La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Patrimonio y renta: distribución primaria y redistribución
Cuaderno pandémico: 13
I
Todo el debate económico actual gira en torno a la distribución de la renta. El de la inflación y el de los impuestos. Las propuestas de rebajas impositivas de la derecha esconden que su objetivo es preservar las rentas del capital. La respuesta del Gobierno defendiendo los impuestos como mecanismo redistributivo soslaya la necesidad de discutir la propia distribución primaria de la renta, la que emerge de la economía privada. El papel redistributivo de impuestos y gasto público es obvio, pero limitarse a él reduce el espacio de las políticas necesarias, olvida cuestiones cruciales que cualquier política transformadora debe contemplar.
El crecimiento de las desigualdades a lo largo de las últimas décadas se ha debido tanto a cambios en la distribución primaria como a una contrarrevolución fiscal en favor de los ricos. A la primera ha contribuido tanto la ampliación del ejército de reserva derivada de la globalización (deslocalizaciones, uso de la competencia internacional como coartada a las devaluaciones salariales) como las propias transformaciones del modelo laboral en los países ricos: reformas laborales que han reforzado los derechos del capital, ataques a la organización sindical, transformación de la organización empresarial mediante el uso masivo de subcontratas y externalizaciones, devaluación social de los trabajos manuales, leyes de extranjería que producen una masa laboral sin derechos (o con derechos disminuidos), crecimiento del empleo a tiempo parcial y temporal, políticas de austeridad… Cada país tiene su propio modelo de cambio, pero, con ritmos diversos, se ha producido una pérdida de peso de los salarios y un aumento de las desigualdades salariales.
A este ataque a las condiciones laborales en el núcleo de la organización productiva se han sumado los cambios en los sistemas fiscales que, en términos generales, han reducido la progresividad de los impuestos y en especial han permitido a los muy ricos eximirse de gran parte de sus contribuciones. En algunos casos se ha tratado de reformas muy burdas, de recorte de los tipos impositivos más progresivos, pero en muchos casos se trata de operaciones más sofisticadas favorecidas por la complejidad de las normas fiscales, por la proliferación de formas de desgravación (es lo que permite a las grandes empresas pagar una cantidad ridícula en el Impuesto de Sociedades). Y, sin duda, facilitado por el sistema financiero y fiscal internacional, que permite a las grandes empresas y las grandes fortunas situar en el país adecuado cada una de sus actividades con objeto de minimizar su aportación fiscal.
Las crecientes desigualdades son resultado de la combinación de todas estas dinámicas. Es necesario tenerlas en cuenta a la hora de pensar en cómo combatirlas. Al centrarse sólo en los aspectos fiscales se pierden de vista cuestiones fundamentales.
II
El olvido del papel que juegan los cambios en la distribución primaria de la renta no es baladí. Tiene que ver con la lógica del pensamiento económico dominante, que incluye a la gran mayoría de economistas de la llamada socialdemocracia. Según este pensamiento, los mercados son eficientes, premian la productividad, favorecen la eficiencia. Cualquier intervención en los mismos genera distorsiones. Mejor no intervenir en ellos. Que los mercados generen desigualdades es inevitable, pero lo único posible es tratar de paliarlas por medio de políticas fiscales. Soy consciente de que acabo de presentar una caricatura. Hay mucho economista convencional que es consciente de las “imperfecciones” de los mercados, de que son necesarias políticas diversas para mejorar la eficiencia social. Pero, en general, predomina la visión de que éstas son cuestiones menores, y que más vale dejar que los mercados funcionen y no regularlos excesivamente.
Siempre se ha reconocido que el mercado laboral, el proceso por el cual se fijan los salarios, constituye un espacio donde las instituciones juegan un importante papel: las normas laborales, los sindicatos, la negociación colectiva, las leyes migratorias, el sistema educativo, las instituciones de género, etc., influyen en la estructura salarial. No hay dos países con un modelo laboral idéntico. Pero, a menudo, el mercado laboral es considerado como un mercado donde esta regulación distorsiona su correcto funcionamiento. En gran medida, esta ha sido la justificación intelectual utilizada para legitimar la oleada de reformas neoliberales y ataques a los sindicatos iniciada en la década de los setenta.
Sin embargo, lo que es aplicable al mercado laboral, también vale para el resto de mercados. No sólo porque las dinámicas de acumulación generan fácilmente todo tipo de oligopolios y monopolios. O que la mayor parte de actividades humanas tienen efectos externos de muy diversos tipos. También porque las mismas normas de propiedad sobre las que se asienta todo el funcionamiento social son en sí mismas resultados de intervenciones institucionales que acotan derechos sobre el producto social. En los últimos tiempos tenemos ejemplos palmarios del papel de las regulaciones en el funcionamiento de los mercados. En primer lugar, el tema de las tarifas eléctricas, diseñadas por la Unión Europea y que han generado enormes beneficios “caídos del cielo” a las grandes empresas del sector. En segundo lugar, la cuestión de las patentes farmacéuticas, totalmente abusivas y que explican, en parte, las grandes rentabilidades del sector. En tercer lugar, el tema de las grandes compañías de internet, beneficiadas por una regulación favorable que ha permitido construir monopolios colosales. En cuarto lugar, los bancos, que son tan grandes que no pueden quebrar, sostenidos cuando hace falta por los Estados y los gobiernos centrales. En quinto lugar, las políticas urbanísticas y de vivienda, uno de los núcleos de la corrupción en nuestro país. Y, en sexto lugar, un tema menor pero vistoso, el de la regulación de las terrazas de los bares, una forma de conceder a empresas privadas el uso de espacio público con efectos externos importantes (ruido, molestias a peatones…), y que aumentan los alquileres potenciales que pueden reclamar los tenedores de locales comerciales. Podría seguir con miles de ejemplos, pero estos son suficientes para mostrar que la mayoría de mercados son objeto de regulaciones específicas que tienen un papel crucial en su rentabilidad.
III
No entrar en este debate sobre el carácter institucional, no natural, de la distribución primaria de la renta constituye un error grave por dos cuestiones básicas. En primer lugar, porque impide discutir la bondad social de estas mismas regulaciones, impide analizar los mecanismos por los cuales unas personas se enriquecen y otras no. En un momento de inflación aguda, donde unos precios suben más que otros, un análisis detallado del funcionamiento de cada mercado particular permitiría ver si la inflación es provocada por políticas abusivas por parte de algún sector empresarial, si es el resultado de una mala organización de la actividad (como el problema de los parones en los suministros), o hay factores regulativos inadecuados. Es la única forma de encontrar respuestas diferentes a las ortodoxas que simplemente se basan en parar la actividad económica como forma de detener la inflación.
Pero, en segundo lugar, el no debate sobre la distribución primaria conduce al bloqueo de las políticas redistributivas fiscales. Si el funcionamiento del mercado se considera “natural”, la distribución que emerge de su funcionamiento es la que retribuye a cada individuo por sus méritos. La redistribución se visualiza entonces como un ejercicio por el que se sacrifica a los que tienen mérito en beneficio de los incompetentes y los vagos. Se requiere en este caso del recurso de culturas tradicionales como la caridad cristiana o la solidaridad entre iguales para que la gente, o al menos una parte significativa de la población, acepte un sistema fiscal redistributivo. Gran parte de las revueltas fiscales, de las políticas anti-impuestos (en realidad, pro-ricos) de la derecha y del mismo deslizamiento conservador de la población tiene que ver con esta construcción ideológica de mercados eficientes y redistribución caritativa.
El marxismo clásico propició una explicación de la desigualdad en clave institucional y estructural. Sigue siendo un buen punto de partida, aunque requiere reforzarlo con otros análisis que ayudan a comprender la complejidad del mundo actual. El feminismo y el análisis del racismo y el colonialismo han aportado nuevas luces. También el análisis del funcionamiento real de los mercados concretos, más allá de los mega análisis del capitalismo. Y también los análisis críticos sobre los sistemas educativos son cruciales en un mundo donde la educación se ha universalizado, y ha ayudado a reforzar la idea de que lo que cada cual recibe es fundamentalmente resultado de su mérito y esfuerzo. Porque para entender por qué el discurso simplón de la derecha consigue arraigar, cuando sus políticas impositivas son tan descaradas, hay que reconocer que ha conseguido imponer la idea que no hay que cuestionar el marco institucional en el que opera la economía capitalista real.
IV
Estamos ante un conflicto distributivo de grandes dimensiones. La inflación está generando una nueva devaluación salarial que puede resultar tanto o más devastadora que la propiciada por las políticas de austeridad y reformas estructurales de hace 10 años. Los sindicatos tienen razón en su propuesta de mantenimiento del salario real, pero tienen pocas posibilidades de éxito a menos que tuviera lugar una movilización masiva que no consigo percibir. Tienen en su contra a casi todas las élites políticas, a las que les preocupa la inflación, pero sólo son capaces de percibir espirales inflacionistas cuando se trata de aumentar salarios (y son absolutamente incapaces de proponer medidas que moderen efectivamente las rentas empresariales). Cuentan, además, con la negativa patronal a negociar (la CEOE ha copiado la táctica del PP en la renovación del Consejo General del Poder Judicial). Y es que también ahí hay una desigualdad estructural. Mientras que los salarios se fijan, en el mejor de los casos, por negociación colectiva entre las partes, los precios que determinan parte de las rentas empresariales se establecen de forma autónoma por los propios empresarios, sin negociación alguna. Y a ello se suma la amenaza de la derecha de reducir su política anti-inflación a rebajas generalizadas de impuestos que dejen intactas las rentas empresariales y que propicien nuevos recortes en los servicios y las rentas públicas. Por eso es tan necesario reforzar el discurso sobre la relación entre los dos espacios de determinación de la renta y entrar a fondo en propuestas que afecten a la distribución primaria, a los derechos de propiedad.
La necesidad de este enfoque no es sólo coyuntural. La crisis ecológica impactará de forma crucial en la actividad económica. A corto plazo, va a ser percibida como una pérdida de bienestar en una población socializada en la visión de un progreso material ilimitado. Pero la forma que adopte el proceso tendrá mucho que ver con los mecanismos institucionales y los proyectos que prevalezcan. Previamente a las sociedades capitalistas modernas han existido muchas sociedades globalmente más austeras pero marcadas por desigualdades insoportables. Cualquier visita turística a viejos palacios, castillos u otra construcción monumental permite percibir la enorme distancia que existía entre el lujo de unos pocos y la extrema pobreza de la mayoría. Por ello, es más necesario que nunca discutir las bases que legitiman la desigualdad, para garantizar una transformación social que sea, a la vez, ecológicamente racional y socialmente justa.
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9 /
2022