La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Al borde del precipicio
I
El materialismo histórico pretendía elaborar una ciencia del cambio social que diera mecanismos para entender las dinámicas sociales. Los estrategas actuales de los partidos de izquierda (o los que se piensan como tales) parece que ni si quiera dominan el materialismo vulgar del sentido común. Es la única forma que tengo de explicarme cómo PSOE y Unidas Podemos han podido cometer el error de ir a unas nuevas elecciones cuando era obvio que tenían más posibilidades de perder que de ganar. A estas alturas ya da igual quién fue el máximo responsable de este desaguisado —aunque todo apunta a que la gente de Pedro Sánchez fue la que puso más empeño en impedir un acuerdo— pues el mal ya está hecho y ahora nos toca aguantar con lo que venga.
Y es que sea cual sea el resultado no hay nada que haga esperar una mejora de los resultados de abril. En el mejor de los casos volveríamos al punto de partida, y no está claro cómo podría cerrarse un acuerdo de gobierno después de todo lo sucedido. En todos los escenarios alternativos la izquierda baja y, en el peor, puede haber una pírrica victoria de la derecha. Insuficiente para superar al bloque izquierda-nacionalismo periférico pero suficiente para condicionar gravemente el espacio político. En un contexto de ascenso de la derecha y debilitamiento de la izquierda, al PSOE le temblarán las piernas y difícilmente abordará el tipo de reformas que hacen falta. De hecho, en campaña electoral ya se está desdiciendo de alguna significativa, como la de una nueva reforma fiscal.
Para evitar lo peor, solo nos queda votar masivamente a los que nos han llevado hasta aquí y esperar que hayan aprendido algo. No hay otra alternativa. Pues si el enfado se traduce en abstención acabaremos en una situación mucho peor.
II
Catalunya una vez más marca la pauta. Aunque el guión está escrito a dos o tres manos. La de los independentistas es innegable. Pero también la de la derecha española que prefirió reducirlo todo a la vía judicial para dar un escarmiento a los atrevidos líderes del procés.
No hace falta exculpar su responsabilidad política, su insensatez y su demagogia para entender que las condenas impuestas por el Tribunal Supremo, lejos de cerrar el proceso, lo reactivan. A mi entender no resultan ni pedagógicas, ni justas ni adecuadas. No son pedagógicas porque, para una buena parte de la población catalana (más allá del sector independentista) no se entiende que un proceso que fue fundamentalmente pacífico, cuya mayor expresión de fuerza consistió en votar y que se rindió sin resistencia cuando el Senado aprobó la aplicación del 155 merezca penas tan elevadas. Mucho más si se comparan con las penas aplicadas a la mayor parte de protagonistas del 23-F o con el trato dado a criminales evasores fiscales (la semana anterior a la sentencia, el Tribunal Supremo cerraba completamente la posibilidad de juzgar a Francis Franco por atropellar a un Guardia Civil tras una grave infracción de tráfico). Quizá si la condena hubiera sido por malversación —demostrándose un claro desvío de fondos públicos—, con penas menores, la condena hubiera podido entenderse mejor. La actual es a todas luces desmesurada y sobre todo complica más la situación. Concede al independentismo un nuevo motivo de movilización, mantiene la tensión y no ofrece ninguna puerta de salida.
La condena ha insuflado nuevo aire al independentismo. Aumenta la tensión emocional, crucial para este movimiento. Refuerza entre sus bases el maniqueísmo del ellos (el represor estado español) y nosotros. Y abre las puertas a desarrollos más peligrosos.
Estos peligros —como en parte toda la historia del procés— no son ajenos a la disputa interna por la hegemonía en el nacionalismo catalán. Pero aunque la pugna entre ERC y CiU está en el origen del conflicto (inicialmente ERC adoptó el independentismo como “marca de indentidad” y posteriormente CiU se movió hacia el independentismo para tratar de mantener la hegemonía en el espacio nacionalista catalán), éste ha acabado transformando los espacios políticos. Especialmente el de la derecha nacionalista, que antes estaba dominada por políticos burgueses conscientes de sus intereses de clase, manipuladores del sentimiento nacional como mecanismo de hegemonía social, gentes capaces de negociar sus intereses con las fuerzas políticas estatales. Ahora, Junts pel Sí está dirigida por la facción más radical e incompetente, por gente que en gran medida carece de una preocupación por la vida práctica, y para la que todo se resume en lengua y bandera (en Catalunya se les llamaba, algo despectivamente, els de la ceba). Y la sentencia está provocando una nueva mutación con la emergencia de un sector que abomina del pacifismo y está convencido de que la única forma que “nos hagan caso” es poniendo el país patas arriba, y que está realizando acciones tan insensatas como la de poner obstáculos en las vías férreas.
Sorprende y desalienta ver lo corta que es la memoria y lo difícil que es aprender de la experiencia propia o ajena. Los que hoy reivindican las acciones radicales ignoran totalmente el final reciente de ETA, una organización armada mucho más organizada y profesional. Un final en parte propiciado por el creciente desapego de sus propias bases a una lucha que mostró no conducir a nada, pero que en medio generó un enorme sufrimiento social en ambos bandos. Abogar por una dinámica de acción-reacción, como defiende esta última mutación de una parte del procesismo, puede suponer tanto un enorme padecimiento e incomodidad para la población catalana, como un apoyo innegable hacia el decantamiento de una parte de la sociedad española hacia posiciones políticas ultrareaccionarias.
III
No hay una solución a este conflicto a corto plazo. Y el deterioro del debate político corre paralelo a la parálisis de la acción, lo que contribuye a prolongar los efectos de la austeridad e impide tomar medidas que puedan resultar eficaces frente a los problemas actuales y los que amenazan el futuro. Hay más que nunca la necesidad de plantear otro tipo de propuestas y de tejer alianzas que hagan emerger la urgencia de los problemas sociales y ecológicos como eje de la acción. Algo empieza a moverse en esta dirección, pero es evidente que quien lo promueva va a tener que confrontarse duramente con políticos y grupos de interés empeñados en reducir el espacio político a una pelea entre bandos irreconciliables; en que el campo de la irracionalidad y las emociones domine las acciones de la gente. Hace falta valor, determinación, para enfrentarse a este contexto. Pero es mucho peor la inacción ante una dinámica que nos lleva al despeñadero.
30 /
10 /
2019