¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Antonio Madrid Pérez
La memoria de nosotros mismos
En mayo de 2020, Almudena Grandes, en una entrevista que le hizo Ignacio Escolar decía: «la memoria no tiene que ver con el pasado, la memoria no es un ajuste de cuentas con el pasado (…). La memoria con lo que tiene que ver es con el presente, tiene que ver con lo que nosotros somos y sobre todo con lo que queremos ser, con el futuro, a quién nos queremos parecer, a quién no nos queremos parecer. Si no sabemos lo que hemos hecho, cómo vamos a saber a lo que aspiramos (…)».
La memoria importa porque acompaña e interpela a los vivos. Nos explica quiénes somos. El pasado, lo que queda de los que han sido, lo que queda de lo que ha sido, se halla a merced de los vivos. La memoria es una narración actualizada del pasado que es presente. Nos explicamos en la memoria del pasado.
Guardamos memoria de nosotros mismos. La expresión guardamos memoria de nosotros mismoscontradice una intuición: se guarda memoria de hechos pasados, de personas que los han protagonizado, o a los que le ha afectado.
¿Cómo es posible que guardemos memoria de nosotros mismos?
Una de las funciones que cumple la memoria personal y colectiva es explicar, por lo menos en parte, quién soy yo, quiénes somos nosotros. Al enfrentarnos con esta pregunta, echamos mano de elementos de memoria. Se seleccionan hechos y personajes que se considera que fundan lo que somos. Explica de dónde venimos, por qué somos lo que somos. En estos procesos de construcción de la memoria a interés de parte, se combinan los elementos míticos con los hechos verificables. Frecuentemente la memoria a la carta sigue el criterio del ¿y a Vd. qué memoria le gusta? Cuando esto pasa, se tienen oídos y neuronas para la versión que agrada, que conforta, que emociona, y se desechan aquellas narraciones que puedan cuestionar la versión registrada como ‘esta es nuestra verdad’.
La memoria suele ser más pugilística que ecuménica. En tanto que acto de voluntad, la memoria puede responder a un querer saber, a un compromiso con la veracidad, a un querer recordar porque lo recordado, y según se ha recordado, es importante para el presente. Pero la memoria también puede se utilizada como arma social y política.
En El viaje a ninguna parte, Fernando Fernán Gómez comienza su narración con un «Hay que recordar… Hay que recordar…». Es posible que esta forma
de comenzar un relato sobre la memoria ahuyente a quienes pudieran oponer a esta admonición otra opuesta como es «Hay que olvidar… Hay que olvidar…». En España, eso del recordar es una cuestión fatigosa. No lo es por tener mala memoria, sino por la fatiga del recuerdo que inquieta.
El anteproyecto de Ley de memoria democrática se ha posicionado claramente encontra del olvido: «El olvido no es opción para una democracia», se dice en la exposición de motivos de este anteproyecto de ley. En este mismo texto, se explica cuáles son los objetivos que pretende alcanzar la ley de memoria democrática: «esta Ley persigue preservar y mantener la memoria de las víctimas de la Guerra y la dictadura franquista, a través del conocimiento de la verdad, como un derecho de las víctimas, el establecimiento de la justicia y fomento de la reparación y el establecimiento de un deber de memoria de los poderes públicos, para evitar la repetición de cualquier forma de violencia política o totalitarismo».
«Evitar la repetición de cualquier forma de violencia política o totalitarismo» es una preocupación creciente en los gobiernos democráticos contemporáneos, no solo porque sea una realidad ya vivida históricamente sino también porque se percibe como un horizonte plausible [1]. La voluntad de no repetición, presentada bajo la forma de ‘garantías de no repetición’, ha sido vista como una exigencia para los poderes públicos, al tiempo que un compromiso asumido por estos mismos poderes públicos. Las garantías de no repetición están vinculadas a la reparación de las víctimas y a la responsabilidad de los Estados. Por este motivo, recientemente le preguntaban a Fabián Salvioli, el actual relator especial de la ONU para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, qué opinaba sobre el anteproyecto de Ley de memoria democrática. Salvioli recordó las obligaciones internacionales contraídas por el Estado español y la necesidad de investigar los crímenes cometidos durante la dictadura: «dejar claro que no se puede aplicar una amnistía a la investigación de estos crímenes» (El País, 15 de octubre de 2021 ). La obligación de investigar lo sucedido, es decir, la obligación de conocer la verdad, se configura como un imperativo que, desde mi punto de vista, no puede quedar supeditado a la decisión sobre la responsabilidad o irresponsabilidad penal por los crímenes cometidos.
El protagonismo del Estado en el establecimiento de garantías de no repetición es un principio indiscutido a nivel internacional. Sin embargo, se nos escapa continuamente un aspecto que considero esencial para poder hablar en serio de voluntad democrática de no repetición: la dimensión social y personal del principio de no repetición.
El protagonismo del Estado en materia de memoria se explica como una forma de proteger lo que se entiende como una condición de la democracia: mantener la memoria de las víctimas como un deber moral y político. Este deber asumido por las democracias contemporáneas deja a oscuras un elemento más complejo que el de la memoria oficial: hablar de la responsabilidad de las personas, individual y colectivamente consideradas, en relación con las violencias políticas y los totalitarismos.
Si la memoria tiene que ver con el presente, con lo que somos y con lo que queremos ser, se hace preciso conocer la verdad sobre nuestros propios actos, sobre los silencios, sobre las colaboraciones, sobre las resistencias, sobre las violencias oportunistas ejercidas en vecinos, compañeros de trabajo…, sobre las mentiras, sobre las justificaciones de los crímenes, sobre la exclusión social, sobre el desprecio. Las garantías de no repetición tienen que ver con los Estados y también con quienes en ellos han vivido y viven. Tienen que ver con nosotros y nosotras. Si no se encara esta responsabilidad, con la madurez moral y democrática de la que seamos capaces, corremos el riesgo de apostar por una inocencia autocomplacida que nos impida ver qué del pasado hay de presente en nosotros y nosotras.
Notas:
[1] Véase por ejemplo, el proyecto «Constelaciones del autoritarismo: memoria y actualidad de una amenaza a la democracia en una perspectiva filosófica e interdisciplinar», dirigido por José Antonio Zamora y Reyes Mate: http://constautorit.es/
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11 /
2021