¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Yayo Herrero
Contra el capitalismo del desastre
Sería catastrofista pensar que no hay nada que hacer ante los datos, que los seres humanos somos un virus, que la historia está marcada por el determinismo energético o climático, que el devenir material y político sigue una trayectoria inexorable.
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Llevamos varios meses leyendo y escuchando en medios de todas las tendencias que a partir del otoño se desencadenará una profunda crisis humanitaria. Se anuncia que, como siempre, afectará más a los países y sectores de población empobrecidos y que partes crecientes de población, que no están o no se perciben en riesgo, engrosarán los porcentajes de empobrecimiento.
Las noticias detallan la confluencia de una serie de factores que provocan una tormenta perfecta. Los efectos de la crisis del coronavirus, la crisis energética y la falta de fertilizantes químicos provocada por la agresión de Rusia a Ucrania, o la disminución de los rendimientos de las cosechas a causa del cambio climático son algunos de los que se están destacando en mayor medida.
A la vez, la sucesión de olas de calor, los incendios inapagables, la amenaza de déficit hídrico, que tarden dos semanas en darte cita con el pediatra o la subida generalizada de los precios de alimentos y materias primas, van sumando y provocan una percepción generalizada de inquietud, tristeza y enfado ante el desmoronamiento de algunas certezas anteriores, de eso que llamábamos normalidad.
Todo esto ya existía, pero ahora muchos medios de comunicación exponen un presente y futuro distópico. Es una novedad. Hasta ahora, las crisis materiales interconectadas estaban camufladas y el futuro, tecnológico y moderno, aparecía como un horizonte esperanzador y deseable. Ahora, dependiendo del color político del medio, o se buscan chivos expiatorios que canalicen la rabia y el miedo, o se ofrece un repertorio de soluciones personalizadas que se resumen en apriétese individualmente el cinturón, búsquese la vida o pase de todo y disfrute, mientras avanza la dinámica de acumulación, acaparamiento, explotación y erosión de los derechos. Es el capitalismo del desastre.
Lo que a mí más me preocupa es lo que sucede en los ámbitos progresistas, en las izquierdas y en muchos movimientos sociales. Estamos ante el avance de una crisis humanitaria conocida, prevista desde hace tiempo, que genera comentarios tipo “la que se va a liar” o “se está preparando una buena”, pero ante la que no hay capacidad de respuesta. Me preocupa la sensación de impotencia –e incluso pereza– política a todos los niveles. El exponente más triste de la pérdida del sentido histórico y político es lo que sucede en los lugares –demasiados, por desgracia– en los que las izquierdas asumen la inexorable llegada de un gobierno de derecha y ultraderecha, y dedican el grueso del tiempo no a tratar de evitarlo, sino a destrozarse entre sí.
Creo que los movimientos sociales y las izquierdas institucionales se tienen que responsabilizar y actuar coherentemente con los diagnósticos que se hacen. La cuestión es ver si se puede intentar estar a la altura del momento histórico que nos ha tocado vivir.
Me da rabia que algunas de nuestras mentes más brillantes, con mejor o peor estilo, dediquen tanto tiempo y parte de su indudable talento a acusarse mutuamente de maximalistas e intolerantes, de reformistas o flojos, o a pontificar desde la estratosfera de las redes sociales, qué es lo que el pueblo puede ser o no capaz de entender. Detesto los estériles debates entre los catalogados como “colapsistas” y los calificados como “newgreendealistas”. Me cargan las alharacas, un tanto machunas, y excesos en los hilos de Twitter y artículos, las acusaciones mutuas de superioridad intelectual o de ignorancia.
Todos los contendientes reconocen y comparten que esta organización social se desmorona y que este desmoronamiento no es un botón que se aprieta y todo salta por los aires, sino una degradación paulatina material, política y social que erosiona desigualmente las condiciones de vida de la gente y favorece el crecimiento de la desigualdad y la emergencia de la xenofobia, la misoginia y la violencia.
Comparten, también, la necesidad de transformaciones rápidas que conduzcan a la disminución del extractivismo y de las emisiones, a la adaptación a la “nueva normalidad” del cambio climático y del declive de energía y materiales, de forma que se puedan garantizar la cobertura de las necesidades de las personas, a la vez que se hace hueco al resto del mundo vivo y se favorecen la restauración y regeneración del funcionamiento de los ecosistemas. Ya es mucho compartir, me parece a mí. Las mayores diferencias se establecen en torno a los ritmos y las estrategias sociales, políticas y/o electorales para lograrlo. Pues bien, no hace falta ponerse de acuerdo en todo. Pueden y deben intentarse transformaciones en todos los ámbitos. Que cada cual empuje donde crea que es más útil.
En mi opinión, es una obligación conseguir que instituciones renovadas, como poco, dejen de obstaculizar, y deseablemente abran paso a otras políticas y a otros discursos sociales. Es verdad que los cambios institucionales siempre parecen pocos, pero esos pocos tienen una importante repercusión sobre las vidas de la gente. Mantener una sanidad y educación públicas, apostar por un cuidado digno de la vida de las personas mayores, garantizar derechos y suministros básicos para todas, proteger el territorio…
En definitiva, blindar un suelo mínimo de necesidades para todos y todas en el corto y medio plazo necesita de la política pública, y obviamente, no da igual quien gobierne. Cualquiera que estudie, por ejemplo, la política pública en Barcelona, encontrará evidentes y enormes diferencias con la de Madrid. No será todo a lo que aspiramos, pero no saber encontrar y reconocer la diferencia es un ejercicio irracional y peligroso.
Por otra parte, es más que obvio que alcanzar las instituciones no garantiza tener poder. Y si no tienes detrás a los grandes medios, a grandes fortunas o al poder financiero y económico; si te vas a encontrar con la acción de entramados y cloacas que mienten, confabulan y conspiran, la única forma de llegar y permanecer sin claudicar es contar con un apoyo social organizado y sólido, que esté dispuesto a exigir –y a exigirte– debates, acuerdos y rendición de cuentas.
Los movimientos sociales, por su parte, también tienen la obligación de organizar la resistencia, presionar, desobedecer, abrir camino, disputar la hegemonía cultural, poner en marcha alternativas, construir laboratorios de experiencias y tejer núcleos comunitarios.
Es absurdo y poco fino tildar los movimientos sociales de inútiles o maximalistas. El movimiento ecologista que yo conozco ha sido capaz de aplicar en todo momento un tremendo pragmatismo utópico. Se han elaborado estudios e investigaciones cruciales. Hemos peleado los avances en las leyes, artículo por artículo; hemos alegado con rigor contra cientos de proyectos, chapuzas y desastres y se han llegado a acuerdos con gobiernos de todos los colores sin perder de vista ni dejar de intentar construir una alternativa que cambiase de raíz las bases de las relaciones con la naturaleza y entre las personas.
No dudo que quienes hablan de un movimiento ecologista inflexible y dogmático se hayan encontrado con personas así pero, a veces, se hacen afirmaciones de trazo grueso poco dignas de la finura y capacidad de quienes las hacen. No es, desde luego, mi experiencia y me encantaría que la capacidad de debatir, escuchar, cambiar el propio punto de vista, generar liderazgos compartidos, intentar resolver creativamente los conflictos internos, y respetar y apreciar a los y las compañeras que yo he vivido se extendiese a otros movimientos o a los partidos.
Creo, como dice Bruno Latour, que la racionalidad ecologista, que reconoce las dependencias materiales humanas y los límites, es la más necesaria en el momento actual. Soy poco dada a los optimismos naíf preelectorales y cada vez me carga más el adjetivo ilusionante como pin que se autoprende en el pecho quien quiere ilusionar. La ilusión, el compromiso y la fuerza no los genera desde luego un informe con datos, pero tampoco una lista electoral que no esté fuertemente conectada con un movimiento de base. En este momento de incertidumbre y bajona generalizada, creo que conviene nombrar a las cosas por su nombre, no eludir los grandes conflictos, que mucha gente intuye.
Nombrar y diseccionar los problemas no es catastrofista. Hay una tendencia a confundir los datos con la catástrofe. La catástrofe no son los datos por malos que sean. Lo catastrófico es extraviar la pulsión y el deseo intenso de estar vivos, de permanecer con vida. Y lo terrible en el plano político es no extender esa pulsión a la vida de todos y todas.
Sería catastrofista pensar que no hay nada que hacer ante los datos, que los seres humanos somos un virus, que la historia está escrita y marcada por el determinismo energético, climático o de cualquier otro tipo, que el devenir material y político sigue una trayectoria inexorable o inevitable. La historia no está escrita y podríamos hacer que pasen muchas cosas que eviten o mitiguen las proyecciones más negativas.
La economía doméstica, las pensiones, o que se pague un seguro de entierro, muestran que las personas son capaces de prever y renunciar a algunos bienes en el corto plazo para hacer menos incierto el futuro. Es catastrofista pensar que los seres humanos estamos incapacitados para desarrollar una racionalidad de la precaución y la cautela.
Pero, en mi opinión, también es tremendamente catastrofista declarar de forma taxativa que lo que sería necesario hacer para afrontar el desmoronamiento de los sistemas socioeconómicos fosilistas en tiempos de cambio climático es inviable políticamente. Es otro tipo de determinismo, que viene marcado por la falta de confianza en lo que las personas pueden comprender y construir en común.
Si lo necesario en tiempos de potenciales catástrofes es percibido como políticamente inviable, entonces ¿para qué la política? Esa afirmación, la de que lo que necesitamos sea inviable, sí que me asusta y me desanima. Si lo necesario no es viable, ¿cómo se van a sostener las vidas? ¿Qué vidas son las que se van a priorizar? ¿Cuáles son las que se van a abandonar? ¿A quién –como se preguntaba Javier Padilla en su libro– vamos a dejar morir? La ultraderecha lo tiene claro, y por ello en su discurso quiebra la razón humanitaria. En su lógica, como no caben todos, hay personas a las que hay que abandonar. Para hacerlo con comodidad les retira su condición de humanidad y las declara amenaza.
Quienes creemos, como dice Judit Butler, que toda vida perdida merece ser llorada, que todas las vidas valen, no podemos renunciar a lo necesario. Es por eso que creo que la idea de lo posible no puede ser un horizonte político. Es un peligro que el alivio y descanso que produce centrarse en eso indeterminado y ambiguo que llamamos lo posible, haga tragable no llegar a lo necesario. Otra cosa es que haya que construir las condiciones de viabilidad, pero si divorciamos el propósito de la política de la persecución de lo necesario, entonces, creo que la política corre el riesgo de desorientarse.
El decrecimiento de la esfera material de la economía es un dato. El declive de energía y materiales, o la disminución de cosechas en las que incide el cambio climático o los problemas de agua son un hecho. Ni el modelo alimentario actual, ni el de transporte, ni el energético, ni el de consumo se sostendrán en un contexto de contracción material. Sufrir contracción material en el orden económico y político actual, sin transformar las relaciones que se dan en él es situar la política en la balsa de la Medusa, en donde las únicas opciones son matar o morir.
Quienes no queremos matar o morir debemos esforzarnos porque el marco de relaciones y el tablero político sea otro. A mí solo se me ocurre uno basado en el principio de suficiencia –como derecho y como obligación–, el del reparto de los bienes y los deberes, y el de la sostenibilidad de la vida, de todas las vidas, como principio organizador de la política.
Es obvio, que hay que empezar forzando el umbral de lo posible, de modo que lo acerquemos cada vez más al de lo necesario. Podemos aprender de otros. La apuesta, por ejemplo, de Gustavo Petro y Francia Márquez por un vivir sabroso, consciente de los problemas territoriales, de la violencia brutal, del extractivismo, del cambio climático, es un esfuerzo por cambiar el escenario, por salir de la balsa de la Medusa y construir otras en las que quepamos todas.
O la de Chile. Llegué a Chile con mi compañero el 26 de octubre de 2019. Días antes de ir, quienes organizaban las charlas que yo iba a dar me advertían que era posible que no hubiese mucha receptividad ni asistencia. “Aquí no se mueve nada”, decían. La doctrina del shock aplicada en Chile se había convertido en el paradigma del éxito neoliberal en América Latina. Me contaban que tantos años de individualismo fomentado, de inexistencia de lo común y lo público y de educación neoliberal, habían hecho que no hubiese ningún tipo de posibilidad de mover nada. Solo había algunos movimientos de protesta sectorial: los pensionistas, el movimiento contra los peajes en las carreteras, la juventud, las afectadas por problemas de salud mental, la defensa de las fuentes de agua, los feminismos…
El 19 de octubre se había producido el estallido social que nadie había previsto. Los editoriales de los periódicos se preguntaban cómo era posible que no lo hubiesen visto venir. Los sectores progresistas en el gobierno tenían miedo de que en una sociedad desvertebrada, el desorden desembocase en una suerte de estado fallido manejado por mafias y cárteles de diferente tipo. Pero no fue eso lo que sucedió. La gente se articuló en asambleas y cabildos barriales o municipales y empezó a hablar.
Mirando el cuaderno que escribí durante aquel viaje, encuentro lo que me dijo una mujer de Buin, cerca de Santiago de Chile, cuando hablaba de la represión del estallido: “Se está haciendo una deconstrucción a palos de lo que nos enseñaron que era la calidad de vida”. Se produjo un movimiento inesperado de encuentro, cooperación, lucha y reconstrucción. Emergió la convicción de que hacerse cargo unos de otros era imprescindible y de que es imposible garantizar vejez ni juventud digna si no se construye colectivamente.
Lo que los sectores progresistas en el Gobierno consideraban posible en Chile estaba tan separado de lo que era necesario, que la gente se arremangó para construir un nuevo marco que hiciera que vivir con dignidad fuese una posibilidad.
Esa explosión comunitaria no surgió de la nada, sino que se condensó alrededor de pequeños coágulos de encuentro y organización previos. La lucha por las pensiones dignas, la rebelión contra los peajes de pago, la resistencia en las zonas de sacrificio, las violencias machistas, el colonialismo… De no haber existido esos pequeños tumores dentro de la normalidad, hubiese sido difícil articular un movimiento que en dos meses se atrevía a proyectar un nuevo horizonte de deseo.
En septiembre se someterá a votación la nueva constitución, la primera que piensa en cómo se puede organizar la vida en común en un contexto de translimitación y cambio climático. Espero que se apruebe, pero en cualquier caso el camino político está iniciado, y ha quedado demostrado que las personas en poco tiempo son capaces de comprender, articularse y cambiar el marco político en el que desean vivir.
Ojalá cuando lleguen los momentos convulsos a nuestras sociedades –que llegarán– tengamos tantos núcleos de comunidad y apoyo mutuo que permitan que sea más fácil que surjan movimientos de cooperación y reconstrucción que dinámicas de todos contra todos.
Hace mucho que decidí no perder ni un rato en pelearme con aquellos de los que no me separa gran cosa. Me interesan los debates teóricos solo si tienden lazos y se dejan permear por lo que sucede en los territorios y en los cuerpos concretos y me parecen absurdos y contraproducentes si su resultado es el de establecer categorías estancas que solo aportan diferenciación o atrincheramiento. La permanencia constante en la abstracción es el privilegio de quienes no tienen la obligación de ocuparse de lo concreto.
Con todo respeto, me atrevo a sugerir autocontención, humildad y silencio en los momentos en los que solo podemos expresar rabia o desprecio por la postura del otro, aunque se revista de la consabida pátina de racionalidad o creamos saber cómo hay que hacer las cosas. Recomendaría que de vez en cuando leamos del tirón nuestros propios tuits de los últimos meses y revisemos si hay coherencia entre las prioridades que definimos y a quién le damos cera.
No olvidemos que, por el momento, a ninguno nos están saliendo muy bien las cosas y que las lecciones que damos desde todas las partes no están avaladas por una práctica exitosa o ganadora en términos de máximos. No caigamos en el error de pensar que hemos ganado cuando perdemos menos que otros.
Hay tanto, tanto, por hacer que seguro que al menos parte del camino lo podemos caminar con otros diferentes y, si no es así, no pasa nada porque esos caminos sean paralelos. No hay que estar de acuerdo en todo. Por mi parte, nunca sola, decidí hace tiempo dedicarme a tiempo completo a esa reconstrucción, en los movimientos en los que participo, en la relación con las personas que quiero, en la cooperativa en la que trabajo. Tengo la suerte de tener una fuente de sentido vital inagotable. Me siento fuerte y tengo alegría. La cuido, porque creo que no nos podemos permitir perderla.
Uno de esos espacios desde los que intentar crear un marco en el que no haya que escoger entre matar o morir, desde el que hacer que lo posible y lo necesario se acerquen, es el de la Revista Contexto. Y agradezco poder estar aquí.
Un fuerte abrazo.
[Fuente: Ctxt]
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