¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Albert Recio Andreu
¿Un año post?
Cada fin de año hay una cierta pulsión a esperar que el siguiente traerá novedad. La pasada nochevieja nadie esperaba la gran novedad de la Covid. Y esté año todo el mundo espera que la cosa salga mejor. Que las vacunas funcionen y se vuelva a la vida “normal”. Aunque en este sentido, en el término normalidad hay mucho de cultura consumista de clase media. Para otra mucha gente, sin salir de nuestras fronteras, la normalidad es otra cosa: una sucesión de carencias, desprecios y malvivir. Y si ampliamos el campo de visión fácilmente comprobamos que nuestra normalidad es para muchos una cosa muy rara. Tampoco el confinamiento ha sido igual para todos.
Aparte de la vacuna, el nuevo año también parece traer la salida definitiva de Trump. Y más de un analista presupone que ello tendrá aparejado el retroceso de la extrema derecha en todo el mundo. Hay incluso quien, pecando de optimismo, espera el fin del procesismo catalán y un cierto cambio de rumbo en la política catalana.
Todas ellas, muchas ilusiones producto de la necesidad de cambio que tenemos ante situaciones desagradables. Y que suelen ignorar los elementos estructurantes que explican la continuidad de las situaciones, más allá de las fluctuaciones. El auge de la extrema derecha no se explica por la presidencia de Trump. En muchos países, como es el caso francés, tiene un largo recorrido (en España también; por algo siguen sin resolverse cosas tan básicas como los miles de gente sepultadas en fosas comunes tras cuarenta años de democracia formal). La extrema derecha moderna combina elementos de la vieja derecha ―el orden, el nacionalismo excluyente (alimentado por los procesos generados por la globalización)― con elementos que nacen de las nuevas crisis del presente: el antifeminismo y el antiecologismo, porque feminismo y ecologismo atentan contra formas de vivir que unas personas consideran “naturales”.
No es casualidad que la extrema derecha prospere en antiguos países de la órbita soviética, en los que el nacionalismo se usó como gran instrumento de cohesión social y donde el autoritarismo fue la norma. Ni es extraño que en todos los antiguos países coloniales perviva un foco de temor y desprecio frente a la gente que antes colonizaron. En un mundo donde se han roto muchos mecanismos comunitarios, donde mucha gente vive aterrorizada por lo que desconoce y participa de valores tradicionales, la extrema derecha tiene bastante recorrido. Es notorio que esto ocurre sobre todo en el mundo rural y de las pequeñas ciudades, y mucho menos en los espacios urbanos (me he entretenido a mirar los datos de las elecciones americanas por condados, y Trump ha perdido sistemáticamente en todas las grandes conurbaciones y ha ganado la mayoría de condados rurales). Esto vale también para el procesismo catalán, con una diferencia: la inexistencia de un estado propio permite al nacionalismo de derechas presentarse como víctima de un estado central y concitar apoyos (en parte de una izquierda desnortada) que de otra forma no conseguiría. Esta derecha tiene, además, en todas partes, una penetración desproporcionada en las instituciones, especialmente en aquellas que forman el “estado duro”: judicatura, policía, ejército, administración… Ello le permite jugar con bastante ventaja un tramposo juego “legal”. Que Trump haya perdido las elecciones es bueno, pero esperar de ello cambios radicales en la política estadounidense (que va a estar en manos del ala derecha del Partido Demócrata, gente siempre cercana a los poderes económicos y las altas instituciones) es sin duda erróneo.
De la misma forma, tampoco parece que el tema de la pandemia esté solucionado a corto plazo. Hay que ver la eficacia de las vacunas, el nivel de vacunación que se alcanza. Y habrá que ver también los efectos colaterales que dejará este año largo de pandemia. No sólo en la actividad económica y el empleo, sino también en las formas de relación social, en los comportamientos individuales y colectivos. Tras lo visto hasta ahora, no parece que la experiencia haya sido igual para todos. Y lo que es cierto es que se han debilitado las formas de conexión y acción colectiva, por más que las redes hayan permitido mantener encuentros y relaciones que de otra forma hubieran sido imposibles.
Puestos a formular un deseo realista, diría que “espero que 2021 no sea peor que 2020”. Puestos a plantear un objetivo, diría que el año próximo tocará la tarea de reconstruir tejido social, organización y contactos. Porque sólo con acción colectiva podremos hacer frente a todas las amenazas del momento.
30 /
12 /
2020