¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Carles Camps
¿Emprendedores y empresarios? No, gracias
Tomando como excusa la crisis y en nombre de una mayor productividad competitiva, como si los trabajadores hubieran estado hasta ahora de brazos cruzados, se ha impuesto la dura reforma laboral con argumentos que siempre han ido en beneficio ―y subrayo lo de beneficio― del empresariado. En este contexto de priorizar por encima de todo los intereses empresariales con la vieja cantinela de que los empresarios son los que crean puestos de trabajo, a menudo se ha puesto en duda la honestidad, integridad y eficacia de los trabajadores: absentismo, bajas laborales excesivas, falta de esfuerzo e implicación, baja productividad, exigencias desmesuradas, etc. Un pliego de cargos con el que se ha atacado la negociación colectiva hasta reducirla a una sumisión próxima a la esclavitud.
Después de obligar a los trabajadores a pasar bajo las horcas caudinas de la reforma, la crisis se ha hecho más profunda en manos del PP y ha estallado el sistema bancario, que ha quedado hecho polvo a pesar de las concentraciones. Con esta situación, claro, aunque no los hayan detenido y llevado a los tribunales, los banqueros han quedado bastante desacreditados, hasta el punto que, si tienes alguno cerca, te tientas la cartera para que no sea de las preferentes, igual a como lo haces en el metro y el autobús. El aura que tenían cuando parecía que todo el monte era orégano, ahora se ha desvanecido de golpe, como si nos hubiesen sobrevenido imprevistamente cataratas en el “tercer ojo”, aquel que, según Lobsang Rampa, servía para ver energías corporales y epifenómenos adláteres.
Del desprestigio de los políticos no cabe decir mucho más, porque ya nos hemos encarnizado suficientemente con ellos, aunque aún hay submileuristas —y pongo el énfasis en lo de “sub”— que votan a la derecha.
Pero ¿y los empresarios? Porque, empezando por el ex presidente de la CEOE, el tal García Ferran, o el ilustre Millet, y continuando por los urdangarines y gürtelianos, o por las mafias político-empresariales de la construcción, surgidas del permiso de edificar en cualquier parte concedido por el gobierno Aznar, ¡ya me dirán si son de fiar! Y si cito a estos auténticos presuntos delincuentes es para no alargarme hablando de la dilatada lista de empresarios imprevisores, incompetentes, autoritarios, mediocres, inútiles, gandules o caraduras que cierran empresas e imponen EREs con total impunidad, bajo el paraguas de la reforma laboral que tanto deseaban. Sea como sea, el hecho es que buena parte de los trabajadores tienen su vida pendiente del hilo de la capacidad administrativa de personajillos que demasiado a menudo, como unos verdaderos sátrapas, sólo buscan la acumulación de beneficios, sin pararse a pensar ―ni mucho menos molestarse en reconocer― que toda empresa tiene una función social. Desde las condiciones de trabajo hasta la honestidad del producto, pasando por el respeto medioambiental.
Sin leyes de responsabilidad empresarial, sin controles de capacidad y eficacia, y siempre con la coartada de que arriesgan su dinero y crean ocupación, los empresarios obtienen carta blanca para hacer y deshacer a su antojo y, cuando las cosas se ponen feas, cierran y aquí se acaba la historia. Sobre todo para los trabajadores, que, sin medios de subsistencia, se quedan al margen de lo histórico.
Creo, pues, que deberían existir leyes y normas muy estrictas sobre la función y la actividad empresarial. Del mismo modo que los empresarios realizan tests de capacidad y psicológicos para contratar a un trabajador, y lo tienen durante un tiempo a prueba, la sociedad, a través de sus órganos administrativos, tendría que poder comprobar previamente la idoneidad ―también la mental― y las garantías de solvencia, presentes y futuras, de quien quiera abrir una empresa o hacerse cargo de ella, e ir siguiendo las previsiones que hace de capital para afrontar las crisis, en vez de dar todas las facilidades a los emprendedores, como pretenden los gobiernos del PP y de CiU. Después, en caso de quiebra de la empresa, al empresario y a los consejos de administración se les tendrían que exigir responsabilidades, si es necesario penales. No se puede admitir como eximente su riesgo dinerario ―los trabajadores arriesgan su fuerza de trabajo―, porque el dinero surge de la productividad y de la fiscalidad general, como ha quedado demostrado con la socialización de las pérdidas, las rebajas de sueldos, la crisis bancaria, el incremento del precio del dinero, la actuación leonina de los bancos en los desahucios y el uso de la fiscalidad sólo a las rentas del trabajo como resolución de los problemas privados de bancos y empresas. A estas alturas de la historia, no es de recibo la patente de corso de la libertad de mercado. No es aceptable una libertad que, para serlo, oprime otras libertades. O perjudica algunos derechos básicos.
Y si no se quiere atar en corto al mundo empresarial, existe otra alternativa: el socialismo, pero no el del PSOE o el del PSC, ni tampoco el de Hollande. El de verdad.
5 /
7 /
2012