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Daniel Zamora

La clase social es fundamental en la política gay

Entrevista a Roger Lancaster

En las últimas décadas, casi una quinta parte de los países del mundo han legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo, mientras que menos de un tercio tienen aún leyes que castigan explícitamente la homosexualidad. Esto es, sin duda, una señal tanto de que ha habido avances importantes en la lucha contra la homofobia como de que aún permanecen incontestados grandes bastiones del prejuicio en gran parte del planeta.

En los años setenta y ochenta, las luchas por la liberación gay solían adoptar formas radicales, alineándose con movimientos antibelicistas y socialistas. Ahora esa conexión entre la política gay y el radicalismo político ha desaparecido por completo. En una entrevista con Jacobin, Roger Lancaster, antropólogo y autor del nuevo libro The Struggle to Be Gay —in Mexico, for Example [N. del T.: traducible como «La lucha por ser gay —en México, por ejemplo»] (Universidad de California 2024), asegura que uno de los problemas fundamentales con las discusiones entre académicos y activistas sobre la homosexualidad es su desatención a la clase social.

En The Struggle to Be Gay —in Mexico, for Example, Lancaster ofrece una sociología de la homosexualidad entre la clase trabajadora, centrándose en los mexicanos de piel morena y de raíces indígenas. Lo que descubre es que los debates estadounidenses sobre la vida gay suelen ignorar cómo la clase determina los espacios a los que pueden permitirse acceder las personas. Esto hace que mucha gente de izquierda no vea cómo la inseguridad económica excluye a muchos hombres de clase obrera de la vida gay.

¿La política de la vida gay?

Para empezar, quería preguntarte qué te llevó a escribir este libro. ¿Había alguna insatisfacción en particular sobre cómo se ha tratado la cuestión de la vida gay bajo el capitalismo en las últimas décadas?

Hay mucho con lo que puede uno no estar satisfecho si se considera que las condiciones materiales, especialmente la dinámica de clases, deberían estar dentro del marco de referencia. Pero el compromiso con la economía política ha desaparecido en su mayor parte de los estudios LGBTQ y, desde los orígenes de la teoría queer en adelante, el concepto de clase desaparece como tema de interés duradero en el panorama estadounidense. De hecho, en la introducción de Fear of a Queer Planet [N. del T.: traducible como «Temor a un planeta marica»] (1993), Michael Warner expulsa expresamente de la materia la perspectiva de clase. «La clase», escribe, «es notablemente inútil… ininteligible» para las teorizaciones queer de lo social. Esta extraordinaria aseveración encapsuló el consenso emergente.

En las teorías de la performatividad de Judith Butler, que reconfiguraron el campo en torno a abstracciones en la década de los noventa, no se presta atención a las realidades mugrientas de la existencia de clase. Por lo tanto, incluso los trabajos que anuncian ostentosamente su «materialismo» se limitan a puntos de vista teóricos y no parecen tener mucho que decir sobre las condiciones de clase en la vida real. Algunos académicos estadounidenses de la izquierda vinculada a los estudios culturales sí escriben la palabra «clase» de vez en cuando, normalmente incrustada como una ocurrencia tardía en una retahíla de referencias a otros tipos de desigualdad: «raza, género, sexualidad, clase».

Cuando estos teóricos se refieren a la clase, a menudo no está claro lo que quieren decir, y con frecuencia me quedo con la duda sobre si ellos mismos lo saben. Por lo general, ven la clase básicamente como un efecto de la discriminación («clasismo», término introducido por Audre Lorde al inicio del desarrollo de la política identitaria) y no como la forma en que se dan de manera inevitable las relaciones sociales bajo la inexorable dinámica de la producción y circulación capitalistas. O bien, confunden, al típico estilo estadounidense, la clase con una de sus manifestaciones —la pobreza— alineando conceptualmente a la mayoría de la gente trabajadora con las élites en el drama moral de ricos contra pobres.

El resultado es un corpus de trabajo cada vez más distante de las luchas cotidianas de la gente común y, a veces, bastante hostil a ellas. Por el contrario, mi libro trata sobre las clases sociales y cómo éstas determinan la vida de los homosexuales, pero también cómo limitan su imaginación social de la sexualidad, la libertad y la identidad. Empieza relatando de cerca y de manera íntima las experiencias de hombres homosexuales, en su mayoría de clase obrera, sus encuentros con el rechazo y la aceptación, la violencia y el amor, sus planes y frustraciones. A continuación, el libro se extiende para abarcar perspectivas más amplias: cómo se cristalizan las identidades dentro de las cambiantes contracorrientes político-económicas y cómo estas evoluciones históricas afectan la ubicación de los sujetos en el mundo social actual. El escenario es México, pero la dinámica de clases que describo se da en otros países, incluidos los del Atlántico Norte.

Dices que no existe algo así como una política de la vida gay. ¿Qué quieres decir con eso?

El pensamiento en este campo ha partido del supuesto de que lo gay —lo queer después, y más adelante alguna otra variante de la identidad interseccional— tiene necesariamente implicaciones políticas, por lo regular debido a que la identidad o la conducta transgreden ciertas normas y convenciones. Pero ¿es cierto? ¿Podríamos examinar la premisa más de cerca?

Es verdad que toda persona sujeta a las convenciones modernas que se sienta fuertemente atraída por miembros de su mismo sexo tiene que hacer algún tipo de ajuste de cuentas: «¿Soy yo esa palabrota, lanzada en invectivas comunes e insultos casuales?». Pero es difícil decir que este ajuste de cuentas personal tiene implicaciones políticas claras.

Una parte del movimiento homófilo (el Comité Científico-Humanitario de Magnus Hirschfeld y el activismo de Edward Carpenter, por ejemplo) se alió en sus inicios con el socialismo, pero no todos los homosexuales se unieron a los trabajadores y a los oprimidos. Hubo otra corriente que adoptó en esencial una añeja visión aristocrática según la cual la homosexualidad era uno de los privilegios del poder masculino (el grupo defensor de homosexuales de Adolf Brand, la Comunidad de los Especiales, por ejemplo, a principios del siglo XX) o que se alineó con el movimiento juvenil antimodernista Wandervogel.

Más recientemente, las posturas temáticas han variado. Durante la embriagadora época de la Nueva Izquierda estadounidense, los militantes homosexuales exigían la abolición de la familia; más tarde, los activistas por los derechos gay se movilizaban por la igualdad matrimonial. Resulta difícil deducir una política implícita en las orientaciones, objetivos y estrategias inconstantes de los movimientos sociales. Y si nos fijamos en las subculturas de la vida nocturna como algo distinto de los movimientos sociales, las supuestas implicaciones políticas son aún más difíciles de deducir. Sin duda, cualquier subcultura que funcionara como un foro político interminable se convertiría muy pronto en un asunto demasiado tedioso.

Así que parto de una premisa diferente, basada en las escenas sociales reales sobre las que escribo. Cuando nos reunimos, socializamos y nos divertimos, no nos estamos rebelando, ni acumulando fuerzas políticas, ni estamos escenificando diversos tipos de transgresión, calculados para escandalizar a las costumbres conservadoras. No estamos participando en una lucha colectiva por el poder y su distribución, la definición operativa de la política. Más que nada, lo que pretendemos es pasarlo bien, arrancarle los momentos de placer que podamos a una existencia monótona y opresiva.

Me apresuro a añadir que, por supuesto, las subculturas pueden convertirse en trampolines para ciertos tipos de acción política de resistencia. No queremos que la policía nos moleste, y a veces nos vemos y vemos nuestros espacios en el punto de mira de las guerras culturales. El VIH aún define los horizontes de las experiencias de los hombres homosexuales, y las luchas colectivas por la atención médica han sido luchas políticas sin duda, aunque hayan adoptado formas muy diversas. Pero la condición predeterminada de la vida gay no es estar inmerso en la política. No deshonra a las instituciones creadas por hombres y mujeres homosexuales —los bares, cafés y antros, donde hacemos amigos, encontramos parejas y pasamos el tiempo una buena parte de nuestras vidas— si las llamamos «sociales» y no políticas.

Pero gran parte del trabajo en este campo se presenta como político.

Hay una fuerte tentación de sustituir el «debería» por el «es», y una serie de movimientos intelectuales a lo largo de los años han intentado sostener la improbable ilusión de que la vida gay, o alguna versión de la misma, es transgresora (y lo es, o sin duda lo fue) y que, por lo tanto, es también intrínsecamente política de alguna manera concreta (lo cual no es cierto). Así, a dos décadas del surgimiento de la liberación gay moderna, cuando los activistas y estudiantes universitarios desarrollaron un léxico para distinguir a la gente gay adecuadamente politizada y de pensamiento correcto del resto, los activistas y académicos norteamericanos empezaron a usar «queer» para distinguir a los sujetos que veían como inasimilables de aquellos otros homosexuales que consideraban que se habían vuelto irremediablemente conformistas.

Una vez transcurridos otros veinte años, la palabra «queer» casi perdía por completo su connotación vanguardista —pero ya para entonces nos habíamos embarcado en una serie de nuevas búsquedas del sujeto transgresor ejemplar. Se trataba de un sujeto que jamás podría ser asimilado por el cisheteropatriarcado capacitista blanco y cuya resistencia a las normas y convenciones se consideraría instructiva. Hemos perseguido esta idea entre poblaciones y subpoblaciones cambiantes, produciendo como muestra una sucesión de grupos interseccionales múltiples y subgrupos cada vez más pequeños, a medida que cada grupo demográfico siempre acaba por incumplir los estándares de lo que sea que podamos entender por «transgresor» y «político».

Esta presunción transgresora —cristalizada en la palabra «queer», que, a diferencia de «gay», señala una negativa a imaginar el fin del estigma y el rechazo de una vez por todas— bloquea el camino hacia las perspectivas que necesitamos. Cada vez más, parece una acusación contra una creciente mayoría de personas LGBTQ que nunca podrán ser consideradas lo suficientemente «queer» como para pasar una prueba de fuego que siempre está cambiando. Acabamos escenificando interminables juegos de moralidad cuyo objetivo es establecer órdenes jerárquicos cada vez mejor delineados en la cadena de opresiones. Este tipo de moralina es enemiga tanto del análisis sólido como de la solidaridad genuina y nos ha llevado a una serie de callejones sin salida. Hoy en día, estos hábitos de pensamiento han echado raíces político-económicas: ahora están subvencionados por una amplia red de acaudaladas fundaciones privadas, clérigos de la teoría queer en las universidades y las secciones DEI (diversidad, equidad e inclusión) de las grandes corporaciones.

Yo digo: retiremos este aparato conceptual y empecemos de nuevo desde una base diferente, una que parta de lo social como algo distinto de lo político y, como condición básica de la veracidad empírica, una que separe los deseos del teórico o activista de los de la gente real del terreno social. Salgamos de las viejas rutinas y dejemos de ver el mundo como se les ha entrenado verlo a generaciones sucesivas de académicos y activistas. Un campo renovado podría entonces abrir nuevos caminos a las investigaciones sobre lo político —llevarlas a estar menos comprometidas con las fundaciones privadas y sensibilidades de la política universitaria, las cuales, al fin y al cabo, inculcan formas de desprecio hacia la clase trabajadora. En fin, eso es lo que intento hacer.

Clase e identidad gay

Pero si, como argumentas, no existe una política de clases inherente a la vida gay, sí existe una base de clase para poder reivindicar una identidad sexual moderna y desestigmatizada. Pareces argumentar que, aunque la sociedad es en general más tolerante y liberal que hace cincuenta años, estos efectos no exactamente trascienden con facilidad las fronteras de los estratos sociales.

Sí, este es el quid de las partes etnográficas del libro. Los hombres homosexuales de los que escribo, en su mayoría de clase trabajadora, algunos de ellos indígenas o mestizos, no dan muchas señales de querer ser sujetos políticos en cualquiera de los sentidos promovidos por los académicos y activistas de movimientos sociales internacionales. Pero sí anhelan la libertad, la aventura, la abundancia, el tener una vida feliz —nuevas posibilidades en los últimos cincuenta años— aunque no tengan los recursos para hacer cualquiera de esas cosas realidad. Es decir, que chocan perpetuamente con las limitaciones de su posición de clase. Cabe señalar también que, como resultado de su ubicación en el mundo social, también tienden a aspirar a metas personales que los académicos y activistas podrían tachar a primera vista de «conformistas», «normativos» o «de clase media».

¿Qué significa concretamente ser homosexual y de clase obrera hoy en día en un país como México?

Como sugiere el título, se trata de lucha, y ésta es un tipo de lucha de clases: el conflicto entre la vida gay, como identidad moderna cosmopolita, y la posición de clase de los hombres homosexuales que básicamente no pueden permitirse ser gay. Puede que el concepto de clases sea un secreto oscuro en Estados Unidos, pero esta incómoda relación entre la identidad sexual y la posición de clase es bien conocida en México, como también lo es el modo en que esta relación encaja en una narrativa más amplia sobre la tradición y la modernidad.

La gente cuenta un chiste cruel que capta de manera concisa la lógica de estas relaciones. «Padre», dice un joven muy sincero de un barrio obrero, «tengo algo que decirle… soy gay». El padre le expresa su apoyo y luego le hace una serie de preguntas: «¿Pero vives en un barrio de moda? ¿Compras en tiendas de moda? ¿Puedes ir a discotecas donde cobran cien pesos la entrada?». La respuesta del chico a las tres preguntas seguidas es algo así como: «Pues no, papá, usted ya sabe que no puedo permitirme esas cosas». Luego viene la respuesta seca del padre, un duro remate: «Bueno, hijo, te quiero mucho, y siento decirte esto, pero estás confundido, estás equivocado. No eres gay, solo eres un pinche puto».

La primera vez que oí este chiste, me estremecí. Pero luego empecé a hallarle más sentido a mucho de lo que estaba viendo en la escena social gay de Puebla. Y el modo en que disfrutaban de la crueldad del chiste los que lo contaban, fueran homosexuales o heterosexuales, me dio una pista sobre ciertas frustraciones más amplias. El chiste nos dice que en México lo gay se entiende como una identidad de clase media asociada a los accesorios de un estilo de vida cosmopolita. Como sugieren las preguntas del padre, implica un cierto estilo de vida, una forma de vestir, una noche divertida en los antros, seguida quizá de un relajado brunch dominical e ingeniosos albures con los amigos. Pero en un país donde el salario mínimo es de 14,50 dólares al día (y esto solo después de los seis aumentos consecutivos del actual gobierno de centroizquierda), tan solo el precio de entrada a un antro de moda supera el alcance de muchos.

Para los hombres de clase obrera, por lo tanto, ser gay no es un hecho, es una lucha, una identidad a la que aspiran. El chiste lo resume todo: cómo los recursos limitados restringen las opciones de los hombres de clase trabajadora y encarrilan sus vidas por ciertos caminos, dejándoles un papel de aspirantes frustrados a una identidad libre y sin estigmas, pero también cómo la clase estructura los mundos aspiracionales y simbólicos de las personas. La crueldad del chiste es típicamente autorreflexiva: cada narrador se encuentra siempre en la misma posición que el joven protagonista, excluido de lo que ambos perciben como la buena vida.

¿Así que la dinámica de clases divide el mundo gay?

Exacto. Y me arriesgo a repetirlo: cuando los hombres de clase trabajadora luchan por ser gay, por una identidad no estigmatizada, por el capital cultural, por la modernidad, en realidad están luchando por una existencia de clase media. ¿Y cómo podría ser de otro modo? Cualquiera puede ver que los hombres con recursos tienen más libertad que los necesitados; cualquiera puede ver que es mejor ser percibido como «gay» que como un «puto». No obstante, los distintos mimetismos o simulaciones —las marcas falsas, por ejemplo— no pueden convertir a una persona de clase obrera en una de clase media, no pueden convertir a un «puto» en un hombre gay. Y ahí radica la desdicha de los aspirantes: carecen de los medios materiales para conseguir lo que quieren. Como un espejismo en el desierto, la identidad gay se les escapa constantemente.

Una tentación podría ser descartar estos anhelos como errores, falsos señuelos o un optimismo equivocado. La teoría queer y sus ramificaciones tienen muchas plantillas para este tipo de rechazo; pienso en especial en el Cruel Optimism [N. del T.: traducible como «Optimismo cruel»] de la difunta Lauren Berlant. Y tal vez esté pisando terreno inestable, pues la crítica socialista también tiene algo que decir aquí. Los socialistas se podrían tentar a decir que estos sueños equivalen al consumismo y refuerzan la ideología burguesa o que sustituyen a una perspectiva genuinamente obrera. Quizá haya algo de razón en ello. Pero las personas luchan con los recursos que tienen a la mano, no con los que podríamos desear que tengan. No creo que nos sirva volver a hablar aquí de teorías de falsa conciencia. La verdad es que la gente conoce mucho sobre su trabajo, explotación y posición real en el mundo.

Espero no dar la impresión de que estoy promoviendo una falsa contracrítica populista del tipo asociado con los banales años intermedios de los estudios culturales. Los hombres sobre los que escribo no aspiran solamente a comprar el último iPhone o un atuendo de marca, aunque algo de eso hay. No son unos tontos ingenuos de las industrias culturales, ni están tampoco reinscribiendo y recodificando subversivamente los mensajes de los anunciantes y los objetos mediáticos. Su problema es el no tener, y no el no entender.

A un nivel más profundo, desean formas de libertad que no siempre pueden explicar con claridad. Este deseo implica dinero, pero no se trata solo de dinero: los aspirantes se esfuerzan por participar en un mundo cosmopolita moderno tridimensional de comprensión ilustrada, libertad personal y comodidad material. ¿Y quién no?

Así que empiezo por ahí, y me esfuerzo por comprender con simpatía cómo la gente habita un mundo monótono y cotidiano y con qué materiales aspiran a algo más. Intento seguir la pista de cómo estos anhelos surgen de sus situaciones particulares. Vale la pena tener en cuenta la historicidad de estos acontecimientos. Si la identidad gay es una posición del sujeto liberal burgués, heredera de las tradiciones de la Ilustración, también es un vehículo de ideales y aspiraciones universalistas. Las luchas personales y colectivas que documento son continuas y abiertas. Nadie puede decir de antemano a dónde pueden llevar a los aspirantes, ni individual ni colectivamente.

Variaciones de la clase obrera

Tú describes lo que los mexicanos llaman el «ambiente», que es un entorno más que una identidad. ¿Podríamos decir que la dinámica de los últimos treinta años ha consistido precisamente en ampliar nociones más explícitas basadas en la identidad como «gay» en vez de espacios menos prescriptivos como «el ambiente»?

Sí, pero con algunos asteriscos importantes. La mayoría de la gente traduce «ambiente» como «gay» o, en otras ocasiones, utiliza el término para indicar el tipo de escenas underground que existían antes de la llegada del concepto internacional de «gay» en algún momento a finales de los setenta o principios de los ochenta. Estos usos opacan puntos importantes que intento desplegar.

Hoy en día, los hablantes mexicanos tienen dos formas de plantearte la pregunta. Si te preguntan «¿Eres gay?» te están pidiendo claridad sobre tu identidad. Es una pregunta que presupone un aparato clasificatorio globalizado, y no hace falta ser homosexual para entender lo que te preguntan. Por otro lado, si te preguntan: «¿Eres de ambiente?», te han preguntado algo diferente. Tal formulación se parece bastante a la anticuada pregunta inglesa «Are you in the life?» («¿Estás en la vida?»).

En mi libro enfatizo algo que no siempre se entiende. La segunda pregunta hace menos presuposiciones sobre la identidad que la primera: no te pide tus documentos de identidad. Más bien, te pregunta si tienes comunión con un «nosotros» ambiguo. Nacido bajo condiciones represivas, el término «ambiente» funciona a partir de la ambigüedad, no de la claridad, y toma esta ambigüedad como su condición habilitadora. También sigue funcionando, incluso ahora, como una llave secreta a una puerta oculta: si no eres del ambiente, probablemente no entenderás la pregunta, y el que pregunta tampoco se habrá descubierto.

Intento captar algo de los paisajes sociales resultantes y del tipo de gente que uno puede encontrarse allí. Este demi monde, el ambiente, donde nadie tiene que dar explicaciones y nadie comprueba su identidad en la puerta, es un mundo flotante sin dirección fija. Puede ser este parque el miércoles, aquella cantina el jueves por la noche, una casa de baños tradicional el viernes por la tarde. Está asociado a las clases populares, sin duda, pero también es uno de esos espacios donde los distintos estratos socializan y se mezclan escandalosamente.

¿Cuál es la relación entre una cosa y la otra? La escena gay cosmopolita se plantó en el ambiente, que sigue existiendo a su alrededor. Así pues, la escena gay no desplazó ni suplantó al ambiente; más bien, podríamos decir que estableció una hegemonía sobre una geografía más amplia. A riesgo de ser reduccionistas, también podríamos decir que lo «gay» es una formación de clase prominente en el mundo por la noche. O, para enmarcarlo mejor, podríamos decir que es una manera de soñar, de intentar alinearse con el tipo de prestigio económico que podría garantizar una vida digna, una especie de «cosmopolitismo imaginado», por usar al fin el término inevitable de la antropóloga Louisa Schein.

A veces se tiene la sensación de que te gusta el «ambiente» como modelo de formas de vida posqueer.

Es una alternativa a la reificación taxonómica que hoy en día elabora esquemas clasificatorios para producir sujetos cada vez más delimitados, aptos para la política identitaria. Pero en vez de elogiar sin reservas un término o el otro, busco exponer las distintas implicaciones de lo «gay» y del «ambiente», ya que mis sujetos van y vienen entre mundos conceptuales.

La opinión generalizada sobre la sexualidad de la clase obrera es que suele ser conservadora. Tú no pareces estar de acuerdo en que debemos pensar así automáticamente de los trabajadores.

Los teóricos sociales desde Max Weber han pensado que las condiciones de clase cultivan inevitablemente actitudes socialmente conservadoras en las clases trabajadoras y populares. No es irracional pensarlo, sobre todo si entendemos que el apego a la tradición está arraigado en el tipo de dinámica de clases que Karl Polanyi y otros han trazado, en el que las clases populares tienen un interés en las maneras viejas y tradicionales de hacer las cosas porque éstas establecen barreras contras las innovaciones económicas que aceleran el ritmo de explotación.

Los observadores modernos, incluidos los estudiosos de Pierre Bourdieu, han ampliado esta idea para sugerir que los trabajadores tienen una afinidad natural con el conservadurismo sexual, en particular con la homofobia. Esto por no hablar de la sabiduría superior de las clases medias cultas, que suelen ver a las clases trabajadoras como «atrasadas», sin duda en la cuestión de la tolerancia sexual, sobre todo en la era de Donald Trump y otros demagogos de derechas.

Sin embargo, hay demasiadas variaciones históricas y geográficas para poder decir que la clase obrera o, si se quiere, las clases populares en sentido amplio son homófobas a fuerza de algo intrínseco a la estructura de clases. En el transcurso de la historia hay largos periodos en los que las clases bajas parecen haber sido indiferentes a la prohibición de la actividad homosexualidad: miraban hacia otro lado; practicaban actos sexuales con gente del mismo sexo de forma poco discreta.

Carlos Monsiváis comenta que en el México del siglo XIX las anécdotas sobre hombres (de clase obrera, en especial) que se acostaban juntos se podían contar sin escandalizar a los presentes. Y hoy las ideas sobre la sexualidad varían mucho de un sector popular a otro, de una región a otra y, en México, de un pueblo a otro. Aquí se encuentra una relativa aceptación, allá un violento rechazo; acá la celebración pública de la diversidad sexual y de género, allí la condena y la censura.

La religión organizada suele ser un fuerte impulsor de la homofobia, pero en la práctica, la tradición religiosa significa cosas distintas para cada persona. Digan lo que digan los sacerdotes, no hay una conexión obvia entre, por ejemplo, el culto a la Virgen de Guadalupe y la homofobia. Muchos lo niegan además. (Incluso los bares y los baños gay a veces tienen altares de santos muy venerados cerca de la entrada).

Aun así, en conjunto, los jóvenes de clase trabajadora y popular de México (y de otros lugares) parecen ser especialmente vulnerables a las peores formas de homofobia, incluido el rechazo familiar desgarrador y los actos horribles de violencia. Sugiero que, en lugar de naturalizar esta vulnerabilidad o escribirla en una visión estática de la cultura de clase, la veamos en la convergencia de tendencias político-económicas y sociales.

En primer lugar, cuatro décadas de neoliberalismo han hecho que la vida en los barrios obreros y en los pueblos de bajos ingresos sea más precaria e inestable. Las cosas empeoraron mucho más cuando Felipe Calderón intentó apuntalar su presidencia tras unas elecciones cuestionables en 2006 declarando la guerra a los narcotraficantes y desatando con ello olas de violencia que aún no han remitido. Las nuevas formas de entusiasmo religioso —el protestantismo evangélico, las sectas milenaristas como los Testigos de Jehová, los movimientos carismáticos, el catolicismo de valores familiares— han entrado en la brecha social, aportando una apariencia de estabilidad a unas vidas desestabilizadas, pero también han aumentado la homofobia y la intolerancia.

Además, la educación superior se vincula a visiones socialmente liberales, y éstas proporcionan cierta protección contra las peores formas de homofobia, pero la clase trabajadora de los barrios y pueblos tiene, en el mejor de los casos, un acceso acotado a las universidades. Al tratar de reconstruir estos factores, me apoyo en lo que han sugerido otros estudiosos, quizá sobre todo Vivek Chibber: con la destrucción de instituciones obreras sólidas como los sindicatos combativos y un pacto socialdemócrata-populista general, que protegía a la clase obrera de las peores tormentas del desarrollo capitalista, los trabajadores suelen recurrir a instituciones conservadoras y estabilizadoras como la familia, el parentesco y la religión. Esto no tiene nada de raro, pero tampoco es inevitable.

Por todas estas razones, deberíamos pensar en la intolerancia de la clase trabajadora como una tendencia y no como una regla, un problema que aparece en algunas circunstancias y desaparece en otras.

«Interseccionalidad», socialismo y política sexual

En cierto sentido, tu libro es un intento de volver a hablar de las clases sociales. Pero no desde una perspectiva interseccional. ¿Por qué? ¿No estás simplemente agregando la clase a una gran mezcla de categorías de identidad?

Es cierto que intento pensar en las dimensiones superpuestas de la desigualdad. Las personas sobre las que escribo son homosexuales, hombres, de piel morena, indígenas o, recientemente, mestizos; algunos proceden de zonas rurales o de pueblos pequeños. También son, en su mayoría, de clase obrera. Intento prestar atención a la especificidad de estos factores, teniéndolos todos en cuenta y describiendo sus efectos en las experiencias de los sujetos. También analizo ciertas formas en que la prohibición sexual, la raza/etnia y otras cuestiones se interrelacionan en sistemas sociales más amplios. Todo esto podría parecer hecho a medida para un tratamiento identitario, interseccional sobre todo.

Sin embargo, los elementos en juego no tienen el mismo peso, ni contribuyen cada uno de igual manera a una suma calculable de la posición de cada individuo en un sistema de desigualdad social, ni son todos de la misma sustancia. Y lo más importante: un elemento no es como los demás. La clase social no es una identidad: no depende en absoluto de la «adscripción», por usar un término de Adolph Reed Jr. No es un estatus cívico ni un producto ideológico, sino una relación de producción, una situación objetiva inevitablemente estructurada por las fuerzas productivas. A diferencia de las otras formas de desigualdad en juego, la clase es una característica necesaria, no contingente, del sistema capitalista, que divide el mundo en propietarios y trabajadores.

Conceptos como el «capitalismo racial» invariablemente (mal)interpretan la adscripción en la dinámica inmutable del sistema capitalista, reconociendo allí lo que ya han postulado. Este diagnóstico erróneo lleva a la conclusión de que el capitalismo requiere del racismo y la desigualdad racial. Los teóricos queer, cuando han abordado estos temas, proponen ideas parecidas, mezclando el modo de producción (leyes de producción económica bajo el capitalismo) con el modo de reproducción social (instituciones cambiantes de matrimonio, familia, parentesco) para también decir que el capitalismo depende de la homofobia.

También eso resulta ser una premisa errónea—obviamente en un momento en el que la «diversidad» representa el rostro humano del neoliberalismo, como lo han demostrado Nancy Fraser y Walter Benn Michaels. La interseccionalidad y la crítica queer de color se basan en estos fundamentos teóricos poco sólidos. En la literatura que da vida a estas ideas yo no he visto mucho que me ayude a entender las situaciones de mis sujetos, en su lucha contra las distintas formas de desigualdad dentro de las limitaciones de clase, y mucho menos la arquitectura de la desigualdad en las formaciones sociales cambiantes.

Así pues, he tratado de darle a este material un mayor sentido de historicidad que el que se da en la mayoría de los enfoques interseccionales, que con demasiada frecuencia parecen tabulaciones mecanicistas, el recuento de una identidad preestablecida al lado de otra en un marco estático en esencia. Lo mejor es, como lo veo yo, ser suficientemente fluidos en nuestros análisis para tratar de entender cómo las identidades aparecen o desaparecen dentro de horizontes político-económicos cambiantes.

Entonces, escribo sobre cómo surgió la homosexualidad moderna en México a principios del siglo XX en condiciones de guerra de clases y nerviosismo por la estabilidad del orden social y cómo las identidades homosexuales posteriores se formaron y remodelaron en condiciones político-económicas cambiantes, desde el declive de la dictadura de centroizquierda hasta el ascenso de la democracia neoliberal.

Has mencionado la noción de capitalismo racial y escribes mucho sobre el color de piel, la indigenidad y la indigenidad implícita. ¿Están estas cuestiones más estrechamente alineadas con la lógica capitalista que las cuestiones de sexualidad?

Tal vez lo que está en juego se manifiesta mejor cuando examino la cuestión racial/étnica en México. Un examen escrupuloso del terreno social da prioridad a la lógica de clase a la hora de explicar las desigualdades actuales, aun reconociendo la permanencia de una minoría indígena en la nación y los racismos interiorizados en la cultura mestiza. Cito la lógica de un pasaje de la discusión del historiador Cedric Johnson sobre raza y clase en Estados Unidos: La indigenidad sigue siendo despreciada y los descendientes mestizos de la civilización precolombina siguen estando en la parte baja de la escala económica, pero el racismo anti-indígena y las formas de opresión ligadas a la hacienda, que ataba a la tierra a los endeudados y que reproducían las identidades étnicas, ya no son los principales determinantes de las condiciones materiales o de la movilidad social de la mayoría de los mexicanos de piel morena.

Tomando en cuenta la cantidad de racismo que se oye en las conversaciones cotidianas, uno creería que, a pesar de la igualdad legal, la animadversión y discriminación raciales siguen estructurando activamente las desigualdades económicas en la actualidad. No sería absurdo pensarlo, pero es poco probable que sean factores importantes. Tras desglosar clase, etnia y color de piel, un minucioso estudio sociológico encontró escasas pruebas, sorprendentemente, de que la discriminación activa dirija los mercados laborales mexicanos y mantenga las jerarquías fenotípicas.

Más bien, nos vemos obligados a concluir que las formas modernas de opresión de clase dirigen el destino de una masa creciente de mexicanos que, de manera desproporcionada (mas no exclusiva), tienen raíces indígenas. Su trabajo ha sido degradado por la «hiperindustrialización, la introducción a gran escala de la automatización y el mando cibernético, la producción justo a tiempo y otras estrategias de acumulación flexible» en el campo y fábricas de México (vuelvo a parafrasear los instructivos argumentos de Cedric Johnson). Nacieron en la pobreza y ahí permanecen porque las condiciones de movilidad económica entre los trabajadores menos cualificados y conectados están estancadas. (Puede que estén empezando a cambiar ahora estas condiciones. A menos de seis años en el poder, el gobierno de centroizquierda de AMLO no ha pulsado el switch para parar el neoliberalismo—ese interruptor no existe—pero sí que ha apretado los botones de reinicio en una gran serie de funciones gubernamentales. El efecto neto ha sido la reducción de las desigualdades y un empoderamiento de la clase trabajadora).

Esta perspectiva es muy distinta de la interseccionalidad. Lo que menos quiero hacer es proponer una nueva identidad interseccional, una que convierta las desigualdades en hechos dados: clase obrera, piel morena, gay. En la sociedad existen la represión y la intolerancia sexuales, igual que los prejuicios sobre el color de piel o la indigenidad implícita. Pero éstos adquieren otro aspecto cuando los vemos dentro del contexto de la condición de clase en la sociedad, que sirve como un campo magnético para estos elementos cambiantes, y no como fuerzas autónomas que se cruzan y entrelazan.

Pero ¿cómo debemos enfocar la política sexual desde una perspectiva socialista?

Pienso en lo que decía Eric Hobsbawm en su ensayo de 1996 sobre el socialismo y la política identitaria: el socialismo no es para los negros, ni para los homosexuales, ni para los latinos, ni para ningún otro sector o grupo específico. El socialismo es para todos. Ni siquiera es solo para los trabajadores. Aunque los partidos y movimientos socialistas se han basado históricamente en la clase obrera, el atractivo del socialismo, en su momento de mayor éxito, fue más amplio. Las demandas de la clase obrera adoptaron formas amplias que también consiguieron el apoyo de los desempleados y los marginados económicos, los pequeños vendedores, los profesionales de clase media y otros sectores sociales.

En contraste con este enfoque universalista, llevamos medio siglo tratando de desarrollar una política socialista en forma de coalición de movimientos minoritarios que hacen de la identidad el fundamento de su lucha. Los resultados no dan mucho de qué hablar. Las reivindicaciones particularistas nunca se suman a los principios universalistas, nunca adoptan la forma de demandas que puedan revertir las crecientes desigualdades. Por lo tanto, es raro que estos movimientos aborden siquiera las verdaderas necesidades de la mayoría de la gente que dicen representar.

En todo caso, el liberalismo activista —que muchos confunden ahora con el socialismo— es sin duda más capaz en la política de grupos de interés. Hay que reconocer que este enfoque ha logrado algunos avances reales, sobre todo en la prohibición de las formas de discriminación anteriormente legales. Pero aparte de estas importantes reformas, los derechos fragmentarios ganados en nombre de la identidad nos han dado resultados mixtos.

El derecho al matrimonio, por ejemplo, es universal en principio, pero en la práctica su disfrute entre homosexuales se ha dado más en las clases media y alta, pues las circunstancias materiales entre la población obrera dificultan el acceso a este derecho. Esto es parte de una antigua historia sobre la igualdad formal, los derechos liberales —más o menos, el telón de fondo del libro entero.

De nuevo, creo que es importante separarnos de las maneras de pensar adquiridas de académicos y activistas de ONG, pues reflejan principios liberales, no socialistas. Si el «todos» del socialismo es universal e incluyente, entonces el acercamiento analítico a la sexualidad —y la raza, etnia y otras cuestiones relacionadas con la política identitaria— debería consistir en buscar intereses y necesidades comunes en todos los sectores de las clases trabajadoras y populares. Deberíamos de guiarnos, en la medida de lo posible, por una visión del bien común.

Así, por ejemplo, si la gente de piel morena se concentra en el fondo de la pirámide económica, la solución es aumentar los salarios no cualificados, elevar el piso social, hacer universal el acceso a la salud, la educación, etcétera. Del mismo modo, si los homosexuales de hoy no pueden conseguirse una vida satisfactoria debido a las condiciones difíciles y la escasez artificial que afectan a las clases obreras y populares en general, entonces el camino a seguir no es desplegar nuevas reivindicaciones particularistas, sino ampliar los derechos universales a la atención médica, la vivienda, salarios dignos, educación y prestaciones, y darles más poder a los trabajadores en sus lugares de trabajo y en la sociedad en general.

Algunos se preguntarán si este planteamiento aborda realmente la especificidad de las experiencias homosexuales. Contestaré así: Yo creo en la creatividad humana, por lo que soy optimista en cuanto a que, si se nos dieran estas condiciones, construiríamos mejores vidas, más felices, más integradas —vidas más gay— tanto para nosotros como para los demás. Entonces podríamos decidir, sin presuposiciones ni presiones, si el matrimonio u otro arreglo institucional cumple con nuestras necesidades y deseos. También podríamos luchar contra las formas residuales de prejuicios (racismo y homofobia) con mejores herramientas.

No cabe duda de que lo que digo aquí será polémico. Ningún planteamiento responderá con precisión a todos los problemas o demandas imaginables. Sin embargo, un planteamiento socialista universalista resultará más integrador —y, en última instancia, más eficaz— que los derechos liberales particularistas basados en la identidad.

[Fuente: Jacobin. Traducción: Jesús Hermosillo]

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2024

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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