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Albert Recio Andreu

Cuaderno de crisis / 7

¿Cambio estructural?

I

Cambiar el modelo económico hace tiempo que forma parte de las ideas fuerza que circulan en el debate económico. Los mismos economistas críticos lo hemos argumentado, con puntos de vista diversos, en numerosas ocasiones. Y tampoco es difícil encontrar economistas del establishment que comparten esta opinión. Hasta cierto punto, el consenso no es difícil de alcanzar. Sólo los muy ciegos o muy dogmáticos (o los que simplemente efectuaban previsiones a base de extrapolar series numéricas) pueden ignorar los problemas estructurales de la economía española. Los que la crisis global ha dejado al descubierto: dependencia  insostenible del binomio construcción- turismo, desequilibrio persistente de la balanza comercial (importamos más que exportamos en casi todo tipo de sectores, y hemos perdido cuota de mercado en aquellos en los que estábamos especializados), endeudamiento exterior persistente (en parte debido a lo anterior), mercado laboral con exceso de empleos temporales….

De aquí que predicar la necesidad del cambio no resulte ni original ni extraño. La intervención del presidente Zapatero, siempre tan dado a las afirmaciones pomposas, a confiar que sus palabras obrarán el cambio, anunciado que su nuevo plan significa el inicio del cambio de modelo  responde simplemente a esta necesidad de situarse en la “ortodoxia” y en el consenso de lo, ahora sí, políticamente correcto. Otra cosa es que sus medidas signifiquen el cambio real o que el consenso real exista más allá de la percepción común sobre la imposibilidad de prolongar el tipo de desarrollo económico que ha dominado, al menos, la expansión de los quince años anteriores.

II

Hay muchas formas de evaluar el modelo. La más sencilla es la que emana del análisis de la especialización productiva. En este caso el énfasis se pone en la necesidad de cambiar el tipo de actividades predominantes. Esta es la idea subyacente en el equipo de Gobierno. También en buena parte de los dirigentes sindicales. Tenemos que pasar del ladrillo a los sectores emergentes. Tratar de ganar competitividad basándonos en la promoción de actividades con más valor añadido, demanda creciente, menor competencia (aunque gran parte de la teoría económica dominante, incluidos la mayoría de manuales, se basan en el supuesto de competencia perfecta, resulta evidente que las empresas reales tratan siempre de conquistar “nichos de mercado”, espacios relativamente protegidos donde se obtienen los buenos negocios) y oportunidad de crecimiento. A este cóctel se pueden añadir unas gotas de corrección medioambiental: la que supone que la economía ecológica es sobre todo una oportunidad  para desarrollar nuevos mercados y seguir expandiendo el negocio. Por esto hasta un manifiesto que ha empezado a circular en defensa de los derechos laborales incluye en su título el oximoron del “crecimiento sostenible”. Si éste fuera todo el problema la nueva política económica debería orientarse a descubrir cuáles son los nuevos sectores de expansión y a promover su desarrollo mediante los instrumentos habituales de las políticas públicas: regulaciones, subvenciones, provisión de recursos formación, ayudas a la investigación, etc.

Esto es lo que pretende el nuevo plan del Gobierno con una coherencia más que dudosa.  En primer lugar porque parece más un plan de ayuda a los sectores tradicionales que no de cambio de modelo. Especialmente cuando se observa que una de las medidas estrella, secundada automáticamente por la mayor parte de Comunidades Autónomas, es la subvención a la compra de coches. Una política que además supone una rectificación del anterior plan Vive que efectivamente limitaba las ayudas a los vehículos menos contaminantes. Ahora se amplia injustificadamente la gama de coches a subvencionar, en casos como Catalunya sin ni siquiera salvar la cara de una mínima racionalidad. Las sostenidas presiones de los constructores han tenido un éxito rotundo y una gran parte de fondos públicos volverán a dedicarse a lo de toda la vida, al desarrollo de un sector que genera empleo pero también enormes costes sociales, ecológicos y económicos (nuestro modelo de transporte es uno de los responsables del desequilibrio de la balanza comercial vía importaciones de petróleo y vehículos de alta gama).

Tampoco resulta convincente el compromiso de eliminar la desgravación fiscal a la compra de vivienda en 2011. Parece más un intento de animar el alicaído mercado (1,05 millones de viviendas sin vender), con el espantajo que dentro de 2 años comprar resultará más caro, que un cambio claro de modelo. No hay garantías de que en 2011 no vuelva cambiarse la opinión. Sobre todo pensando que la desgravación a la compra de vivienda es una buena baza electoral para un Partido Popular siempre favorable a la demagogia y a la defensa de los intereses de los sectores económicos tradicionales. De hecho, como argumenté hace tiempo, la mayor responsabilidad del Gobierno Zapatero fue el dar por bueno y prolongar el modelo económico que se configuró bajo los gobiernos de Aznar.

Eliminar las subvenciones a la compra ha formado parte de las recomendaciones que hace tiempo venían haciendo algunos importantes economistas neoclásicos. Sobre todo por su enorme confianza en la influencia decisiva de los precios relativos (y las subvenciones son una forma de abaratar relativamente el precio de un bien) y sus recelos a la intervención pública en los mercados. No está claro sin embargo que la desaforada expansión de la vivienda en propiedad tenga sólo que ver con la desgravación fiscal, hay otros muchos factores en juego: la inseguridad jurídica del alquiler generada por la liberalización de este mercado (espacios cortos de tenencia que en épocas de expansión han generado aumentos de precio), el carácter de la vivienda como patrimonio acumulable (y relativamente estable en el largo plazo), la ausencia de una verdadera política de vivienda pública. Sin contar, por el otro lado, las incertidumbres que el alquiler genera en los presuntos promotores de vivienda: mientras, en tiempos normales, la promoción para la venta permite el cierre del ciclo del capital en un plazo relativamente breve, el alquiler obliga al propietario a una gestión más trabajosa e incierta (ligada tanto al comportamiento de los inquilinos como especialmente a la necesidad, costosa, de mantenimiento del activo). La vivienda es siempre un tema complicado. Para el que el mercado tiene respuestas insuficientes. Y donde es dudoso que un mero cambio de incentivos genere cambios de calado. Cambiar de verdad el modelo exige políticas más ambiciosas en muchos frentes.

El tercer pilar es sin duda el más novedoso. La perspectiva de un plan de desarrollo sostenible generador de una nueva industria. La sostenibilidad obliga a cambiar buena parte de los bienes que usamos y producimos. Pero cambiar el tipo de bienes no significa automáticamente sostenibilidad. Avanzar sobre la sostenibilidad implica a la vez cambios en los modelos y niveles de consumo (y de presión sobre el medio), en las formas de organizar la vida cotidiana, en el tipo de tecnología a emplear. Implica en muchos casos reducir y no ampliar la actividad productiva (aunque el proceso es menos lineal de lo que presuponen algunos defensores del decrecimiento, en mi opinión tan abstracto y confuso como su opuesto). Y ello solo es posible llevarlo a cabo sobre la base de una profunda reorganización de nuestra entera vida social. Poco que ver con el simple campo de unas líneas de producción por otras, con el fin no tanto de ajustar nuestro modelo de vida a las exigencias que impone la crisis ambiental, sino de generar nuevas vías de negocio que signifique la prosecución del actual crecimiento económico por otras vías.

Se corre además el peligro, bastante palpable, de que la apuesta por este nuevo modelo se traduzca simplemente en una nueva vía de transferencia de recursos públicos a grupos privados. Toda la historia de las tres décadas de dominio neoliberal están marcadas por el predominio de grupos empresariales sobrealimentados por el erario público. El núcleo central tanto de la corrupción endémica como de los mayores intereses oligopólicos. Sea en el campo de las obras o en el de la prestación de servicios públicos o en el menos tradicional de las actividades paramilitares o la gestión del sistema carcelario (especialmente en los EE.UU.). La coartada medioambiental es ahora otra fuente de oportunidades, como ya resulta evidente en el caso de la industria de biocombustibles, en las subvenciones a los vehículos eléctricos y se atisba detrás del renacido lobby nuclear y partes del sector de las energías limpias. Los que esperaban que el cambio de modelo tecnológico significaría automáticamente la democratización del poder económico deben estudiar atentamente por qué y cómo la floreciente actividad de las energías renovables ha pasado en poco tiempo a manos de los viejos poderes de siempre: Iberdrola, Acciona, Endesa… De la misma forma que detrás del anuncio de Andalucía Sostenible asoman los intereses de importantes grupos locales, como Abengoa. Que quede claro, no cuestiono la necesidad de optar por un cambio de modelo energético y productivo, simplemente señalo que con los parámetros actuales hay riesgos más que evidentes de que nos vendan “gato por liebre” y la apuesta “sostenible” se convierta en una mera coartada para continuar el bombeo de recursos públicos hacia intereses minoritarios.

III

Con todas sus limitaciones, el plan Zapatero ha sido contestado por la derecha (siempre tan consecuente en que no se toque ni un pelo a los que siempre han dominado el cotarro). y  por una parte de la propia academia liberal. Para ésta, cualquier intervención pública en el mercado es deleznable y temen que el Plan de Sostenibilidad suponga excesivo intervencionismo público. Más que temer por al amplitud del plan, la queja sirve para volver a repetir los argumentos de siempre: la única política aceptable es la de las reformas estructurales. O sea: normas laborales, seguridad social, normas de inmigración. Todo lo que atañe a la gestión de las personas, de las clases trabajadoras, a la distribución social. No deja de ser vistoso que mientras en un campo, la reforma laboral, se propugna la reducción de la protección al empleo (no solo menos indemnización sino también eliminación de normas, como la aprobación de los EREs por la autoridad pública), en otro, la política migratoria, se apuesta por el “intervencionismo fuerte”, o sea por políticas represivas hacia los inmigrantes indeseables (el eufemismo de moda es “poco productivos” o “con escaso capital humano”) y puertas abiertas a los que interesen (no sea que nos vayamos a quedar sin estrellas deportivas o que no podamos invitar a un amigo a nuestra universidad). El simplismo de muchos de estos análisis —como el de explicar cómo ha sido posible que llegara tanta gente a este país a pesar de leyes de entrada realmente restrictivas y creciente gasto dedicado al control de fronteras— cuando no la simple manipulación —Sala y Martín se ha atrevido a afirmar en la Vanguardia que la crisis la ha provocado el crecimiento de los salarios sobre la productividad sin dar dato alguno, como no podía ser de otra forma dada la evidencia de la caída de la participación salarial— es demasiado grosero. Pero en esto la derecha es contumaz. Repetir mil veces un argumento, sobre todo cuando se tienen buenos altavoces y pantallas, permite a menudo hacerlo creíble. Y ante la inanidad de las propuestas del Gobierno las viejas malas explicaciones tienen posibilidades de alcanzar respetabilidad.

IV

Cambiar la estructura pasa, sin duda, por alterar la composición, organización y tecnología productiva. Por reorganizar partes enteras de nuestra vida material. Una tarea sin duda compleja, lenta y difícil. No sólo por la resistencia de los intereses establecidos, sino también por la propia inercia de los hábitos, las dinámicas organizativas e institucionales (y que explican en parte la diversidad y especificidad  de muchos modelos nacionales). Aún en términos convencionales las limitaciones del capitalismo español no se deben sólo a una especialización inadecuada, son en gran parte el producto del predominio de estructuras empresariales específicas, en las que están presentes tanto grandes grupos —nacionales y multinacionales— que controlan puestos clave del modelo, como miríadas de pequeñas y medianas empresas que por sí solas son incapaces de transitar hacia otro modelo. Cualquiera que sea la vía de cambio estructural —en clave de persistencia de una economía capitalista abierta o de una economía postcapitalista— la consideración del modelo empresarial y organizativo constituye una cuestión clave. Más aún para los que queremos transitar hacia una sociedad del bienestar sostenible.

Pero el cambio no puede hacerse tampoco si no se considera la otra cara de nuestro modelo social. Un modelo lastrado por una elevada desigualdad y el subdesarrollo de lo público. Cuando la referencia que se toma es la Unión Europea resultan evidentes las enormes deficiencias en gasto social (en casi todos los aspectos, menos en el del gasto en desempleo: aunque nuestros parados cobran poco, muchos nada, son tantos que el gasto total crece). Unas deficiencias que también se advierten en el subdesarrollo del empleo en los servicios a la comunidad. O en el del bajo nivel de formación profesional (una actividad habitualmente infradotada, vilipendiada incluso). Resulta  ostentoso que aun siendo una de las propuestas estrella de los primeros planes anticrisis, de principios del 2007, su desarrollo está aun pendiente. Quizás porque se trata de un tema poco interesante para unas elites que confunden formación universitaria con productividad. Y que interesa poco a unos empresarios siempre temerosos de que el reconocimiento formal de la profesionalidad legitime demandas salariales. De la misma forma que no podemos pretender avances significativos en las desigualdades de género mientras por un lado predominen estructuras sociales tan piramidales y, por otro, las cuestiones relacionadas con el cuidado de las personas no se integren coherentemente con el resto de la vida social.

Cambiar el modelo pasa también por un cambio profundo en la distribución de la renta, el papel de los servicios públicos, la construcción de las estructuras profesionales y la consideración de las actividades de cuidados como necesidades y deberes universales. Un impulso igualitario coherente con las necesidades de una sociedad más orientada al bienestar comunitario que al derroche social y ambiental. Por ello creo que para enfrentarnos verdaderamente a un cambio de estructuras debemos ser capaces de formular un mínimo de coherencia entre los diferentes aspectos complementarios de una compleja realidad económica y social.

Fe de erratas: FEDEA no es la fundación de las cajas

Navegando por internet descubro que en http://www.otromundoesposible.com se ha generado un pequeño debate en torno a mi anterior Cuaderno de Crisis. Como es de esperar hay opiniones de todos los gustos y mi narcisismo no da para entrar al debate.

Sólo que hay que reconocer que uno de los críticos aporta un argumento contundente en mi contra. Una muestra de mi poca seriedad es que considero a FEDEA la Fundación de las Cajas de Ahorro, cuando se trata de un mero instituto de investigación. Tiene razón en cuanto a lo primero, la verdad es que puse la información porque estaba convencido que era así (convencimiento que, desconozco la causa, he descubierto compartían varios de mis colegas). Otro de los participantes en el debate me puso en la verdadera pista, tan fácil como entrar en la página web de Fedea y ver quién forma el patronato del mismo. No tiene desperdicio, sus miembros figuran citados junto a las empresas de las que forman parte. Ahí va la lista: Banco Sabadell, Abertis, BP Oil, Abengoa, Caja Madrid, Santander, Repsol YPF, Acciona, Corporación Financiera Alba (Grupo March), Ibercaja, BBVA, Banco de España, Ferrovial, Bolsa de Madrid, Fundación Ramón Areces (Corte Inglés), Banco de Andalucía, Banco Popular Español y la Caixa. O sea una representación exquisita de los grandes grupos empresariales españoles, con presencia de los grandes bancos y las principales cajas. Sin duda me equivoqué: Fedea esta financiada por el gran capital. Fedea. eso sí. es un centro de investigación científica, aunque da la casualidad de que está financiada por grandes grupos empresariales.

Pero no seamos malpensados. Y sobre todo, como ya ha recordado alguno de mis críticos, no tiene sentido caer en explicaciones conspirativas. No deja de ser gracioso, por decirlo suavemente, que quienes niegan la posibilidad de conspiraciones sean los que dedican gran parte de su tiempo a un tipo de análisis donde predomina lo intencional. Precisamente toda la teoría social basada en el individualismo metodológico, incluida la teoría de los juegos, parte precisamente del supuesto que la sociedad se explica a partir de la actuación de sujetos que tienen objetivos y elaboran estrategias para lograrlos. Como es bien conocido, la teoría de los juegos nació ligado al análisis de la carrera de armamentos, y muchas de sus primeras aplicaciones trataban precisamente de dar pautas de actuación a los políticos estadounidenses en la guerra fría y caliente que sostenían frente a la URSS. No hace falta ser un “fan” de estas teorías para entender que en el mundo real las acciones intencionadas funcionan, y se desarrollan a través de medios diversos. Desde la mera declaración de intereses en cualquier proceso de negociación, hasta las menos habituales tramas conspirativas complejas. Subrayar que una determinada propuesta proviene de una fundación próxima a intereses empresariales y señalar la existencia de conexiones entre instituciones (como la que une al servicio de estudios del Banco de España con Fedea, evidente si se constata que José Luis Malo de Molina ocupa puestos clave en ambas instituciones) no significa ni siquiera hablar de conspiración. Simplemente reconocer el enorme poder propagandístico que tienen algunas instituciones, basado en sus recursos, su red de conexiones personales e institucionales, su posición social.

No he tratado de explicar una conexión secreta, simplemente recordar la red de intereses sociales que configuran una verdadera estructura de poder. Pero ya se sabe que el poder hace años que ha desaparecido de la reflexión económica, excepto cuando se trata de presentar a los sindicatos como formas de poder monopólico en el mercado laboral.

6 /

2009

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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