La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
La tiranía de las cifras: datos económicos, crecimiento y decrecimiento
Cuaderno pandémico 22
I
Somos prisioneros de los agregados económicos. Su aparente sencillez facilita su uso indiscriminado para evaluar la marcha de la actividad económica. Su uso reiterado acaba por configurar nuestro modo de pensar lo económico. El debate electoral en marcha es una buena muestra de ello; los discursos económicos de todas las formaciones están centrados alrededor del PIB. La izquierda presume de que su gestión económica ha sido buena porque España vuelve a situarse entre los países con mayor crecimiento del PIB y del empleo, mientras que el PP presume que sus medidas de desregulación y de rebajas fiscales promoverán un mayor crecimiento.
Utilizar el PIB cómo vara de medir del bienestar económico es inadecuado por muchas razones, y no sólo por las cuestiones ecológicas a las que me referiré más adelante. Los problemas que plantea un agregado como el PIB son numerosos, y en su conjunto lo desautorizan para constituir un buen indicador de la salud de una economía y una sociedad. Podemos resumir los principales problemas que plantea en cinco grandes cuestiones.
En primer lugar —como lo explica muy bien Lourdes Beneria en el artículo publicado en este número—, el PIB sólo mide la actividad mercantil, ignorando toda la producción de bienes y servicios para el autoconsumo que, en todo el mundo, contribuyen a garantizar necesidades sociales básicas. El trabajo doméstico familiar, básicamente realizado por mujeres, es la cuestión central de este olvido, pero también debe tenerse en cuenta la aportación de trabajo social que se realiza en una infinidad de asociaciones, movimientos, organizaciones sin ánimo de lucro y basadas en trabajo voluntario. En este caso, el PIB subvalora la aportación al bienestar de las actividades que están directamente orientadas a cubrir necesidades sociales básicas.
En segundo lugar, al no discriminar qué aporta a la sociedad cada actividad, y al limitarse a medir los intercambios mercantiles, en el PIB se suman tanto bienes y servicios que contribuyen a mejorar la vida de la gente como otros que la empeoran, u otros que simplemente son formas de captar rentas camufladas como prestación de servicios (como es el caso de las actividades financieras). El PIB supone que todo lo que da dinero es bueno, y que la sociedad mejora cuando aumenta la actividad monetaria. Bastan unos pocos ejemplos para entender que se trata de una falacia. El caso más vistoso se produjo cuando, en aras del “realismo”, se empezaron a contabilizar los negocios de prostitución. Pero se pueden situar otros muchos ejemplos. Imaginemos dos sociedades iguales en población y consumo. En una de ellas se utilizan técnicas productivas limpias que no generan efectos externos sobre la salud ni el medio. En la otra, en cambio, las técnicas productivas generan una gran cantidad de enfermedades y males ambientales, para paliarlos es necesario ampliar la industria farmacéutica, el sistema sanitario, las actividades de descontaminación, etc. Si nos dejan elegir en que sociedad quisiéramos vivir seguramente la mayoría preferiremos el primer país que nos garantiza mejor salud, medio ambiente (y menos esfuerzo productivo). En cambio, el PIB nos estará indicando que el segundo es mejor porque en su cálculo suma el valor de la producción útil y de todos aquellos “gastos defensivos” generados por las chapuceras técnicas usadas. El PIB da por sentado que todo lo que engorda los negocios es bueno para la sociedad.
En tercer lugar, está la cuestión distributiva. Dos países con idéntico PIB pueden tener una situación social muy diferente si en uno de ellos prevalecen instituciones igualitarias que generan un nivel bajo de desigualdades de renta y, en el otro, gran parte de las rentas mercantiles son captadas por una minoría social. Basta un breve repaso de los datos conocidos de distribución de la renta para observar que esto ocurre incluso entre países muy desarrollados.
En cuarto lugar, está una cuestión más técnica, pero igualmente relevante que es la del propio cálculo de una cifra única que trata de representar toda la enorme variedad de actividades que tienen lugar en una economía mercantil. Básicamente, el cálculo se realiza empleando precios. Estos están disponibles en muchos casos, pero hay muchas cuestiones (como el cálculo de las amortizaciones, el valor de los activos, etc.) cuyo valor mercantil es mucho más difícil de calcular, y al final se acaban utilizando convenciones para estimar su aportación. De hecho, estas estimaciones son obligadas en todos los cálculos debido a que la enorme variedad de productos parecidos que tienen precios diferentes (basta ir a un lineal del súper para observarlo: enorme variedad de precios y variedades en productos tales como cervezas, yogures, compresas o leche) hacen imposible una evaluación precisa. Uno de los casos más obvios de que se trata de una estimación que incluye muchos sesgos, y bastante ideología, es el de la medición de la aportación del sector público. Como la mayoría de los servicios públicos no se venden, no tienen un precio preciso. La convención en este caso es calcular el valor de lo público sobre la base de los salarios de sus empleados, lo que obviamente subvalora la aportación real del sector. El tema de la evaluación requiere una nota aparte; solo apuntar que los precios reflejan, cuando menos, tanto condiciones técnicas de producción como el poder relativo de cada empresa y grupo social. Y, por tanto, toda la discusión sobre valor añadido, tan difusa en los últimos tiempos, está contaminada por esta cuestión. Una empresa o un país con más poder económico que sus competidores puede tener un PIB —o un PIB per cápita más elevado simplemente porque se beneficia de un poder y obtiene de él una renta posicional.
Y, por último, el PIB no valora los impactos negativos que la actividad económica genera. El caso más obvio es la destrucción del medio natural en sus muy diversas y conocidas variantes: agotamiento de recursos, contaminación, cambio climático, destrucción de la biodiversidad, etc. Estos impactos negativos se producen en muchos otros ámbitos, como por ejemplo en la plaga de enfermedades mentales que asolan a los países más desarrollados, a la menor esperanza de vida que afecta a las personas que realizan actividades más duras… Ha habido propuestas de introducir estos efectos con valores negativos que restarían del PIB. Pero se trata de una propuesta confusa. En primer lugar, porque la misma evaluación de estos costes obligaría a introducir nuevas convenciones para valorarlos. Convenciones que nunca son neutrales y que pueden magnificar o minusvalorar sus efectos. Por otro lado, porque el balance final sería confuso; un país que aumenta mucho la producción mercantil a costa de una fuerte generación de costes sociales y ecológicos podría camuflar estos efectos, y nunca tendríamos una buena comparación con la situación de otro país que siguiera otra trayectoria.
Seguimos encadenados al PIB por el atractivo de los números mágicos. Porque facilita el trabajo de comentaristas poco rigurosos. Porque estamos bajo el dominio de las élites capitalistas (incluidos sus economistas de guardia) que en verdad sólo están interesados en promover una sociedad de negocios. Porque los intentos de mejorarlo, como el ya comentado de incluir valoraciones negativas de los costes sociales, o el de evaluar la producción no mercantil, introducen nuevas convenciones que hacen aún más complicada su interpretación. Y porque, como sugirió Keynes, siempre somos deudores de algún economista muerto.
Seguramente no podremos eludir el debate sobre el PIB en mucho tiempo. Pero la izquierda debería ser capaz de tener un discurso más crítico, y no caer en un cierto papanatismo de pensar que los vaivenes del PIB son el resultado de sus propias políticas, o la de los rivales. Sobre todo porque la dinámica del capitalismo tiene un grado elevado de autonomía respecto a las políticas locales, y las crisis pueden estallar en cualquier momento (y pasar factura al que antes sacó pecho de sus éxitos).
En todo caso, lo que sí deberíamos hacer es erosionar la dictadura del PIB exigiendo que la evaluación económica tuviera en cuenta una batería de indicadores (por ejemplo, en forma de semáforos o gamas de colores que mostraran lo que va bien, mal o regular) que incluyera los aspectos cruciales que afectan al bienestar y al bien hacer social. Hay ya mucho trabajo intelectual en esta línea, y la izquierda debería liderar una propuesta para que este tipo de evaluación constituyera el modelo normal de actuación de los gobiernos y las instituciones económicas.
II
Las críticas anteriores no agotan el cuestionamiento del PIB. De hecho, el interés en evaluar la producción está íntimamente relacionado con la preocupación por el crecimiento económico. Este es el punto de vista dominante no sólo de los economistas ortodoxos, sino también el de muchos heterodoxos, con excepción del ecologismo político. La idea de crecimiento económico ilimitado entronca directamente con la confianza decimonónica en el progreso, y ha sido realimentada por la sucesión de descubrimientos científicos y avances tecnológicos que han generado, especialmente en las élites, el convencimiento de que siempre es posible superar los límites. Aunque una parte de la comunidad científica lleva tiempo alertando sobre la insensatez de este planteamiento (por ejemplo, tomando en consideración las leyes de la termodinámica) y sobre los impactos que tiene la persistencia del crecimiento (por ejemplo, en los análisis del panel sobre cambio climático), sus alegatos son desoídos por el mainstream del pensamiento económico, que es quien en definitiva tiene una influencia desmesurada en los organismos económicos, en las instituciones públicas, en los gabinetes de asesores, en la formación académica y en la emisión de opinión pública en los medios. Que la mayor parte de los economistas ignoren lo que explican otros científicos no debería extrañarnos. Llevan tiempo escondiendo debajo de la alfombra muchas de las aportaciones teóricas que han señalado la incongruencia de muchas de las pretendidas “teorías” que se transmiten de generación en generación.
La crítica ecológica al enfoque dominante, que en España ha tenido en José Manuel Naredo y Joan Martínez Alier a sus pioneros más destacados, ha mostrado la propia inanidad del concepto de producción en el que se basa la ciencia económica dominante. Y ha destacado la imposibilidad de persistir en un aumento sostenido de la actividad económica convencional en un mundo de dimensiones limitadas, y donde el hábitat que ha hecho posible la vida humana depende de un conjunto de equilibrios físico-químicos y biológicos que, de romperse, afectan al conjunto. La acumulación de investigaciones al respecto es concluyente en mostrar que existe una relación directa entre crecimiento económico, medido en términos del PIB, e incremento en el uso de recursos naturales y efectos indeseados. La idea de crecimiento sostenido es una distopía, porque la persistencia en aumentar los niveles de presión sobre la base natural de la producción no hará más que agravar problemas que ahora ya son graves, como la destrucción de biodiversidad, el calentamiento global, la expansión de plagas como la COVID, la desertización, etc. El decrecimiento tiene visos de ser el futuro, aunque la forma como tenga lugar puede ser muy diversa. Puede producirse como una transición más o menos ordenada, con transformación de las formas de vida, producción y organización social hacia un mundo más igualitario. O puede darse de forma traumática, con el repunte de violencia estructural, con la aparición de nuevos-viejos modelos de desigualdad y explotación, con la formación de nuevas estructuras de clase en un mundo invivible para muchos. Por eso, más que discutir sobre crecimiento o decrecimiento, en lo que se debería concentrar los esfuerzos es en diseñar políticas que propongan una transición social en clave igualitaria.
El decrecentismo subraya la necesidad de una adecuación de la actividad humana a los condicionantes naturales, y cuestiona la lógica del crecimiento ilimitado. En esto acierta. Pero, al escoger como campo de batalla ideológico un término que se define como negativo (y que en cierta medida también apela al PIB), deja abierto un flanco político que lo neutraliza. En parte porque facilita a los crecentistas espantar con todo tipo de males: aumentará el paro (ayer mismo pillé en la radio, por casualidad, una entrevista a Martínez Alier en la que éste aceptaba que decrecer generará desempleo), se alejará la buena vida, nuestros hijos vivirán peor. En parte, también, porque considero que, como todo eslogan, no ayuda a pensar la complejidad de las transformaciones. Es como usar un mapamundi para hacer una excursión en un espacio concreto, que exige mucha más atención al detalle.
III
Tienen razón los que apuntan que una transición ecológica debe apoyarse en valores y perspectivas positivas. Por ejemplo, las que apunta Tim Jackson en Poscrecimiento. Pero tan importante como la buena música es el rigor y el conocimiento de los temas concretos.
La mayor amenaza de que una transición en clave ecológica se bloquee es el temor de la gente a ver destruida sus bases de vida. Sabemos bastante del papel devastador que han tenido las desindustrializaciones de la globalización en la vida de muchas colectividades. Y, por ejemplo, en Asturias es palpable que la mera compensación a los afectados con rentas de por vida no es una solución satisfactoria, pues genera la sensación de vivir en una comunidad sin futuro (lo aprendí hace años cuando fue invitado a participar en las jornadas de la federación asturiana de jubilados de CC. OO., donde casi todos los participantes eran más jóvenes que yo).
Los impactos del ajuste van a ser en muchas direcciones. Por ejemplo, una economía con menor disponibilidad de energía será menos productiva en términos convencionales (gran parte de los espectaculares aumentos de productividad tienen la contrapartida del despilfarro ecológico) y tendrá que plantearse el dilema de tener que trabajar más o reducir determinados consumos. Por eso me parece frívolo que la izquierda defienda la reducción de la jornada laboral apelando a las elevadas productividades, cuando éstas son en parte deudoras del despilfarro energético. La reducción de la jornada tiene sentido dentro de un contexto de cambio de los modelos de vida y consumo, no como mero efecto rebote. Por eso, cualquier línea de transformación profunda debe contar a la vez con buscar una cierta coherencia entre consumo y formas de vida, modelos de organización del trabajo, organización de la estructura económica.
La propuesta del Green New Deal trata de sortear estas cuestiones, aunque descansa demasiado en la idea que una transformación ecológica es posible fundamentalmente con un cambio en la tecnología energética, y cuyos límites son obvios. Y se hace aún más incongruente cuando se interacciona con la revolución digital, que es en gran medida una enorme consumidora de recursos. Una política orientada en clave ecológica más bien debe dirigirse a simplificar procesos que ahora son muy complejos por la propia dinámica capitalista. Cuando denunciamos la obsolescencia programada, estamos planteando la necesidad de reducir procesos productivos. E igual ocurre con las demandas de reducir la enorme especialización territorial de muchas actividades productivas, que acaban generado una enorme masa de costosos movimientos de mercancías. Cuando descubrimos que una parte de la industria digital está orientada a la producción de juegos adictivos, o cuando tomamos conciencia de la enorme masa de actividades “protectoras” que consumen mano de obra, recursos naturales, sin generar casi ninguna utilidad social, lo que estamos planteando es que es posible eliminar actividades mejorando a la vez el bienestar. Pero, para hacerlo, es preciso conocer en detalle los procesos, pensar estrategias de transformaciones, en las resistencias que habrá que afrontar. Algo que nunca haremos mientras sigamos encadenados al debate interminable entre crecimiento y decrecimiento. Porque es incluso posible que en una transición decrecentista haya fases en las que algunas producciones se expandan (y el PIB lo mida), pues, la mayoría de las veces, las mejores trayectorias son las de la línea recta. Y, por ello, es necesario salir de un dilema excesivamente retórico y abordar, en serio, propuestas de transformación en clave ecológica y social.
30 /
6 /
2023