario.
Luego lo más probable es que el compromiso de colaboración de las administraciones públicas con los familiares de las víctimas en no pocos casos se quede en agua de borrajas, puesto que va a depender de la voluntad política de quienes gobiernen. Y después de las elecciones de mayo de 2011, la inmensa mayoría de las administraciones llamadas a colaborar son gobernadas por quienes se ven estorbados por todo cuanto evoque la memoria del pasado.
No obstante, más pronto o más tarde se tiene que acabar con la impunidad y el olvido que amparan y prolongan tantas injusticias, impidiendo que se supere de verdad el pasado trágico. A la vista de la postura de los partidos mayoritarios, todo dependerá de que las asociaciones de la memoria, y en general la sociedad civil sigan empujando. Y también de hasta qué punto el derecho internacional saque los colores a nuestra democracia y la reconvenga a cumplir las leyes que amparan los Derechos Humanos y que vinculan a España como Estado.
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