¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Xavier Domènech
La Ciudad de los Prodigios de Barcelona en Comú
Barcelona, conocida desde principios del siglo pasado como aquel lugar «en donde el pueblo luchó con denuedo (…) La Rosa de Fuego, como la llamamos nosotros en América» según recordaba un viejo activista obrero, es una capital donde a veces se han gestado los cambios más inauditos e inesperados. Allí durante el sitio de 1714 se libró la batalla donde, en palabras de Azaña recordadas recientemente por Josep Fontana, «El último Estado peninsular procedente de la antigua monarquía católica que sucumbió al peso de la corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas». Infinitas veces sus calles han sido protagonistas de las luchas por las libertades, buscando en ellas, como afirmaba uno de los líderes del primer republicanismo catalán, «la cuchilla niveladora de la democracia», la consecución de las ocho horas de trabajo conseguidas para todo el estado gracias a la huelga de la ciudad entera durante 44 días de 1919 o, sencillamente, provocando que Bush afirmase durante la guerra de Irak aquello de que «las protestas de Barcelona no pueden dictar nuestra política» (y en ello sigue a veces el intento). Pero también se contienen varias ciudades en esta ciudad.
Una herida la atraviesa, a veces larvada, a veces aguda. Señalaba Vázquez Montalbán, recordando su propia infancia de postguerra, que para él había dos ciudades «si travesabas la frontera de las rondas te encontrabas con un mundo que tenia una coordenadas físicas y étnicas completamente diferentes al mío». Una herida que en parte el movimiento vecinal de la ciudad consiguió suavizar con la construcción, realizada desde la calle, de la Ciudad Democrática y que ahora la crisis y su gestión ha vuelto abrir, supurando realidades insoportables. Y ante ello la ciudad ha vuelto a reaccionar, lo ha hecho ocupando las plazas, parando desalojos, enfrentándose y denunciando la represión, soñando con la posibilidad de refundarse de nuevo. Las elecciones municipales no podían quedar al margen de esta reacción. En la Ciudad de los Prodigios, puede producirse de nuevo un cambio inaudito e inesperado, la llegada de Barcelona en Comú a la alcaldía.
Grandes esperanzas
La fuerza de esta posibilidad impulsaría oleadas de cambio que por un momento podría parecer no conocer fin. Evidentemente supondría un cambio radical en las políticas de la ciudad, un cambio hecho y pensado para las mayorías populares, un cambio hecho y pensado para cerrar la herida abierta. Más allá, sus oleadas marcarían también la tierra de la que es capital, Catalunya. Nada sería ya como antes para sus actuales gobernantes y de allí que se les tuerza el gesto, la palabra y la mirada y de allí que busquen su criminalización con las tácticas más burdas. Reforzaría, a su vez, las posibilidades de cambio que se están protagonizando a nivel del estado, todo ello desde abajo, desde el municipalismo, fuera de cualquier operación diseñada por el Ibex 35. Es por ello que a lado y lado del Ebro las críticas arrecian contra esa posibilidad, de hecho ha llegado un punto donde es difícil no abrir cada día un diario donde uno no encuentre una opinión contraria a Barcelona en Comú y ninguna favorable. En el caso catalán esto se ve reforzado en la medida que esta candidatura representa parte de un catalanismo popular que busca en las solidaridades horizontales, y no en las verticales, las alianzas necesarias para construir una sociedad y un país libres. Un catalanismo popular que ha sido la clave para el mantenimiento y la construcción de un mundo de identidades compartidas que tejen la realidad catalana como pueblo. Pero «la nación es, sobretodo, un espacio en pugna», como ha afirmado uno de los historiadores más brillantes sobre este tema, Ferran Archilés, y Catalunya no está al margen de ello.
Campos de Batalla
Después del éxito de movilización que supuso el 9 de noviembre en Catalunya, siguiendo la hoja de ruta trazada por el propio Mas y reforzada por la ANC, lo que tocaba era realizar unas elecciones plebiscitarias inmediatas. Ello no sucedió ya que las mismas no se daban en las condiciones que Mas deseaba (una lista de unidad nacional capitaneada por el líder de Convergència i Unió). Ese fue el primer cambio en la ruta anunciada, el segundo se presentó hace pocas semanas. Estas elecciones, que se presentan en la hoja de ruta elaborada por el Consell de Transició Nacional como un substitutivo del referéndum no permitido, ahora, en boca del presidente Mas, ya no deberán contar los votos, sino los representantes elegidos. Pudiendo darse la paradoja de decir que se quiere proclamar la independencia con una mayoría de parlamentarios, que no con una mayoría de votos. Llanamente esto significa el abandono de la posibilidad del proyecto pilotado por Mas de construir un bloque mayoritario socialmente, manteniendo eso sí una arquitectura retórica que le permita seguir en el poder. Si lo conseguirá o no está por ver, siempre se ha mostrado como un hábil piloto de una nave en desguace desde hace tiempo, pero para ello es clave que Barcelona no rompa la imagen de ese domino. Por ello han querido situar en esa clave las elecciones municipales y también por ello se están dedicando a fondo en el intento de estigmatizar esta candidatura como contraría ya no a los intereses de Barcelona, sino de toda Catalunya, en una operación ya vieja donde los intereses de unos son los del país, mientras que las reivindicaciones de otros son de los que lo disuelven. Pero en realidad el problema es otro, la posible victoria de Barcelona en Comú, significa el fin de un proyecto catalanista liderado por los conservadores, hasta un extremo que hace imposible que devenga socialmente mayoritario, significa la posibilidad de un cambio de hegemonía a favor de un catalanismo popular que no sublima todas las injusticias en una y que acepta que la solución debe encontrarse no en la sumisión de la pluralidad, sino en crear las condiciones para su expresión democrática sin más límite que el de la propia soberanía popular y no el de la ley electoral. Un campo de batalla donde se sitúa de nuevo el conflicto entre el neoliberalismo, representado en este caso por una gestión municipal que hace del superávit su orgullo mientras una parte de la ciudad observa el espectáculo del Mobile World Congress como una luz que encubre su cada vez más difícil vida cotidiana, y las alternativas surgidas de su sociedad civil más popular. Un campo de batalla donde, unos envolviéndose en la bandera, en realidad le hacen el peor servicio posible.
El prodigio sería, de todas formas, que el día siguiente de esa posible victoria la vida empezará a cambiar para los ciudadanos de Barcelona, el prodigio sería además que con este pequeño gran cambio se ayudara a otros cambios más allá de la capital de Catalunya. Barcelona es una ciudad de referencia mundial, sus alianzas pueden jugarse en un terreno donde ensayar también las políticas que necesitamos para un futuro que ya no puede ser un pasado que se ha mostrado insostenible para una parte de la población. Es un sueño cierto, el sueño de la historia de una ciudad hecha de justicia y dignidad, de pasión y deseo. Es un sueño, pero también es una ciudad. No cabe distinguir siempre entre sueño y realidad y menos en Barcelona.
[Fuente: Público]
13 /
5 /
2015