¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Manuel Reyes Mate
Palabras rotas sin discurso político
Las soluciones podrán venir cuando entendamos el problema, pero estamos lejos de ese momento.
La edición francesa del libro ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, abre con una reproducción del célebre cuadro de Paul Klee, Angelus novus, al que Walter Benjamin dedica, tal y como recuerda el propio Hessel, la novena de sus célebres Tesis sobre el concepto de historia. Lo que Benjamin dice es que hay dos maneras totalmente diferentes de entender los tiempos que vivimos: lo que para unos es progreso, para otros es catástrofe.
Hay quien vive el presente como un proyecto de vida, dotado, eso sí, de los medios materiales suficientes como para vivir de acuerdo a sus deseos. Y hay otros que saben el precio del progreso o, más exactamente, el precio del bienestar de otros. Son, de acuerdo con el cuadro de Paul Klee, las ruinas y cadáveres sobre los que camina el ángel de la historia pintado por el artista suizo.
Al colocar Hessel ese cuadro como pórtico a su alegato está dando a entender que los caídos se niegan a ser el precio de la historia y reclaman para sí el derecho a tener un proyecto de vida propio.
El famoso cuadro ha llamado la atención de muchos eruditos, atraídos por la poderosa interpretación política que hace Walter Benjamin, pero es la primera vez que sirve para expresar la indignación de quienes han sido degradados a inevitable coste social del progreso.
Dos posiciones, pues, enfrentadas ante la misma realidad histórica. No deberíamos perderlo de vista sobre todo a la hora de preguntarnos por su futuro. Escuchaba en una emisora de radio un debate entre un portavoz de Democracia Real y sesudos académicos que le acosaban dialécticamente preguntándole por las soluciones: qué soluciones proponían ellos, los indignados, a los graves problemas que denunciaban. Ante el balbuceo del joven indignado, el oyente podía llegar a la errónea conclusión de que lo que está ocurriendo tiene poco recorrido.
Las soluciones, sin embargo, solo pueden venir cuando entendamos el problema y hay razones para pensar que aún estamos lejos de ese momento. Esta generación expresa su malestar a través de palabras minúsculas, tales como futuro, casa, trabajo, salud, corrupción o participación. Son palabras sueltas que las encontramos en los programas políticos de los partidos existentes. La diferencia es que en esos programas esas palabras no significan nada y colgadas de las tiendas de los acampados, sí. Cuando un joven te dice futuro te está interpelando desde una existencia sin futuro. La palabra es entonces creíble porque está encarnada en un cuerpo frustrado que habla sin abrir la boca. Esas palabras tienen sentido en existencias vulneradas. En los programas políticos, empero, carecen de sentido. Dicen que van a luchar contra la corrupción y premian a los corruptos. Prometen empleo y lo supeditan a la competitividad. Les elegimos para que hagan política y se convierten en mascotas del mercado y así sucesivamente.
De lo que se trata entonces es de construir un discurso político —o de encontrar soluciones— partiendo de esas palabras verdaderas. En El mayor monstruo, los celos, de Calderón de la Barca, el perverso protagonista ha decretado que si él muere, sus fieles tienen que matar a su esposa, por honor. Para evitar que el documento llegue a manos de ésta, lo hace pedazos oportunamente. Pero la mujer llega a tiempo de ver por los suelos el texto hecho añicos y de leer en un trozo muerte, en otro su nombre, en aquel de allá honor y en este de acá secreto. Entiende que está condenada a muerte. Las palabras aisladas adquieren una fuerza muy superior a la que tenían en el documento. Para que las palabras iniciales cuajen en respuestas, el político tiene que dejarse imantar por la tragedia existencial que hay detrás de cada una de ellas. No nos precipitemos en convertirlas en problemas, es decir, en accidentes desgraciados del sistema. Antes que problemas son vidas frustradas, familias humilladas, que interpelan a la conciencia política. Si fueran escuchadas, podríamos llegar a la conclusión de que la respuesta no se encuentra en un retoque del sistema —a eso apuntan las famosas “reformas estructurales” que dicen los empresarios—, sino en una revisión del modo de vida o de valores sin cuestionar incluso por los propios indignados.
El noble arte de la política no nació para reproducir sistemas, sino para organizar la convivencia y mejorar las condiciones de vida de los individuos. Hemos llegado a un punto en el que los valores rectores más indiscutibles se cobijan bajo el paraguas progreso. Lo que el nonagenario autor del exitoso panfleto defiende es que el progreso esconde demasiados cadáveres. Han salido a la calle para decir basta. Con su presencia están invitando a la sociedad en su conjunto a pensar unas respuestas.
Marraríamos la oportunidad que se nos brinda si redujéramos la importancia del gesto a los discursos que puedan ofrecer. Pueden caer en simplezas o pedir lo imposible. Está claro que para algunos el progreso es catastrófico. A los que de momento están a salvo les toca decidir si hay algo que hacer.
Artículo publicado en El Periódico, 27 de junio de 2011
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