¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Antón
Impedir la involución derechista
Tras el análisis de la amenaza ultra en Europa, con el proceso de derechización institucional, la recomposición de las élites dominantes y el avance derechista y sus ejes estratégicos, critico las estrategias inadecuadas para afrontar esa involución reaccionaria y explico cómo garantizar una trayectoria democrática y de reforma social progresista en España y Europa para ganar a las derechas y consolidar una vía de progreso.
La amenaza ultra
Las ultraderechas están en ascenso en Europa. En los últimos años han aumentado su influencia político-mediática autoritaria y su base electoral. No es solo un fenómeno europeo. Particularmente, desde la victoria del primer mandato de Trump en Estados Unidos, en el año 2016, y otras réplicas en América Latina, como el Gobierno de Bolsonaro en Brasil o ahora el de Milei en Argentina, se ha producido un paso cualitativo: su acceso a posiciones gubernamentales, con capacidad de impulsar una gestión regresiva y ultraconservadora frente a los derechos humanos, sociales y democráticos, especialmente en campos como la inmigración, los derechos feministas y LGTBIQ+ y las libertades públicas, con estigmatización de las izquierdas.
En Europa han ido incrementado su penetración en los aparatos estatales, como las fuerzas de seguridad, la judicatura y la alta burocracia; además, aprovechan sus posiciones institucionales de poder (gubernamentales, autonómicas y municipales) para aumentar su imbricación con el poder económico y el mediático. Están presentes en más de media docena de gobiernos europeos, con posiciones hegemónicas o subordinadas respecto de otras fuerzas de derecha. Especialmente significativo, por su peso político-económico e institucional, es el caso de Italia, cuyo gobierno neofascista normalizado ha colocado a un vicepresidente en la propia Comisión europea.
En las recientes elecciones europeas las distintas derechas extremas han conseguido el 28% de los votos, llegando a sumar sus tres grupos parlamentarios, junto con algunos no inscritos, unos doscientos escaños, cifra similar a la del primer grupo del Parlamento europeo, el Popular, con conservadores y democratacristianos, que representa la Presidenta de la Comisión europea, la alemana Ursula von der Leyen.
Particular impacto inmediato y a medio plazo tienen los casos de Alemania y Francia. En este eje francoalemán, donde se basa el núcleo fundamental de la Unión Europea, se ventilan auténticos retos estratégicos con la posibilidad de un mayor giro derechista de ambas formaciones de centroderecha, con la colaboración de las derechas extremas. Ahora, con el acuerdo de Macron con Le Pen para dar estabilidad al gobierno derechista del conservador Bernier y, por tanto, sometido a su condicionamiento, con sus perspectivas para las elecciones presidenciales de 2027. Para dentro de un año, con las elecciones federales en Alemania, la probable derrota de la coalición de socialdemócratas, liberales y verdes y la victoria relativa de una Democracia Cristiana que, similar al caso francés, puede romper el tradicional cordón sanitario con la ultraderecha y, necesitada de sus votos, como apuntan ya algunos de sus dirigentes, pacte con ella un gobierno derechista, normalizando su cooperación gubernativa y frente al tradicional pacto con una socialdemocracia en declive.
En los próximos meses podemos asistir, en ese marco central europeo, a un proceso de normalización y colaboración, no exento de tensiones políticas y mediáticas, entre las derechas tradicionales y las ultraderechas para mantener su hegemonía política frente a las izquierdas y, sobre todo, para hacer frente a los desafíos estratégicos de las élites dominantes y grupos de poder europeos en un sentido regresivo y autoritario.
No es novedoso. Ya en España hemos experimentado estos meses de atrás una fuerte derechización del Partido Popular con su colaboración autonómica y municipal con VOX, llena de altibajos y derivada de los reequilibrios representativos, mediáticos y de poder de ambas tendencias. En todo caso, en este país, todavía se mantiene la capacidad institucional del Gobierno de coalición progresista, encabezado por Pedro Sánchez, con el apoyo de los socios de investidura/legislatura.
La incógnita, dado el relativo bloqueo reformador progresista, especialmente en las políticas sociales y redistributivas, es cómo afrontar las izquierdas y fuerzas progresistas el reto de frenar a las derechas e impedir su victoria en el gran proceso electoral de 2027 (autonómico, municipal y general), siempre que no se adelanten las elecciones parlamentarias.
La solución pasa por incrementar su credibilidad transformadora con una agenda de progreso, socioeconómica, democrática y cultural-ideológica. Y ello junto con el desafío para las izquierdas, sociales y políticas, sin resignarse ante la difícil aritmética parlamentaria, de fortalecer una activación cívica que permita avanzar en el cambio social y democrático, ganar las próximas elecciones generales -y autonómicas y municipales-, ampliar su poder institucional y derrotar la involución regresiva y autoritaria que anuncian las derechas.
El proceso de derechización institucional
En el marco europeo ya se han instalado dos dinámicas derechistas preocupantes. Una, la política de inmigración. Otra, la militarización creciente. Me detengo en el reciente plan Draghi como alternativa global dominante. Bajo el diagnóstico del retraso competitivo y de peso geopolítico de la Unión Europea, en el contexto de las grandes transformaciones productivas y tecnológicas y las crisis ecológica, energética y demográfica, plantea un gran esfuerzo inversor público, junto con mayor liberalización económica, favorable a las grandes multinacionales europeas y, especialmente, un mayor desarrollo militar, aceptando el marco de los intereses geoestratégicos compartidos con EE.UU., bajo su supremacía y en el ámbito de la OTAN.
La duda es la distribución del riesgo de la financiación pública, con el sobreesfuerzo impositivo entre las distintas capas de la sociedad y los estados, de ahí las reticencias alemanas, así como el reparto de los beneficios esperables con la idea de primero la acumulación de capital empresarial en aras del crecimiento económico y la garantía de beneficios y el dominio del mercado, y luego ya veremos. Se avecina un pulso nacional y de clase sobre la orientación socioeconómica, distributiva y estratégica de Europa.
El horizonte propuesto en el doble ámbito, económico y militar, es mantener un mayor peso europeo dentro del bloque occidental, para reforzar su hegemonía mundial, con un nuevo neocolonialismo, ante los desafíos de autonomización del Sur global (los BRICS) y, específicamente, el avance del poder blando de China, y hacer frente a sus campos territoriales y económicos de influencia directa: África, Oriente próximo —incluido el apoyo al Gobierno israelí, genocida, colonial y autoritario— y el Este europeo (Ucrania) frente a Rusia. Y, en perspectiva, consolidar el poder duro, el militar, como garantía para mantener esa supremacía mundial y pensando en Asia-Pacífico y la contención de China.
Pero ello lleva aparejado un recorte del modelo social y democrático europeo, aunque se mantengan de forma precaria componentes mínimos de los servicios públicos y la protección social, así como unos procesos electorales y parlamentarios muy condicionados, con un refuerzo de los poderes ejecutivos. Ese proceso involutivo requiere una garantía de subordinación de las sociedades europeas y, por tanto, una presión autoritaria por el control social.
En ese contexto, en el que hay un fuerte desgaste de la legitimidad pública de las élites gobernantes tradicionales, se genera el intento de su refuerzo y recomposición, con la presión de poderes fácticos y tendencias extremas: antes el control del poder y la garantía del orden social que la democracia. Así se genera una dinámica reaccionaria y segregadora con una nueva justificación iliberal, nacionalista y neocolonial, apoyada desde un gran aparato mediático. Es la apuesta por una salida prepotente y regresiva, con un reajuste de la clase política dominante, en la que confluyen las exigencias de las nuevas derechas extremas y las derechas tradicionales, con cierta impotencia de las izquierdas y la tensión entre sus tendencias adaptativas o la defensa de las políticas públicas y los valores igualitarios, solidarios y democráticos.
La recomposición de las élites dominantes
Asistimos a un proceso complejo y multidimensional, pero persistente, de recomposición de las élites dominantes y su articulación partidaria y representativa, junto con la relegitimación y refuerzo de las estructuras de poder del Estado y una reorientación estratégica y discursiva. Sus componentes básicos son:
- Nacionalismo autoritario a nivel externo (hegemonismo geopolítico, imperialismo competitivo, neocolonialismo, militarismo) e interno (nacionalismo excluyente, primacía nacional de los nativos, homogeneización étnico-cultural y racismo).
- Autoritarismo postdemocrático o iliberal, manipulación mediática, jurídica y de fuerzas de seguridad, debilitamiento de la propia institucionalidad democrática… aun respetando a regañadientes los procesos electorales, cierta libertad partidista y la mínima legitimidad parlamentaria; no estamos —todavía— en el nazi-fascismo de los años treinta.
- Recorte de la participación democrática y los derechos civiles, políticos y sociales, con control social y marginación de las izquierdas y movimientos sociales progresistas.
- Segregación popular, con apoyo de capas acomodadas, reconvirtiendo el retroceso de ventajas relativas de sectores en declive o el miedo al avance en derechos universalistas —feministas— en resentimiento y culpabilización hacia capas vulnerables —inmigrantes—.
Los poderosos y las élites gobernantes intentan hacer frente a su deslegitimación, aunque en esta etapa no ha habido grandes procesos de desestabilización política e institucional por parte de las izquierdas y los movimientos populares progresistas, a diferencia de los años treinta, ni existe la alternativa del socialismo soviético.
No obstante, ahora hay esa desafección política de fondo hacia la gestión institucional dominante, así como unas relaciones y una cultura social y democrática, que es percibida por esas élites como un obstáculo para afrontar esos nuevos retos geoestratégicos y de consolidación de su dominio. Su temor fundamental deriva de las respuestas cívicas ante la salida austeritaria impuesta durante la crisis social y económica desde 2008, en este contexto sociohistórico neoliberal, y a pesar de la economía expansiva frente a la pandemia. Así, persiste una ciudadanía con valores cívicos, democráticos e igualitarios, que forman parte de la experiencia y la cultura europea mayoritaria, y que se resiste, como en Francia, a sucumbir.
El declive de las derechas tradicionales es lento pero duradero, especialmente en el decisivo eje francoalemán, como núcleo dirigente europeo y tras la involución italiana. Son conscientes de la necesidad de darle la vuelta a lo que consideran disfuncionalidad sociopolítica y cultural para afrontar su descenso representativo que puede agudizarse a medio plazo. El poder establecido apuesta por menos democracia y menos política social y redistributiva, con un mínimo de legitimidad pública. Y, paralelamente, mayor control social y disciplinamiento popular; de ahí su componente autoritario con la presión ultra.
La confluencia derechista, con la aportación negociada de la extrema derecha, trata de conseguir el apoyo suficiente en capas acomodadas y con ventaja relativa de la sociedad, así como garantizar sus estrategias políticas, socioeconómicas y culturales dominadoras. Y como culmen, la rearticulación de las nuevas élites políticas y los sistemas partidarios y de representación institucional. Suponen nuevos reequilibrios del poder institucional, el reajuste de las grandes instituciones estatales y europeas, y el refuerzo de la autonomía de los grandes grupos de poder económico y estatal respecto de los parlamentos democráticos.
Y todo ello bajo el influjo de la resolución del conflicto en las elecciones presidenciales estadounidenses entre el proyecto ultraconservador y autoritario del Donald Trump y el del centro derecha neoliberal y democrático de Kamala Harris.
La derechización institucional y la amenaza ultra son un desafío para las izquierdas, para la justicia social y la democracia.
El avance derechista y sus ejes estratégicos
El giro conservador, regresivo y autoritario, se refuerza en Europa, con el ascenso de las derechas extremas. Tras el análisis de sus características, lo complemento con el detalle sobre la representatividad electoral de las distintas corrientes políticas en el Parlamento europeo.
En términos representativos los resultados de las recientes elecciones europeas, con 720 escaños a repartir (entre paréntesis el porcentaje y los escaños en las elecciones de 2019, con 703 escaños) son los siguientes: el bloque de las derechas tradicionales (democristianos y liberales y centristas) consiguieron el 37% de votos, con 265 escaños (35% y 245); el bloque de las derechas extremas, 26% de votos y 187 escaños (17% y 118), y las izquierdas (centroizquierda socialista, izquierda transformadora y verdes) el 33% y 235 escaños (35% y 245). Los no inscritos se quedan en 33 escaños (4%) desde los 63 (9%), son heterogéneos y se redistribuyen por su afinidad entre los tres principales agrupamientos.
El descenso de los bloques de la izquierda y la derecha tradicional es limitado, dos puntos cada uno, pero el de las ultraderechas asciende nueve puntos. Tres aspectos se pueden añadir. El conjunto de las derechas alcanza los dos tercios, con un papel cada vez más influyente de las extremas. En el bloque de la derecha tradicional mejora el sector democristiano y empeora el liberal-centrista. Y en el bloque de las izquierdas, la corriente socialista tiene un ligero descenso, los verdes una fuerte recaída y la izquierda transformadora un ligero ascenso.
En la composición de la nueva Comisión Europea, liderada por la democratacristiana alemana Ursula von der Leyen, predomina la derecha tradicional, con la presencia significativa del centroizquierda socialista, con la española Teresa Ribera en una vicepresidencia, y un representante (italiano) ultra.
Junto con este mayor peso representativo e institucional de las derechas, lo más relevante es la propia derechización política y mediática de los principales ejes estratégicos de la Unión, así como de países relevantes como Italia y Países Bajos, que alcanza al núcleo francoalemán, determinante de la política europea.
Primero, la política migratoria, con un ascenso de la segregación racista y una involución de los derechos humanos y de la actitud de acogida, integradora en lo social y de respeto y diálogo en lo étnico-cultural.
Segundo, la apuesta militarista y de dependencia de los intereses estadounidenses en los conflictos geopolíticos, con la permisividad hacia la estrategia colonialista y genocida del gobierno israelí respecto del pueblo palestino. Todo ello deja al descubierto la desvalorización del derecho internacional y humanitario, las normas morales universales, reflejadas en la Carta de la ONU, y la deslegitimación occidental ante los pueblos del Sur global.
Tercero, la orientación neoliberal de la política socioeconómica, cada vez más alejada del modelo social europeo y sus implicaciones redistributivas, ecofeministas y de defensa de los derechos sociales y la consolidación del Estado de bienestar, lo que supone la continuidad de las fracturas sociales y de género y un profundo malestar popular.
Y cuarto, el incremento transversal de la desafección política hacia la democracia liberal, las propias instituciones gubernamentales y europeas y, en particular, hacia los propios mecanismos de intermediación como las élites de los principales partidos políticos y los grandes medios de comunicación.
Estos rasgos expresan unas relaciones de fuerza socioeconómica e institucional, obedecen a unos intereses y trayectorias de las élites dominantes y grupos de poder europeos respecto de sus desafíos estratégicos, con su intento de relegitimación ante las sociedades europeas. Es el conflicto, todavía irresoluble hoy, entre democracia, con una articulación débil de las izquierdas y movimientos sociales progresistas, y nueva fase neoliberal regresiva que se inclina hacia el hegemonismo competitivo y el autoritarismo iliberal.
Autoritarismo para contrarrestar su frágil legitimidad
Me detengo en las estrategias —fallidas— para evitar esa involución derechista y, frente a cierta actitud de impotencia y resignación, en cómo frenarla y garantizar una trayectoria democrática y de reforma social progresista en España y Europa.
Lo que interesa destacar es la falsedad del análisis y los argumentos en que se basa ese giro reaccionario. Ante la fragilidad de su legitimidad social se genera su reafirmación autoritaria en detrimento de la democracia, los derechos sociales y las libertades públicas, así como con una nueva prepotencia imperialista respecto del Sur global.
Particularmente, desde la gran crisis socioeconómica y su gestión regresiva y prepotente en los años 2008-2014, con gran precariedad y sufrimiento para las mayorías sociales, especialmente del sur europeo, el desarrollo económico y social gradual, general y duradero se ha quebrado. Y ante esa dificultad legitimadora de las élites gobernantes europeas, las nuevas derechas extremas, con el seguidismo de las derechas tradicionales, han tenido que renovar su discurso. Han reorientado las causas y las responsabilidades del retroceso de las condiciones vitales de amplios ámbitos populares. Y han encontrado eco, particularmente, entre sectores con anteriores ventajas relativas y perdedores en términos comparativos, incluido las grandes oligarquías europeas subordinadas en su competencia por el mercado mundial y su decreciente peso geopolítico.
La nueva ofensiva propagandística, amparada en su control mayoritario de los grandes medios de comunicación, conlleva la culpabilización racista de la población inmigrante, el descrédito a las demandas sociales y los servicios públicos, o el supremacismo blanco y neocolonial frente a poblaciones del Sur global, acompañado de una nueva militarización prepotente de las relaciones internacionales. Todo ello añadido a la reacción conservadora frente a los avances feministas que cuestionan las ventajas patriarcales o el negacionismo climático.
La explicación dominante de las derechas tradicionales, así como del centrismo liberal e, incluso, de sectores socialdemócratas, verdes y de la llamada izquierda rojiparda, se fundamenta en un criterio de apariencia democrática: la representación de las opiniones de la gente. Así, entre las élites políticas y mediáticas, con la correspondiente pugna sociopolítica y cultural, entra en juego la valoración de cómo se forma la opinión pública y cuáles son la actitud y las mentalidades de la sociedad y los electorados. La respuesta progresista, con realismo, debe contrastar esa involución estratégica y discursiva con los principios y valores democráticos para ejercer su función de liderazgo sociopolítico y ético, superando el pragmatismo inmediatista.
La manipulación del sentido común
La cuestión es que el ‘sentido común’ de amplias franjas populares se modifica por las necesidades del poder establecido de garantía del orden social y la reproducción de su dominio. Las ultraderechas cubren una función de derechización política y sociocultural, en beneficio de un nuevo reequilibrio de poder y su legitimidad. Y las derechas tradicionales, que ven mermados sus electorados, se inclinan por el seguidismo para, supuestamente, recuperarlo. El resultado es que se amplían esas opiniones y actitudes reaccionarias, que consolidan una base social ultraconservadora.
Es incierto el argumento de que arrebatar a las derechas algunas de sus banderas regresivas o autoritarias, con la expectativa de representar a esos sectores sociales que se derechizan, permite recuperar cierto espacio electoral o reducir su base social. Pero, sobre todo, es una degradación democrática y ética que perjudica la credibilidad con las propias bases sociales de izquierda o progresistas y las desactiva.
Esta dinámica centrista en las izquierdas ya empezó a operar en los años noventa —y antes—, con la estrategia socialdemócrata de la tercera vía o nuevo centro, y constituye un fracaso tras un primer espejismo exitoso. Esa tendencia adaptativa ha sido imparable desde entonces, salvo excepciones.
La gran enseñanza histórica es que la virtud no (siempre) está en el centro, idea de gran arraigo y dominante desde Aristóteles (y Confucio), salvo en los grandes reajustes de poder, especialmente en el plano internacional que conllevaba, como sabía Maquiavelo, la guerra, el conflicto y la prepotencia del poder soberano.
Las derechas están en proceso de rectificación hacia la polarización extrema, comenzando por el trumpismo; se alejan del centro con el pretexto del deslizamiento popular hacia la derecha, cuando el motivo principal de su giro ultraconservador es la exigencia de mano dura y hegemonismo de los grupos de poder. Son los mismos poderes establecidos quienes están cuestionando ahora el consenso liberal o el pacto social, por un reequilibrio más favorable de su poderío económico, político-institucional y geopolítico. Lo acompaña un nuevo discurso justificativo que sirva para mantener cierta legitimidad pública y cohesión social, junto con mayor control social, sin que —de momento— haya un vuelco hacia unos estados totalitarios y una guerra mundial abierta.
Esa tendencia autoritaria es dominante en el plano institucional y económico, pero tiene frenos sociales y contratendencias democráticas de la ciudadanía. Están derivados de sus fracasos representativos evidentes. Tenemos un ejemplo significativo en España: la amplia activación cívica, con nuevos sectores críticos conformados por la gran marea progresista y democratizadora simbolizada por el 15M, que conformó un nuevo campo sociopolítico, junto con la refundación sanchista del PSOE, tan denostada por las derechas, tras un lustro de crisis política y debacle representativa por su gestión regresiva de la crisis socioeconómica. Ambas dinámicas han supuesto cierto giro hacia la izquierda y la colaboración en los gobiernos de coalición progresista. Es el ciclo sociopolítico que se pretende cerrar.
Nuevo impulso reformador progresista
La cuestión es que su impulso reformador se ha ido debilitando, con el acoso de poderes fácticos y mediáticos a la izquierda transformadora. El conjunto de las izquierdas disminuye su representatividad y la amenaza derechista vuelve a resurgir. Crece la tentación socialista del giro centrista como coartada para mantener la mayoría electoral y parlamentaria. Craso error.
La estrategia ganadora de las izquierdas no deriva del deslizamiento político hacia el centroderecha, o por asumir postulados derechistas. Son pretextos para esconder la verdadera motivación impuesta por la realpolitik, por la adaptación a los intereses de los grandes poderes establecidos, como en los temas antedichos.
También es insuficiente una simple vía comunicativa o de denuncia de las medidas concretas regresivas, los proyectos estratégicos reaccionarios y las actitudes conciliadoras con ellos. La lucha cultural o, si se quiere, el debate ideológico es necesario, pero debe estar vinculado al fortalecimiento de la capacidad de activación cívica y la participación popular de la gente, a la dinámica transformadora real de las relaciones sociales y las condiciones vitales de la población. Solo así se garantiza la ampliación y la sostenibilidad de unos electorados progresistas, con su articulación democrática.
El elemento clave es la credibilidad transformadora ante las mayorías sociales. No solo de la acción reformadora progresista y democratizadora sino, en la medida que están constreñidas las posibilidades parlamentarias e institucionales, por el compromiso y la garantía de la trayectoria de esas fuerzas de progreso, por la posibilidad de generar fuerza social y representativa capaz de asegurar a medio plazo la mejora de la situación socioeconómica, política y cultural de la sociedad. En esa medida, las fuerzas progresistas y de izquierda ganarán mayor confianza popular y podrán ampliar sus electorados y, con sus recursos democráticos, ser capaces de cambiar el país y la vida de la gente en un sentido de progreso.
El año 2027, con las elecciones municipales, autonómicas y generales —si no de adelantan—, está en el horizonte. Constituyen un reto para el conjunto de las izquierdas y, en particular, para la izquierda transformadora y su capacidad articuladora. La orientación no es novedosa. Se trata de la democratización institucional, incluida la territorial, y la reforma social progresista, exigidas por la marea cívica iniciada hace tres lustros frente al avance derechista, dinámica que refleja la excepcionalidad española y que, en la medida de su adecuación y reafirmación, consolidarán una imprescindible senda de progreso.
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