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Rafael Poch de Feliu

Haciendo memoria

De una guerra fría a otra, de la mano de la OTAN

¿Quién se acuerda hoy de la Carta de París? En noviembre de 1990 los países de la CSCE (hoy OSCE), es decir, la URSS y Euroatlántida, firmaron en el Palacio del Elíseo, la “Carta de París para una nueva Europa”. Aquel documento contenía el diseño de una seguridad continental integrada, es decir el fin de la guerra fría que había dividido Europa y el mundo en dos bloques. Su preámbulo proclamaba que, “la era de la confrontación y división de Europa ha concluido”. En el apartado, “relaciones amistosas entre estados participantes” se afirmaba: “La seguridad es indivisible. La seguridad de cada uno de los estados participantes está inseparablemente vinculada con la seguridad de los demás”. En el apartado “Seguridad”, se anunciaba “un nuevo concepto de la seguridad europea” que dará una “nueva calidad” a las relaciones entre los estados europeos. “La situación en Europa abre nuevas posibilidades para la acción común en el terreno de la seguridad militar”, se prometía. “Desarrollaremos los importantes logros alcanzados con el acuerdo CFE (desarme convencional en Europa) y en las conversaciones sobre medidas para fortalecer la confianza y la seguridad”. Se ponía incluso fecha a los compromisos; “iniciar, no más tarde de 1992, nuevas conversaciones de desarme y fortalecimiento de la confianza y la seguridad”. En lugar de eso se abrió paso una seguridad a costa del otro.

Un año después de la firma de la Carta de París, en la cumbre de Roma de noviembre de 1991, la OTAN ya dejó claro cuáles eran las dos conclusiones que extraía de la disolución del Pacto de Varsovia:

La primera novedad de estos acontecimientos es que no afectan ni al objeto ni a las funciones de seguridad de la Alianza, sino que resaltan su permanente validez. La segunda, es que estos acontecimientos ofrecen nuevas ocasiones para inscribir la estrategia de la Alianza en el marco de una concepción ampliada de la seguridad”. En resumen, hubo ampliación, globalización y avance de la OTAN, allí donde Moscú se había retirado. ¿Por qué?

Mijaíl Gorbachov respondía así a esa pregunta en una entrevista que mantuvimos en diciembre de 1996: “La ampliación de la OTAN es la respuesta de Estados Unidos a la unidad europea, en Washington muchos temen perder influencia y quieren apuntalarla a través de la OTAN”.

La simple realidad es que Gorbachov fue engañado por los socios occidentales con los que negoció el fin de la guerra fría. Ahora no falta quien afirma que “no hubo documentos” que reflejaran el compromiso de no ampliar “ni una pulgada” la OTAN hacia el Este, pero la evidencia documental es abrumadora. Los documentos de Estados Unidos desclasificados en 2017 muestran la lista completa de dirigentes occidentales reiteradamente comprometidos con aquel compromiso: el secretario de Estado norteamericano James Baker, el presidente George Bush, el ministro de Exteriores alemán Hans-Dietrich Genscher, el canciller Helmut Kohl, el director de la CIA Robert Gates, el presidente francés François Mitterrand, la primera ministra británica Margaret Thatcher y su sucesor John Major, el secretario de Exteriores de ambos, Douglas Hurd, y el secretario general de la OTAN Manfred Wörner (véase NATO Expansion: What Gorbachev Heard | National Security Archive).

Treinta años después, el asunto ha sido más que clarificado por los historiadores y confirma de pleno las palabras de Gorbachov. La historiadora estadounidense Mary Elise Sarotte concluye así su voluminoso estudio de fuentes sobre los motivos por los que Washington rechazó el concepto de seguridad europea integrada pactado en París: “la consecuencia habría sido que Estados Unidos habría disminuido su papel en la seguridad europea”. Sarotte formula la mentalidad de los responsables de Estados Unidos de aquella época para impedir que la CSCE (luego OSCE) se convirtiera en la organización europea de seguridad: “Sería peligroso. La Unión Soviética ya no es peligrosa, pero si los europeos unen sus fuerzas y construyen la CSCE como sistema de seguridad, nosotros nos quedamos fuera y eso no es deseable. Hay que fortalecer la OTAN para que no ocurra” (véase Mary Elise Sarotte, Not One Inch, America, Russia, and the Making of Post-Cold War Stalemate).

La crónica moscovita de los años noventa, por lo menos la mía, fue una continua llamada de atención contra la expulsión de Rusia de la seguridad continental. Sin Rusia, su mayor nación, no habría estabilidad en el continente y, desde luego, aún menos contra Rusia. La ampliación de la OTAN aún no había comenzado cuando ya en 1996 el ministro de Exteriores británico Malcolm Rifkind decía que su verdadero objetivo final era el ingreso de Ucrania en ella. Sin Ucrania, Rusia nunca podría afirmar una potencia como la que había tenido en el pasado con la URSS, decían los estrategas de Washington. En agosto de aquel año, ya se celebraron maniobras militares conjunta OTAN-Ucrania con un escenario de lucha contra una rebelión separatista en… Crimea. En aquella época, con un puñado de guerrilleros chechenos poniendo en jaque a los militares en el Cáucaso, el ministro de defensa ruso, Igor Rodionov, se definía como “ministro de un ejército que se desmorona y de una flota moribunda”. Lo poco que quedaba de la flota estaba en el Norte, en las bases de Murmansk y la península de Kola, junto a Noruega. Y precisamente allí, en Noruega, la OTAN instalaba nuevos radares y sistemas militares, y realizaba maniobras. Javier Solana, secretario general de la OTAN, visitaba sonriente Moscú para constatar la impotencia rusa. “Nos viene a decir que la OTAN se va a ampliar en cualquier caso y que eso es muy bueno para Rusia, a pesar de que según su doctrina el enemigo ahora somos nosotros”, me dijo en una de aquellas visitas Vladímir Lukin, presidente de la comisión de exteriores de la Duma.

Para 1999, Rusia y la OTAN habían firmado ya un documento de consolación para regular sus relaciones, el “Acta fundacional”, resumido así por Sergei Rógov, el director del moscovita, y muy occidentalista, Instituto de Estados Unidos y Canadá de la Academia de Ciencias: “Ellos lo deciden todo y luego nos invitan a tomar café en Bruselas para comunicárnoslo”.

“Lo que se está haciendo despierta mis sospechas”, decía Gorbachov en aquella entrevista de 1996. “De acuerdo, hoy se pueden ignorar los intereses de Rusia, sus críticas a la ampliación, pero la debilidad de Rusia no será eterna ¿Es que no se dan cuenta para quien trabajan con esa política? Si la OTAN avanza en esa dirección aquí habrá una reacción”. La Rusia actual es, en gran parte, resultado de aquel proceso.

La reacción se fue larvando lentamente, pero sus manifestaciones siempre fueron ignoradas. El mal humor ruso alimentaba el enredo creado. “Después de Irak, Sudán, Afganistán y Yugoslavia cabe preguntarse quién será el siguiente”, me dijo en abril de 1999 el viceprimer ministro Yuri Masliukov. “¿Quizá algún país de la CEI, o la propia Rusia?”. La OTAN se alimentaba a sí misma: su existencia se justificaba, cada vez más, en la necesidad de afrontar los riesgos creados por su ampliación al Este que tanto irritaba a Moscú. Mientras Occidente ampliaba su esfera de influencia contra Rusia, se denunciaba la actitud “trasnochada” de Moscú por exigir respeto y llamar la atención sobre su propia esfera de influencia. Es decir, según la tesis postmoderna, el concepto solo era “trasnochado” y “arcaico” cuando se trataba del adversario. La génesis de lo que se ha llamado “segunda guerra fría” estaba servida ya en los años 90, ofreció señales constantemente, pero no estalló oficialmente hasta 2014, cuando Occidente apoyó la protesta del Maidán convirtiendo la particular fractura nacional ucraniana en un conflicto civil armado. La reacción al final ha estallado cuando Rusia ha dejado de ser tan débil y coincide con China en el propósito de integrar económica y comercialmente el espacio euroasiático. En palabras del historiador alemán Herwig Roggemann, aquella “victoria” occidental en Kíev fue “el mayor fracaso de la historia europea tras el histórico cambio de 1990 (véase «Probleme der Russlandpolitik als Friedenspolitik. Kritische Anmerkungen zur Russland-Ukraine-Diskussion» (Nachdenkseiten.de). Bienvenidos a la nueva guerra fría.

[Fuente: blog personal del autor]

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2022

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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