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Enrique Javier Díez Gutiérrez

Del racismo de baja intensidad al discurso de odio sin complejos

Esa tarde subimos al bar del estanco a tomar un vino. Como es habitual, había algunos parroquianos bebiendo dentro y fuera del bar, porque hacía buen día. Era mediados de septiembre, aún no había empezado a anochecer y el clima se mantenía templado. En la mesa estaba sentado con un vecino del pueblo, que una vez jubilado había vuelto a cuidar a su madre que ya tiene más de cien años, a pesar de haber trabajado en las minas de carbón de la zona cuando era joven.

En la televisión pública estaban retransmitiendo las noticias. Y uno de los titulares hablaba sobre los menores no acompañados que estaban siendo recibidos en Canarias. A raíz de lo cual uno de los parroquianos dijo en voz alta, para ser oído por quienes estábamos dentro del bar: «estos solo vienen a robar y encima les damos paguitas con el dinero público».

Tino, que durante su vida activa había sido delegado sindical y luchador por los derechos sociales, no pudo contenerse. Se volvió hacia el que había hablado y le espetó: «Hay que ser un miserable para acusar a niños de robar y hablar de paguitas en vez de solidaridad, como la solidaridad y el apoyo que recibimos muchos de los migrantes que nos tuvimos que marchar a otros países desde España».

La discusión se enzarzó y fue subiendo de tono progresivamente. El parroquiano hacía gala de sus afirmaciones «sin complejos», cada vez con más intensidad, a pesar de los argumentos que le daba Tino en un tono de voz cada vez más exasperado. Pero lo sorprendente era el silencio y la complicidad de la mayoría muda, que no se posicionaba y que parecía querer evitar el conflicto a toda costa.

En educación hemos aprendido que la resolución de los conflictos, como el acoso escolar, no solo depende de la víctima y el victimario, sino del resto de las personas que rodean la situación. Cuál es su actitud: ¿de complicidad?, ¿de indiferencia?, ¿de silencio?, ¿de permanecer ajenos al conflicto?, ¿de enfrentamiento con el victimario? Y sabemos que, si el entorno se enfrenta al victimario, se involucra en el conflicto en apoyo de la víctima, eso supone que se incrementa exponencialmente la probabilidad de que el acoso cese, al no verse respaldado el primero.

Ya lo dijo Martin Luther King: tendremos que arrepentirnos en esta generación no tanto de las malas acciones de la gente perversa, sino del pasmoso silencio de la gente buena que simulaba mirar para otra parte y fue cómplice directo o indirecto de la barbarie. Esta es una de las claves fundamentales de por qué se está evolucionando en esta sociedad del racismo de baja intensidad («no soy racista, pero…») al discurso de odio sin complejos en el que se estigmatiza, señala y acosa al migrante por el hecho de serlo, como en la discusión en el bar.

Este discurso de odio sin complejos va extendiéndose como una mancha de aceite, como un virus, como un cáncer por toda nuestra geografía. Y en aquel bar era como si se plasmara, en ese pequeño espacio rural, aquello de la «España polarizada», que de forma tan sesgada difunden continuamente los medios (pues es un sector claramente el que tensiona y polariza, dado que se nutre de esa polarización).

En este caso, sí que era como si hubiera un debate o una discusión entre dos polos opuestos. Lo increíble es que uno de los polos defendía la expulsión y el rechazo al migrante pobre (aporofobia) y el otro defendía la acogida y el apoyo a esos migrantes (derecho humano) empobrecidos por el saqueo y el expolio internacional que durante quinientos años han esquilmado sus tierras y cercenado cualquier posibilidad de desarrollo, y que aún continúa a través de las multinacionales y de las relaciones internacionales de explotación que hemos diseñado desde el Norte para seguir teniendo sometido al Sur Global. ¿Acaso es un polo o un extremo la defensa de los derechos humanos, de la solidaridad y del apoyo a las víctimas de la globalización capitalista?

Este es el giro neofascista que se ha imprimido a la ola neoliberal actual. La derecha, el centro liberal, la socialdemocracia, los verdes y una buena parte incluso de la izquierda en Europa han «comprado» el relato, el marco ideológico y el discurso neofascista en las políticas migratorias (y securitarias que la acompañan). En este marco es en el que parece situarse y encerrarse toda discusión posible. Escorando, de esta forma, la construcción de la actual cosmovisión social, que se sitúa cada vez más a la derecha de la derecha.

De tal forma que los derechos humanos fundamentales (el derecho a migrar o quedarse) se consideran un «extremismo», y que la única dicotomía posible y plausible es entre las políticas migratorias de la socialdemocracia (como está planteando el actual gobierno) vinculadas a la «regulación de la migración», como mano de obra barata para el mercado y el sostenimiento de las pensiones (convirtiendo al migrante en homo economicus, situándole como una mercancía más dentro del cálculo capitalista del beneficio), o las políticas de expulsión, criminalización y alarma social que preconiza la derecha y ultraderecha, en su batalla económica y cultural contra la supuesta invasión de la inmigración y la propagación de su teoría conspiranoica de la islamización de Europa, del gran reemplazo de la clase blanca, occidental, católica y «desarrollada».

Es en esto en lo que nos debemos fijar. Porque, a pesar de estar en posiciones antagónicas en la discusión en el bar, en esa dicotomía enmarcada se centraba el debate: entre lo que «aportan» los migrantes que vienen, por una parte, y lo que supuestamente nos roban, por otra. Pero todo dentro del ‘cálculo económico’. Todo dentro del mismo marco ideológico. El migrante considerado como homo economicus. En definitiva, incluso la izquierda apela a la doctrina de la «gestión de la migración», impulsada también por partidos políticos progresistas, organizaciones sindicales, oenegés, etc., que se ha centrado así en una obsesión a caballo entre la perspectiva del beneficio de nuestro mercado y la perspectiva de seguridad policial (control de fronteras y orden público).

Esto ha llevado a una construcción jurídica y social de una noción de migrante como persona trabajadora extranjera sometida a una condición de inestabilidad y vulnerabilidad, centrada en el reclutamiento de las personas migrantes «necesarias y convenientes» que sólo vienen para hacer su trabajo y deben volver a su país de forma inmediata —por lo que todos los demás, que no están en esas condiciones, son ilegales—. Cuando resultan innecesarios, se les envía de regreso a su país o, como es más frecuente, se les niega la entrada[1].

Esta migración es la cara oculta de las políticas de libre comercio. Las personas no hipotecan su futuro y se juegan la vida en el paso de las fronteras sólo porque ambicionan mejorar un poco. Lo hacen porque las relaciones internacionales que se les han impuesto en sus países desde los organismos internacionales occidentales (FMI, OMC, Banco Mundial al servicio de sus multinacionales, con sus planes de ajuste, sus créditos usurarios), porque las políticas extractivistas del Norte global y la connivencia de una dirigencia «educada» en los países coloniales, los han dejado sin trabajo, sin tierras, sin oportunidades. No solo los hemos saqueado durante quinientos años, sino que son esas injustas relaciones de explotación internacionales actuales las que impiden el «desarrollo» del sur, manteniendo así un flujo constante de mano de obra migrante necesaria y funcional al capitalismo transnacional.

Muchas personas se sienten impulsadas a huir de su tierra devastada, atraídas por la llamada del mercado laboral y por el consumo del Norte visto en la televisión o en las redes sociales, para acabar siendo sobreexplotadas, obligadas a vivir en situación irregular, criminalizadas y acusadas de quitar los puestos de trabajo a las personas autóctonas o de pervertir su identidad cultural.

Para el habitante del mundo enriquecido, se desmantelan las fronteras nacionales tal como sucedió para las mercancías, el capital y las finanzas mundiales. Para el habitante de la parte del mundo empobrecida, los muros de controles migratorios y leyes de residencia se vuelven cada vez más altos y más arduos de superar. Las primeras personas viajan a voluntad, se les seduce para que viajen, se les recibe con sonrisas y brazos abiertos. Las segundas personas lo hacen subrepticia y a veces ilegalmente; en ocasiones pagan más por la superpoblada tercera clase de una patera que otros por los lujos dorados de la business class; además se les recibe con el entrecejo fruncido, y si tienen mala suerte los detienen y deportan apenas llegan[2].

Como plantea el reciente informe de Oxfam Intermón, el 1% posee más riqueza que el 95% de la población mundial. De esta forma los ultrarricos imponen sus reglas porque, como concluye este informe, esa concentración de poder impide la respuesta global a los grandes desafíos del planeta, sea la crisis climática, la pobreza, la migración o la desigualdad. Lo sorprendente es que, con la ayuda de los medios de comunicación del planeta en manos de estos ultrarricos, esta concentración de riqueza y poder y la crisis económica permanente y sistemática que conlleva provocan que las miradas cargadas de rechazo y resentimiento por la situación de explotación que sufren las clases trabajadoras del Norte global se vuelvan no contra esos ultrarricos responsables de la increíble desigualdad, sino contra las personas migrantes, las minorías, a las que se achaca la responsabilidad de que ahora haya que repartir las pocas migajas que caen de la mesa de los ricos entre cada vez más bocas hambrientas.

Por eso no sólo en Europa resurgen con fuerza los partidos políticos de ultraderecha, neofascistas y xenófobos, que apuntan al migrante como «enemigo». Todas las administraciones norteamericanas se han convertido en especialistas en la creación del enemigo «islámico». De hecho, han convertido su ‘seguridad nacional’ en un problema mundial que no se define ya dentro de sus propias fronteras, sino que está determinado por la imposición de una relación hegemónica y unilateral sobre el resto del mundo[3]. De ahí surge la imperiosa necesidad de EE. UU. de gestar enemigos y preservar una amenaza constante, que justifique la creciente maquinaria militar y permita mantener en pie dispositivos represivos y fórmulas de control cada vez más extensas para extender una guerra permanente[4] con el fin de controlar bajo su dominio los intereses geopolíticos estratégicos y la hegemonía mundial, preservando así su poder sobre las principales fuentes energéticas y de recursos del mundo.

Por eso, a menos que se cambien radicalmente las relaciones internacionales de explotación, terminando con el expolio de las economías de los países empobrecidos y creando las condiciones para que estos países alcancen sus derechos económicos, sociales y culturales, y se les devuelva la deuda histórica por el saqueo de sus riquezas y recursos, no será posible construir un mundo en el que no haya necesidad de migrar para sobrevivir.

El desafío que nos plantea la migración no es cómo insertar en nuestro orden de las cosas (la lógica del mercado) a quienes vienen, lo que siempre se concreta en qué cambios deben realizar los migrantes, sino que es precisamente cómo cambiar ese orden de las cosas para generar otra política internacional y estatal.

Al lado de planes eficaces de acogida e inserción de las personas migrantes, son necesarias políticas económicas y sociales internacionales que ofrezcan un futuro que no obligue a la actual emigración forzosa (económica, climática, de refugio por catástrofes, guerras, etc.). Los muros y las vallas electrificadas, además de una crueldad infame, resultan inútiles.

Pero, además, es necesario combatir las fronteras dentro de nuestras cabezas: las barreras de los prejuicios, el racismo y el sectarismo excluyente. El punto de partida no puede ser otro que implicarnos con la problemática de la desigualdad: no como un gesto de caridad, surgido de la compasión del poderoso hacia el débil, sino desde la conciencia profunda de la solidaridad como un acto necesario de justicia social.

Las dos condiciones básicas para ello son hacer posible y efectivo el reconocimiento del derecho a la libre circulación como derecho humano universal y, junto a ello, promover el establecimiento de relaciones internacionales equitativas.

Dicho de otro modo, ¿por qué, en lugar de reivindicar eternamente la regularización de los recién llegados, no reivindicar mejor la abolición del estatuto de extranjero, estatuto necesariamente discriminatorio y excluyente y, de ese modo, la abolición de los «papeles»?

Debemos y podemos abrir las fronteras y proclamar la libertad de circulación y de instalación. Debemos y podemos construir una ciudadanía universal, un mundo sin muros. Un mundo donde no sea ni siquiera planteable ni imaginable una discusión como la que surgió en ese pueblecito del norte del Bierzo, en León.

El autor es profesor de la Universidad de León (enrique.diez@unileon.es), director de la Investigación Europea «Construcción de una Europa inclusiva y democrática frente al auge del fascismo y la xenofobia», premio CODAPA 2023 de la Confederación Andaluza de AMPA por su defensa de la educación pública y la difusión de alternativas para construir una pedagogía inclusiva, democrática y del bien común. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: Pedagogía del Decrecimiento (Octaedro, 2024). La memoria histórica democrática de las mujeres (Plaza y Valdés, 2023). Pedagogía Antifascista (Octaedro, 2022). La historia silenciada (Plaza y Valdés, 2022). Educación crítica e inclusiva para una sociedad poscapitalista (Octaedro, 2021). La asignatura pendiente (Plaza y Valdés, 2020), La educación en venta (Octaedro, 2020), Educación para el bien común (Octaedro, 2020), La revuelta educativa neocon (Trea, 2019) y Neoliberalismo educativo (Octaedro, 2018).

 

Notas

  1. Gary Becker, destacado neoliberal y Premio Nóbel de economía, propone vender el derecho a inmigrar subastando cierta cantidad de visas o permisos de trabajo, es decir, que las personas migrantes paguen por tener acceso al mercado de trabajo. En el siglo XVIII costaba trasladar a los esclavos y a las esclavas. Hoy no sólo se ahorran hasta el gasto de transporte, sino que incluso los esclavos y las esclavas tienen que pagar por poder trabajar como tales.
  2. Olvidando que hace poco más de un siglo Europa exportó su enorme crecimiento demográfico y su ejército de pobres a otros continentes. Dieciocho millones de emigrantes dejaron Gran Bretaña, lo que correspondía a seis veces el número de habitantes de Londres, entonces la ciudad más grande del mundo.
  3. Estados Unidos es un país en guerra permanente. No casualmente su principal sostén económico es el complejo industrial-militar. En toda su historia, Estados Unidos no ha estado en guerra con otro país solamente durante quince años.
  4. Guerra permanente cuyos inicios fueron las invasiones de Irak y Afganistán, le siguieron las denominadas «revoluciones de colores» del norte del Magreb y actualmente la guerra «en diferido» en Ucrania y el genocidio sionista del régimen israelí de toda Palestina, con la complicidad y el apoyo de la administración Biden de EE. UU., Inglaterra y la Unión Europea. Un nuevo Holocausto que recordará la historia.

 

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2024

La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existan las finas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.

Walter Benjamin
Tesis sobre la filosofía de la historia (1940)

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