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Rafael Poch-de-Feliu

La sharía de occidente

La muerte de Bin Laden sigue el guión del propio atentado del 11-S, un asunto repleto de sombras y preguntas que convierte la versión oficial en algo parecido a una cuestión de fe: la credibilidad de la historia depende del crédito que se quiera otorgar a quienes nos la cuentan. El asesinato extrajudicial de un criminal al que se le atribuye aquel terrible atentado ha sido explicado diciendo primero que estuvo “implicado” en el tiroteo y utilizó a una mujer como “escudo humano”. Que luego resultara que no estaba armado ni hubiera mujer-parapeto, ni hasta armas en la casa; que la operación ni el propio escondite de Bin Laden fueran imaginables sin protección y colaboración de Pakistán; que su cuerpo fuera desaparecido en el mar a las pocas horas —eso sí, atendiendo a los ritos islámicos—; que la búsqueda y localización del personaje no fueran una prioridad de Estados Unidos hasta hace poco, o que Bin Laden estuviera muerto, desde hace años, o no, son detalles sin gran importancia. Nadie va a hacer un asunto de “derechos humanos” de ello y los medios de comunicación se lo van a comer todo, disciplinadamente. Por feo que sea celebrar una muerte, hay un sentido de justicia en la celebración de los jóvenes de Nueva York: el malo ha muerto. Sin juicio ni garantías, pero ha sido castigado y se ha evitado la impunidad. En las “excepcionales” circunstancias de esa “guerra contra el terrorismo”, el Estado de Derecho desaparece y es sustituido por la mera venganza y la justicia de Lynch, como en el Oeste, de acuerdo con una tradición nacional de violencia que toma sus orígenes en el genocidio de 15 millones de indígenas, evocado en actuales máquinas de guerra (misiles “Tomahawk”, helicópteros “Apache”) y hasta en el nombre del reo, “Jerónimo”, aquel jefe apache que se echó al monte tras la matanza de su madre y sus tres hijos por las tropas del gobernador de Sonora, en 1859.

La doctrina Bin Laden gobierna el imperio

Ciertamente, Bin Laden no era Jerónimo, pero dejemos las cosas claras: no se ha hecho justicia con esta muerte, y no parece que haya mucha verdad en la narrativa de sus circunstancias. Pero todo esto es irrelevante al lado de lo principal: estamos ante un nuevo caso de aplicación de una “sharía occidental” en aras de una yihad cuyos componentes son el imperialismo, la guerra y el control de recursos ajenos, con la acelerada devaluación de la hegemonía global de EE.UU. como dato central. La escena que mejor describe el crimen de Abbottabad es la de un asesino dando muerte a otro, que en el pasado estuvo a su servicio. Un ajuste de cuentas entre gángsteres. Porque la “doctrina Bin Laden”, lo de matar a decenas, centenares y miles de inocentes para alcanzar un objetivo, no lo olvidemos, gobierna también, y sobre todo, en la Casa Blanca y en el Pentágono. Ésa es nuestra yihad.

Hoy sabemos que el 11-S fue una tragedia. Sin duda por los 3.000 inocentes que murieron en Nueva York y sus familiares, pero aún más por su aún más trágica y repugnante utilización para realizar planes estratégicos, barajados desde mucho antes, de intervención militar en Asia Central e Irak y destinados a afirmar el “siglo americano”. En Irak han muerto alrededor de un millón de personas. En Afganistán mueren anualmente tantos civiles como los inmolados en el 11-S neoyorquino. En Pakistán llevamos 30.000 muertos. Ahora se suma Libia, mientras Siria e Irán están en la trastienda… Son datos terribles, que, junto con la normalización de la tortura, el secuestro, el encarcelamiento y los asesinatos extrajudiciales, ofrecen el verdadero contexto de los crímenes de Bin Laden al lado de los crímenes de los Bush, Blair, Obama y compañía. La muerte de Bin Laden, simbólica o real, no va a alterar en lo más mínimo ninguna de las tres guerras actualmente en curso. En un momento en el que la urgencia de un cambio de mentalidad es abrumadora, la guerra es el único programa que la yihad occidental ofrece al mundo.

El triángulo que dará tono al mundo

La humanidad se encuentra ante una encrucijada civilizatoria de la que quizá dependa su propia supervivencia. Se trata de los efectos combinados del calentamiento global, la sobrepoblación, la escasez de alimentos y agua en amplias zonas, la transición energética y la creciente competición por recursos escasos. Todo ello en un contexto de gran desigualdad global, de gran accesibilidad a tecnologías de destrucción masiva, de fuerte inercia hacia la resolución de conflictos por la vía de la guerra, y de gran frecuencia de accidentes en el ámbito de la tecnosfera civil o militar. Hablar de encrucijada en este contexto no es un capricho apocalíptico, sino algo bien concreto, real y racional.

La situación no podrá ser superada sin una estrecha colaboración, integración y convergencia entre los principales actores mundiales, es decir, entre Estados Unidos, China y el mundo musulmán. Hay otros polos y actores, pero parece que la relación entre estos tres será la que dará tono al mundo.

El musulmán y sus agravios

El mundo musulmán, una gran cultura unificada de 1.300 millones, como la china, está compuesto por cuatro países con más de 100 millones de musulmanes y otros cuatro con entre 50 y 100 millones, 44 países con más de la mitad de la población musulmana y 70 países con más de un millón de musulmanes, incluidos 6 millones en Estados Unidos, 125 millones en India y 40 millones en China. Forma parte de la unidad del actual mundo imbricado. El grueso de las reservas globales de petróleo y gas —las primeras zonas energéticas del mundo— se encuentran en esa zona civilizatoria. Los dos puntos más calientes del mundo tienen que ver con la intersección entre Estados Unidos/Occidente y el mundo musulmán. En primer lugar Palestina, como paradigma del doble rasero y de la injusticia histórica, donde Occidente apoya a un Israel nuclear de quiméricas y decimonónicas tendencias racistas y coloniales. En segundo lugar Pakistán, un Estado nuclear y fallido, pobre, superpoblado, ambientalmente devastado, en el que el 60% de las mujeres no saben leer ni escribir, donde el aparato de Estado tiene el corazón partido entre el yihadismo y los aliados occidentales, y enfrentado a su gran vecino, India, también nuclear.

Algunas de las principales tensiones del mundo actual tienen que ver con políticas occidentales que no hacen sino empeorar las cosas. En primer lugar, el apoyo a la suicida ignominia israelí. En segundo lugar, la actual escalada “Afg-Pak” de Obama y sus vasallos europeos. En tercero, el apoyo general a dictadores del mundo musulmán, siempre que éstos apoyen intereses occidentales. A ello se suma la crónica intervención política y militar en la primera región energética mundial, el golfo Pérsico, y, desde el fin de la guerra fría, en la segunda, Asia Central. Esa intervención incluye la presencia militar de Estados Unidos junto a los santos lugares del islam. Todo ello —es archiconocido, pero hay que repetirlo— crea una masa crítica de ofensa y resentimiento del mundo musulmán hacia Estados Unidos y Occidente en general. Las condiciones sociales en muchos países de mayoría musulmana son muy favorables a las reacciones explosivas: de la lista de seis países desarbolados que se nos ocurren a todos (Afganistán, Somalia, Haití, Nigeria, Pakistán, Yemen…), cinco pertenecen a ese mundo musulmán (Nigeria en un 50%). La actual xenofobia antiislámica europea añade leña a ese incendio. Es una ideología indecente de derechas que, como el antisemitismo de los años treinta, está en sintonía con el belicismo. Por su parte, el radicalismo islámico violento es la expresión más extrema, quimérica y criminal de esa ofensa absolutamente racional y legítima en términos históricos. Pero es minoritaria, tal como las últimas revueltas civiles han dejado claro.

Cancelar nuestra yihad

Si una nueva mentalidad postimperial, una democratización de la proyección de Occidente en el mundo, actuara sobre las razones del agravio musulmán en lugar de excitarlo, el grueso del problema se despejaría. Eso pasaría por corregir la política hacia Israel, retirarse militarmente y dejar de apoyar a los dictadores amigos. Pero Estados Unidos se ha concentrado en combatir las tendencias más extremas de ese agravio, tendencias que en parte son resultado de su propia política de la guerra fría, cuando en los años ochenta quiso contrarrestar con el yihadismo suní de Bin Laden el chiísmo revolucionario y anticolonial iraní, dañando de paso a la URSS, empantanada en Afganistán. Es más, esas tendencias se han utilizado para dar un nuevo vigor al “siglo americano”. Las relaciones de los yihadistas islámicos con la CIA, desde Afganistán a Bosnia, pasando por el 11-S, son muy significativas a este respecto.

Cuanta más colaboración, interacción y convergencia haya entre los tres grandes actores mencionados, mayor será la posibilidad de supervivencia. El mundo de hoy tiene un amplio campo para esa imprescindible colaboración entre chinos, occidentales y musulmanes; mantener la estabilidad política y reducir la desigualdad global, la acción contra el calentamiento, la regulación del sistema financiero, la reforma de las instituciones de gobernanza global para que sean más democráticas y representativas de la realidad del mundo, el desarme nuclear… Nada de todo ello es viable cuando el principal actor está empeñado en combatir su relativo declive mediante su particular militarismo imperial, su yihad y su sharía. En ese contexto, la oscura muerte del turbio Bin Laden es completamente anecdótica.

[Publicado originalmente en:http://blogs.lavanguardia.com/berlin/la-sharia-de-occidente/]

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2011

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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