¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
El Lobo Feroz
Serían más bonitos si fueran menos pelotas
La riqueza en que nadan los gladiadores de hoy, protagonistas del circo deportivo mediático, retrata bien el mundo en que vivimos, esa sociedad del espectáculo que convierte a los ciudadanos en mirones. Los deportistas son iconos-ídolo que facilitan la llegada a todas las mentes de los productos de la industria que elabora y difunde contenidos de conciencia —productos que en el caso de esta rama industrial particular los consumidores no pagan directamente, sino que lo hacen a través de la compra de las mercancías publicitadas—. Esa industria es muy eficiente, pues de otro modo no sería posible que productos tan tontos como un yogur, que cualquiera puede hacer en casa, pagaran las inmensas sumas que requiere su publicitación televisiva.
Los deportistas de élite son soporte —y en ocasiones protagonistas— de mensajes publicitarios. No como los hombres-anuncio de la postguerra española, dedicados a exhibir sobre sus hombros cartelones con anuncios, sino en la glamourosa forma de material televisivo. Y como es material barato de filmar y transmitir, es lógico, capitalísticamente lógico, que los iconos deportivos estén más que bien pagados cuando alcanzan el estrellato. Su vida es muy sacrificada: casi tanto como la de un albañil, un ajustador, un panadero, un maestro, aunque sus enfermedades profesionales sean distintas. Una de las enfermedades principales de los gladiadores modernos es de naturaleza psíquica: consiste en ser incapaces de reconocer el mundo en que viven —ahí está ese futbolista con treinta coches de lujo que lleva de España a Inglaterra y de Inglaterra a España, o los que optan por vivir en urbanizaciones exclusivas cuyos gastos no podrán soportar cuando agoten su fecha de caducidad en el estrellato, o las ristras de gorrones que se creen obligados a mantener—. Pero todo tiene sus compensaciones: expuestos a la identificación con ellos, con los winners, por parte de quienes forman la masa principal de la sociedad, que sólo será winner por ilusoria transferencia ideológica, los ídolos mediáticos pueden vivir como si formaran parte de la clase explotadora, e incluso identificarse —con excepciones, claro es— con ella.
Como es sabido, no sólo el poder económico, que cuando es inteligente busca la mayor discreción para su riqueza, se identifica con los deportistas —se ha podido ver al Botín de los mil botines en los boxes de Fernando Alonso—, sino que, sobre todo, el poder político trata por cualquier medio de asociarse al prestigio social atribuido a los ídolos: las autoridades presencian los acontecimientos deportivos culminantes viajando a ellos financiados por los contribuyentes (que no paran mientes en eso), los reyes presencian sus hazañas y las reinas —y, por lo visto, las princesas— se personan en los vestuarios; la realeza abraza a los ídolos impulsada por el mestizaje entre la pulsión admirativa de la plebe —con la que por breves instantes, y aunque sólo sea en un fragmento de la ideología de ésta, se confunden— y la necesidad política, profesional, de legitimarse. El mundo de la barbarie es a veces así de revuelto.
Es comprensible que los deportistas-icono se vean constreñidos, por la organización protocolaria y autoritaria de los eventos, a saludar en ocasiones en público a esas autoridades oportunistas. Pero resulta obsceno verles agradecer su presencia, elogiar o incluso abrazar o ser abrazados cariñosamente por representantes de instituciones aborrecidas por la plebe. Una plebe a la que han pertenecido, cuya miseria cultural habitualmente comparten, y a la que probablemente volverán a pertenecer, salvo en los contados casos en que consigan envejecer en la clase media. En resumen: serían más bonitos si fueran menos pelotas. Podrían aprender de los jóvenes estudiantes que le negaron el saludo al ministro encargado de averiar el sistema educativo público.
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Este Lobo se había despachado con esto, el nueve de junio, cuando aflora lo de Messi. Presuntamente, ha defraudado a Hacienda —que somos todos— más del doble que, presuntamente, Bárcenas. Messi al menos ha leído un libro en su vida, una biografía de Maradona.
No es fácil que Messi haga tanto ruido mediático por eso como Bárcenas. Hay muchos intereses interesados interesadamente en que tal cosa no pase (basta ver el apoyo «sin fisuras» de la presidencia del Barça, ¡ay, las alfombras!). Lo peor es que «lo de Messi» ocurre cuando muchos niños en España pasan hambre y son las escuelas las que tienen que hacer frente a esa situación provocada por los recortes del gasto público y demás. El Lobo se pregunta si de hecho se da la plausible paradoja de que pase hambre un niño que lleve una camiseta del Barça con el nombre de Messi en la espalda.
Por otra parte no hay mucha novedad en todo esto —si acaso, la cuantía—. Los astros del circo del deporte están protegidos nada menos que por los astros del Congreso de los Diputados, que en 2006 rechazaron una propuesta de la izquierda para hacer públicos los nombres de los deportistas habituales de los paraísos fiscales y su exclusión de las selecciones oficiales españolas.
Nombres: Pedrosa (Suiza), Nadal (prudentemente, en el País Vasco) y otros tenistas; Eto’o, Figo, Henry, Simao; cuando les pillan resuelven el asunto pagando y sobre eso se echa un manto de silencio. Con la complicidad de la prensa deportiva, que no entra en esas desagradables incidencias, y de sectores importantes de la sociedad española que otorgan al fraude fiscal el valor de una mentirijilla.
La pandemia de individualismo insolidario extendida por España —y que tiene su máxima expresión en la Cataluña insolidaria— forma parte de la aculturación neoliberal. La otra España —y la otra Cataluña, en particular— no ha empezado todavía a abuchear a quienes son portadores de ese neoliberalismo práctico, por decirlo así, y ya va siendo hora.
La moda es decir «España nos roba» (y creérselo) sin ver al ladrón verdadero delante de las narices, y votar o aplaudir además a quien roba el dispensario, la ambulancia, la escuela, la beca…
Si los ladrones son de los nuestros, ya se sabe: a lo sumo, un pecadillo.
13 /
6 /
2013