Vosotros, los que estáis ahí, sí, vosotros, mis contemporáneos que os creéis superiores a
las generaciones precedentes y que os consideráis vacunados contra esta propaganda de
guerra simplista y burda que engañó a nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros bisabuelos, ¿estáis seguros de que lo que os dicen ha sido así? Haríais mejor examinando más de cerca lo que acaban de deciros vuestros medios de comunicación, porque puede que os lo hayáis tragado ¡No hay que remontarse a 50 o 100 años atrás! sino a ayer mismo, durante la guerra contra Irak, Yugoslavia, Rusia y Palestina.
Atilio Borón
Más liberalismo, menos democracia
El sentido común pacientemente construido a lo largo de varias décadas por los medios de comunicación de masas y, más recientemente, por las redes sociales, proclama que el liberalismo es el padre de la democracia, y que tanto uno como la otra son excelsas creaciones de la sociedad capitalista. Verdad a medias porque si bien es cierto que el liberalismo es hijo de aquella, la democracia nace precisamente como reacción al carácter insanablemente injusto de la sociedad burguesa dado que esta se constituye sobre una ruptura clasista que separa a los propietarios de los medios de producción de una enorme y creciente masa de personas que solo pueden subsistir si tienen la suerte de que a algún propietario le resulte rentable comprar su fuerza de trabajo. Pese a la rotunda evidencia que sustenta esta interpretación, muchos teóricos y publicistas del pensamiento convencional repiten que liberalismo y democracia son dos caras de una misma moneda. En consecuencia, dicen, quien quiera la democracia deberá aceptar al liberalismo, pues solo este aporta los requisitos que requiere el funcionamiento de la democracia. Y quién repudie al liberalismo abre las puertas al despotismo.
Pero la verdad es bien otra: el liberalismo, como la ideología que nació con —y legitima a— la sociedad burguesa y el capitalismo, está en una contradicción radical e irresoluble con la democracia. Los teóricos del liberalismo, tanto el clásico como sus variantes posteriores: el «anarcocapitalismo» o la escuela austríaca pretenden hacer creer a los pueblos que solo aceptando la injusticia incurable del liberalismo económico podrán disfrutar de las mieles de la democracia política. El argumento es falso, y en un doble sentido: es incoherente en el plano de la teoría e insostenible a la luz de la experiencia histórica. Los actuales cultores del liberalismo, entre ellos el presidente Javier Milei, son los atribulados apóstoles de un credo cuyo objetivo no declarado es proteger desde el Estado (más allá de que nuestro presidente se proponga ser el topo que lo destruirá) la opulencia de una minoría cada vez más pequeña y más rica, mientras deja en manos de los mercados la prosperidad de las clases y capas subalternas, invariablemente condenadas por aquellos a la pobreza, la miseria y la exclusión social. Este es el inapelable veredicto de la historia, algo que no puede ser silenciado con las estridencias presidenciales.
No es un dato menor que a lo largo de su extensa historia, el liberalismo no haya producido un solo pensador que se declarase partidario de la democracia. Ni un solo partidario de este régimen político surgió de las filas del liberalismo. El único que se desvía muy levemente de esta corriente, con una mirada un poco más condescendiente hacia la democracia, es John Stuart Mill. Pero ni John Locke, ni Immanuel Kant, ni Benjamin Constant, ni Alexis de Tocqueville, para hablar de las principales figuras del liberalismo político, escribieron una sola línea en defensa de la democracia, entendida según la feliz fórmula acuñada por Abraham Lincoln como «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
Todos ellos examinaron cuidadosamente a la democracia como régimen político, pero subrayando los mortales peligros que encerraba para el imperio de la libertad; ninguno hizo una defensa del poder que brota del protagonismo popular. Stuart Mill llegó a aceptar a regañadientes a la democracia, pero con los reaseguros oligárquicos del voto calificado y fuertes restricciones al derecho al sufragio (para trabajadores manuales, campesinos, analfabetos y la mayoría de las mujeres). Ese era su límite, hasta allí llegaba su adhesión a la democracia.
[Fuente: Revista Acción]
06 /
04 /
2025