¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Antón
Victimismo y emancipación
Este ensayo trata tres aspectos interrelacionados en torno a esas dos ideas clave del título. El primero, a raíz de la idea popular de ¡Solo el pueblo salva al pueblo!, revaloriza la activación cívica de las capas populares como motor para el cambio social y político de progreso. El segundo, El victimismo y su instrumentalización, critica la reacción ultraderechista y su involución autoritaria y machista que manipula el victimismo de algunos sectores sociales con una posición de ventaja relativa para incrementar la división, la segregación y la neutralización de las demandas de las mayorías populares subalternas y las fuerzas progresistas. El tercero, La liberación femenina la protagonizan las mujeres, explica los fundamentos del feminismo como proceso igualitario liberador respecto de la persistente desigualdad de género y la violencia machista, con la implicación mayoritaria de las mujeres. Añade la precisión de que el movimiento feminista no es victimista ni exagera la situación de subordinación y discriminación de las mujeres, sino que es realista y su necesaria reafirmación transformadora constituye, junto con otros procesos democratizadores, un motor emancipador para el conjunto de la sociedad.
I. ¡SÓLO EL PUEBLO SALVA AL PUEBLO!
Esta idea básica, “¡Sólo el pueblo salva al pueblo!”, se ha ido popularizando, particularmente en Latinoamérica, desde hace un siglo. Expresa la reafirmación de diversos movimientos sociales de orientación progresista en su pelea frente a sus oligarquías. Las últimas victorias de las fuerzas populares en Chile y Colombia, con amplios procesos participativos, le han dado mayor relevancia política y simbólica. Suponen una experiencia variada pero con una característica común: la diferenciación política frente a los poderosos y sectores reaccionarios, así como cierta connotación nacional soberanista en lo que, a veces, se ha denominado populismos de (centro)izquierda. Hay diversas expresiones similares. Una de ella, de amplio arraigo cívico, es ¡El pueblo unido jamás será vencido!, de fuerte voluntad unitaria y resistente frente a la involución reaccionaria.
Podemos aludir a la tradición marxista de que son las propias clases trabajadoras en conflicto con los grupos de poder capitalistas las que conforman su propia liberación y avanzan hacia la democracia social avanzada y el socialismo. Y podemos mencionar también la posición democrática e ilustrada desde la Revolución francesa de que el pueblo, en este caso como conjunto de la población nacional o ciudadana, es la base de la soberanía popular y de los poderes del Estado, Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Aunque, como se sabe, la democracia participativa y su capacidad de control a través de las instituciones representativas son limitadas, en particular en tres ámbitos decisivos dominados por otros grupos de poder: el económico, el mediático y cultural y el supranacional o de relaciones internacionales.
Desde el humanismo y la laicidad en que se desposeyó a la divinidad y su representación en la Tierra —las jerarquías religiosas— de la posesión de la verdad absoluta y el bien moral indiscutible, particularmente en la gestión pública, las costumbres y la cultura, se han conformado numerosas élites como intérpretes de lo verdadero y lo bueno para legitimar su función dirigente en beneficio, no del interés general, el bien común o los derechos humanos, sino de determinadas clases o grupos sociales.
La legitimidad democrática emana del pueblo
En todo caso, la conclusión normativa está clara. Es la mayoría social y ciudadana, de forma directa en las elecciones y expresiones públicas o a través de su representación institucional, libremente elegida, la que tiene la legitimidad democrática para decidir las políticas públicas y el tipo de Régimen político, así como los ejes del contrato social y cívico de país. Por supuesto, las mayorías democráticas, aun en condiciones de máxima participación cívica, proceso abierto e igualitario de deliberación y comunicación y respeto de la pluralidad sociopolítica, se pueden equivocar o cometer errores, a juicio de otras experiencias históricas o sus consecuencias derivadas.
Pero eso no obsta para reafirmar la soberanía popular y reforzar el contrato democrático, así como su reelaboración participativa y procesual, frente a todos los intentos elitistas o autoritarios de diluir ese estatus decisor del pueblo protagonista de su devenir. La democracia es el mejor procedimiento para definir los retos colectivos y adoptar las medidas adecuadas, superando los fanatismos y los elitismos corporativos.
En particular, existe una gran mayoría popular que podemos cuantificar en el 80% de las clases trabajadoras y clases medias, estancadas o en retroceso, incluyendo no solo la desigualdad socioeconómica sino todos los aspectos de subordinación en distintas esferas (por sexo/género, origen étnico-nacional…). Esas capas subalternas son ellas mismas las que constituyen la palanca principal de su propia emancipación y el avance en la igualdad. Partiendo de su experiencia relacional y cultural, en la medida de su conciencia de la justicia social y su actitud ética y solidaria y junto con los sectores más dispuestos y activos, esas capas subordinadas son las protagonistas de su proceso de liberación. Lo hacen a través de su acción colectiva y la solidaridad, conformándose su identificación igualitaria y su constitución como sujeto sociopolítico.
Desde luego, no las salvan los sectores privilegiados, las capas oligárquicas o las clases dominantes. Por supuesto, puede existir, y de hecho hay una amplia experiencia histórica, el compromiso cívico de intelectuales y personas de clase alta u origen privilegiado capaces de contribuir a ese proceso sustantivo de cambio social y político de progreso, a veces incluso en un papel destacado. Pero más allá de esa casuística individual o parcial, se impone el principio de realidad: son las personas y grupos sociales discriminados los más interesados en suprimir esa desventaja y acceder a los recursos sociales y materiales y el estatus ciudadano en condiciones iguales y libres.
Una interacción compleja
La relación no es mecánica y no vale la idea de cuanto peor (condición) mejor (capacidad de cambio). Ni cuanta más opresión haya se genera más rebeldía, ni cuanta más explotación se sufra se produce mayor resistencia. Entre la condición social y el comportamiento sociopolítico median múltiples factores de la experiencia popular y comunitaria, las redes institucionales y socioculturales, las relaciones sociales y económicas… que favorecen en un sentido u otro la formación de la acción colectiva progresista (o de otro tipo).
Las capas subalternas (explotadas, discriminadas, oprimidas, víctimas, subordinadas…) no siempre tienen la razón ni poseen la verdad absoluta. Como tales grupos dominados o dependientes no tienen prevalencia epistemológica o moral. Dicho de otro modo, la ética y la razón (ciencia) no nacen automáticamente de la situación de subalternidad y precariedad…, pero tampoco lo contrario, de las élites privilegiadas.
Es un viejo debate de la filosofía de la ciencia o la sociología del conocimiento. La elaboración teórica y la actitud moral tienen cierta autonomía (de clase o posición social), así como la práctica científica (objetividad, procedimientos…). Dependen de su constitución subjetiva, sus costumbres y valores universales, aunque también interfieren los aparatos ideológicos y de poder, las condiciones vitales grupales e individuales y el contexto sociocultural.
No obstante, para la acción colectiva es importante la experiencia relacional, vivida e interpretada, pero no de la resignación y la adaptación a esa dinámica de subordinación sino, partiendo de esa realidad, de los esfuerzos individuales y las prácticas colectivas para superarla. Es decir, la cultura igualitaria y emancipadora se configura a través del comportamiento real y sustantivo por salir de la discriminación y avanzar en unas relaciones libres e iguales. Y esto último, es lo que va conformando la identificación colectiva progresista y la dinámica transformadora con un perfil emancipador, reforzado, en todo caso, con la explicación teórica del conjunto del proceso y sus conexiones estructurales y contextuales. Por tanto, es decisiva la vinculación, de forma directa o solidaria, con esa realidad doble: vivencia e interpretación de la injusticia y actitud de superarla.
Por supuesto, personas intelectuales y de capas privilegiadas han participado en procesos rebeldes y democratizadores y han compartido trayectorias transformadoras, ampliando el campo popular… frente al poder de las oligarquías o el neocolonialismo. Siempre ha habido personas solidarias y socializadas en el espacio alternativo de progreso. Así se amplían los apoyos y las alianzas, pero el protagonismo o si se quiere, la fuerza promotora y dirigente de la trayectoria emancipadora, en términos cuantitativos y cualitativos, lo constituyen los propios sectores populares subalternos.
No es fácil esa interacción entre movimientos ciudadanos y sus bases sociales y electorales con su representación social y política. Ha sido intensa y persistente la pugna histórica en las izquierdas y fuerzas progresistas por la representación de los movimientos populares y sociopolíticos, así como por la orientación de su gestión política y sus estrategias, más posibilistas y adaptativas o más transformadoras. Esas tendencias recorren la historia de estos más de dos siglos y, particularmente, durante las últimas décadas.
Todo ello contando con los propios intereses corporativos de la capa representativa o élites dirigentes, ya estudiados desde hace un siglo por el sociólogo y politólogo Robert Michels y su análisis de la ‘ley de hierro de la oligarquía’, refiriéndose, precisamente, al gran partido político de la socialdemocracia alemana de principios del siglo XX, el mayor entonces en Europa, al que pertenecía, y hasta la constitución del Partido Fascista italiano en el que terminó después de pasar por el PSI.
La formación del sujeto sociopolítico
Pero volviendo al hilo conductor sobre la formación del sujeto sociopolítico transformador, hay que desechar ese determinismo mecanicista de cierto estructuralismo, a veces considerado un materialismo vulgar, y que de hecho es un idealismo que no refleja una parte decisiva de la realidad como es la práctica social de esas capas subalternas en su contexto e interacción. O sea, ese enfoque se aleja de la gente concreta, infravalora la experiencia relacional y comunitaria que configuran los procesos de identificación colectiva y comportamiento sociopolítico.
A esa variante idealista y abstracta, de cierto mecanicismo economicista de clase se opone otra corriente idealista de carácter liberal o postmoderno, también inadecuada: la infravaloración de las condiciones concretas de la gente, materiales, relacionales y culturales, la desconsideración de su situación particular de subordinación / dominación, junto con el tratamiento formal de las personas y grupos sociales como sujetos abstractos, supuestamente iguales y libres. Se separan el ser y el deber ser, priorizando el formalismo del segundo aspecto e infravalorando la realidad social. Y todo ello con la prevalencia de las élites políticas o intelectuales que son las que elaborarían el discurso que construiría la realidad del pueblo, siempre pasivo a la espera de la agencia y la articulación promovidas por su liderazgo.
Ambas corrientes teóricas, el estructuralismo determinista y el postestructuralismo culturalista, todavía influyentes, han fracasado social e históricamente. Y se impone la necesidad de un pensamiento realista, relacional, sociohistórico y crítico frente a la gran deriva neoliberal y reaccionaria, que desborda incluso al socioliberalismo que aparecía en los años noventa como tercera vía ascendente y hoy en retirada. Se trata de otra posición en conflicto desde los años sesenta y setenta con esas tres tendencias principales, en la estela, entre otros, del pensador y líder pacifista E. P. Thompson.
La experiencia de los movimientos sociales, viejos y nuevos, de estas décadas, en particular los últimos procesos populares en diversos países latinoamericanos, así como en Europa y EE. UU., han puesto en evidencia las limitaciones interpretativas y las dificultades de orientación estratégica de los procesos concretos de articulación de los sujetos colectivos por parte de esas corrientes de pensamiento. Hay cierto vacío teórico y estratégico que ha afectado también, primero, al eurocomunismo y, después, a la socialdemocracia y su dominante orientación socioliberal, ambos en fuerte declive, tal como manifiestan los casos italiano y francés, respectivamente.
Especialmente, la dinámica transformadora en España de indignación popular, protesta social cívica y configuración de un campo sociopolítico y electoral progresista y de izquierdas, de fuerte contenido social, feminista, ecologista y democratizador, exige un nuevo proceso interpretativo y de desarrollo teórico y político, abordado por las fuerzas del cambio, ahora en situación de recomposición y todavía no resuelto, tal como he explicado en el libro Dinámicas transformadoras. Renovación de la izquierda y acción feminista, sociolaboral y ecopacifista.
En consecuencia, el problema analítico y sociopolítico es la formación de las fuerzas sociales y políticas de progreso, de base popular y en confrontación con los poderosos, superando la desconfianza popular en los partidos políticos. El propio presidente socialista del Gobierno, Pedro Sánchez, ha comprendido, aunque sea parcialmente y a efectos discursivos y de estrategia electoral, la nueva realidad y la conveniencia de su reorientación política hacia un reformismo fuerte, aunque sin abandonar del todo las pretensiones centristas y cierta moderación.
Por otro lado, las fuerzas del cambio y su nueva configuración de frente amplio, junto con el proyecto SUMAR, aparte de su adecuación y responsabilidad política y orgánica, deberían conseguir una mayor consistencia y unidad estratégica, con un debate abierto y unitario que permita profundizar en un proyecto progresista de país, fortalezca un movimiento cívico e impulse las dinámicas transformadoras y de renovación de las izquierdas. Es el reto que se está ventilando ahora: combinar una dinámica participativa ciudadana con la recomposición de la representación política.
Y para ello, aunque sea un ámbito complejo y costoso y, en cierto sentido, periférico respecto de la tarea principal del impulso de un movimiento ciudadano y el refuerzo de una formación política alternativa, hay que realizar un esfuerzo de investigación y debate teórico: superar las interpretaciones y discursos de economicismo mecanicista y de culturalismo elitista o socioliberal, ambos idealistas y disfuncionales por su desarraigo popular cuando, sobre todo, se trata de desarrollar un nuevo sujeto de cambio de progreso con un proceso reformador sustantivo que supere el continuismo liberal y la involución reaccionaria. Y eso sólo es posible con la activación y el protagonismo de las capas populares.
II. EL VICTIMISMO Y SU INSTRUMENTALIZACIÓN
Desde hace una quincena de años, con la crisis socioeconómica y su gestión regresiva por el poder establecido, se ha incrementado la desigualdad social en distintas esferas, acompañadas de amplio malestar popular. Una parte significativa está dirigida a la clase política y los medios de comunicación por sus responsabilidades ante la gestión de las crisis o su inacción transformadora; al menos, hasta ahora que se ha iniciado una dinámica reformadora sustantiva. La tarea y la estrategia del Gobierno de coalición consiste en revertir esa doble tendencia y garantizar el cambio de progreso para las mayorías sociales, tal como explico en el citado libro.
La cuestión para considerar son los procesos de legitimación de las representaciones políticas (también sociales y culturales) y la agudización del conflicto entre las izquierdas y las derechas para incrementar su representatividad y garantizar o no otra legislatura de cambio progresista. Dejo al margen el conflicto nacional en y sobre Catalunya y el equilibrio territorial, aunque hay que constatar una de sus derivadas fundamentales, que trato más tarde: la tensión entre el refuerzo de un nacionalismo españolista conservador, prepotente y centralista y la necesidad de avanzar en un modelo de Estado plurinacional, democrático e integrador.
La apelación al pueblo, a las clases medias y trabajadoras, se ha convertido últimamente en una constante gubernamental y de los partidos políticos. En particular, los discursos políticos buscan la confianza de los sectores vulnerables, empobrecidos, perdedores o desprotegidos, ampliados por las crisis socioeconómicas y sanitarias, la inflación derivada de la guerra en Ucrania y las insuficiencias protectoras del Estado. E, igualmente, han cobrado mayor visibilidad mediática las víctimas de distintos hechos y discriminaciones, afectadas por la violencia de género, el volcán de la Palma, el impacto de las crisis… La idea de que nadie se quede atrás por los infortunios de la vida es una muestra de solidaridad colectiva y, al mismo tiempo, un fundamento que posibilita la demostración de la utilidad y la legitimidad de la gestión pública.
En todo caso, conviene diferenciar entre violencia ejercida directamente en las relaciones interpersonales y familiares, aun con sus distintos niveles de acoso y agresión, como específicamente se valora la violencia de género, y la discriminación o subordinación derivada de posiciones institucionales o estructurales de poder y dominación en distintos ámbitos públicos y empresariales, aunque ambas requieren la oposición cívica activa, individual y colectiva, y transformaciones institucionales y socioculturales.
La potenciación del agravio comparativo
Ante la exigencia generalizada de reconocimiento social, protección institucional y redistribución pública se suele producir por los poderes públicos una segmentación de las prioridades y la doble dinámica de negación de unos sectores y el ensalzamiento de otros. El conflicto entre clases populares y poder establecido, entre ricos y pobres, se distorsiona con una fragmentación, invisibilidad y jerarquización de los grupos desfavorecidos y una difuminación de los privilegiados.
Por un lado, se produce un victimismo divisivo que en el plano colectivo y político es instrumentalizado por la reacción derechista para ganar apoyo social en ese segmento de (supuestas) víctimas y contraponerlo a dinámicas progresistas. Por otro lado, se genera un malestar cívico justificado por el descenso social y las dificultades vitales, aunque a veces esa subjetividad tiene una valoración unilateral o parcial sobre las causas, prioridades, responsabilidades y alternativas que es, precisamente, la compleja labor que resolver por parte de la mediación política y sociocultural para darle un sentido transformador y unitario de progreso. Es el reto de la intermediación de los partidos políticos y los medios de comunicación que, como se sabe, han perdido credibilidad popular, debilitándose su función representativa y articuladora de las opiniones ciudadanas y su conversión en políticas públicas útiles para la gente.
El primer tipo de victimismo se conecta enseguida con los poderosos y las estructuras del Estado para sacar ventaja ilegítima sobre otros sectores populares sobre los que ejercer su sometimiento compartido con el poder autoritario, con una orientación de fondo antisocial y antidemocrática. Constituye el auténtico victimismo reaccionario instrumentalizado para una dinámica prepotente y segregadora.
El segundo tipo de malestar no es estrictamente victimismo, sino simplemente justa indignación popular, aunque puede conllevar algunas tendencias corporativas, sectarias y fanáticas que suelen ser minoritarias y marginales. Hay una delgada línea entre los dos tipos de queja que no hay que traspasar. La respuesta del poder establecido es siempre la eliminación del descontento cívico sin atacar sus causas, es decir, con la resignación pasiva o la amenaza de represión, o bien, como en el primer caso, con su manipulación en beneficio del grupo de poder correspondiente.
La solución progresista es reforzar una actitud netamente democrática y social, basada en los derechos humanos y los valores de libertad, igualdad y solidaridad, para abordar la heterogeneidad de problemáticas y los conflictos parciales entre distintas situaciones y demandas del campo popular; se trata de encauzarlos y poderlos resolver mediante la negociación y el acuerdo de un nuevo contrato social desde una perspectiva de progreso y frente a la involución global, regresiva y autoritaria, de las derechas extremas.
El gran consenso liberal-conservador, dominante en los medios, sigue siendo el modelo de persona ganadora, basado en el esfuerzo individual como motor del ascenso social. Esa persona emprendedora y ascendente (y consumista) es el héroe mediático de nuestro tiempo, según el modelo individualista hegemónico, ostentoso de sus privilegios y prepotencia; los perdedores lo serían por su propia culpa, los grupos discriminados se lo merecerían y no habría responsabilidad institucional. El círculo ético y de legitimación política se cierra en beneficio de las élites poderosas.
Como sabemos, y la experiencia masiva de estos años ha evidenciado, esa idea ha perdido credibilidad entre mayorías ciudadanas, ya que los ganadores son minoría y utilizan sus privilegios de poder. La realidad de la desigualdad social y la discriminación y sus causas estructurales e institucionales son palpables mayoritariamente. Por tanto, la dinámica neoliberal y conservadora debe ser más sofisticada: aparte de promover la segmentación y el individualismo, potencia las ventajas relativas y los agravios comparativos de cada escalón de la estructura social respecto de su peldaño inferior. Es el fundamento divisivo de la reacción insolidaria del ‘sálvese quien pueda’, también en el ámbito grupal, para que cada segmento social aproveche los escasos recursos disponibles de una posición relativa ventajosa y compitan entre sí.
No obstante, el objetivo mediático de fondo tampoco es la víctima y la persona perdedora o discriminada, utilizadas como espectáculo, sino los representantes públicos que pretenden gestionar sus intereses y demandas como medio para conseguir credibilidad social y poder institucional. La sistemática exposición mediática de personas afectadas por distintas catástrofes vitales, aunque generen gestos compasivos y solidarios, emplazan a la capacidad gestora de las instituciones públicas y cada bloque político.
Así, estamos ante una pugna por la legitimidad de los distintos actores en su representación y gestión de las respuestas a las consecuencias humanas y cívicas de una dinámica regresiva impuesta que produce amplio malestar social. Existe una dura pugna por ganar prestigio ante las mayorías sociales afectadas por el descenso socioeconómico y vital y la aguda tensión político-institucional entre las derechas y las izquierdas (y grupos nacionalistas periféricos) sobre las estrategias a desarrollar.
El victimismo como estrategia reaccionaria
El victimismo y el resentimiento es una vieja actitud utilizada hace un siglo por el nazismo y el fascismo emergentes. La derrota de la Primera Guerra Mundial de las potencias centrales, con la imposición por los vencedores en el Tratado de Versalles de drásticas condiciones de subordinación e indemnizaciones económicas, particularmente a Alemania, fue utilizado por Hitler y Mussolini para su revanchismo, la supremacía de su raza y su Estado totalitario, con el refuerzo de los privilegios de una parte de sus conciudadanos y la aniquilación de sus enemigos, internos y externos, convertidos en nuevas víctimas consideradas inferiores y sin derechos: pueblos sometidos o competidores, sectores populares democráticos y de izquierda, pueblo judío, gitano y minorías nacionales o culturales…
Esta cita de la tradición fascista viene a cuento por la nueva trayectoria de la extrema derecha europea y el trumpismo y, en particular, en España con VOX (e incluso el Partido Popular), de cómo intentan utilizar cierto victimismo entre algunas capas populares con agravios comparativos, aunque su pacto fundamental, al igual que entreguerras, es con los grandes grupos de poder económico y del aparato estatal.
Pero esa lógica de polarización social desde arriba ya fue utilizada por la revolución neoliberal conservadora de Reagan y Thatcher en los primeros años ochenta: se trataba de estimular la rebelión de las clases medias, consideradas víctimas de impuestos excesivos y por el miedo a reducir sus distancias con las clases trabajadoras ascendentes, para recortar los derechos sociales y laborales y el Estado de bienestar ante el supuesto exceso de demandas sociolaborales de las capas populares, los sindicatos y las izquierdas.
Comento, brevemente, la polarización de la actitud entre las formaciones progresistas y las fuerzas reaccionarias de extrema derecha en un campo sociopolítico significativo. Me refiero al ámbito nacional y de origen étnico, o sea, al racismo y el nacionalismo excluyente. Las derechas extremas, principalmente VOX pero también el Partido Popular y Ciudadanos (e incluso más allá), han ido reforzando un discurso contra los derechos de las personas inmigrantes junto con estereotipos racistas y actitudes xenófobas; buscan la preferencia nacional en los recursos públicos, la prevalencia identitaria española que suele terminar en el supremacismo étnico cultural.
Implica, particularmente para las capas populares, la instrumentalización de la nacionalidad como privilegio para generar una fuerte división social que dificulte demandas compartidas, un diálogo intercultural y una integración social y cívica, todo ello frente a los poderosos y auténticos privilegiados. Todavía, a diferencia de otros países, no se han generado grandes problemas de convivencia, ni identitarismos fanáticos o reaccionarios en la población inmigrante, pero la semilla intolerante en parte de la población española la va sembrando la ultraderecha.
Sin embargo, el foco principal del nacionalismo españolista excluyente se ha reactivado por las derechas ante las demandas del independentismo, sobre todo catalán, en el contexto del procés, y aunque se ha desactivado su implementación radical lo siguen manipulando como arma arrojadiza contra el Gobierno de coalición y su línea dialogadora, para desestabilizarlo.
No me extiendo, lo que pongo de relieve en ambos casos es la argumentación victimista de lo español (o la nación española como dice VOX), que estaría arrinconado o en riesgo casi de supervivencia por enemigos ‘exteriores’ de otras culturas, que como con la inmigración tenderían a la disgregación ‘nacional’, o por otros nacionalismos, como el catalán, que destruirían lo español en Cataluña, empezando por el idioma castellano y terminando con el desmontaje de las estructuras del Estado (centralista) con la colaboración de las izquierdas… traidoras a España por su propio interés corporativo de controlar el poder y, por tanto, ilegítimas.
Implica el amparo a todo tipo de maniobras antidemocráticas, con la justificación victimista, irreal y fanática de ‘su’ España frente al pueblo real que constituye la diversidad española y su representación democrática. Esa corrosión democrática y solidaria hay que atajarla con argumentos y firmeza.
III. LA LIBERACIÓN FEMENINA LA PROTAGONIZAN LAS MUJERES
En dos libros publicados hace un año, Identidades feministas y teoría crítica y Perspectivas del cambio progresista analizaba, entre otros temas, la situación desventajosa de las mujeres, su dinámica de activación reivindicativa y expresiva en lo que se ha venido en llamar la cuarta ola feminista y el proceso de identificaciones colectivas en torno a un feminismo transformador de carácter igualitario-emancipador. Los dos grandes temas de la movilización feminista han sido: contra la violencia machista y por la igualdad en las relaciones laborales, sociales, institucionales y cultural-simbólicas, incluida la paridad representativa. A ello hay que añadir, también vinculado con los colectivos LGTBI, la libertad por el desarrollo de su propia sexualidad y su proyecto vital y de género.
En el libro reciente Dinámicas transformadoras. Renovación de la izquierda y acción feminista, sociolaboral y ecopacifista profundizo en el análisis de las desventajas de género y la activación feminista y, en particular, en varios de sus retos como frente a la violencia machista y por los derechos de las personas trans, así como en una reflexión más general sobre la formación del sujeto feminista. Además de esos textos, existen interesantes investigaciones sobre la desigualdad de género que no voy a comentar. Aquí me detengo solo en dos aspectos concretos: el énfasis en el protagonismo de las mujeres en su propia liberación respecto de la discriminación femenina, y en el carácter justo e igualitario de las demandas de la gran mayoría de feminismo, en particular frente a la violencia machista, sin que quepa la descalificación de victimista.
El avance feminista en la sociedad es una evidencia, tal como he señalado en los libros citados y confirman los últimos estudios sociológicos que, al mismo tiempo, expresan ciertas diferencias entre mujeres y varones y algunas especificidades por edad. Lejos de las explicaciones esencialistas hay que exponer la diversa realidad social. Hay más conciencia feminista en las personas jóvenes y casi en dos tercios de mujeres y un tercio de varones, incrementándose estos porcentajes en los últimos años.
Es decir, existe una proporción de dos a uno, favorable a las mujeres, en la vinculación colectiva con el feminismo en ese nivel básico de actitud favorable a la igualdad de hombres y mujeres. Pero si consideramos a la gente activa que ha participado en la acción colectiva feminista estos años, unos cuatro millones de personas que propiamente es la base directa del movimiento feminista en cuanto sujeto sociopolítico, la proporción de mujeres aumenta, y todavía se incrementa más si contamos solo las personas más estables y organizadas, de varias decenas de miles, con abrumadora mayoría de mujeres.
Por tanto, el feminismo tiene una composición mixta y es inclusivo respecto del sexo/género, con aceptación de la cooperación de varones solidarios frente a las lacras patriarcales que también les afectan. Pero el protagonismo emancipador corresponde a las mujeres. Está derivado de su experiencia de padecer discriminación y la actitud crítica ante ella, así como del mayor peso cuantitativo y cualitativo de su conciencia y su participación feministas.
En consecuencia, tampoco vale un planteamiento abstracto, elitista o indiferenciado respecto de la realidad desigual y su supresión. Se combinan la experiencia desventajosa vivida como injusta, la oposición a la misma y la actitud superadora de la desigualdad de género (y entre los géneros). Luego viene, en su caso, la conexión democratizadora con una dinámica más multidimensional sobre el conjunto de los conflictos sociales y políticos. Pero ese proceso de identificación feminista se enraíza en una actitud de superación de esa discriminación por sexo/género a través de un comportamiento igualitario-emancipador; no defiende solo a una parte, aunque ya sea la mitad de la población, sino al conjunto de la sociedad.
Similar clasificación la podríamos constatar en el caso de los distintos colectivos LGTBI. Los grupos directamente afectados son los promotores de sus demandas colectivas y su mayor implicación expresiva. Reciben el apoyo y el reconocimiento de otras personas (heterosexuales y cis…) solidarias frente a su discriminación o simplemente sensibles con los derechos humanos.
Persiste la desigualdad de género
Se ha observado también una tendencia minoritaria de reafirmación machista, que ha adquirido mayor visibilidad e iniciativa desacomplejada al amparo de la cobertura mediática y política que va recibiendo de la reacción ultraderechista. Así, entre el 20% y el 25% de los varones jóvenes es negacionista de la violencia machista y considera que el feminismo no está justificado y solo busca perjudicar a los hombres.
Se sienten víctimas del avance feminista de mujeres, así como de las transformaciones y las políticas igualitarias frente a su supuesto derecho tradicional de control y dominio en las relaciones interpersonales y sus ventajas en el desigual estatus productivo, social e institucional que no quieren reducir. O sea, reaccionan desde su prepotencia y su defensa de una situación privilegiada, y aunque el avance de la igualdad les suponga esfuerzos adaptativos no está justificada su percepción de injusticia victimista. Habrá que utilizar todos los mecanismos persuasivos y pedagógicos necesarios, pero con el machismo no se concilia sino todo lo contrario: hay que reforzar la dinámica feminista transformadora.
Ello implica, por una parte, dar más consistencia y expresividad a la parte activa, el movimiento feminista en sentido estricto, base del feminismo crítico y transformador y motor del cambio social e institucional, y, por otra parte, ampliar el nivel de conciencia y apoyo feminista, en las mujeres, desde los dos tercios actuales, y en los varones, desde el tercio actual. Y, al mismo tiempo, neutralizar y reducir el núcleo de apoyo al machismo, sobre todo respecto de esa minoría significativa de casi una cuarta parte de varones, a la vez que se gana credibilidad feminista ante ese amplio campo de personas intermedias o indecisas, casi la mitad de los varones y un tercio de mujeres.
En los libros citados hago una valoración sociohistórica, especialmente con la crisis socioeconómica y las políticas regresivas impuestas, del agravamiento de las relaciones de desigualdad social en general y, específicamente, respecto de la situación de la mayoría de las mujeres del ámbito popular. E, igualmente, señalo los límites de las positivas políticas públicas puestas en marcha por el primer Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, en particular, la Ley de Igualdad y la Ley contra la violencia de género, y salvando el cambio más sustantivo en relación con el matrimonio igualitario.
Sus insuficiencias reformadoras, después de más de una década en vigor, han sido evidentes. Se han combinado algunas mejoras limitadas, beneficios simbólicos y culturales e incremento de la legitimidad institucional, junto con ciertos enfoques punitivistas contraproducentes y una falta de eficacia transformadora de las relaciones de desigualdad real.
La amplia ola feminista desde 2018, con una masiva indignación cívica y exigencia de cambios (en el contexto internacional del movimiento Me Too), cuestionó esa inacción institucional para dar una respuesta sustantiva, precisamente, ante dos nuevos hechos. En primer lugar, el agravamiento de las desventajas femeninas en los dos campos fundamentales: por un lado, la violencia machista (la movilización frente a la agresión de la ‘Manada’ en Pamplona fue un desencadenante de ese malestar y solidaridad feministas) y, por otro lado, las brechas laborales y la subordinación y los sobreesfuerzos femeninos ante la crisis socioeconómica, la exigencia de cuidados y los recortes sociales. En segundo lugar, un nuevo contexto sociopolítico desde comienzos de esa década con la activación cívica y la articulación de un campo sociopolítico alternativo que favorecía la movilización popular progresista.
El nuevo Gobierno progresista de coalición ha abordado nuevas reformas legislativas e institucionales como a Ley de garantía integral de la libertad sexual, conocida como la ley del “solo sí es sí” y el proyecto de Ley de los derechos trans, ambas con ciertas controversias pero con un avance de medidas protectoras y derechos. Su efecto cultural y simbólico ya es importante, sus consecuencias relacionales y de cambio estructural se deberán notar a medio plazo.
No obstante, el reto todavía es el de la igualdad en los ámbitos productivos, institucionales y socioculturales. Se ha ido tratando parcialmente con medidas paliativas generales de efectos compensadores en distintos ámbitos, desde el salario mínimo, la igualdad salarial y la acción contra la precariedad laboral y la temporalidad, más beneficiosos comparativamente para las mujeres, hasta el apoyo público a las escuelas infantiles, la dependencia o los permisos familiares y la conciliación de la vida laboral y personal. Pero, no obstante, queda pendiente un impulso global a las políticas de igualdad de género, aspecto que no desarrollo ahora. Dada la actualidad y la polémica suscitada me centro en el otro aspecto.
La apuesta contra la violencia machista. El feminismo no es victimista
Todavía estamos asistiendo a la persistencia de la gravedad de la discriminación, la opresión y la violencia contra las mujeres y colectivos LGTBI. La acción feminista contra la desigualdad de género, en el doble campo institucional y cívico, es fundamental. El refuerzo de la identificación feminista, igualitaria-emancipadora, frente al machismo, opresivo-dominador, sigue siendo decisivo. Veamos solo unos datos recientes.
Según el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del Consejo General del Poder Judicial, en el segundo trimestre de 2022 han aumentado en un 12% los indicadores de violencia de género que se sitúan en torno a 45.000 (44.543 víctimas y 45.743 denuncias). Quizá la entereza femenina y el apoyo personal e institucional vayan permitiendo superar el miedo ante la persistencia de unas consecuencias de subordinación vividas desde la inferioridad; ello favorece el arrope comunitario y público, así como la denuncia judicial de estas agresiones (ninguneadas por la derecha extrema). Pero estamos hablando de denuncias formales, o sea, sin contar la existencia de maltratos, coacciones y agresiones machistas que permanecen sin judicializar y, a veces, ocultas en el entorno vital.
En todo caso, es una realidad evidente en los ámbitos relacionales y familiares, que expresa trayectorias de control y dominación machista con perjuicio para la estabilidad, seguridad y autonomía de esas personas afectadas, la mayoría mujeres (y un gran impacto en sus criaturas) y que siempre denota prepotencia masculina y estereotipos a desechar, como en el reciente ejemplo de las provocaciones e insultos machistas en un colegio universitario madrileño, elitista, segregado y religioso por más señas.
En ese sentido, hay que huir de dos actitudes de apariencia contrapuesta que conducen a la misma inercia continuista. Por un lado, el blanqueamiento del machismo, su negación o infravaloración. Por otro lado, su ostentación y tremendismo con un impacto contraproducente de inducir pánico moral, apoyado en el puritanismo, con efectos de control social hacia las mujeres y su libertad sexual. El análisis realista tiene la función de procurar la transformación real, serena y persistente de comportamientos, costumbres y mecanismos institucionales igualitarios.
Así, con la media de los datos oficiales anteriores del último año, extendida a toda la década, nos encontramos que las personas víctimas directas de violencia machista llegarían, nada menos, a cerca de dos millones de casos registrados. Y como decía, quedan fuera multitud de hechos, gestos y actitudes prepotentes, quizá más leves, pero que en su conjunto constituye un acoso machista que genera una cultura autoritaria y un impacto regresivo contra la libertad relacional de las mujeres y la igualdad en sus trayectorias vitales. Es un hecho grave y masivo. Genera una pérdida de calidad democrática, convivencial y solidaria en la sociedad. Y la impotencia institucional no se la pueden permitir el feminismo y, en general, las fuerzas progresistas. El Gobierno de coalición, pienso, que es consciente de ello.
Los resultados de la reciente “Macroencuesta de la Violencia contra la Mujer” confirman la amplitud de la violencia machista, en particular hacia las mujeres jóvenes: Un 38% de las encuestadas de entre dieciséis y veinticuatro años contesta que ha padecido violencia en su pareja y el 21% fuera de ella. La diferencia es significativa respecto de las mujeres adultas (de veinticinco y más años), cuyos porcentajes de haber sufrido violencia en la pareja y fuera de ella son, respectivamente, el 22% y el 12%. Si vamos al acoso sexual, la dimensión de los datos es también desigual por edad, pero muy altos: el 60% en las jóvenes y el 38% en las adultas han sufrido esa experiencia. No es de extrañar que sean las mujeres jóvenes, en las que se acumulan la coacción de la violencia y el acoso machista, la precariedad de sus condiciones laborales y las desventajas en sus trayectorias vitales las que abanderen la conciencia y la acción feministas.
La experiencia del feminismo en estos más de dos siglos lo confirma: la liberación y la igualdad de las mujeres la protagonizan ellas mismas, con la cooperación de varones solidarios y agentes sociales e institucionales progresistas frente a la reacción machista, autoritaria y derechista que constituyen el adversario principal. La principal trampa es caer en la retórica y el formalismo sin llevar a cabo un proceso reformador sustantivo que dé confianza a las capas subalternas en el avance de su bienestar y credibilidad a la representación social e institucional tras un proyecto transformador de progreso. El motor del cambio es el refuerzo del feminismo con una perspectiva igualitaria-emancipadora.
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10 /
2022