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Antonio Turiel y Juan Bordera

La primera guerra de la «Era del Descenso Energético»

El 24 de febrero de 2022, las tropas rusas invadieron Ucrania. Cuando las bombas rusas empezaron a caer, se inauguró una nueva era. El nuevo conflicto bélico en el corazón de Europa nos pilló por sorpresa, pero no debería habernos sorprendido tanto.

Se ha hablado mucho sobre las motivaciones geopolíticas y geoestratégicas de la invasión rusa, de las razones que han llevado a Vladímir Putin a tan osado acto de agresión. Usualmente intentando entender, más que justificar, el porqué de esta atrocidad. La anexión del rico y rusófilo Donbás, el control del mar Negro, la intención de poner un gobierno dócil en Kiev o el freno a la poco decorosa expansión de la OTAN. Razones que sin duda han tenido un gran peso para la mano implacable que rige el Kremlin desde hace décadas. Pero hay un factor al que prácticamente no se le ha prestado atención en toda esta discusión: el energético.

Y no es que no se haya hablado hasta la saciedad, aunque superficialmente, de la enorme dependencia energética que tiene Europa de Rusia, del impacto que tendría la disminución del flujo de gas hacia el Viejo Continente, o del nuevo gasoducto Nord Stream 2 que conectaría Rusia con Alemania directamente a través del mar Báltico. Pero todas esas discusiones nos explican las consecuencias, los efectos del conflicto bélico. No nos hablan de las causas energéticas de esta guerra. No las inmediatas, sino aquellas más profundas, más radicales y soterradas.

Rusia es uno de los pocos países que habla abiertamente del peakoil o cenit de producción del petróleo. De ese momento en el que la producción de petróleo llega a su máximo técnico, económico y físico y comienza inexorablemente a declinar, por más inversión, tecnología e innovaciones que se quieran usar para evitarlo. En línea con otras declaraciones anteriores en el mismo sentido, en 2021 el ministro de Energía ruso reconoció que la extracción de petróleo ruso probablemente nunca remontará a los niveles previos de la pandemia, un gesto de honestidad que raramente encontraremos en cualquier instancia pública occidental. En el mismo sentido, es un hecho bien conocido que la producción de gas natural en Rusia lleva prácticamente estancada desde hace más de dos décadas, con un efímero repunte en los últimos años conducido por la entrada en línea de los últimos campos, en Siberia Oriental. Y ya no se puede ir más hacia el este.

Vivimos en el Siglo de los Límites, y en Rusia, más que en otros países, se es bien consciente e incluso se reconoce públicamente. En los gabinetes del Kremlin se sabe que la bonanza actual que les da la abundancia de recursos minerales, con los energéticos a la cabeza, es pasajera. Y por eso mismo, seguramente a Rusia le interesa situarse lo mejor posible de cara al futuro. Controlar el acceso al mar Negro, neutralizar futuras amenazas, controlar la producción mundial de cereal… Todos ellos objetivos muy alineados con una posible estrategia para hacer frente a los múltiples picos de extracción de materias primas que nos esperan.

En el otro lado del Atlántico también juegan sus cartas. Cuando ya se empieza a reconocer que la bonanza de gas del fracking tiene sus días contados, también a los Estados Unidos le interesa aprovechar esta abundancia mientras dure. El único mercado terrestre que tiene EE.UU. para el gas fósil es el de México, pero es insuficiente para su capacidad productiva actual, así que, para poder transportarlo en barcos, en los últimos años los EE.UU. han incrementado exponencialmente su capacidad de licuefacción de gas, y actualmente, con más de 50.000 millones de metros cúbicos al año, es el primer productor de gas licuado del mundo (GNL). Pero, claro, el gas licuado es mucho más caro, y solo en Europa se lo podrían comprar. Ese es el motivo real por el cual los EE.UU. hace años que se oponen a la finalización del Nord Stream 2 y han puesto todo tipo de trabas al pacto entre rusos y alemanes: perfectamente abastecidos de gas ruso más barato, no habría apenas mercado para el GNL americano.

Pero ¿cómo justificaba el gigante americano su osadía de interferir en los asuntos comerciales entre otros dos países? La excusa hasta ahora había sido evitar que Alemania (y a través de ella Europa) tuviera un exceso de dependencia energética de Rusia, aunque era difícil de argumentar puesto que igualmente Europa importa de allí grandes cantidades de carbón, petróleo y hasta uranio enriquecido. Ahora la guerra se lo ha puesto mucho más fácil. Y por eso Alemania, a regañadientes, ha tenido que aceptar que el Nord Stream 2 ya no se abrirá, y anuncia grandes inversiones en plantas de regasificación para recibir el gas del amigo americano… los escasos años que le queden antes de empezar a declinar inexorablemente.

Hay, posiblemente, otra motivación más perversa para que a EE.UU. le interese una guerra en Ucrania. En la Era del Descenso Energético no va a haber para todos. No como antes. Y dada la fuerte interdependencia económica entre Europa y Rusia, si se le imponen sanciones a Rusia, Europa sufre también sus consecuencias, mucho más que los norteamericanos.

Sin el gas ruso, ahora mismo Europa colapsaría en cuestión de una semana, y la promesa de reducir en dos tercios las importaciones de gas desde el gigante euroasiático solo se podría conseguir —a falta de proveedores capaces de suplir la enorme cantidad que nos envían los rusos— si el continente sufre un verdadero descalabro económico, una contracción como nunca antes se ha visto. Un colapso de su metabolismo social que por fuerza sería desordenado y caótico. Por eso las sanciones europeas son tímidas. De manera parecida, Europa no puede cortar de repente sus lazos con el carbón ruso, ni con su uranio enriquecido, y a duras penas podría encontrar reemplazo para su petróleo. Rusia se hundiría económicamente con todas esas sanciones, es cierto, pero Europa estaría igualmente hundida. Situación que alguien en EE.UU. quizá ha calculado que podría ser mejor que otra en la que Rusia y la UE se entendieran, forjando una alianza muy peligrosa para los estadounidenses, que se quedarían muy aislados.

Lo que quizá esos cálculos no habían previsto eran las derivadas: conscientes de la descomplejización del Imperio y de que el péndulo parece ir ya hacia el Este, Arabia Saudí está considerando vender en yuanes su petróleo a los chinos. También la India. El uso del dólar como divisa de reserva internacional está en peligro, y con ello que se acelere el más que patente —sobre todo desde la retirada en Afganistán— declive del imperio americano. Estados Unidos depende poco de los productos energéticos rusos —por eso se permite prohibir las importaciones desde Rusia—, pero resulta que sí depende del hierro, níquel o del uranio enriquecido ruso. Y en Rusia, que no son idiotas, han reaccionado con prohibiciones también. Seguramente esto tampoco estaba previsto.

Un mundo verdaderamente multipolar está naciendo, al tiempo que todo esto suena al principio de la desglobalización, la cual era a medio plazo inevitable. Pero también al principio de una fase de sálvese quien pueda —o quien tenga— que puede ser un desastre si enquista odios y venganzas que dificulten la colaboración necesaria para pilotar retos tan urgentes como el climático, que son compartidos.

La Era del Descenso Energético no iba a ser un camino de rosas, eso lo sabíamos. Que de repente las fuentes de energía no renovables (petróleo, carbón, gas natural y uranio) que nos proporcionan casi el 90% de la energía primaria que se consume en el mundo empiecen a disminuir no presagiaba nada bueno. Hablábamos de recesión, de paro, inclusive de revueltas. Pero cada vez queda más claro que también se tratará de más guerras. Guerras para intentar hacerse con los vitales recursos y guerras para ayudar, pero a que otro se vaya al garete.

Entre las más letales y efectivas espoletas de esas guerras se encuentra la escasez de alimentos. Ya advertimos —antes del conflicto— de cómo la fosilización (“hacer depender de los combustibles fósiles”) e industrialización de la agricultura nos habían llevado a la antesala de una grave crisis alimentaria mundial, ahora exacerbada por el conflicto, las sanciones y el control ruso sobre el granero de Europa: Ucrania.

La escasez de cereal anticipa graves problemas en Egipto, Marruecos, Túnez, Argelia… Países cruciales para Europa, que ya conocieron en 2011 unas Primaveras Árabes espoleadas por la carestía de los alimentos. Añádase a esto la dificultad del acceso al agua potable, y verán el conflicto entre Egipto y Etiopía por la Presa del Renacimiento que los egipcios han amenazado varias veces con bombardear. Visualicen la sequía que está afectando a amplias zonas de Sudamérica, Norteamérica, Europa o África por el caos climático. Y añadan a eso una Unión Europea completamente adicta a los recursos minerales que antes le daba Rusia a bajo precio y que ahora tendrá que buscar en otros lugares. Viertan unas gotas de populismo y creciente manipulación mediática auspiciada por los poderes económicos. Exacerben los miedos al desabastecimiento ya entrenados durante el confinamiento, agítenlo fuertemente durante semanas en las que la clase media occidental vea crecer su miedo a dejar de existir al tiempo que lo haga la precariedad. Observen cómo todo ello hace subir la espuma del militarismo, y después, sírvanse el brebaje bien caliente. Et voilà: gracias a esta fórmula conseguiremos que los países europeos hasta se embarquen en guerras, buscando asegurarse recursos vitales para mantener un estilo de vida ya imposible. Y encima, que tal despliegue militar se venda que es en defensa propia (o eso creerá el televidente europeo y español medio).

La guerra de Ucrania no es la última: es la primera de la Era del Descenso Energético, la que marca el punto de ruptura. Un descenso que, como no hagamos algo rápido y coordinado, será a codazos, pisándose unos países a los otros por la falta de honestidad de unos gobiernos que se resisten a reconocer que hemos chocado contra los límites biofísicos del planeta. En este descenso energético caótico y desordenado, siempre habrá una guerra en alguna Ucrania, ya sea en Europa, Sudamérica, Asia o África. Ahora mismo hay 17 guerras más activas, además de la que ocupa las portadas del primer mundo, que a veces parece la antesala del último.

Pero otro descenso energético es posible. Siempre fue posible y aún lo es. Uno en el cual se asuman los límites del planeta y la extralimitación insostenible del ser humano “civilizado”. Uno en el que reconozcamos que quien tenemos enfrente no es un enemigo al que saquear, sino un hermano al que más nos valdría abrazar con fuerza. Rompamos esta rueda perversa y cooperemos antes de que sea tarde para todos. No a las guerras. Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen.

 

[Fuente: ctxt]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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