La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Nuria Alabao y Pablo Carmona
No hay proyecto alternativo para la crisis europea
El autoritarismo se impone a derecha e izquierda para la gestión de las protestas ciudadanas y de las poblaciones que se consideran sobrantes
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Las derechas radicales han surgido en un mundo turbulento que no ha vuelto a estabilizarse tras la crisis económica del 2008. Estas opciones políticas se proponen como los gestores de este paisaje de inestabilidad jalonado de crisis múltiples. Primero, la ecosocial, pero también la subyacente crisis de acumulación: aunque nos digan que en España la economía va bien, en un sentido macro el capital tiene problemas para reproducirse, para generar beneficios. Y derivada de esta —y de otros factores—, desde hace un tiempo se está produciendo una crisis de legitimidad del neoliberalismo, al que algunos ya denominan como proyecto zombi. La globalización se ve cuestionada progresivamente y se imponen restricciones o nuevos aranceles al comercio internacional —tanto en Europa como en EE. UU.—, con argumentos como preservar la “seguridad” de las cadenas de suministro y la producción nacional, amenazadas por la supremacía china y su capacidad de controlar buena parte de los intercambios globales a partir de bienes tecnológicos esenciales.
En general, las tensiones internas que produce el capitalismo son manejadas por los Estados mediante la represión, pero sobre todo integrando a amplias capas sociales a través del gasto social o la redistribución, lo que garantiza en buena medida la estabilidad del sistema. Sin embargo, y aunque exista debate entre los economistas, los límites que está encontrando el capital para seguir produciendo beneficio hacen que esta posibilidad sea cada vez más reducida. Su avance sobre las condiciones de vida ha sido implacable desde el ascenso del neoliberalismo y la incapacidad del sistema de seguir integrando es garantía de que más segmentos sociales queden descolgados. Su traducción política es una incógnita, pueden constituir el germen de revueltas futuras, pero también de la antipolítica que acabe apoyando a partidos incendiarios que dicen que van a transformar todo de raíz.
Una interpretación de la emergencia de estos actores ultras es la de que son una respuesta radical, e incluso en ocasiones violenta, a este contexto generalizado de crisis que busca aumentar la explotación —de los recursos naturales o la mano de obra como vía para aumentar la rentabilidad perdida— y que aparece como única posibilidad ante este estancamiento en Europa. ¿Cómo hacer esto sin mayores dosis de autoritarismo? Todo ello mientras muchos consensos que garantizaban una cierta paz social han sido destruidos en las décadas pasadas. ¿Pero realmente tienen estas extremas derechas un proyecto alternativo para salir de la larga crisis en la que estamos insertos? ¿Uno que pueda funcionar acompañado de su autoritarismo y de un refuerzo de las desigualdades de clase?
La Europa de la austeridad ya era profundamente antidemocrática
Cuando comenzó su andadura, de la mano de Reagan en EE. UU. y de Thatcher en Inglaterra, el neoliberalismo como propuesta de gobierno era una apuesta radical: quebrar todos los consensos de los pactos de posguerra —o tirar de los hilos que ya apuntaban a su posible ruptura— y aprovechar para ello el contexto de crisis. Estos consensos implicaban una fuerte intervención estatal de tipo keynesiano en una economía mixta —con importantes sectores estatales—, la fuerza de los sindicatos, impuestos elevados y un estado del bienestar amplio. La salida de la crisis del 73 para estas apuestas neoliberales solo podría venir de la invención de un mundo radicalmente diferente, uno que se presentaba como la única solución posible. También lo hizo a su manera el fascismo histórico enfrentado a la crisis de entreguerras.
Después de décadas de gobierno neoliberal, tanto su forma de gobernanza como sus políticas, su orden material y normativo, y las transformaciones subjetivas que ha conllevado crearon las condiciones para la emergencia de fuerzas nuevas: las derechas radicales, como explica Wendy Brown en En las ruinas del neoliberalismo. Sin embargo, estas opciones no parecen haber venido con un proyecto económico diferente, con una propuesta que, aunque antidemocrática, permita superar las contradicciones del capitalismo con sus fracturas en varios frentes.
En la Europa de la crisis del 2008, la que se toma como pistoletazo de salida de esta emergencia ultra, la derrota de la alternativa económica de extrema izquierda en Grecia supuso un punto de partida para cerrar una salida progresista. Recordemos que Syriza se plantó para no admitir más ajustes y recortes que tanto daño social estaban provocando, pero no pudo poner en práctica su programa debido a las presiones de la UE —no olvidemos las amenazas de dejar al país sin liquidez o las recomendaciones de privatizaciones masivas, de vender todo su patrimonio o incluso sus islas—. Un autoritarismo radical estaba ya inserto en la gobernanza de la Unión, independientemente del color de sus gobiernos nacionales o sus sistemas de partidos. A este marco habría que sumar el posterior fracaso de la izquierda socialdemócrata para impulsar incluso una modesta reforma de la Eurozona que hubiese sido la consecuencia necesaria de la crisis financiera. Este marco de autoritarismo austericida dejó la puerta abierta a la extrema derecha, que en esa época se presentó con programas inspirados por propuestas tradicionalmente de izquierdas aunque revestidos de ideología racista y legitimadora de la desigualdad de clase.
De hecho, durante la crisis del 2008, buena parte de las extremas derechas europeas ensayaron con sus propuestas una alternativa a la austeridad fiscal impuesta por la UE y las instituciones financieras internacionales, como analizó Melinda Cooper en su artículo de Neoliberalismo mutante. Esta autora explica cómo desde su elección en 2010, Orbán ha cancelado unilateralmente una cuarta parte de la deuda en moneda extranjera de los hogares, ha establecido un impuesto de crisis a los bancos de propiedad extranjera y ha conseguido nacionalizar activos de las pensiones privadas. Por su parte, Marine Le Pen propuso una medida tan radical como revocar la ley Pompidou-Giscard de 1973, que limitaba la capacidad del Banco de Francia para aumentar el gasto público mediante la compra de deuda del Tesoro. En Italia, la Lega participa en el Gobierno desde 2018 con un programa de ampliación del bienestar, aunque obsesionado por el declive demográfico y la promoción de la familia. Recordemos que, en España, en 2011, José Luis Rodríguez Zapatero propuso y aprobó con el apoyo del PP la reforma constitucional del artículo 135 de la Constitución, que priorizaba el pago de la deuda frente a cualquier otro gasto social, y ahí sigue. El argumento era que serviría para frenar la amenaza de intervención de las “democráticas” instituciones europeas sobre la economía española. Los partidos de extrema derecha, pues, aprovecharon la crisis de la deuda para posicionarse como los portadores de un nuevo orden político posneoliberal, por supuesto sin cuestionar el poder y los privilegios de clase existentes, lo cual dejaba muchos interrogantes abiertos.
There is no alternative?
Hoy, en Europa, los programas económicos de estos mismos partidos oscilan entre propuestas más neoliberales —o al menos de aceptación de lo existente— y pinceladas de estado del bienestar para nacionales o aumento del gasto público para políticas natalistas. Aunque no siempre tienen propuestas coherentes o incluso aplicables. El ejemplo perfecto de esto es Vox. En general, su enfoque implica una suerte de “nacionalismo económico” de inciertos resultados. Sus políticas dicen estar destinadas a fortalecer la economía nacional a través de la protección de las industrias o los productores locales de la competencia extranjera, aunque no dejan de estar inscritas en el marco del mercado único y sus lógicas de competencia y reparto interno, ahora que además casi todos han renunciado al antieuropeísmo —al menos uno que no sea puramente retórico—. A estas tendencias proteccionistas se le sumaría todo un programa derivado de su nativismo: prioridad nacional para acceder al empleo y estado del bienestar selectivo para nacionales que excluya en buena medida a los migrantes.
Pensar hoy que esta Europa con tasas de natalidad ínfimas sin inmigrantes es siquiera viable económicamente es ridículo —evidentemente tampoco es deseable—. No hay economía posible que funcione sin las personas migrantes y las extremas derechas también lo saben, pero los quieren controlados y segmentados según su mayor o menor acceso a derechos, es decir, explotables por el capital. Pensar, pues, que cerrar la puerta a los migrantes, volver a mercados nacionales o a la familia tradicional pueden ser salidas a la crisis en ciernes es errar mucho el tiro. No son propuestas alternativas a lo existente, apenas nuevas reglas para el desarrollo de las leyes de un mercado que aún tendría mayores problemas para reproducirse. Es decir, estas fuerzas reaccionarias aparecen hoy menos como una verdadera alternativa al neoliberalismo que como su propia progenie mutante.
Quizás no tienen una propuesta alternativa porque las propias élites europeas carecen de ella. Como mucho, se proponen como una vuelta de tuerca autoritaria para la gestión de lo existente. ¿Pero son necesarios para eso? Ese autoritarismo no solo estaba inscrito en la gestión de la pasada crisis financiera que hizo la UE, sino que también se está poniendo a prueba para la gestión de las poblaciones que se consideran excedentarias: aquellos migrantes y refugiados que en teoría el mercado de trabajo no puede absorber —o que son menores y por tanto hay que asumir su coste de reproducción hasta que alcancen la edad de trabajar—. Así, las nuevas restricciones de derechos implícitas en el nuevo pacto europeo indican esta vuelta de tuerca autoritaria de la UE. También son un indicador de este giro autoritario las nuevas leyes más represivas para la contención de la protesta social y que se han aprobado en buena parte del continente, de las que sería un buen ejemplo la propia ley mordaza. El apoyo descarnado a Israel en el genocidio que está llevando a cabo en Gaza no deja de ser una declaración de intenciones: bajo la retórica de la autodefensa, todo vale.
Como explicamos en un artículo anterior, lo que proponen las extremas derechas es una verbalización descarnada de una xenofobia y un racismo que ya están insertos en las políticas europeas, así como la exclusión de los migrantes de una ciudadanía plena. Una vuelta de tuerca más. Ante la escasez, proponen la guerra social: excluir a los migrantes del reparto de las migajas, así como la inclusión en la nación de los trabajadores, cada vez más explotados, a los que se compensa con esta zanahoria simbólica. Las extremas derechas perciben que el consenso social amplio es el miedo al desorden. Más allá de las adscripciones ideológicas o lo que pueden verbalizar aquellos que se consideran progresistas, lo que subyace es este consenso aplastante a izquierda y derecha de que “no se pueden abrir las fronteras”, que sería el caos. Los terrores que apuntalan estos consensos son los construidos sin cortapisas por las opciones ultras —o por otros partidos que se consideran simplemente de derechas— y con voz amable por la izquierda con discursos sobre aquellos que merecen ser salvados de entre todos lo que amenazan con “invadirnos”.
La materialidad que hay detrás de estas cuestiones es la búsqueda de una estabilización a través del control social. Si no hay salida evidente a la crisis, ni de izquierdas ni de derechas, el tema migratorio se podría contemplar como parte de una forma de gobierno dentro de un capitalismo que, enfrentado a sus límites, no va a ser capaz de vertebrar socialmente más que recurriendo a la criminalización y la represión de los pobres, bajo una suerte de populismo punitivo. Las opciones de extrema derecha, aunque no tengan una propuesta económica propia, sí podrían ser buenos gestores de este proyecto. Pero nuestra tarea es señalar las tendencias de fondo comunes a todos ellos, a izquierda y derecha, sin dejarnos distraer por la amenaza de “que viene el fascismo”, utilizada para relegitimar todo el arco partidario del otro lado del cordón sanitario y para cerrar debates. Sin duda, desde un punto de vista emancipatorio, cualquier política posible de los próximos años girará en torno a estas cuestiones y a las respuestas que seamos capaces de articular colectivamente.
[Fuente: Ctxt]
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