¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Los vagabundos de la cosecha
Libros del Asteroide,
Barcelona,
Ernest Cañada
Durante los meses de verano de 1936, John Steinbeck escribió una serie de reportajes para The San Francisco News sobre la vida de los temporeros que trabajan en la cosecha de las grandes explotaciones agrícolas de California. Estos inmigrantes eran norteamericanos procedentes del Medio Oeste que, arruinados, habían tenido que vender sus granjas y buscar trabajo como jornaleros. Cerca de ciento cincuenta mil personas vagaban por aquellos días en las carreteras californianas en busca de empleo. Steinbeck se inspiró posteriormente en el drama de aquellas familias para escribir Las uvas de la ira, su más reconocida novela. En los artículos que componen Los vagabundos de la cosecha describió las condiciones de vida y los estados de ánimo de aquellos trabajadores, prestando una especial atención al proceso de degradación y a la paulatina pérdida de dignidad que estaban sufriendo.
Steinbeck analizó también las causas que estaban generando aquella situación, describiendo con claridad las características de un modelo agrícola que requería constantemente de una mano de obra barata siempre en condiciones de vulnerabilidad: “La singular naturaleza de la agricultura de California depende de estos temporeros y de sus continuos desplazamientos” (pág. 4). Anteriormente, los grandes empresarios agrícolas habían empleado inmigrantes de origen extranjero. Primero fueron chinos, luego japoneses, más tarde mexicanos y después filipinos; hasta que llegó el turno a los granjeros arruinados de Oklahoma, Nebraska y algunas partes de Kansas. La historia se repetía cíclicamente: cuando los trabajadores empezaban a organizarse y a defender sus derechos eran expulsados y sustituidos por inmigrantes de otro lugar. Y Steinbeck alertó certeramente de qué problemas conllevaría el mantenimiento de este modelo agrícola: “si (…) nuestra agricultura depende de la creación y mantenimiento a cualquier precio de una masa de braceros explotados, no nos quedará más remedio que aceptar que la agricultura de California es económicamente insostenible en un sistema democrático. Y si para nuestra seguridad económica tenemos que recurrir al matonismo, si debemos cercenar los derechos humanos, si recurrimos a los castigos físicos, a los asesinatos a manos de ayudantes de sheriff y a los secuestros, si nos negamos a la presencia de un jurado en los juicios, sólo nos quedará admitir que en California la democracia está desvaneciéndose” (pág. 85). Y Steinbeck cerró la serie de reportajes con una llamada de alarma: “Hará falta que la clase media, los trabajadores, los maestros, los artesanos y los profesionales liberales se unan en una militancia siempre vigilante para luchar contra esa filosofía social explotadora y para preservar el gobierno democrático en este estado” (pág. 86).
La situación actual del campo californiano sigue siendo parecida en muchos aspectos, aunque de nuevo sus trabajadores sean mexicanos y centroamericanos. Pero no sólo ahí, la agricultura industrial en todo el mundo sigue fundamentándose en el recurso a mano de obra muy mal pagada en situaciones de extrema precariedad. Democracia y agricultura industrial continúan contrapuestas.
Con Los vagabundos de la cosecha Steinbeck describió la vida de aquella pobre gente con respeto y estima. Y según recuerda Eduardo Jordá en su prólogo, sentenció: “Un escritor sólo puede escribir sobre aquello que admira. Y los reyes de hoy en día no son interesantes, los dioses se han ido de vacaciones y los únicos héroes que nos quedan son los científicos y los pobres” (pág. xx).
9 /
2007