¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José A. Estévez Araújo
La refutación del "dogma de la genética"
Barry Commoner, a sus más de ochenta años, sigue escribiendo cosas interesantes. El año pasado publicó un artículo titulado “Molecular Genetics: An Example of Faulty Communication Between Science an the Public” (“Genética molecular: un ejemplo de comunicación fallida entre la ciencia y el público”, aparecido en la revista Organization Environment, 22, 1, pp. 19-33). En ese artículo, Barry Commoner da por finiquitado el “dogma” que ha presidido la investigación genética desde el descubrimiento de la doble hélice hace más de cincuenta años. Dicho dogma establece que cada uno de los genes que forma parte del ADN codifica la producción de una proteína, la cual, a su vez, es responsable de la generación de un determinado rasgo hereditario. De acuerdo con esto, un gen específico sería el que daría la “orden” de elaborar la proteína que hace que nuestros ojos sean de un determinado color. Lo mismo ocurriría con el resto de nuestros rasgos hereditarios. Cada uno sería producto de una proteína sintetizada de acuerdo con el programa contenido en un gen. Existiría, así, una relación causal unilineal gen-proteína-rasgo heredado. Cada rasgo heredado estaría programado en un único gen y cada gen programaría una única proteína y un único rasgo. Como dijo el autor del “dogma”, James Watson (uno de los dos científicos que descubrieron la estructura del DNA), la fórmula es tan simple, elegante y precisa que no puede sino ser verdadera. No obstante, algunos descubrimientos recientes la han puesto seriamente en cuestión.
El primero fue la culminación del proyecto Genoma cuyo objetivo era identificar los genes que integran el DNA del ser humano. Los científicos esperaban encontrar varios cientos de miles de genes. Sin embargo, se encontraron con que el DNA humano sólo contenía 21.000. Más o menos los mismos que el de una mosca. Eso implicaba una severa disparidad entre el número de genes y el número de proteínas que sintetiza el ser humano. Estas pueden alcanzar las 400.000, mientras que aquéllos apenas superan los veinte mil. La idea de la correspondencia gen-proteína quedaba así seriamente puesta en entredicho. Se planteaba el problema de cómo era posible que las proteínas del ser humano fueran veinte veces más numerosas que sus genes.
Los resultados del proyecto ENCODE, a los que Commoner se refiere con detalle en su artículo, constituyen una primera aproximación al desvelamiento del misterio. ENCODE es un proyecto de investigación genética internacional en el que participan más de 35 laboratorios. Para entender el significado de sus descubrimientos es necesario profundizar un poco en cómo funciona la química de la herencia genética (un análisis más detallado, que no puede reproducirse aquí por razones de espacio, se puede encontrar en el artículo de Commoner).
Los genes están hechos de cuatros sustancias químicas, los nucleótidos, que se representan por medio de cuatro letras mayúsculas A, T, C y G. El gen está compuesto por una secuencia de esos componentes básicos en un determinado orden. Esas secuencias constan de varios cientos de nucleótidos. Las secuencias de nucleótidos determinan las secuencias de aminoácidos que constituyen una proteína. A una determinada secuencia de A, T, C, y G “corresponde” una secuencia específica de los veinte aminoácidos diferentes que configuran cada proteína. De ese modo se establece la relación entre los genes y los rasgos heredados, pues cada proteína es responsable de uno de éstos.
Ahora bien, la información contenida en el DNA no se transmite directamente a los mecanismos responsables de la síntesis de las proteínas, sino que la comunicación se realiza mediante un mensajero, el RNA. El RNA reduplicaría en su interior las secuencias de nucleótidos de los genes, aunque sustituyendo la T (tiamina) por una U (uracil).
Es en ese proceso de transmisión de la información genética necesaria para la síntesis de proteínas donde se localizan los descubrimientos más importantes del proyecto ENCODE. Haremos referencia a dos de ellos que son los que más claramente ponen en cuestión el “dogma” de la genética. El primero es que en el proceso de transmisión de la información los nucleótidos pueden recombinarse. Es decir que la secuencia contenida en el DNA puede dar lugar a multitud de secuencias distintas en el RNA, resultantes de las nuevas combinaciones de sus elementos. Haciendo uso de una analogía que sugiere el propio Commoner, es como si los elementos (letras) de la palabra AMOR se recombinasen en el proceso de su transmisión y pudieran formar las palabras ROMA, RAMO, o MORA antes de llegar al receptor. Si pensamos en palabras compuestas de cientos de letras (como las secuencias de los genes) comprenderemos que las posibilidades combinatorias son inmensas. Ese “ensamblaje alternativo” como Commoner lo denomina (por oposición al ensamblaje normal en que la secuencia de nucleótidos no se altera en el proceso de transmisión de la información), hace posible que un solo gen pueda ser responsable de la generación de multitud de proteínas diferentes. Cada “transmisión” puede dar a una secuencia diferente de nucleótidos y, por tanto, al ensamblaje de una cadena diferente de aminoácidos. Así, por ejemplo, el gen que configura nuestro “oído musical” es responsable de la síntesis de más de 500 proteínas diferentes en el caracol situado en nuestro oído interno.
El ensamblaje alternativo no es un fenómeno extravagante o inusual, sino que se puede producir al menos en el 60% de nuestros genes. Este fenómeno habría tenido que dar al traste por sí solo al dogma de la genética. Ya no hay una relación causal unilineal entre gen-proteína-rasgo heredado, sino que un mismo gen, en un mismo organismo puede programar la síntesis de múltiples proteínas (y, por tanto, múltiples rasgos) diferentes.
Pero los descubrimientos del proyecto ENCODE no se quedan sólo ahí. También revelaron la existencia de fenómenos de fusión genética: en el proceso de transmisión de la información dos genes pueden combinar sus secuencias de componentes y dar lugar, así, a proteínas distintas de las que se derivarían de la secuencia de uno o de otro. La fusión de genes también echa por tierra el dogma de un gen-una proteína-un rasgo.
Commoner se pregunta por qué estos descubrimientos han tenido tan poca resonancia en los medios, incluidas las publicaciones científicas. ¿Cuál es la razón de que no se haya hecho pública la refutación del dogma de la genética? Aparte de las razones que Commoner apunta, aunque en estrecha relación con ellas, hay que señalar los enormes intereses que rodean a la investigación genética. Los científicos que trabajan en ese campo saben desde hace mucho que el dogma no funciona. Lo han comprobado en multitud de experimentos y proyectos fallidos. Pero es muy posible que convenga que la opinión pública (y quizá también los políticos que subvencionan los proyectos de investigación) sean mantenidos en la inopia.
La genética es un gran negocio hoy en día. Y el cuestionamiento del “dogma” puede hacer peligrar sus beneficios. Algunas consecuencias prácticas de esos descubrimientos, que Commoner señala, lo ponen de manifiesto. Por ejemplo, el carácter ilusorio de las terapias génicas (que parecen, por otro lado, haber mostrado ampliamente su fracaso), o la imposibilidad de establecer relaciones de causalidad firmes entre ciertas características genéticas y determinadas enfermedades hereditarias. Pero aquí nos interesan especialmente las que se refieren a los transgénicos u organismos genéticamente modificados.
Los transgénicos son un producto de la ingeniería genética, que se empezó a desarrollar en los años setenta del siglo pasado. Por medio de operaciones más o menos sofisticadas de “recorta y pega”, la ingeniería genética permite ensamblar genes de un ser perteneciente a una especie al DNA de un ser de una especie diferente. De esa forma se pueden generar en el segundo ser características propias del primero. Por ejemplo, se ha usado el gen responsable de la luminosidad de las luciérnagas para obtener flores fosforescentes.
En las últimas décadas los productos de la ingeniería genética se han convertido en una fuente muy importante de ingresos. Esto es especialmente cierto en el caso de las semillas transgénicas diseñadas, patentadas y comercializadas por empresas como la tristemente famosa Monsanto.
Los cultivos transgénicos han generado reacciones de desconfianza, especialmente en Europa. De hecho ya se ha descubierto daños concretos que pueden causar tanto a la salud como al medio ambiente. Jeremy Rifkin ha hablado incluso de la posibilidad de un “Chernobil Genético” si proliferan este tipo de cultivos. En cualquier caso, la puesta en cuestión del dogma genético plantea incertidumbres añadidas y hace prever nuevos peligros.
Las empresas que comercializan los OGMs nos dicen que sus productos son absolutamente seguros. Afirman que el gen traspuesto al DNA de sus semillas únicamente realizará la función para la que ha sido previsto. Así, por ejemplo, el maíz transgénico que se cultiva profusamente en nuestro país contiene el gen de una bacteria que produce una especie de insecticida natural. De ese modo, el maíz transgénico puede “defenderse” por sí solo frente a determinadas plagas que lo asolan sin necesidad de insecticidas. Se han señalado ya algunos peligros potenciales que puede tener ese maíz transgénico: contribuir a la generación de “super-bichos” resistentes al insecticida, aumentar la resistencia de las “malas hierbas” como consecuencia de fenómenos de polinización cruzada, contaminar plantaciones de maíz no transgénico, provocar reacciones alérgicas en quienes lo consumen… Pero ahora, a todos estos peligros se añade uno más que deriva de la indeterminación de los efectos que puede provocar ese gen. Si como consecuencia del “ensamblaje alternativo” un solo gen puede generar multitud de proteínas (y, por extensión, de rasgos) diferentes, ¿quién nos asegura que los efectos del “gen insecticida” en el maíz transgénico no produzca efectos diferentes de los previstos? ¿Qué garantía tenemos de que la acción del gen no convierta al maíz en algo tóxico, por ejemplo? ¿Cómo podemos saber los efectos que producirán ese gen en otra planta en cuyo DNA se introduzca por efecto de la polinización cruzada?
Ante estas sombrías perspectivas se impone la aplicación del principio de precaución. Este consiste en que cuando hay razones científicamente fundadas para prever que el uso de una determinada tecnología o producto puede suponer un peligro, no hay que esperar a que se establezca una relación de causalidad firme entre el producto o tecnología y los efectos dañosos para prohibirlo o retirarlo. La carga de la prueba se invierte. Es a la empresa interesada en su comercialización a la que le corresponde probar su inocuidad. Sólo cuando se demuestra que el producto o tecnología en cuestión no puede producir los daños que se temían podrá autorizarse su utilización o comercialización.
Los parlamentarios catalanes que rechazaron el verano pasado la Iniciativa Legislativa Popular para prohibir los transgénicos sin ni siquiera discutirla deberían tomar buena nota de las advertencias que se derivan del artículo de Commoner. La refutación del “dogma” de la genética contribuye a poner aún más en entredicho la inocuidad de los productos transgénicos. Y el peligro está lo suficientemente fundado desde el punto de vista científico como para no dudar en aplicar cuanto antes el principio de precaución.
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2010