La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Luis Gordillo
Contra la tercera guerra mundial
Hace cuarenta y cuatro años Manuel Sacristán firmaba una nota editorial con el mismo título que la nota que se presenta aquí, en la edición en papel del número 4 de mientras tanto. Decía Sacristán, hace casi medio siglo: «Se ha dicho muchas veces, con toda razón, que el problema político-ecológico más grave es el constituido por el armamento nuclear. Al adentrarnos en un nuevo período de tensiones graves, en un nuevo período de guerra fría, ese problema se convierte directamente en el de la supervivencia de la especie».
Ocurre con frecuencia que la gravedad de una situación viene determinada por el espacio que tal cuestión ocupa en los grandes medios de comunicación. Si éstos se ponen a ello, pueden conseguir una atención masiva a un determinado tema, de igual forma que pueden convertir asuntos menores, falsedades o fantasías descabelladas en una obsesión colectiva. Quienes vivimos en Cataluña lo sabemos bien. Puede ocurrir, asimismo, que una larga campaña de movilizaciones genere un estado de opinión tendente a situar un problema en el centro del debate público.
Cuando Sacristán publicó su nota, en la primavera de 1980, no ocurría ni una cosa ni la otra. Por eso aquel escrito finalizaba indicando la dirección de la Bertrand Russell Peace Foundation, por si alguno de sus lectores deseaba adherirse a la por entonces todavía minoritaria campaña a favor del desarme nuclear impulsaba por dicha entidad.
Lo último que se me ocurriría hacer ahora sería minusvalorar los riesgos derivados del incremento de la tensión entre la OTAN y el Pacto de Varsovia de aquellos años. Tampoco deseo incitar a una especie de olimpiada del riesgo nuclear. Pero no creo exagerado afirmar que la situación actual es mucho más peligrosa que hace cuatro décadas y que, por ello, hay más razones que nunca para salir a las calles exigiendo paz ante un peligro cierto de conflagración mundial.
En primer lugar, conviene recordar la reciente decisión de los EE. UU. de instalar en Alemania, en 2026, misiles con capacidad nuclear SM-6, misiles de crucero Tomahawk y armas hipersónicas. Este tipo de proyectiles estuvieron prohibidos hasta 2019 por el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, firmado por Gorbachov y Reagan en 1987. Dicho tratado perdió su vigencia por la decisión de Trump de retirar a EE. UU. del mismo. Como respuesta, y en el contexto de la guerra de Ucrania, Rusia ha desplegado armas nucleares tácticas en Bielorrusia. Recordemos que ese acuerdo constituyó una gran victoria para el movimiento pacifista europeo opuesto a la instalación de los famosos euromisiles que comenzó a ponerse en marcha en Europa occidental uno o dos años después de la nota de Sacristán. A todo ello, cabe añadir la carrera de armas hipersónicas que se ha iniciado entre EE. UU. y China.
Pero, sobre todo, en 1980 las dos superpotencias y sus aliados, por mucho que se hubiera incrementado la tensión entre ellas, no estaban enfrentadas en una guerra caliente en el corazón de Europa, y ahora sí lo están, aunque no se reconozca públicamente así por intereses tácticos y propagandísticos de ambos bandos.
La OTAN, todavía, no ha enviado masivamente a sus propios soldados al frente de Ucrania para no tener que afrontar una escalada que podría conducir rápidamente a la guerra nuclear, pero ya está claro para todo el mundo que son los países de la OTAN quienes, con la salvedad de los soldados, proveen del resto de elementos necesarios para poder continuar la guerra: armas, dinero, información, apoyo político y propagandístico, etc. Por otro lado, como la carne de cañón desde el lado occidental la ponen los ucranianos, eso le permite a Rusia disimular que los combates no son directamente contra la OTAN. Las guerras proxy permiten ese tipo de flexibilidad.
Pero eso, no puede ocultar la auténtica realidad. El bla, bla, bla de la propaganda bélica occidental sobre la pequeña Ucrania atacada por la gran superpotencia rusa se convierte en un cuento para niños cortitos de entendederas cuando se informa sobre los debates parlamentarios, en especial en el Congreso y el Senado norteamericanos, sobre la financiación de los gastos militares destinados a Ucrania. O cuando se discute sobre si se les debe enviar a los ucranianos misiles de largo alcance con el permiso de EE. UU./OTAN de atacar objetivos en territorio ruso. O, aún más claro, cuando se discute sobre las consecuencias para la continuidad de la guerra de Ucrania de la victoria de uno u otro candidato en las elecciones presidenciales de EE. UU. Si la guerra y la paz en Europa dependen de su resultado, entonces es más que evidente que no estamos ante una guerra entre Ucrania y Rusia, sino entre EE. UU./OTAN y Rusia en el territorio de Ucrania (y cada vez más también en el de Rusia), que es algo muy diferente.
La peligrosidad de dicho enfrentamiento es notoria, aunque no lo valoren así los grandes medios de comunicación occidentales. Cuando los ucranianos y sus valedores atlantistas se muestran partidarios del lanzamiento de misiles de largo alcance a territorio ruso, están abogando por llevar la escalada militar hasta el límite de la guerra convencional, porque, si eso sucede, los dirigentes del Kremlin deberán decidir si el misil que viene hacia ellos tiene una cabeza convencional o una cabeza nuclear. Un dilema difícil de resolver en unos pocos minutos. Por eso Putin ha declarado que, si el territorio ruso es atacado con ese tipo de armas, ellos responderán con el uso de armas nucleares tácticas.
La situación puede agravarse todavía más porque el ejército ucraniano, testaferro de los intereses geoestratégicos de EE. UU./OTAN, está muy cerca de su colapso en varios puntos del frente del este de Ucrania, lo que podría ser el inicio de su desbandada. De ahí la tentación permanente del bloque occidental de intensificar el juego del «¡gallina!» con Rusia, tentación que se puede tornar irresistible ante una hipotética victoria de Trump, el cual ha declarado que quiere acabar con la guerra ucraniana de inmediato. Trump ya ha sido el objetivo de dos intentos de asesinato y el segundo lo ha protagonizado, mira tú por dónde, un simpatizante confeso de la causa ucraniana. Ante la posibilidad de que Trump vuelva a la Casa Blanca, los maniobreros intrigantes del complejo militar industrial pueden aumentar las provocaciones e impulsar acciones con las que crear una situación de hecho que sea muy difícil revertir por el futuro presidente/a de EE. UU.
La guerra de Ucrania, que ya ha provocado centenares de miles de víctimas, es, sin duda, el conflicto más peligroso para la supervivencia de la humanidad que existe en el planeta, pero como todos sabemos no es el único. Dejando de lado los cincuenta conflictos bélicos restantes, la extensión de las acciones bélicas en el próximo oriente no le va a la zaga en cuanto amenaza a la paz mundial.
El cruel genocidio de los palestinos de Gaza (41.000 asesinados, de los cuales 16.600 niños y niñas, 93.600 heridos, destrucción masiva de las viviendas, hospitales, escuelas, etc.) lejos de terminar, un año después de su inicio, se va extendiendo hacia los palestinos de Cisjordania y se ha convertido en el pistoletazo de salida de una escalada militar que cada vez provoca más muertes e involucra a más países. En ella Israel, incondicional aliado de EE. UU. y la UE, lleva claramente la iniciativa y cada vez de forma más descarada está jugando también a la provocación para arrastrar (o para darle la justificación) a los Estados Unidos hacia una guerra contra Irán, país que, por otra parte, ha establecido una colaboración político-militar con Rusia. Y todo eso ocurre en la zona del mundo que contiene las mayores reservas del llamado «petróleo fácil o convencional», del que depende la economía de muchos países del mundo y cuyo declive comenzó en 2006.
El reloj del juicio final, del Boletín de los Científicos Atómicos, está a noventa segundos de la medianoche. En 1980 estaba a siete minutos.
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9 /
2024