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El Lobo Feroz

Yo también soy María Salmerón

Si el Conejo de Ministros no rectifica su propio error, esta mujer acabará en la cárcel: veinte años negándose a que su hija fuera visitada por su padre maltratador, conforme a la voluntad de la hija. Los jueces la han condenado por sus reiteradas negativas a entregar a su hija al padre, protegiéndola, y el Conejo de Ministros no la ha indultado porque las condenas son reiteradas.

O sea, que reiteradamente los jueces se han negado a proteger a la menor, y resulta que la delincuente ¡es la madre!

No es la primera vez que la Justicia se hace la picha un lío (si es que tiene picha) con el asunto de las mujeres maltratadas que protegen a sus hijos de los maltratadores. La Justicia es ciega, pero de una manera especial: no es que sea ciega para ver la clase social de los que acuden a ella, eso no, lo ve muy clarito: es ciega porque no es capaz de leer el sufrimiento humano, porque se queda enredada en las páginas del Boletín Oficial del Estado, de una parte, y de una cultura jurisdiccional que pretende situarse por encima, muy por encima de la sociedad, una cultura que no se ha erradicado porque procede, como tantas cosas espantosas y diferenciales de este país, de la dictadura militar franquista. Muchos jueces creen que juzgan según el llamado derecho natural y ni se dan cuenta de que son meros funcionarios: funcionarios que al servir al Estado —y no servirse de él— deberían servir a aquellos a los que debe servir el Estado: a la gente, tenga o no la ciudadanía.

Entendámonos: para las mujeres víctimas de maltrato, para las que impiden que los maltratadores pongan la mano sobre sus hijos, la Justicia —la de verdad, no solo la mera institución que se envuelve en ese nombre— debería operar según un principio claro: pro maternitate. Ese principio debe ser reconocido y llevado al papel del BOE, para que no se produzcan gaitas como las que llevan afligiendo a María Salmerón y a su hija desde hace la friolera de veinte años, cada vez que el maltratador lleva a un juzgado una papela nueva.

Estoy muy cabreado. Muerdo. También se podría establecer un segundo principio: el principio pro filis; y un tercero: a los maltratadores, que les den.

En cuanto a las ministritas insensibles y rábulas, habría que devolverlas a la escuela.

Hoy mejor no se acerquen al Lobo que suscribe.

20 /

5 /

2022

La diferencia fundamental [de la cultura obrera] con la cultura de los intelectuales que tan odiosa me resultaba es el principio de modestia. El militante obrero, el representante obrero, aunque sea culto, es modesto porque, se podría decir, reconoce que existe la muerte, como la reconoce el pueblo. El pueblo sabe que uno muere. El intelectual es una especie de cretino grandilocuente que se empeña en no morirse, es un tipo que no se ha enterado que uno muere, e intenta ser célebre, hacerse un nombre, destacar… esas gilipolleces del intelectual que son el trasunto ideal de su pertenencia a la clase dominante.

Manuel Sacristán Luzón
M.A.R.X, p. 59

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