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Albert Recio Andreu

Sequía, malestar rural y dependencias peligrosas

Cuaderno de locuras: 6

I. Sequía, conflictos sociales y crisis ecológica

El agua es un elemento esencial para la vida. Y las sequías, una maldición. Nunca han sido una cuestión totalmente aleatoria. Determinadas zonas del planeta están más expuestas a este fenómeno que otras. Ello explica, en parte, la distribución geográfica de la población mundial. Los territorios desérticos son los menos poblados. La sequía actual que padece especialmente el Mediterráneo tiene que ver tanto con su ubicación, como con la alteración climática generada por el calentamiento global. Es incierto cuándo concluirá el período actual de sequía extrema. Pero lo más probable es que no va a tratarse de una situación puntual, que puede tratarse de un fenómeno recurrente. Lo que hoy experimentamos con la sequía es un anticipo del tipo de conflictos y respuestas que vamos a experimentar en las próximas décadas.

Las sequías siempre han estado asociadas a crisis alimentarias. Pero como habitualmente se trata de fenómenos que afectan a zonas específicas del planeta, a medida que se han desarrollado los sistemas de transporte y se han creado estructuras empresariales transnacionales este impacto directo ha podido paliarse. Aunque ello depende de las condiciones económicas y sociales de los territorios afectados. Cuando las sequías azotan a países pobres, el desastre, en forma de hambrunas, suele ser la norma (la ayuda internacional casi siempre es insuficiente); cuando afecta a países con capacidad de pago, la situación puede derivarse en alzas de precios que sin duda afectan más a los sectores de bajos ingresos (para los que los alimentos significan un porcentaje mayor de sus gastos). La situación actual, sin embargo, es más explosiva, porque el consumo global de agua es muy superior que en el pasado.

El simple crecimiento demográfico implica un aumento de la demanda de agua y alimentos. Pero no sólo eso. Se ha intensificado el consumo de agua en la producción de alimentos, ligado al cambio de modelo de alimentación de las sociedades enriquecidas, por la extensión del regadío, por el crecimiento del consumo cárnico. Y también porque la industria, el turismo y los propios hábitos sociales, especialmente ostentosos en las formas de vida de la población opulenta (jacuzzis, piscinas privadas, jardines que requieren riego). Aunque en algunos de estos procesos se aplican técnicas que mejoran el uso (riego por goteo) el efecto global es una creciente demanda de agua. En sociedades dominadas por el crecimiento económico, el “efecto rebote” se acaba imponiendo y aumenta el consumo del bien que se pretendía ahorrar. Las sociedades modernas son insaciables consumidoras de agua (y, por supuesto, de otros muchos recursos) como puede comprobarse analizando la situación en las regiones del arco mediterráneo afectadas por la sequía persistente.

Atacar en serio el problema del agua supone exigir cambios drásticos en la actividad económica y la vida cotidiana de la gente. Y esto explica en parte la inacción de los gobiernos locales durante largo tiempo. Esperar la lluvia era más cómodo que enfrentarse a un duro conflicto social. En el caso de Catalunya, cuenta además la paradoja de que, debido a las políticas emprendidas hace veinte años por el gobierno de izquierdas del tripartito (especialmente impulsadas por el conseller Salvador Milà, de Iniciativa-Verds), construyendo desaladoras, depuradoras y mejorando la regulación del sistema hídrico, la actual sequía, mucho más persistente que la anterior, ha podido soportarse mejor, lo que ha favorecido la pasividad en la toma de decisiones y agravado la situación. La pasividad ante los problemas ambientales sigue siendo una constante de la política actual.

Y cuando se toman decisiones, su impacto se considera intolerable para los afectados. Exigir, por ejemplo, que de inmediato se reduzca al 50% el consumo de agua en la agricultura y la ganadería supone en muchos casos caídas sustanciales de producción agraria y el sacrificio de parte de la cabaña animal. Es uno de los elementos básicos que, al menos en Catalunya, está por debajo de las protestas rurales. Sobre todo atizadas por agravios comparativos como la aplicación de medidas mucho menos contundentes en el sector turístico. Aunque el consumo de agua es menor en el turismo que en la agricultura, una política de reducción del consumo sólo es creíble si afecta equitativamente a todos los sectores. El miedo a imponer restricciones serias a la actividad turística (y al consumo desbordado en poblaciones de altos ingresos donde proliferan las piscinas privadas y los jardines) tiene que ver con el peso económico del turismo, el pavor al impacto negativo de un nuevo parón tras la pandemia, las conexiones de los lobbies del sector con gran parte de las élites políticas y el clasismo de estas.

La segunda respuesta ya presente en el debate actual consiste en plantear soluciones tecnológicas para dar respuesta a problemas a largo plazo. Israel y Arabia Saudí, países áridos, son para las élites la solución al problema: construir tantas desaladoras que hagan innecesarias las lluvias. Una falsa solución que supondría un nuevo salto en el consumo energético y un brutal impacto ambiental generado por los masivos restos salinos que se generan. O el trasvase del Ebro (que, además de un problema ambiental, sería una fuente de conflictos políticos con otras comunidades autónomas). Siempre la solución es aumentar la oferta al coste que sea, con tal de dejar intactos las estructuras productivas y los modelos de consumo imperantes.

La sequía en el Mediterráneo es un ejemplo de libro de los problemas que va a ir generando la crisis ecológica. En primer lugar, es una crisis focalizada en un territorio, que trata de resolverse localmente perdiendo de vista su conexión global. En segundo lugar, el temor a resistencias y respuestas inmanejables provoca largas fases de inacción, cuando se trata de cuestiones que exigen políticas persistentes y con visión de largo plazo. En tercer lugar, cuando las medidas son inevitables, los sectores más afectados responden con más o menos contundencia (algunos simplemente activando sus redes “sociales”) para evitar que los ajustes les afecten. Por último, el miedo al frenazo económico asociado a las movilizaciones suele ser suficiente para que a las autoridades les tiemble el pulso y adopten las medidas de menor resistencia, que casi siempre presuponen dilatar o entorpecer las respuestas más racionales, contribuyendo al agravamiento de la situación en el largo plazo.

La transición ecológica no será fácil. Exige un trabajo sostenido de lucha cultural, para la que hay buena evidencia científica (siempre que deje de considerarse como tal buena parte de la economía académica), sabiendo que dos siglos de cambios técnicos, expansión del consumo y capitalismo han dejado una enorme huella en las percepciones y hábitos de la mayoría de la población. Y exige también elaborar propuestas generales y vías de acción concreta sin las cuales el discurso general suena a hueco.

II. El malestar del mundo rural

La sequía ha sido uno de los factores que han alimentado las protestas rurales. Pero esto afecta sólo a algunas de las zonas donde ha habido movilizaciones, que se han producido en la mayoría de los países europeos. Los detonantes del conflicto son en cada caso diferentes: reacción ante la llegada de importaciones masivas desde Ucrania en el caso del Este de Europa, eliminación de las subvenciones al gasoil en Alemania, protestas generalizadas contra las nuevas normativas europeas, etc. Síntomas de un malestar difuso en el que se mezclan muchas cuestiones diversas y donde la extrema derecha tiene una cierta posibilidad de ganar posiciones.

La dinámica de la economía capitalista ha transformado radicalmente el mundo campesino. Su peso poblacional ha disminuido drásticamente al calor de la mecanización y de los masivos movimientos migratorios. La economía de subsistencia ha desaparecido en el mundo rural europeo y, en cambio, la actividad de los campesinos independientes es una parte de una compleja estructura capitalista en la que tienen un papel esencial las empresas proveedoras de agroquímica y semillas, los grandes traders de materias primas, las grandes industrias alimentarias, las cadenas de distribución. La propia estructura de la propiedad agraria y la variedad de cultivos da lugar a modelos agrarios muy diferentes (grandes explotaciones agrarias extensivas gestionadas por empresas especializadas, agricultura de invernaderos con uso intensivo de mano de obra, granjas familiares integradas en cadenas de suministros industriales…).

El mundo de la pequeña propiedad familiar es el que está más expuesto al poder de los poderosos oligopolios y oligopsonios que controlan tanto la oferta de suministros como la demanda de su producción. La capacidad de autonomía de muchas de estas unidades es pequeña y es fácil de entender que vivan cualquier nuevo cambio en sus condiciones de vida como intolerable. En los últimos años, han experimentado una creciente inflación de costes, especialmente energéticos. Posiblemente, también una presión a la baja de sus precios de venta (un estudio reciente del Ministerio de Economía señala que se ha producido un aumento de márgenes en el sector de los intermediarios agrarios y la industria, mayor que en las cadenas de distribución final) y es bastante fácil de entender que la imposición de las políticas ambientales sea vista simplemente como una nueva carga insoportable.

Visto desde una perspectiva externa, el rechazo explícito a las políticas ecológicas resulta miope y reaccionario. Pero un juicio tan drástico no puede perder de vista que este tipo de reacción va a producirse en cualquier sector social al que se le impongan medidas que se viven como una transformación radical de sus condiciones de vida o, directamente, un peligro a la continuidad de su actividad (por poner un ejemplo esclarecedor: todas las limitaciones al automóvil privado van a encontrar a los trabajadores y sindicatos del sector entre sus oponentes). El mundo rural tiene, además, la sensación (y el tratamiento de la sequía es una prueba palpable) que a ellos se les imponen unas cargas que se ignoran en otros terrenos. O que el greenwashing generalizado que practican las grandes empresas poco tiene que ver con normas. No se puede tampoco perder de vista que la propia agroindustria y agroquímica que está en contacto directo con el mundo rural es también una fuente de difusión de falsa información orientada a dar densidad a sus propios intereses.

Lo económico es seguramente una parte de la cuestión. Pero hay una larga historia de distanciamiento entre el mundo rural y el urbano. No sólo porque las formas de vida más tradicionales aún predominan en las zonas rurales y la hegemonía de la derecha reaccionaria es mayor. También, porque la propia despoblación les está confrontando con una clara amenaza de deterioro de condiciones de vida en forma de servicios públicos de todo tipo, especialmente sensible en el caso de la sanidad. No deja de ser paradójico que, mientras el mundo rural está sobrerrepresentado en la configuración de muchas cámaras parlamentarias (en el caso de España esto es visible tanto en la ley electoral estatal como en las autonómicas), ello no se traduce en políticas que garanticen una mejora sustancial de sus condiciones de vida. Y esta cierta sensación de abandono contribuye a alimentar un malestar que provoca explosiones periódicas y abre espacios a las derechas reaccionarias e irracionales.

La alimentación es una necesidad básica. Garantizar su acceso universal debe ser la primera prioridad de cualquier sociedad. En cualquier sociedad compleja, esta es siempre una tarea difícil. Los sistemas alimentarios actuales están condicionados tanto por el crecimiento de la población como por el impacto ambiental de las actividades agrarias, que tienen implicaciones a escala local y global. La presión demográfica no depende solo del volumen de población sino también del tipo de consumo. La dinámica histórica de los últimos doscientos años ha implicado una globalización de los suministros alimentarios y una confianza en que siempre aparecerán tecnologías que permitirán superar los problemas. Una confianza que se traduce en dejar que los grandes gestores corporativos tengan las manos libres para imponer su modelo productivo y de consumo, aunque sus promesas de cubrir las necesidades globales choquen con la persistencia de las hambrunas y la malnutrición que afectan a parte de la población mundial. Y el impacto ambiental de muchas de sus prácticas forma parte de los causantes de la crisis climática. Resolver la exigencia de una alimentación adecuada implica, por tanto, considerar al mismo tiempo la organización de la producción, la elección de un modelo de consumo “sostenible” y universal y la consideración de los impactos ambientales de la actividad. Situar la cuestión en estos términos es la única posibilidad de desarrollar una política comprensible para todo el mundo.

El planteamiento general no excluye, además, abordar otras cuestiones. Una es la de la renta de los agricultores, su capacidad de sustento. Aunque en la comparación de precios en origen y precios de venta hay un cierto componente demagógico (que ignora todos los costes de la cadena, desde el origen del proceso hasta la tienda o el supermercado), hay bastantes indicaciones de que oligopolios de suministros y oligopsonios de distribución (traders, supermercados e industria alimentaria) ejercen una presión abusiva sobre los productores directos. Atacar este exceso de poderes exige en primer lugar establecer una buena contabilidad de los costes de cada fase del proceso y, después, determinar mecanismos para fijar precios “justos”, algo que choca con la ideología y las prácticas de las actuales instituciones económicas. Aunque insistir en su transformación es necesario, cabría también la posibilidad de explorar vías distintas, como las que a pequeña escala conectan agricultores con cooperativas de consumo o, de forma más ambiciosa, generando verdaderas cadenas democráticas de producción y distribución. Hay que cambiar las reglas y hay que introducir innovaciones sociales.

Está, por otra parte, la cuestión de la globalización del sistema alimentario, donde una parte de los actuales movimientos agrarios ha puesto la atención. Sin embargo, es constatable que Europa es un exportador neto al resto del mundo y que parte de la colocación de esta producción se hace a base de subvenciones y políticas comerciales proteccionistas. También, que una parte de las importaciones, especialmente de frutas y hortalizas, son debidas a un modelo de consumo que no distingue estaciones. O que, en el caso español, una parte importante de las importaciones agrarias es necesaria para alimentar la inmensa cabaña porcina del país dependiente de la potente industria cárnica (parte de cuya producción se exporta a China). Por tanto, una racionalización del sistema alimentario mundial no puede resolverse apelando a unas pocas medidas proteccionistas, casi siempre unilaterales y abusivas.

III. Conflictos premonitorios

Sequía y revuelta campesina son dos muestras de los conflictos que vamos a enfrentar en los próximos años. Con riesgos evidentes y a menudo combinados, como el agravamiento de la crisis ecológica o el auge de la ultraderecha. Requieren de claridad de enfoques y de saber dar respuestas concretas e intermedias. Quien pretenda transformar el modelo económico y social tiene que tratar de entender la complejidad de los problemas, proponer una respuesta inclusiva y ofrecer propuestas intermedias. Una combinación adecuada de utopía y pragmatismo. Lo que no sirve es la simple brocha gorda, como la que han salido estos días convirtiendo a toda la lucha campesina en una mera variante de la lucha clases o como su inversa: un mero movimiento reaccionario. La coyuntura actual es realmente dura. Pero debería servirnos para aprender y anticipar nuevos conflictos y situaciones de crisis del mismo tipo a que nos veremos confrontados de forma reiterada.

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2024

La «otredad» política se fundamenta en algo enteramente distinto [a conseguir «bazas de representación política» más o menos amplias y más o menos honradamente gestionadas]: en la construcción de ámbitos públicos voluntarios de interrelación social, abiertos y, sobre todo, capaces de autodeterminarse. […] Su germen es el asociacionismo voluntario: la entrega voluntaria de actividad y tiempo personal puestos en común con otros para realizar objetivos compartidos.

Juan-Ramón Capella
«Otra manera de hacer política», Los ciudadanos siervos (1993)

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