¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
José Ángel Lozoya Gómez
Los hombres ante la prostitución
En los últimos cuarenta años el consumo de prostitución ha evolucionado de la forma menos previsible. Lo que bajo la dictadura fue rito de iniciación y válvula de escape (que se explicaba por la represión y la censura franquistas de la sexualidad en general, y de toda práctica sexual fuera del matrimonio y que no fuera encaminada a la reproducción), ha pasado ahora a verse como la posibilidad de vivir una experiencia placentera que, además, reporta plusvalía de género.
Durante el franquismo se pronosticaba que con la llegada de las libertades, la legalización de los anticonceptivos y la liberación de las costumbres sexuales, el consumo masculino de prostitución acabaría siendo una práctica muy minoritaria. Pero la cobardía de unos y la oposición de otros han frustrado los esfuerzos del movimiento por la liberación sexual (feministas, gais, lesbianas, sociedades de sexología…) en pro de una educación sexual democrática, en la escuela y en las familias, que pusiera la libertad y la búsqueda mutua del placer en el centro de los encuentros afectivo-sexuales.
Este vacío educativo lo llenó el mercado, que asumió la función de proveedor de información sexual sustituyendo a los amigos de antaño. Con la conquista y consolidación de las libertades democráticas, el mercado se encargó, con la pornografía como mascarón de proa, de dar respuesta a las ganas de explorar y conocer todas las posibilidades de lo sexual; la búsqueda y la obtención del placer se convirtieron así en un variado catalogo al alcance de todos, que incluye productos tan diferentes como la moda, el culto al cuerpo, la cirugía estética y genital o la viagra. Y también, claro, la prostitución.
Hoy todavía va de putas la generación educada en el nacionalcatolicismo (que asistió a la llegada del destape, la pornografía y los videos comunitarios), para quienes este era el único contacto sexual a que se podía aspirar sin pasar por los altares, o el único modo de experimentar aquellas prácticas que no osaban sugerir a sus esposas; también va la generación que creció con el feminismo, los hombres que vieron cuestionada su habilidad cuando las mujeres comenzaron a reivindicar su propio placer en el encuentro heterosexual; e incluso la juventud consumista que ha crecido con Internet, se ha educado sexualmente frente a la pantalla del ordenador y se descarga sin problemas aplicaciones para el teléfono móvil. Van de putas todos aquellos hombres a quienes no compensa la incertidumbre ni el esfuerzo del ligue, los que ven más cómodo y asequible pagar por los servicios de jóvenes de distintas razas y nacionalidades, que les prometen satisfacer todas sus fantasías sexuales sin que ellos tengan que asumir responsabilidades ni sentirse examinados por unas mujeres cada vez más autoafirmadas.
Es cierto que ahora los jóvenes tienen mucho más fácil relacionarse sexualmente con gente de su edad, pero para ellos, al igual que para sus mayores, la iniciación en el consumo de la prostitución tiene mucho de rito homosocial. Aunque ir de putas haya dejado de ser la ceremonia de paso a la sexualidad adulta, ahora se suele entrar por primera vez a un puticlub para acabar una fiesta o una juerga entre amigos; sin la premeditación de antaño de quien va a pagar a cambio de sexo, pero con unos colegas que les animan a probar, a cambio de reconocerles como los heterosexuales activos y trasgresores que se supone que son.
Hay cierta coincidencia entre los hombres en ver su sexualidad como una necesidad que transciende el autoerotismo y debe ser satisfecha; esta supuesta necesidad se percibe entonces como un derecho individual que algunos convierten en exigencia social, lo que les lleva a sostener que la prostitución cumple un fin social de innegable importancia que debe ser regulado por el Estado. Los consumidores habituales son pocos, los ocasionales muchos. Lo que garantiza el futuro de la prostitución es que en realidad son muy pocos los hombres heterosexuales que no se ven a sí mismos pagando a cambio de sexo en ninguna circunstancia. La inmensa mayoría defiende la necesidad de perseguir la trata de personas y la prostitución de menores, y que una regulación garantizaría el control sanitario y fiscal, al tiempo que protegería los derechos de las mujeres que supuestamente la ejercen voluntariamente. Pero en un mundo en el que todo tiene un precio, pocos clientes se preguntan, cuando van de putas, si la mujer con la que negocian está siendo objeto de trata o afirmando la libertad de toda mujer para decidir sobre sus cuerpos, porque preguntárselo les baja la libido y arruina el deseo.
Mujeres y hombres homosexuales consumen mucho menos sexo de pago. En el caso de las mujeres, esto quizás indique que el mercado no es capaz de suministrar el sexo que respondiera a sus expectativas, por el que quizás estuvieran dispuestas a pagar. Por su lado, la experiencia del colectivo homosexual sugiere que el consumo de prostitución disminuye entre quienes acceden con facilidad al tipo de sexo que desean: por qué habría de pagarse por algo que, entre hombres con las mismas expectativas, se encuentra gratis con facilidad. Cabe suponer por tanto que el consumo heterosexual solo disminuirá si la deconstrucción de los roles de género, y por tanto sexuales, propicia una aproximación en las expectativas de los hombres y mujeres predominantemente heterosexuales, y coloca en el centro de las relaciones sexuales (para ellos y ellas, en igualdad) la búsqueda de la gratificación mutua.
Sevilla, marzo de 2015
[José Ángel Lozoya Gómez es miembro del Foro y de la Red de Hombres por la Igualdad]
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