La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
José Luis Gordillo
Hacia la huelga general europea
Algunas de las cosas buenas que provocan las movilizaciones masivas es que politizan a las poblaciones, alteran la agenda del poder y suscitan debates respecto a los cuales hay que tomar una posición clara. La impresionante manifestación del pasado 11 de septiembre ha conseguido todas esas cosas en la sociedad catalana y española. Por puro respeto a los cientos de miles de personas que llenaron ese día el centro de Barcelona, es preciso no rehuir las cuestiones planteadas por ellas ni salirse por la tangente frente a las mismas.
En el transcurso de esa manifestación se hizo evidente una contradicción muy notable. Por un lado se pedía que Cataluña se constituyera en un nuevo estado de Europa, esto es, que se separase de España y estableciese un vínculo directo con la Unión Europea. Pero, por el otro, las multitudes no cesaban de gritar consignas a favor de la “independencia”. Sin embargo, un futuro estado catalán que fuera tan obediente como lo es ahora el español a los dictados de Bruselas, esto es, a los dictados de la “troika” comunitaria, el Banco Central Europeo, los poderes financieros, los lobbys empresariales, el FMI, la OTAN-EE.UU., el gobierno de la RFA, etc., ¿se le podría considerar de verdad un estado “independiente”? Ese futuro estado catalán no tendría soberanía para decidir su política exterior y de defensa, su política monetaria y su política económica (su déficit público no podría superar el 3% del PIB, su prioridad presupuestaria debería ser pagar la deuda a los bancos, etc), entre otras materias. ¿En qué sería entonces independiente?, ¿en su política de parques y jardines? En ese hipotético estado catalán se podría, si se quiere, celebrar elecciones, pero ¿cuál sería su utilidad práctica si lo importante ya se habría decidido en los centros de poder cuyos integrantes no los vamos a poder elegir en ninguna clase de elecciones? En este contexto, invocar la palabra «independencia» parece una broma de mal gusto, salvo que uno crea estar viviendo todavía en 1931 o en 1934.
Sí, claro, los gobernantes y representantes de esa hipotética Cataluña separada de España ocuparían uno o varios asientos en el Consejo, la Comisión y el Parlamento europeos, y desde esas instituciones podrían teóricamente contribuir a reorientar las políticas de la Unión Europea. Pero su capacidad de influencia real tendría que ver con su importancia de facto en el verdadero entramado de poder que nos gobierna. Una futura Cataluña independiente de Madrid y dependiente del BCE, la OTAN y los poderes financieros, tendría tanta capacidad de influencia en la orientación de las políticas de la UE como la de Irlanda o Dinamarca, es decir, escasa por no decir nula.
No se me escapa que en la contradicción entre la petición de un estado “propio” y la reivindicación de la “independencia” late un anhelo democrático de participación en la toma de decisiones colectivas. Pero también laten otros sentimientos y deseos menos nobles. En el neoindependentismo de derechas que con tanta fuerza irrumpió en la última Diada (otra cosa es el independentismo de izquierdas, como el de las CUP, en el que conviven varias almas, alguna de las cuales es realmente de izquierdas) late, por ejemplo, una renuncia a enfrentarse a los poderes antidemocráticos que han provocado esta crisis y están obteniendo de ella el máximo beneficio. Late la “ética” del bote salvavidas, la del “nosotros solos nos salvaremos”, de la que hablaba Garret Hardin hace unos cuantos años para justificar la indiferencia ante la extensión del hambre en los países pobres. Late el deseo de desvincularse de una España repleta de «andaluces que se pasan el día en el bar gracias a los subsidios que pagamos con nuestros impuestos”, como diría Duran i Lleida. Late, en realidad, el deseo de integrarse en el núcleo de la Europa de los muy ricos. Por eso los únicos procesos de secesión con los que se buscan comparaciones son con los de Escocia y Quebec, no con los de Bosnia, Croacia, Kosovo, Armenia, Timor Oriental o Sudán. ¿Cómo vamos a establecer comparaciones con ellos si nosotros pertenecemos a la crème de la crème del mundo rico? Tanto es así que uno se pregunta por qué los convocantes de la manifestación no propusieron directamente la anexión de Cataluña a la República Federal Alemana, como medio en broma medio en serio proponen muchos mallorquines para las Islas Baleares.
El neoindependentismo de derechas, por otra parte, ignora datos básicos de la realidad. Se entusiasma con el argumento según el cual «España nos roba» porque Cataluña paga más de lo que recibe. Pero en la Unión Europea también rige el principio de solidaridad presupuestaria interestatal por el cual unos estados pagan si son contribuyentes netos y otros son receptores porque su nivel de renta es más bajo. Si la Cataluña independiente fuera de los primeros también tendría que pagar para, por ejemplo, financiar ayudas sectoriales a la economía española sin ir más lejos. Y si fuera de los segundos, de los receptores, entonces sería un estado dependiente de los países más prósperos. En este último caso, los catalanes pasarían a ser los «extremeños» de la UE y, por tanto, objeto de desprecio por parte de los dirigentes políticos equivalentes a Duran i Lleida de la RFA, Holanda o Finlandia. Como cuestión teórica y práctica, el encaje de Cataluña en la UE puede ser más apasionante que el manido asunto del encaje de Cataluña en España.
Una vez que el único partido que le va sacar un gran rendimiento a todo este asunto se ha comprometido a convocar un referéndum o consulta sobre el futuro político de Cataluña, cuando además ese partido presenta las próximas elecciones como un proto-plebiscito sobre la «autodeterminación» de Cataluña, lo que hay que hacer es tomar posición, no sobre si se está a favor o en contra de dicho derecho o principio, sino sobre lo que se debe votar en las próximas elecciones y en el futuro referéndum, esto es: sobre si se está a favor o en contra de separarse de España. Y desde una perspectiva favorable a evitar que los costes de la crisis recaigan en las espaldas de los que menos culpa tienen en su desencadenamiento, no se ve ninguna ganancia en iniciar una batalla política de dimensiones épicas para conseguir un estado “propio” (propio de la burguesía catalana, quiero decir) que acabe aplicando las mismas políticas de pauperización social que ya está aplicando el estado español. Para ese viaje no necesitamos esas alforjas. Nuestras energías deben emplearse en asuntos más provechosos.
Lo que se necesita es un cambio radical de las políticas dictadas por los mandamases de Bruselas y Washington y que tan diligentemente llevan a la práctica sus capataces de Madrid y Barcelona. Para eso hay que acumular fuerzas, organizarse y practicar la solidaridad y la unidad de acción. Las peores consecuencias que puede provocar el debate sobre la “independencia” de Cataluña son los resquemores, incomprensiones y rupturas que pueden surgir entre las personas contrarias a las políticas neoliberales que viven a un lado y otro del Ebro. Lo que necesitamos como agua de mayo es unidad y coordinación entre todos los sindicatos, partidos y colectivos de los países de la UE opuestos al neoliberalismo. La huelga general del próximo 14 de noviembre es un primer paso en esa dirección que es la buena dirección.
24 /
10 /
2012