La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
J.-R. Capella, A. Giménez Merino y J. L. Gordillo
Conversación con Fabio Ciaramelli
La ciudad de los excluidos. La invivible vida urbana en la globalización neoliberal
Fabio Ciaramelli
La ciudad de los excluidos. La invivible vida urbana en la globalización neoliberal. Trad. de J.-R. Capella y V. M. Vassallo, Trotta, Madrid, 2023.
El jueves 18 de mayo tuvo lugar la presentación de la edición española de este libro, en que conversamos con el autor. A continuación, se reproducen, primero, las preguntas que le formulamos sobre los temas centrales del libro, seguidas de la respuesta unitaria que nos dio Ciaramelli, facilitada también por escrito para esta publicación. La presentación puede verse enteramente en el canal de YouTube de la editorial, clicando aquí.
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Juan Ramón Capella
El libro trata de la ciudad contemporánea, aunque parte de lo que ha sido la ciudad antigua, la ciudad de la convivencia entre los diferentes (sin embargo amurallada). Ciaramelli se recrea en la ciudad tal como la vio Max Weber, y luego en los rasgos de la ciudad moderna, con la aparición de la multitud tal como la vieron Baudelaire y Walter Benjamin. A partir de ahí, llega a la ciudad consumista. Aparece el rechazo a la inclusión, al mismo tiempo que se están dando grandes migraciones de gente que debería ser incluida. En esto se detiene el autor, en el impacto de las violaciones de derechos, en la gentrificación, mientras se excluyen poblaciones de barrios enteros, pobres, para construirlos de nuevo para clases sociales más ricas. En Barcelona tenemos un ejemplo en la ciudad del alcalde Maragall, que con la excusa olímpica liquidó el viejo barrio chino de la Barcelona histórica para construir el integrado Raval, que no tiene nada que ver. Aparece así la ciudad global, la ciudad excluyente que sin embargo transita hacia la ciudad mestiza, la ciudad que puede sufrir directamente la guerra, la ciudad que es objetivo bélico.
El autor —que obviamente está por los excluidos— hace hablar a cuantos autores han tenido algo que decir sobre la ciudad, lo que hace imprescindible este libro para cualquier politólogo, sociólogo o filósofo que se precie, pues realiza preciosas sugerencias en caminos que quedan abiertos. Creo que, sustancialmente, la discusión puede transitar por aquí.
No puedo negar que el libro de Ciaramelli me ha entusiasmado de verdad, aunque le he encontrado una pega. Su visión del Mediterráneo, que corresponde quizá a una época anterior, resulta demasiado optimista ante lo que varios países europeos han provocado en la orilla sur de este mar. De Libia a Egipto, pasando por el Líbano, el Mediterráneo es hoy la tumba de muchos naufragios, el símbolo de un naufragio civilizatorio nuestro, y eso debe ser tenido en cuenta, además de un punto que en cambio habla muy bien de los pueblos ribereños. Me refiero a su creatividad, a la creatividad de sus cocinas, un hecho único en el mundo: de la musaka griega, al cuscús o al tajine marroquí, de los arroces del levante español a la bullabesa, a las cocinas del Véneto o genovesa, de la cocina siciliana a la napolitana… Creo que, en lo tocante a civilización, a pesar de las terribles circunstancias actuales, los pueblos mediterráneos no tienen nada que envidiar a los anglosajones, cuyas cocinas son realmente infames.
Antonio Giménez Merino
[Sobre la «Sociedad civil»]: En la primera parte del libro nos recuerdas que el concepto de Sociedad Civil —que vinculas a la vida en las ciudades— originariamente se configura como un contrapoder del absolutismo. Sin embargo, la globalización ha generado una «Sociedad Civil Global» muy distinta, dominada por un poder económico privado con capacidad de determinación de las políticas públicas al que la gobernanza ha prestado legitimidad. No estoy tan seguro como tú de que esta Sociedad Global carezca de instrumentos de gobierno, y que su afán de lucro inmediato la haga completamente ciega a la autoinmolación que puede suponer el deterioro de la demanda en un mercado con capacidades cada vez mayores de producir. Por otro lado, vistas las cosas desde abajo, tu descripción de la convivencia urbana de hoy es muy poco alentadora.
¿En qué sentido, Fabio, crees posible seguir manteniendo esa concepción emancipatoria que atribuyes a la Sociedad Civil? Y ¿te parece que los mercados globales siguen siendo indiferentes al problema del ensanchamiento de la pobreza?
[La «mutación antropológica»]: Tu análisis sobre la pasoliniana mutación antropológica que ha producido el consumismo evoca en cierto sentido las voces que desde la ciencia sostienen que nos encontramos ya ante una nueva especie humana distinta del sapiens, que se mueve entre una especie de inercia autómata e impulsos viscerales (por eso decía Pasolini que nos habíamos convertido en una sociedad de potenciales homicidas). Un proceso que parece agigantarse con la digitalización y los algoritmos.
La cuestión es importante porque, de ser plausible, podría significar que no hay salida a los problemas de especie a que estamos abocados y sobre los cuales reflexionas en tu libro. Sirva de ejemplo que, mientras en España estamos en plena sequía y en Italia se producen inundaciones catastróficas, lo que parece preocupar a mucha gente es si podrá llenar sus piscinas este verano…
[Perspectivas de futuro]: Una idea central del libro es que «el derrumbe de la esperanza de incremento ilimitado del consumo constituye sin más el principal malestar de la sociedad contemporánea». Sin embargo, aspectos como la inhabitabilidad de las ciudades, la insostenibilidad medioambiental o la escasez de servicios públicos tan esenciales como la sanidad están cada vez más en el centro de las protestas sociales.
Por otro lado, la crisis socioeconómica de la Covid ha alumbrado algunas novedades de la intervención pública que parecen ir en una dirección opuesta a la política neoliberal de las últimas décadas. Así, la asunción de la renta básica, cierta reacción a la feminización de la pobreza, la flexibilización del MEDE, el incremento del salario mínimo —especialmente en Alemania— para hacer frente a la inflación, una contrarreforma laboral en España que recupera derechos o, más recientemente, el reconocimiento en la UE de la necesidad de flexibilizar la entrada de inmigrantes por la falta de mano de obra en sectores esenciales.
¿No crees que todo esto abre en cierto modo un panorama algo distinto que el que pareces delimitar en tu ensayo?
[Nápoles]: En una visita reciente a Nápoles me pareció que, mientras los museos estaban semivacíos, el centro se ha convertido en un tugurio turístico tomado por viajeros incapaces de ver lo que llamas en tu libro «los bajos» de la ciudad. Algo que también sucede hace tiempo singularmente en Venecia, donde los venecianos abandonan la ciudad por el coste de la vivienda y Airbnb tiene 7.000 anuncios de alojamiento, el 33% de los cuales pertenece a un 5% de propietarios.
¿Qué ha sido de aquella Nápoles aislada en los márgenes de la historia y sus discursos de la que también nos habló Pasolini y de la cual te haces eco en la última parte del libro?
José Luis Gordillo
Lo que más me ha interesado de tu libro es lo referente a la ciudad y la ecología. En torno a eso y al futuro de las ciudades, además de la exclusión que describes, hay más cuestiones que tendremos que afrontar en el futuro. Según la UE y el Consejo, hay que proceder a una descarbonización de las economías, es decir que, para alcanzar los objetivos señalados en los acuerdos de París de 2015, hay que reducir a cero la emisión de gases de efecto invernadero de aquí al 2050. Si uno se pone a pensar lo que esto significa si realmente se quiere llevar a cabo —aunque creo que contiene una parte algo engañosa—, significa sustituir los combustibles fósiles por otras fuentes de energía. Ese es un gran desafío que tienen las sociedades del mundo entero, pero particularmente las sociedades consumistas y, en este sentido, creo que hay que partir de la premisa de que las cosas que nos han permitido hacer los combustibles fósiles —cuyo agotamiento es la razón de fondo de la decisión de la Comisión Europea— no van a poderse seguir haciendo. Tal vez —y esta es una pregunta que te planteo— no sería descartable que en las próximas décadas asistamos a un proceso inverso al de las migraciones del campo a la ciudad que se dieron en el s. XX, básicamente por razones de superveniencia. Todos los que hablan de decrecimiento tienen muy en cuenta esta posibilidad, incluyendo los propios centros de poder (como el Financial Times)…
Ciudad sin ciudadanía
Fabio Ciaramelli
Muchas gracias, queridos Juan Ramón, Antonio y José Luis, por vuestra lectura atenta y por las preguntas que me habéis dirigido. Más que elaborar una respuesta completa a las mismas, las aprovecharé para hacer una serie de reflexiones encaminadas a precisar el análisis propuesto en el libro.
Empiezo con alguna observación sobre el Mediterráneo, que, sin lugar a dudas, se ha convertido en un cementerio al aire libre cada vez más abarrotado, surcado por barcos en pertrechos de guerra y barcazas a la deriva atestadas de gente desesperada.
Sin embargo, éste no es un libro sobre el Mediterráneo, sino sobre la ciudad en sus diversas declinaciones históricas del espacio urbano: polis, civitas, metrópolis, megalópolis. En este contexto, al referirnos a la ciudad en nuestra época, caracterizada por la Gran Migración del Sur Global hacia la ciudad consumista, nos encontramos con la ciudad mestiza. Y como, al menos en Europa, la Migración tiene su punto neurálgico en la frontera mediterránea, veo en el mestizaje mediterráneo el futuro de la ciudad contemporánea.
El encuentro entre las dos orillas del Mediterráneo está ya entre nosotros, es un dato de facto. Todo hace pensar que el mestizaje no hará más que ir adelante y, por tanto, que el futuro de la ciudad global deparará un cruce cada vez mayor entre los pueblos de alrededor de este mar.
Hasta ahora, como consecuencia del colonialismo, el neocolonialismo y la guerra, la relación entre la orilla Norte y la orilla Sur del Mediterráneo ha venido marcada por el atropello y la extrema violencia. Pero ello no excluye ni impide reflexionar sobre lo posible y su sentido. Por ejemplo, en Italia, Franco Cassano fue quien habló más explícitamente del Mediterráneo desde esta perspectiva, que no era ni histórica ni sociológica, sino sobre todo poética o filosófica.
Cassano lo hizo refiriéndose en particular a Camus, que acuñó la expresión pensée de midi, traducida por Cassano como pensiero meridiano. Camus se refería a su vez al poeta Paul Valéry. No se trata, en los escritos de estos autores, de encontrar una descripción histórica de lo que ocurrió en el Mediterráneo, sino una reflexión sobre lo que podría ser o lo que podría ocurrir; no un relato de los hechos, sino una tematización de lo posible, una invitación teórica y política hacia lo que habría podido (y aún podría) ser de otro modo. Y es precisamente la creatividad mediterránea lo que hace posible este poder-ser-de-otro-modo y aquello que, además, podría hacerlo efectivo. A fin de cuentas, estas reflexiones acerca de lo posible, aunque hasta ahora hayan quedado desmentidas por los hechos, lo que hacen es dar testimonio de exigencias y reivindicaciones que nadie puede enmudecer.
La atención a lo posible y a la dimensión de la creatividad es algo que mi análisis toma prestado del pensamiento de Castoriadis y de su teoría de la institución imaginaria de la sociedad. Castoriadis estaba siempre atento a la filosofía en su sentido más fundamental, es decir, a la ontología, a la inteligencia del ser. Y en un momento determinado, escribió lo siguiente: «Lo que es, tal como es, nos permite actuar y crear; y no nos dicta nada. Nosotros creamos nuestras propias leyes; por eso somos también responsables de ellas».
El propio Castoriadis distingue entre la ciudad burocrática o imperial, es decir, la ciudad-sede del poder real, y la ciudad como espacio simbólico y efectivo de contraposición a este poder. Desde este punto de vista sugiere considerar a la llamada «sociedad civil» (en su vertiente contrapuesta al Estado) como sociedad de las ciudades, al ser el escenario de una convivencia animada por iniciativas de transformación social.
La principal forma de oposición a la fuerza excluyente del poder real es la reivindicación de la ciudadanía urbana, en la que se expresan las dificultades económicas, sociales y culturales de tantos «excluidos» que pueblan de hecho las ciudades globales, sin ser siquiera reconocidos.
Es ésta, en mi opinión, la configuración concreta que en nuestros días confiere sentido a la idea de «sociedad civil» como sociedad de las ciudades, volviéndola actual.
El objeto de estas reivindicaciones se hace visible si se tiene en cuenta que cobran sentido a partir de la situación concreta de las ciudades globales, donde las desigualdades y las exclusiones han dado lugar a la desaparición o a la destrucción de la ciudadanía.
Esto me permite precisar que, desde mi punto de vista, la «mutación antropológica» descrita, pero sobre todo denunciada, por Pier Paolo Pasolini en sus últimos años no puede ser interpretada en clave naturalista o neonaturalista. (Marginalmente, añado que la imagen de Nápoles como «la última metrópolis plebeya, la última gran aldea», un último bastión frente a la homologación, vertida por Pasolini en 1974-1975, me parece probablemente superada. En esto comparto tus impresiones, Antonio). Substancialmente, la homologación cultural o la mutación antropológica no son el resultado de una necesidad natural, en relación con la cual la sociedad contemporánea bien podría considerarse irresponsable. La misma metáfora utilizada por Pasolini para referirse a ello («la desaparición de las luciérnagas») no se refiere a la necesidad cósmica de un acontecimiento natural, sino a un producto social: la contaminación.
Volviendo a nuestro tema, pero sacando punta a la referencia a Pasolini, el estado de cosas actual debe ser considerado como el punto de llegada de un proceso histórico, basado en la difusión planetaria del imaginario de la exclusión.
En realidad, lo que se llama la ciudad, que aún hoy atrae a un número creciente de personas hacia las zonas urbanas del planeta, sigue prometiendo integración y emancipación, aunque los hechos se empeñen en demostrar que ha agotado esa capacidad integradora.
A escala planetaria, la multiplicación imparable de las desigualdades —que en realidad no se refieren exclusivamente a lo económico, social y cultural, sino que afectan a las condiciones de vida en su conjunto— no sólo es moralmente inaceptable, sino que amenaza la cooperación pacífica de los seres humanos en los espacios urbanos, prácticamente hasta anularla.
En este sentido, quisiera llamar la atención sobre el contraste entre el atractivo de la imagen de las ciudades, todavía el destino predilecto de unos flujos migratorios incontrolables, y la incapacidad de las ciudades «realmente existentes» para acoger e integrar dignamente a masas crecientes de aspirantes a ciudadanos.
Las secuelas urbanas de la pandemia agravaron la situación. La lucha contra la emergencia sanitaria en las ciudades mediante el confinamiento, los toques de queda y la reducción de los desplazamientos y las relaciones sociales tuvo como efecto inmediato el aumento del desempleo, acompañado de la difusión de formas de trabajo aún más precarias (piénsese, por ejemplo, en el reparto de mercancías a domicilio). Al mismo tiempo, el debilitamiento de los vínculos sociales y el aumento de la soledad han intensificado el malestar privado y la decadencia metropolitana. En resumen, el aumento de la desigualdad y la exclusión ha provocado que las ciudades sean aún más inhabitables. Y la «inhabitabilidad» de nuestras ciudades es la excusa ideal para la «incitación a la discordia».
Desde principios del año pasado, la guerra —que también ha hecho su prepotente aparición en Europa— ha incrementado aún más la desigualdad y la exclusión. Sin duda, la invasión rusa de Ucrania ha puesto en entredicho la tendencia de la globalización neoliberal a convertir el mundo entero en un mercado competitivo único. Sin embargo, en lo que respecta al aumento exponencial de la desigualdad, la guerra no sólo no ha conseguido invertir este curso, sino que, en realidad, ha empeorado las cosas.
El agravamiento de las desigualdades urbanas y las laceraciones que esto comporta convierten a las ciudades en algo cada vez más inhabitable, ya que acaban por reducirlas a una porción anónima de espacio geográfico que, para tantísimos seres humanos —más parecidos a súbditos que a ciudadanos»—, se convierte en un lugar de tránsito donde intentar sobrevivir.
Lo anterior es una realidad no sólo para los inmigrantes —los cuales, en su cualidad de extranjeros, casi siempre permanecen legalmente excluidos de la ciudadanía—, sino que es igualmente real para un número creciente de nativos que, expulsados del mercado laboral regular, asisten a la negación de sus derechos y garantías. De hecho, con independencia de su estatus legal, para todas las personas que comparten tal condición de sujeción y sometimiento a las reglas implacables de la gig economy no existe la ciudadanía entendida como participación activa en un proyecto compartido. Para ellos, la ciudad ya no es la civitas —es decir, el lugar simbólico y efectivo de reconocimiento mutuo—, sino que se limita a la urbs, al «espacio catastral» dentro del cual trabajan y al que están subordinados.
La exclusión de todos aquellos que resultan disfuncionales a la maximización del beneficio constituye ahora la forma privilegiada de socialización, practicada a través de la expulsión de la ciudadanía de una «vasta infraestructura paraesclavista», compuesta tanto por nativos como sobre todo por inmigrantes «relegados a papeles serviles o sobreexplotados», con un trabajo mal pagado y no garantizado pero que genera excedentes y servicios sin los cuales la comunidad de los privilegiados «no podría consumir como lo hace».
Al final, contrariamente al pensamiento de Douglas Murray cuando habla de locura de las multitudes para denunciar una supuesta dictadura igualitaria de las masas, nuestras ciudades siguen siendo invivibles precisamente porque en ellas prevalecen la desigualdad y la exclusión social.
* * *
A pesar de todo lo anterior, debido a la migración internacional, el número de personas que viven en ciudades —o que al menos aspiran a vivir en ellas— no deja de aumentar, tanto en los países con un elevado crecimiento demográfico como en el resto. Precisamente por haber sido siempre un símbolo privilegiado de la vida en asociación, la ciudad exige la construcción de espacios comunes, adecuados para la convivencia de los seres humanos. En este sentido, la propia oposición entre ciudad y campo se basa en el contraste entre una forma de vida «natural» y una forma de vida «instituida», resultado de una elaboración sociocultural y, por tanto, atravesada por la búsqueda deliberada del cambio y la innovación.
Sin embargo, la construcción de un entorno artificial no basta, por sí sola, para producir como resultado inmediato un espacio efectivamente hospitalario para todas las personas que accederán a él. En otras palabras, la construcción de un espacio apto para la convivencia de los seres humanos no es un efecto automático de la vida en comunidad, sino que debe buscarse expresamente. Es decir, debe perseguirse y planificarse. Por tanto, quienes diseñan y construyen espacios urbanos deben proponer también su habitabilidad. En esto consiste la tarea específica de las políticas urbanas. Y es precisamente la necesidad de una transición explícita del construir al habitar a lo que nos invita a reflexionar el bello título de un importante libro de Richard Sennet: Building and Dwelling (Construir y habitar). En definitiva, lo que los estudios urbanos subrayan con insistencia es la necesidad de «construir» la habitabilidad de los espacios urbanos como espacios públicos y de todos, capaces de «facilitar», en vez de obstaculizar, la convivencia entre los diferentes.
La construcción de la habitabilidad del espacio urbano implica, de hecho, elecciones precisas y esto, a su vez, posturas firmes. Abandonadas a su suerte, las relaciones que se establecen entre los diferentes obedecen exclusivamente a la ley del más fuerte. El predominio «natural» de los mejor equipados en la lucha por la supervivencia amenaza la coexistencia de los diferentes y tiende a la homologación, es decir, a la negación de la diversidad.
Esto es exactamente lo que está ocurriendo en nuestras ciudades, donde la contigüidad espacial se convierte en homologación social, en un celoso encierro en identidades autorreferenciales. De este modo, la globalización neoliberal actual, caracterizada por formas extremas de desregulación y sumisión a los poderes económicos, subordina los espacios urbanos al imaginario de la exclusión y a la aceptación inmediata de la desigualdad como un dato ineliminable, destinado por tanto a multiplicarse y magnificarse. La ciudad se confirma como un lugar artificial de intercambios, pero se subordina a la lógica imperante del mercado, en nombre del cual la exclusión de los disfuncionales a la maximización del beneficio se convierte en la forma principal de socialización.
Cada vez más claramente, las ciudades actuales se cierran a la diversidad y pretenden aislar y proteger a los ciudadanos que sólo ven en ella amenazas y peligros. Así, las ciudades globalizadas tienden a concebirse como contigüidades espaciales reservadas a determinadas categorías «seguras» de personas. El imaginario de la exclusión, basado en la defensa de la identidad y la alergia a las diferencias, tiende a eliminar la interdependencia, es decir, la dimensión relacional de la realidad social y urbana. El hecho del que partía la reflexión de Aristóteles según la cual la comunidad nace «de diferentes y no de iguales» se convierte en la expresión de la división originaria que amenaza la vida urbana y que, en consecuencia, ésta pretende neutralizar con todas sus fuerzas. La relación, el intercambio, el contacto con la diversidad se perciben exclusivamente en términos de peligro y amenaza.
Sin embargo —y ésta es la cuestión central—, las ciudades concebidas como sistemas cerrados, basados exclusivamente en la lógica de lo rentable y de lo conveniente, no consiguen suprimir ni las relaciones ni la interdependencia mutua entre los seres humanos. Lo único que consiguen abolir y erradicar es la solidaridad. En efecto, las relaciones y la interdependencia son un rasgo estructural de lo humano, y por tanto invariable, mientras que la solidaridad es un logro histórico (muy frágil) que no es difícil marginar y borrar, como demuestra la actual sociedad dominada por el imaginario de la exclusión (del que la gig economy es una ejemplificación muy elocuente, aunque no la única). Al liquidar la solidaridad, pero no la interdependencia y la dimensión relacional de la vida urbana, las ciudades globales se ven obligadas a construir un entorno urbano basado en la multiplicación de las desigualdades. Esto conlleva, por un lado, la marginación de todo lo que se interpone en el camino de la maximización del beneficio —que, a su vez, casi nunca consigue traducirse en un aumento del consumo, ilusoriamente prometido a todos pero realmente concedido sólo a unos pocos—. Pero, por otro lado, tiene como secuela casi inevitable una inquietante efervescencia de la agresividad social, que se manifiesta periódicamente en episodios de violencia aparentemente repentinos que sacan a la superficie la miopía autodestructiva de los dispositivos de exclusión. Entre las emergencias pospandémicas y las consecuencias de la guerra, el dato nuevo sobre el que debemos reflexionar es la aparición de ciudades sin ciudadanía.
Quisiera terminar rápidamente con dos precisiones más.
El consumo cuyo aumento indefinido promete ilusoriamente la globalización neoliberal es sólo el consumo individual, mientras que el consumo social es considerado como un «exceso de democracia» que repercute en el gasto público y produce inflación. La pandemia ha revelado la debilidad de este modelo, a lo que ha seguido la adopción de ciertas contramedidas. Ahora bien, no creo que eso haya desautorizado o desmentido el imaginario de la exclusión, al que la globalización permanece firmemente anclada.
Y llego así a la ecología. Partimos de la perspectiva de un cercano agotamiento de los combustibles fósiles, es decir, de las únicas y exclusivas fuentes de energía capaces de sostener los ritmos del actual modelo de desarrollo técnico-industrial, sin el cual no sería posible el modelo de vida de las sociedades avanzadas. En consecuencia, se habla mucho de desarrollo sostenible, smart cities, etc. Sin embargo, a fin de cuentas, la sostenibilidad emerge sobre todo como la nueva frontera del business, cuando lo que se necesitaría es un «nuevo modelo de desarrollo» que trajera consigo decisiones drásticas y transformaciones socioculturales radicales. La toma de conciencia sobre este tipo de exigencias es un primer paso necesario, pero no suficiente. Aún han de darse otros.
[Traducción de A. Giménez Merino]
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2023