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Fabio Ciaramelli

El regreso de la filosofía de la historia

–en tiempos de coronavirus-

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En estos tiempos de coronavirus vuelve a estar de moda la figura de Winston Churchill. Muchos políticos, sin tener su estatura, quisieran emular a quien, en la hora más negra, logró dirigir eficazmente a la más antigua democracia de la Europa moderna ateniéndose a una férrea regla de conducta, expresada en el célebre «experts ought to be in tap and not on top»,  que se podría traducir por «los expertos deben estar disponibles pero no en la cima» (o sea, no en posiciones de mando). Lo que las palabras de Churchill sugieren, evidentemente, es que la responsabilidad del mando solo les corresponde a los políticos. Estos últimos, sin embargo, al menos en la fase que estamos viviendo, parece justamente que no pueden dejar de recurrir a las prescripciones de los expertos —en este caso de inmunólogos y epidemiólogos—, tomando luego distancias de maneras más o menos públicas. La punta del iceberg de estas oscilaciones ha sido sin duda la relación vacilante y fluctuante entre las «recomendaciones» de Anthony Faucy y las «decisiones» de Donald Trump que con frecuencia, y al menos de palabra, las desmentían.

A decir verdad, no obstante, no son solamente las decisiones de los políticos las que se contraponen a la opinión de los expertos y a veces a lo que los mismos políticos habían sostenido anteriormente. También los expertos defienden a menudo con encarnizamiento posiciones distintas entre sí y a veces incluso opuestas. Esto no debe sorprender. El carácter por entero inédito de la emergencia sanitaria que está alterando el mundo somete a dura prueba a cualquier competencia. Contrariamente a la indebida mitificación de los saberes científicos, no hay duda de que los expertos no pueden dar ningún tipo de respuesta definitiva e infalible a nuestros temores y esperanzas. Además, dado que en este caso estamos ante un virus nuevo y hasta ahora prácticamente desconocido, es obvio que la medicina —que por otra parte no es una ciencia, sino un ars, o sea, una técnica, aunque basada obviamente sobre datos científicos— solo puede moverse «por ensayo y error». Esta es la razón de que las «recetas» propuestas por los expertos para salir de la pandemia o limitar al menos los daños han estado a menudo en contraste entre sí, y precisamente por eso listas para deslegitimarse recíprocamente. De modo que el balón vuelve siempre a los políticos. La tarea de éstos, efectivamente, consiste en asumir la responsabilidad de elegir la línea guía de los comportamientos colectivos, incluso cuando los expertos tienen puntos de vista diversos y no indican unánimemente un único camino que recorrer. 

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Una cosa está o debería estar clara. Tanto los consejeros cuanto los decisores solo pueden inspirar sus tomas de posición en principios cautelares y criterios prudenciales. Pretender justificarlas en nombre de la verdad científica, cuando esta última se halla en vías de formación y es más dicutida que nunca, sería un atajo impracticable. Todos debemos aprender a vivir con las incertidumbres. Lo cual supone, por una parte, no asombrarse por la pluralidad de puntos de vista de los expertos y de los competentes, y, por otra, esperar y pretender de los políticos opciones responsables, pero revocables por esta misma razón. 

Hay un preocupante trasfondo despótico silencionsamente compartido por cuantos sienten nostalgia por resoluciones firmes e intocables, carentes de titubeos e indecisión, porque se consideran basados en la segura posesión de una verdad objetiva, capaz de proporcionar la solución adecuada para tantos problemas concretos planteados por la convivencia. En los años cincuenta del siglo pasado, en plena época staliniana, un viejo filosofema —»la verdad es única, el error es múltiple»— fue retomado por Les Temps Modernes, prestigiosa revista de la izquierda francesa, como premisa de un razonamiento que concluía con la afirmación siguiente: «No por azar la derecha profesa el pluralismo». Hay que recordar en seguida que análoga acusación de relativismo ha sido dirigida durante mucho tiempo por la derecha conservadora (por católica o laica que fuese) contra quienes ponían en cuestión la (presunta) verdad absoluta de la tradición. Eso debería bastar para hacernos desconfiar del llamamiento más o menos tácito al unanimismo en una verdad simple y única. Pensar que quien se halla en una posición de mando puede tener acceso exclusivo a ella sería teóricamente ilusorio y políticamente muy peligroso.

No se puede decir, sin embargo, que la filosofía —entendida como incesante puesta en discusión de los idola tribus— se haya distinguido particularmente en lo tocante al espíritu crítico en los tiempos de la pandemia. En vez de reconocer y afrontar la disolución de los fundamentos de las certezas consolidadas, característica de la democracia moderna que la fase actual se limita a radicalizar, la mayoría de las veces el discurso filosófico dominante, tomando como pretexto su propia marginación por obra de la tecnociencia a la que todos piden protección y respuesta, se ha complacido en neutralizar la pandemia como acontecimiento, al limitarse a señalar sus confines en el interior de los recorridos teóricos —históricos y factuales— ya conocidos, sobre los cuales por este motivo la filosofía podía tener hegemonía y competencia. Así, el discurso de los filósofos à la page, más que confinado o bloqueado por los saberes efectivos y dominantes, se ha convertido de hecho en un discurso confinador, esto es, dirigido activamente a desconocer la alteridad del fenómeno que estamos viviendo, trazando determinados confines en cuyo interior insertarlo, y acabando por despojarlo de su novedad desestabilizadora y de su carácter innovador. Y así, privado de su alteridad y de las alteraciones profundas que comporta, el acontecimiento de la pandemia, gracias a tal relectura filosófica, acaba suministrando la enésima sedicente confirmación de la verdad o relevancia de tal o cual teoría general de lo real ya elaborada y dominada.  

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Lo primero que la pandemia ha desmentido es un lugar común difundido por el discurso filosófico, vinculado a las consecuencias de la bastante mayor frecuentación de la red, gran protagonista de la llamada sociedad digital. No se ha tratado solamente de un dato cuantitativo. El recurso a los llamados smartness, o sea, a los disposivos informáticos más diversos, que hasta hace poco había respondido predominantemente a otras lógicas, ha desempeñado un indispensable papel de inmunización sanitaria, cosa que lo ha desestigmatizado definitivamente, independientemente del carácter amenazador e invasivo de la llamada «vigilancia» informática (para entendernos, la que capitaliza para fines de lucro privado las informaciones que cada uno de nosotros, en cualquier hora del día, es inducido a esparcir).

La cosa más importante filosóficamente es otra. En la fase más aguda de la pandemia, han sido únicamente las relaciones virtuales, al reemplazar a las relaciones directas, las que han satisfecho al menos parcialmente nuestra sed de comunicaciones humanas, permitiendo una cierta continuidad de los intercambios sociales. El carácter aséptico del anonimato de la red ha prevalecido sobre el carácter virtualmente contagioso de la participación interpersonal. Esto es en primer lugar un hecho;  pero, a juzgar por lo sucedido cuando no se había dispuesto adecuadamente la limitación de los contactos (y consiguientemente de los contagios), el hecho del incrementado recurso a la red se ha convertido sobre todo en un valor. Justamente la tan lamentada impersonalidad de la red —la distancia que presupone y mantiene entre los sujetos— ha hecho posible una comunicación médicamente segura.

A consecuencia de ello está cambiando o ha cambiado ya nuestro modo de concebir la relación entre communitas e immunitas, que la influyente interpretación filosófica de Roberto Esposito tendía a contraponer. En realidad, en los tiempos del coronavirus, los dispositivos inmunitarios, en vez de constituir una intolerable amenaza para la «comunidad», han demostrado ser los únicos en situación de protegerla y defenderla, logrando a pesar de todo conjugar comunicación y aislamiento.

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La nunca eliminada desconfianza humanística respecto del ciberespacio, acusado de enterrar las relaciones personales y directas, debería ser abandonada o al menos relativizada por todo lo dicho. Pero eso no basta. También deberíamos darnos cuenta de que esta inesperada pandemia, con sus recaídas que trastornan nuestras costumbres y desestabilizan la economía, constituye una experiencia de cambio tan radical que vuelve implanteable toda conceptualización. Por desgracia, sin embargo, la tendencia a conceptualizar es casi un reflejo condicionado para el discurso filosófico más extendido, fiel a pesar de todo a la fórmula hegeliana según la cual «la filosofia es el propio tiempo aprendido en el pensamiento». Y así, entre los filósofos contemporáneos, ha habido quien estaba dispuesto a ver en la pandemia de Covid-19 la confirmación de la biopolítica o del estado de excepción, o quien veía en ella la confirmación de la crisis irreversible del neoliberalismo, o quien, por el contrario, reconocía en ella la amenaza de un retorno del estatalismo. Actitudes todas ellas que, a pesar de su diversidad, se unen en el desconocer y neutralizar la novedad del evento, de la misma manera que lo hacía la vieja «filosofía de la historia», que obviamente el discurso filosófico actual ya no se atreve a evocar expressis verbis. A ello se refiere explícitamente en cambio Roberto de Mattei, uno de los exponentes más autorizados del tradicionalismo católico, que se remite sin ambages a la «filosofía de la historia» y no solo a la teología para calificar al coronavirus de «castigo divino» (algo parecido, en realidad, se había dicho desde el mismo púlpito a finales de 2004 a propósito del tsunami del Océano Índico). 

No se ve desde qué fundamento el discurso filosófico, dispuesto obviamente a tomar distancias con respecto a una filosofía de la historia de matriz religiosa, deba luego avalar acríticamente su reaparición, disfrazada en el sistemático desconocimiento del carácter imprevisible, inédito y desestabilizador de un acontecimiento que amenaza la continuidad del proceso histórico tal como lo hemos concebido y vivido hasta ahora. En vez de ensañarse en someter la epidemia a la búsqueda de la presunta «tendencia fundamental» del tiempo histórico, el discurso filosófico debería tratar de reconocer una novedad irreductible a sus propias categorías anteriores: una novedad que exige respuestas nuevas y pensamientos inéditos, y que por ello ninguna filosofía de la historia puede tener la pretensión de circunscribir.

 

[Fuente: La versión original de este texto ha sido publicada en el volumen editado por Klinger Scolarick, de la Universidad de Rio de Janeiro, sobre Filosofia em confinamento. Traducción de VMV y JRC].

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2020

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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