¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Rafael Poch de Feliu
La ruptura del canon y sus consecuencias
Mucha gente se pregunta estos días por las razones de la demencial escalada militar a la que se están entregando los políticos europeos. Las bravatas del caballerete Emmanuel Macron sobre el envío de tropas francesas (y bálticas y polacas) a Ucrania. Las presiones sobre el timorato canciller alemán Olaf Scholz para suministrar misiles alemanes capaces de golpear territorio ruso desde Ucrania. Las reveladas discusiones de sus generales sobre si conviene hacer eso, como ya lo hacen los ingleses y los franceses con sus misiles Scalp y Storm Shadow, o si, por el contrario, convendría disimularlo de alguna forma. La histeria de los Borrell y Von der Leyen acerca de que si no se detiene a “Putin” en Ucrania, este continuará un avance militar sobre los países bálticos y Polonia, amenazando la seguridad europea. Todo eso, en definitiva, que llena nuestros medios de comunicación de titulares y de mensajes de nuestros necios expertos y comunicadores animando y preparando al público para una guerra aún mucho mayor en Europa. ¿Cómo se ha podido llegar a este trágico y extremadamente peligroso carnaval?
La respuesta no es la criminal invasión rusa de Ucrania iniciada en febrero de 2022 con su espantosa carnicería, de la misma forma en que la incursión palestina del 7 de octubre no es el desencadenante del genocidio israelí en curso. Si en Palestina hay que referirse a una larga historia de colonialismo y limpieza étnica, donde la incursión armada del 7 de octubre desde el gran campo de concentración de Gaza fue un mero episodio de resistencia inmediatamente aprovechado, tergiversado y magnificado por Israel para avanzar en la “solución final” que el sionismo siempre ha concebido al problema del derecho a la existencia de la población autóctona de Palestina, en la guerra de Ucrania, y más en general en la cuestión de la seguridad europea, se trata de la ruptura continuada, a lo largo de un cuarto de siglo, del canon en materia de relaciones entre superpotencias nucleares. Me refiero con eso a la ruptura del conjunto de normas y preceptos, expresos acuerdos y tratados internacionales, así como al sentido común militar que regía las relaciones entre las dos superpotencias nucleares del mundo bipolar de la Guerra Fría.
Aquel catálogo de normas y aquel sentido común político-militar, extraído de la experiencia de los conflictos y tensiones entre las superpotencias desde que existe el arma nuclear capaz de destruir la civilización planetaria, prescribía límites y líneas rojas que no podían ser traspasadas sin arriesgarse a desencadenar una catástrofe que nadie deseaba. Establecía, por ejemplo, la imposibilidad de desplegar determinadas capacidades militares, armas, recursos y alianzas en determinadas geografías susceptibles de rodear geoestratégicamente al adversario o de fomentar tal sensación en él, como por ejemplo se vio en la crisis de los misiles de Cuba de octubre de 1962. Los expertos posmodernos del atlantismo insisten en que el mundo de hoy ha dejado atrás el anacronismo de las “zonas de influencia”, pero son desmentidos no solo por la práctica y proyección del hegemonismo occidental en el mundo, sino por la elocuencia de sus más genuinos representantes, como el exconsejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos John Bolton.
El peligro de la situación actual reside en el hecho de que en los últimos 25 años Occidente ha roto por completo ese canon, mientras que Rusia continúa plenamente imbuida en él. De esa divergencia se desprende un gran peligro.
Una de las lecciones de la crisis de octubre de 1962 en el Caribe es la facilidad con la que los acontecimientos pueden escapar al control y la voluntad de los dirigentes políticos. En su magnífico libro de hace cuatro años Gambling with Armageddon (lamentablemente no hay edición española), el recientemente fallecido Martin J. Sherwin evoca las peripecias de la flotilla de cuatro submarinos soviéticos diésel (los B-4, B-36, B-59 y B-130) enviados desde el mar de Barents al puerto cubano de Mariel atravesando el bloqueo aeronaval de Estados Unidos a la isla. Los cuatro submarinos llevaban torpedos nucleares a bordo, circunstancia que los americanos desconocían. Tres de ellos fueron detectados y desde uno de ellos, el B-59, estuvo a punto de desencadenarse la Tercera Guerra Mundial. Constantemente marcados por decenas de navíos de superficie, submarinos, aviones y helicópteros americanos a su alrededor, se intentaba obligar al B-59 a emerger, lanzándole granadas de mano envueltas en rollos de papel higiénico. En el interior del submarino, las explosiones hacían pensar en cargas de profundidad destinadas a hundirlos. El comandante de la nave, Valentin Savitski, creyó que estaban siendo atacados y ordenó armar un torpedo nuclear para su lanzamiento. ¿Significaban aquellas explosiones que había comenzado ya la guerra con Estados Unidos? No había posibilidad de comunicación y consulta con Moscú para saberlo y recibir instrucciones. Allá abajo, en la profundidad del mar, reinaban las condiciones habituales en aquellos inhabitables sarcófagos diseñados en Leningrado para los mares del norte que estaban navegando en las cálidas aguas del Caribe. Espacios exiguos en los que convivían 56 oficiales y tripulantes, con tres retretes, dos duchas y unos treinta catres en los que se turnaban para dormir, en medio de un ambiente pútrido, olor a humanidad y gasoil, úlceras en la piel, desvanecimientos y temperaturas de hasta por encima de los cincuenta grados. En aquellas condiciones y rodeado del ruido de las explosiones fue en las que el capitán Savitski, que según miembros de la tripulación “no estaba físicamente muy bien”, ordenó preparar el torpedo. No hubo disparo porque por encima de su autoridad estaba la del jefe de brigada de la flotilla, el capitán Vasili Arjípov, de 36 años de edad, embarcado precisamente en el B-59, que ordenó parar aquello.
Este incidente es, quizás, el más conocido entre los muchos registrados en submarinos americanos y soviéticos durante la Guerra Fría, con presencia o no de armas nucleares a bordo, documentados, entre otros, por el almirante Nikolai Mormul en el libro Katastrofi pod Vodoi (Murmansk, 1999). Y la cuenta puede ampliarse a otros muchos incidentes en bases terrestres de misiles estratégicos y centros de control, algunos de ellos registrados en la época de Borís Yeltsin.
La peripecia del B-59 sucedió el 27 de octubre, cuando Kennedy y Jrushchov se encontraban en la recta final del acuerdo de distensión de la crisis alcanzado al día siguiente. Dos estadistas excepcionales. Uno sería asesinado un año después por el “estado profundo” de su país. El otro fue desplazado al año siguiente del asesinato del primero, por una conjura del Comité Central. Ambos estuvieron entonces a merced de situaciones sobre el terreno que escapaban completamente a su control y en las que se jugó la suerte de una guerra nuclear.
Esta excursión al pasado seguramente permite comprender mejor el hecho de que la ruptura del canon, desde hace un cuarto de siglo, de todo ese cuerpo de normas firmadas o implícitas sobre conductas y zonas de influencia entre las dos superpotencias nucleares que contribuyeron a evitar el desastre de una guerra nuclear, sazonada por el abandono unilateral por parte de Estados Unidos del grueso de los acuerdos de desarme y control de armamentos, nos coloca hoy a merced de peligrosos desarrollos que una vez desencadenados pueden escapar por completo a la voluntad de sus protagonistas. La ampliación de la OTAN hacia el Este, el despliegue de recursos militares junto a las fronteras de Rusia (años noventa y primeros 2000), el cambio de régimen en Ucrania (2014) y el intervencionismo militar occidental allá, con armas, dinero, asesoramiento cobertura de tecnología satelital y de información (desde 2015), y últimamente la bravata sobre el envío directo de tropas francesas, polacas y bálticas, son aspectos de la mencionada ruptura.
La actitud rusa ante esa serie ha sido claramente reactiva y tiene su propia serie en la anexión de Crimea (2014), el apoyo al secesionismo del Dombás (confuso al principio, creciente a partir de 2015), la creación de una nueva generación de armas estratégicas y convencionales capaces de anular los sistemas ya establecidos junto a sus fronteras (anunciada en 2018), y la invasión, conquista y anexión de las regiones del sur este de Ucrania (2022).
En los últimos meses, ante la perspectiva del envío de tropas regulares de países de la OTAN a Ucrania, asistimos en boca de varios autores relevantes del establishment de la seguridad rusa a la reformulación de la política nuclear de Moscú. Se constata que la condición de Rusia como superpotencia nuclear ya no da miedo. Ese miedo que evitó, por disuasión, la guerra nuclear en el pasado, y que, por tanto, es imperativo recuperar hoy para evitar una catástrofe.
Sergei Karaganov, un intelectual orgánico del Kremlin que es, podríamos decir, el patriarca del pensamiento ruso en materia de seguridad nacional, un autor que ya en 1997 llegó a la conclusión de que la ruptura del canon desembocaría en una guerra, fue el primero en señalar, el año pasado, la necesidad de restablecer el miedo, rompiendo la moratoria de pruebas nucleares como aviso y contemplando incluso la locura de la posibilidad del uso de armas nucleares tácticas como advertencia para evitar la catástrofe de una guerra nuclear total. La tesis de Karaganov provocó la reacción crítica de otros conocidos especialistas en la materia, como el politólogo Aleksei Arbátov. Más recientemente, otro destacado experto, Dmitri Trenin, que en los años noventa y hasta la crisis de Ucrania fue uno de los puntales del Centro Carnegie de Moscú (pagado con dinero de Estados Unidos y frecuentemente consultado por tantos corresponsales de prensa occidental), está desarrollando nuevas ideas en la misma dirección. Trenin dirige hoy el Instituto de Economía y Estrategia Militar Mundial de Moscú. Algunas citas de su último artículo, titulado Repensar la estabilidad estratégica:
“El principal motivo del conflicto ha sido el ninguneo consciente de Washington, a lo largo de tres décadas, de los intereses de seguridad de Moscú clara y meridianamente formulados. Aún más, en el conflicto ucraniano la dirección político-militar de Estados Unidos no solo formuló, sino que afirmó públicamente el objetivo de infringir una derrota militar estratégica a Rusia pese a su estatus de potencia nuclear”. Por ello, dice Trenin, “hay que convertir el miedo artificial e histérico a nuestra victoria en Ucrania, en miedo real a las consecuencias de sus intentos de impedirla”. A la hora de exponer propuestas de respuesta, este autor constata que en esta fase del conflicto ucraniano, “se ha agotado el límite de las intervenciones puramente verbales” y que “los principales mensajes deben enviarse ahora a través de acciones concretas: cambios doctrinales; ejercicios militares para ponerlos a prueba; patrullas submarinas y aéreas a lo largo de las costas del probable enemigo; advertencias sobre la preparación de pruebas nucleares y sobre las propias pruebas; introducción de zonas de exclusión aérea sobre parte del Mar Negro, etcétera. El objetivo de estas acciones no es sólo demostrar determinación y disposición a utilizar las capacidades disponibles para proteger los intereses vitales de Rusia, sino —lo que es más importante— hacer que el enemigo se detenga y animarle a entablar un diálogo serio”.
“Los peldaños de la escalada no terminan aquí”, continúa Trenin. “A los pasos técnico-militares pueden seguir acciones militares, sobre las que ya se han anunciado advertencias: por ejemplo, ataques a bases aéreas y centros de abastecimiento en el territorio de países de la OTAN, etcétera”.
Lejos de ser un mero debate académico, estas consideraciones se escuchan cada vez más en la televisión rusa en reacción a declaraciones como las de Macron, a revelaciones como las que se desprenden de las conversaciones entre generales alemanes o al artículo del New York Times del 27 de febrero en el que se reconocía la estrecha participación de la CIA en Ucrania desde mucho antes de la invasión rusa. En la edición del pasado 29 de febrero del popular programa Bolshaya Igrá (“El gran juego”), dedicado a política internacional y al seguimiento del conflicto ucraniano (el programa tiene tres ediciones diarias en el primer canal de televisión de lunes a viernes), el teniente general Evgeni Buzhinski, uno de los especialistas más significados, también expresó la idea de derribar los drones americanos que sobrevuelan el mar Negro para guiar los misiles británicos y franceses que se disparan contra Crimea, dejando claro que cualquier avión que ataque Rusia desde fuera del territorio ucraniano será objetivo militar ruso en sus bases en países de la OTAN. Buzhinski se quejaba de que cada vez que Putin reacciona a noticias que evidencian la participación de Estados Unidos en acciones militares ucranianas e incursiones en territorio ruso, el titular de los medios de comunicación occidentales sea “Putin amenaza”. “No puede haber negociación estratégica si tu interlocutor tiene como objetivo derrotarte estratégicamente”, señalaba este militar retirado.
Todo esto sugiere algo que los políticos y estrategas, particularmente en Bruselas, donde parecen vivir en la inopia, no tienen en cuenta: que de la misma forma en que la ruptura del canon por Occidente a lo largo de veinticinco años ha acabado desembocando en una guerra en la frontera rusa, los avances en la implicación militar directa de la OTAN y la materialización del intervencionismo con soldados en el terreno, como declara Macron, tendrán consecuencias.
Decir que una nueva gran guerra en Europa, o que una Tercera Guerra Mundial que implique no solo a Rusia, sino también a China es inverosímil, es tan poco tranquilizador como considerar poco probable un enfrentamiento nuclear: su mera posibilidad es demasiado terrible para ser barajada y obliga a actuar para evitarlo. Como dijo Charles Wrigt Mills en los años sesenta, “la causa inmediata de la Tercera Guerra Mundial es la preparación militar para ella”, y entre unos y otros —hay que decir que mucho más unos que otros— la están preparando.
[Fuente: Ctxt]
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