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Ernest Cañada y Nuria Alabao

Los cuerpos rotos de los empleos feminizados I: camareras de piso

La precariedad laboral tiene múltiples dimensiones. Por un lado, salarios bajos e inciertos que condenan a la pobreza incluso aunque se tenga empleo. La indeterminación en la duración del contrato, de la jornada, o incluso que los horarios de trabajo se conozcan el día anterior, hace casi imposible ocuparse de personas dependientes o criar en condiciones, pero también planear la vida y proyectarse en el futuro. A la hora de defender tus derechos, el tipo de contrato hace muy difícil conseguir poder de negociación, ya sea de manera individual o colectiva; además, los convenios y la legislación que afectan a estos sectores son absolutamente insuficientes. Sin embargo, hay un factor esencial que a menudo permanece oculto, que es la cuestión de la salud y la enfermedad. Estamos hablando de la exposición a situaciones de riesgo —que pueden acabar en accidentes laborales graves— y las condiciones laborales que provocan sufrimiento psíquico o que implican el desarrollo de enfermedades profesionales que se arrastrarán de por vida. Si la inseguridad es el estado permanente de quien trabaja en condiciones precarias, su traducción material es un estado de salud profundamente deteriorado que acaba por determinar la vida cotidiana, hacerla dolorosa o limitar sus posibilidades. La cuestión de clase aquí se juega en cómo el trabajo se ceba en los cuerpos. Las rentas inmobiliarias no producen dolencias en el túnel carpiano; limpiar y hacer camas en un hotel con ritmos infernales, sí.

La división sexual del trabajo ha desvalorizado algunos empleos relacionados con aquellas tareas que han sido naturalizadas para las mujeres: todas las que tienen que ver con la reproducción social. Al mismo tiempo, el hecho de inscribir a la mujer en este ámbito —la mayoría de trabajo todavía se realiza en el hogar de manera gratuita— tiene el efecto de restarles valor como mano de obra —su lugar “natural” sería en la casa desarrollando tareas no remuneradas—. Si la frontera es la que convierte a los migrantes en mano de obra barata, el hogar, la familia, hacen lo mismo con las mujeres —al menos con las pobres—. Así, los empleos fuertemente feminizados acaban coincidiendo con buena parte de los más precarios. En ellos, el estado de salud de las trabajadoras es indicativo del nivel de explotación que sufren. Unas mujeres a las que las propias condiciones materiales en las que viven ellas y los suyos dificultan que sean atendidas en condiciones cuando el deterioro que el trabajo les provoca se ensaña en ellas. ¿Quién cuida a las cuidadoras?, se preguntan las trabajadoras organizadas.

Es habitual encontrar en ellas distintas dolencias, tanto físicas como psíquicas, que son consecuencia de la forma de organizar el trabajo —ritmos, condiciones ergonómicas, duración de la jornada, etc.—. Para sobrevivir, para poder seguir trabajando a ritmos excesivos, muchas dependen del consumo de fármacos, es decir, de drogas, estas sí legales, porque les permiten seguir produciendo mientras continúan machacando sus cuerpos. No es solo el acceso a recursos o el nivel de vida el que mejor retrata la pobreza y la desigualdad, la salud es, en realidad, su principal indicador. En esta serie, desgranaremos algunos de estos sectores a partir de cómo enferman los cuerpos y mentes de sus trabajadoras.

Camareras de piso

Las trabajadoras encargadas de la limpieza de habitaciones de hotel, conocidas popularmente como “las Kellys”, emergieron en 2014 explicando cómo se estaban dejando la vida en el trabajo. Explotaron porque ya no podían más y se autoorganizaron e hicieron visibles como recurso desesperado para poder transformar sus condiciones laborales. Las denuncias de las múltiples enfermedades que sufren a causa de los movimientos repetitivos y los ritmos de trabajo extenuantes, la dependencia de fármacos para poder continuar con ellos, la ansiedad con la que viven el día a día, y la imposibilidad de seguir trabajando hasta la edad de jubilación, golpearon la conciencia de un país que año tras año batía récords en el número de turistas internacionales.

Aunque el trabajo de las camareras de piso siempre fue físicamente duro, con la reforma laboral del 2012 las empresas pudieron externalizar actividades troncales de su actividad. Esto les permitía rebajar los costes laborales por debajo de su convenio sectorial, en este caso, el de hostelería. Los hoteles aprovecharon para despedir a sus trabajadoras y subcontratar a empresas multiservicios que se regían por convenios de empresa o de ámbitos de actividad con menor reconocimiento profesional y retribución, como el de limpieza. Esto provocó una hecatombe, empeorando considerablemente las condiciones laborales, tanto los salarios, como las cargas o ritmos de trabajo e hizo perder derechos a las trabajadoras, lo que dificulta todavía más su organización sindical.

Este mecanismo fue especialmente usado en los departamentos de pisos de los hoteles. La reforma laboral de 2021, si bien consolidó avances en la contratación indefinida, no puso freno a los procesos de externalización, que era la principal demanda de las Kellys. En su preámbulo se sugería que las condiciones de las trabajadoras de las empresas externalizadas debían ser las de la actividad de la empresa principal en cuestiones como el salario, pero no en la totalidad de las condiciones. Además, esto no se aclaró en el articulado, por lo que son los jueces quienes deben interpretarlo en caso de que haya denuncia, una circunstancia poco habitual porque la presencia sindical es escasa en muchos hoteles. En consecuencia, no se han conseguido paliar los principales efectos de las externalizaciones. La gran cuestión que queda por resolver sigue siendo la de las cargas de trabajo, tanto la cantidad como el ritmo, acentuadas tras la reactivación pospandemia.

No podemos parar

“Yo trabajo en un hotel de cinco estrellas, que supuestamente tiene una categoría para los clientes, pero para el trabajador no, porque tenemos que trabajar como máquinas”, dice Esperanza, una camarera de piso de Barcelona. Los relatos se repiten en otras regiones o ciudades. “Trabajo seis días por semana, en dos hoteles distintos. En el grande, nueve o diez horas. Y en el pequeño, los miércoles, doce horas seguidas: estoy sola de camarera de piso, de recepcionista, de camarera del bar, de todo. Entro a las siete y salgo a las siete. Cuando salgo no puedo ni hablar, ni tenerme en pie, no sé quién soy. Solo quiero tumbarme, desaparecer”, explica Lucía, una joven que estudió Bellas Artes pero que no encontró otro trabajo.

También destacan la falta de control sobre el propio trabajo, los tiempos o las pausas. “Entras a las siete de la mañana y son las cinco de la tarde y no has pegado bocado. Ahí ya te lo decían cuando llegabas por la mañana y te daban todo el material: ¡Ni comer ni mear! ¡A tirar, venga! ¡A tirar millas!”, cuenta María. También Juliana, pues las historias se repiten. “Yo he estado días trabajando y no he podido pararme ni un minuto, porque los tres pisos que me ponían eran grandes y estaban separados, cada uno en una punta. Y he llegado a estar mal por no pararme a comer, me temblaba el cuerpo y me sentía fatal”.

No hay lugar para la queja. Lo que suelen escuchar es: “Esto es lo que hay, si no te gusta, hay otras esperando”. Muchas veces el trabajo está sometido a condiciones disciplinarias estrictas y abusivas. En ocasiones hay denuncias de situaciones de maltrato por parte de las responsables directas, gobernantas y supervisoras. María, terminó por abandonar el sector. “Ahora no quiero más hoteles, por cómo nos trataban, por cómo nos hablaban. La gobernanta era asquerosa. ¡Madre mía! Es que es inhumano. Tienes que pasar por cosas que son inhumanas.”

Trabajar duele

La precariedad impacta en su salud. Una primera manifestación cotidiana es el cansancio y agotamiento permanente. “¿Cómo acabas al final del día? ¿Qué les dices a tus niños? Dame un vaso de agua para tomarme una aspirina, y a acostarte a la seis o las siete de la tarde, cuando llegues, para el otro día levantarte a las siete de la mañana, para volver otra vez, y así durante siete u ocho días seguidos”, relata Esperanza. La vivencia de Lucía es parecida: “No puedes hacer nada más que trabajar, cuando salgo el día de fiesta lo paso tumbada porque el cuerpo me lo pide, son niveles de cansancio muy extremos”.

Las rodilleras, las fajas, las muñequeras se convierten en parte del uniforme ya que muchas acaban desarrollando trastornos musculoesqueléticos. De forma recurrente, las trabajadoras señalan dolor en la nuca, espalda, hombros, lumbares y brazos, que ellas mismas asocian a los movimientos repetitivos, sumados a las posturas forzadas, que son muy difíciles de evitar a causa del ritmo de trabajo tan intenso y la presión a la que están sometidas. Muchas camareras de piso que llevan años trabajando en el sector han tenido que ser operadas a causa de hernias o de lesiones en el túnel carpiano. Esto le ha pasado a Carolina, una trabajadora de Sevilla: “Tengo ya 46 años y estoy con una lista de secuelas que me ha ido dejando el paso de los años en esta profesión, como una operación de hernia inguinal, el nervio del metacarpiano de la mano izquierda jodido, las cervicales mal, tomo Diazepam para los mareos y para relajarme por las noches y poder descansar, tengo las vértebras de media espalda con las almohadillas gastadas y artrosis en rodillas, codos, caderas y manos. Estoy tomando tratamiento contra esto desde hace ya seis años.”

Estas dolencias se agudizan a medida que pasan los años. Carmen, de Sevilla, explica que con la edad se hace progresivamente más difícil mantener la carga y ritmos de trabajo. “Van pasando los años y cada vez te va doliendo más el cuerpo, porque se te desgastan los huesos de tanto esfuerzo físico que sacas de tu cuerpo. Y van pasando los años y tú vas haciendo el trabajo cada vez más lenta porque ya no puedes más y cuando llegas a una cierta edad, tú dices, dentro de nada ya no me llaman, ya no me llaman porque antes hacía las habitaciones en media hora y ahora las hago en tres cuartos de hora.”

No son problemas de salud mental, es explotación

En este contexto, trabajar produce angustia porque, aunque se esfuercen, aunque quieran cumplir con las exigencias del trabajo, no pueden. “Siempre quieren más. Al colapso, llegas al colapso”. Yo cogí una baja, porque me daban ataques de ansiedad. Oye, que cojan a más personal, que cojan a más chicas, si ya no podemos tirar. En los hoteles es un colapso de faena y de habitaciones. Les da igual que hagas jornada completa, que media jornada, que tienes que ir corriendo y volando. Yo tenía seis horas de trabajo y nunca hacía las seis horas, hacía más, me iba entre las cuatro y las cinco de la tarde. Dieciocho habitaciones en media jornada más las zonas comunes, es que no era posible. Una locura”, explica María.

Las Kellys explican cómo se combinan unas altas exigencias, que no tienen en cuenta las capacidades de cada trabajadora, con la falta de control sobre el trabajo, y la percepción de inseguridad en el empleo. Lejos de mejorar, la reactivación turística pospandemia ha generado una intensificación del trabajo motivada porque falta personal y porque se han aumentado las exigencias. El resultado es explosivo para la cabeza. “Ya no es sólo el trabajo, lo indignante que es, la constante frustración, como te pares a pensarlo: qué coño de vida es ésta”, dice Lucía. La mayoría de las trabajadoras de este colectivo sufren las consecuencias del estrés, y relatan historias de ansiedad e insomnio. “Yo acababa de los nervios. Destrozada. Lloraba por los rincones. Yo he llorado mucho, pero mucho, por las habitaciones. Vamos, muy mal. Y luego insomnio, depresión”, cuenta Ana María de Valencia. Esto ha dado lugar a que los trastornos psicológicos sean frecuentes, concretamente la ansiedad o la depresión. “A mí me cuesta muchísimo dormir. Y muchas veces sueño que no consigo acabar los pisos, que los dejo a la mitad y me cae una gran bronca, o sea que cuando duermo todavía tengo pesadillas”, explica Juliana.

La solución para seguir el ritmo: medicación crónica. Los bolsos están llenos de pastillas de todo tipo. Durante años dicen tomar analgésicos, antiinflamatorios, ansiolíticos y antidepresivos para aguantar los dolores, el cansancio y el estrés. A menudo se automedican. “Para el dolor tomo ibuprofeno o Voltarén, según como me encuentre. Y para dormir tomo Diazepam. Toda la gente que está trabajando en el hotel se medica continuamente. La mayoría toma ibuprofeno y hay mucha gente que toma también Diazepam, como yo, para poder dormir”, dice Míriam de Barcelona. A pesar de estas situaciones, a la mayoría no se les ocurre coger una baja porque saben que pueden despedirlas.

Estos últimos años, las luchas de las Kellys han ido adquiriendo visibilidad y una gran legitimidad, pero los resultados todavía no implican cambios radicales. “Está claro que #kellyshaciendohistoria pero no nos ha servido de nada, las compañeras siguen con más carga laboral de lo normal, siguen enfermas y sin bajas por enfermedad profesional, siguen sin una jubilación digna, sin derechos en la mayoría de los casos”, decían Kellys Unión Málaga en un tuit

[Fuente: Ctxt]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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