La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Antón
Crisis y estrategias
La actual crisis sanitaria, social, económica e institucional, derivada la pandemia del Covid-19 y sus respuestas institucionales y ciudadanas, han puesto en evidencia grandes problemas estructurales, socioeconómicos y políticos, así como graves consecuencias para las mayorías sociales. Estas se han acumulado al deterioro derivado de la anterior crisis socioeconómica de 2008 y las políticas regresivas de ajuste estructural y recortes sociales aplicadas desde 2010, cuyo impacto permanece. El leve crecimiento económico y del empleo de este lustro pasado apenas ha escondido la fragilidad de la economía y las políticas públicas que se han manifestado al encarar la actual crisis: precariedad laboral y de empleo, con la subordinación de la gente trabajadora al poder empresarial que impuso las anteriores reformas laborales, y debilitamiento de los derechos sociales, servicios públicos y prestaciones sociales.
Han aparecido en toda su crudeza las deficiencias de la protección social pública, sobre todo del sistema sanitario, pero también de los sistemas de cuidados, servicios sociales, pensiones y educativo. Junto con la fragilidad de nuestro aparato productivo y laboral, se han mostrado las insuficiencias de nuestro débil Estado de bienestar, recortado esta década pasada y, más en general, del conjunto de las administraciones públicas, con sus deficiencias coordinativas, inercias burocráticas y de insuficiente personal preparado, desbordadas a la hora de gestionar las medidas urgentes de emergencia social necesarias en lo inmediato ante la vulnerabilidad de amplios sectores.
Supone un fracaso histórico de las élites dirigentes del país, incapaces de implementar una suficiente modernización económica, más allá de la consolidación y los beneficios de ciertas oligarquías económico-financieras, ni de ofrecer una garantía de seguridad y bienestar para la población, con un Estado social avanzado y suficiente. Se ha manifestado un malestar de fondo en la sociedad por esa incertidumbre social y la impotencia gestora de las instituciones políticas y económicas. Se ha evidenciado la fragilidad del propio Estado, junto con la exigencia cívica de responsabilidades y una salida progresiva (y no regresiva). Esta situación se ha agudizado por la pandemia y la crisis subsiguiente, y ha coincidido con el cambio político del nuevo Gobierno de progreso. Todo ello constituye el campo del juego político y mediático de estos meses y los procesos legitimadores de cada actor sociopolítico e institucional.
Un balance positivo
El Ejecutivo de coalición, con las fuerzas sociales y políticas que le apoyan, ha tenido la responsabilidad de liderar la respuesta a esta aguda crisis sobrevenida. El balance, aun con sus claroscuros, es moderadamente positivo que, en el contexto actual, supone un gran logro. Ha reajustado las prioridades de su programa inicial de cambio progresista, aunque ha apuntado a sus tres ejes fundamentales.
Primero, el escudo social y las políticas sociales y de reversión de derechos sociolaborales, todavía limitadas, lentas y parciales, pero reales y concretas. Lo más significativo, junto con el aumento del salario mínimo (SMI), los ERTES como mecanismo inmediato para frenar la destrucción del empleo, proteger a varios millones de personas trabajadoras y sostener el tejido empresarial, pero también la aprobación e implementación del Ingreso mínimo vital (IMV), manifiestamente mejorable; además, el comienzo de la eliminación de aspectos de la regresiva reforma laboral y de la de pensiones del Gobierno de Rajoy, todavía con pasos insuficientes ante la dimensión de los recortes impuestos y la oposición fáctica de los poderes financieros y empresariales.
Segundo, la recuperación económica que, más allá de las urgentes medidas para paliar los efectos inmediatos de la crisis y la previsible aprobación de unos presupuestos generales más expansivos, sociales y progresivos, empezando ya apunte a lo importante a medio plazo: una modernización del aparato económico y las especializaciones productivas con una orientación verde y sostenible medioambientalmente y de avance tecnológico y digital, así como a una suficiencia fiscal propia justa, complementada con los fondos financieros europeos, fundamentales en el corto plazo. Este aspecto modernizador es el más ambiguo desde el punto de vista igualitario y de los reequilibrios de poder económico y político. Aparece consensuado en la superficialidad discursiva, pero está sometido a la pugna de intereses y la presión de distintivos sectores económicos, sociales y políticos. Por tanto, está por ver el sentido modernizador y equitativo de su implementación práctica, así como la capacidad de gestión de las propias administraciones públicas y su relación con los mercados y el mundo empresarial. Y, en todo el proceso, analizar cómo queda la sociedad y el país en este mundo europeo y globalizado.
Tercero, la regulación de la pluralidad territorial, con la articulación dialogada del conflicto catalán, que ensanche la convivencia cívica, con un proyecto de país y un modelo de Estado más plural y democrático. Los obstáculos son enormes, pero es un desafío histórico para las fuerzas progresistas en España.
Pues bien, esos planes, cuya ejecución no está exenta de ambigüedades, tensiones, dificultades y limitaciones, han echado a andar. Se ha vencido el bloqueo de las derechas y otros poderes fácticos, se ha despejado la amenaza de impotencia institucional y división política entre las fuerzas progresistas, y se ha aclarado el horizonte de gobernabilidad para toda la legislatura. Se ha cumplido un año desde las elecciones generales y el acuerdo progresista de ambas izquierdas, Partido Socialista y Unidas Podemos y confluencias, sigue adelante. No hay alternativa democrática (tampoco fáctica) a este proceso de gobernabilidad con una mayoría parlamentaria y una orientación de progreso.
La fortaleza progresista y sus desafíos
Esta década ha evidenciado cambios significativos en el ámbito sociopolítico: la recomposición de fuerzas sociales y campos electorales e institucionales, con la crisis del bipartidismo; el fracaso de la alianza de gran centro; el reagrupamiento y reequilibrio interno de los dos bloques de izquierda (con unas relevantes fuerzas de cambio de progreso) y derecha (con fuerte presencia de la ultraderecha), y la persistencia del conglomerado de grupos nacionalistas.
En gran medida, de forma similar a otros países del sur europeo, ha sido la articulación popular progresista, con su activación cívica y su reflejo político-institucional, la que ha desembocado, tras diversos altibajos, en el actual Gobierno de coalición, venciendo las inercias bipartidistas y la presión de las derechas.
Ese proceso social y democrático de fondo ha condicionado la posibilidad de repetir la misma política de austeridad y la prepotencia autoritaria de las anteriores elites gobernantes y ha exigido un giro más expansionista e integrador de las políticas europeas. Ya estaba anunciado en el acuerdo programático del nuevo Gobierno progresista de principios de año: justicia social y laboral, modernización productiva y refuerzo institucional de una mayoría de progreso.
Son ejes alternativos que, ante la nueva realidad de crisis sobrevenida y recomposición política, están en proceso de reformulación a partir del diseño de los presupuestos generales, pendientes de su aprobación definitiva en el Congreso, probablemente para enero de 2021. Conviene, no obstante, establecer un horizonte a medio plazo, al menos para toda la legislatura y con la incertidumbre y la expectativa de continuidad en la siguiente tras un proyecto progresista de país, en el marco europeo, definido para siete años.
A ello habría que añadir, por un lado, la crisis institucional y de modelo estatal derivado de la realidad plurinacional y territorial, en particular con el desafío soberanista catalán, así como de la progresiva deslegitimación de la Monarquía; y, por otro lado, el reaccionarismo de VOX que representa a un sector conservador significativo y condiciona la estrategia, la capacidad alternativa y la dinámica de las derechas, que tienen por objetivo el freno autoritario a un cambio de progreso.
De forma paralela, las fuerzas hegemónicas en la Unión Europea, lideradas por la Alemania de la democratacristiana Merkel y con el apoyo del grueso de las derechas liberal-conservadoras, empezando por el francés Macron, han visto la necesidad de dar un cierto giro a la política económica y la construcción europea. Estaban cuestionadas por la deslegitimación social y democrática y el fracaso de las políticas de austeridad ante la anterior crisis, así como por el desafío de los grupos de extrema derecha y las tendencias disgregadoras de la Unión (en particular el Brexit). Y ante esos riesgos y para contenerlos, esas élites europeas han diseñado el actual plan de recuperación económica, reforzado los mecanismos comunitarios y emprendido una nueva relegitimación pública.
Las dos formaciones que componen el Gobierno progresista de coalición han dado, en menos de un año y en un contexto inédito y grave, un paso decisivo para su unidad y el comienzo de la implementación de su programa. La estabilidad gubernamental, tras la aprobación presupuestaria con una suficiente mayoría parlamentaria, queda despejada para toda la legislatura.
Pero no todo está resuelto con vistas a los objetivos transformadores a medio plazo, las perspectivas de consolidación o no de esta dinámica de progreso y la confirmación o modificación de las estrategias y alianzas para la próxima legislatura. Hay que analizar las condiciones sociopolíticas y estructurales que facilitan una salida progresista o, bien, las tendencias hacia un continuismo centrista, una vez neutralizada la opción reaccionaria, al menos hasta las próximas elecciones generales.
La pugna estratégica
La pugna estratégica de las fuerzas progresistas con las derechas españolas (PP, C’s y VOX) es evidente. Los consensos de Estado o de un supuesto interés nacional compartido son difíciles. Subyace la disputa por el tipo de proyecto de país, el camino a recorrer y las fuerzas y alianzas disponibles para hegemonizarlo.
El giro retórico de Casado, el líder del Partido Popular, de distanciarse de la moción de censura de VOX, apenas esconde su pretensión hegemonista, su orientación neoliberal-conservadora y su reafirmación en la oposición frontal al Gobierno de coalición y su proyecto de reformas progresivas sociales, económicas y políticas. No apunta al consenso en las políticas fundamentales, que considera beneficioso para asentar al Ejecutivo y su proyecto progresista, sino que se reafirma en la confrontación como medio de desgastarlo y preparar su alternancia gubernamental. Sus resultados de conseguir mayores apoyos sociales para su recambio institucional son dudosos y claramente perjudiciales para el desarrollo social y la convivencia democrática. Aparece su interés partidista, y porfía en el ventajismo político competitivo para hegemonizar el espacio de las derechas, ajeno a un camino institucional compartido en beneficio de la sociedad y el país. Esa estrategia confrontativa por la recomposición representativa de su dominio dentro del viejo bipartidismo, pendiente todavía de sus responsabilidades por sus actuaciones corruptas y autoritarias, pierde legitimidad ciudadana.
Los vaivenes de Ciudadanos son irrelevantes por su escasa representatividad parlamentaria. Su tiempo ha pasado malgastado. Es difícil su recuperación para los dos ejes estratégicos que ha ensayado en estos años: su estatus preponderante en el centro derecha y su papel fundamental para una operación de gran centro con el Partido Socialista. Su función es doble: por un lado, servir de forma subordinada a la gobernabilidad de la derecha bajo el liderazgo del Partido Popular y la compañía de VOX en varias Comunidades Autónomas, significativamente las de Madrid y Andalucía; por otro lado, ofrecer un pretexto a algunos sectores socialistas y grupos de poder para implementar la moderación gubernamental y el cambio de alianzas progresistas a medio plazo, con unos supuestos resultados electorales favorables para otra operación gran centro, de continuismo neoliberal y centralismo institucional.
Es la estrategia centrista conocida: el freno a la dinámica de progreso, la marginación de las fuerzas del cambio y el enquistamiento del conflicto territorial. Es la salida continuista ya ensayada y fracasada en el lustro pasado, pero no por ello querida por sectores poderosos y resucitada a cada paso. Para su implementación requieren un respaldo institucional más amplio y decisivo para Ciudadanos y, sobre todo, la connivencia de sectores socialistas y sus apoyos mediáticos, económicos e institucionales que pudiesen diluir la opción progresista del sanchismo. Pero la actual dirección socialista está obligada, por su sentido de la realidad ya demostrado la misma noche de las elecciones generales, a persistir en la única opción para hegemonizar el poder gubernamental: el acuerdo de progreso pactado con Unidas Podemos y sus convergencias, con el apoyo parlamentario de grupos nacionalistas.
Esa realidad representativa y fáctica que refleja el nuevo equilibrio producido tras una década de cambios en las relaciones sociales y culturales tiene unas bases sólidas. Más allá del análisis de los comportamientos de las élites políticas, los mecanismos institucionales o las estructuras económicas y de poder, es imprescindible explicar las tendencias sociales y electorales de fondo, tal como priorizo desde la sociología política. Desde este punto de vista, hace un año, en torno a los resultados de las elecciones generales y con datos del CIS, expuse una amplia investigación sobre las características sociodemográficas y de cultura política de los electorados progresistas en sus dos versiones, del Partido Socialista y de Unidas Podemos y confluencias. Pues bien, considerando diferentes estudios demoscópicos, no se han modificado los grandes rasgos y tendencias de esas bases sociales que, junto con las izquierdas nacionalistas, son claramente superiores a los electorados de las derechas.
No obstante, los tres grandes campos socio-electorales están sometidos a la actividad permanente desarrollada por los diversos actores, según sus intereses y estrategias, y está condicionada por la evolución general del marco socioeconómico, sociopolítico y cultural, así como por la gestión política y la activación cívica de los dos próximos años, hasta la antesala del próximo ciclo electoral de 2023.
La solución la tiene el campo progresista
De momento, se impone ese equilibrio de fuerzas y su reflejo parlamentario e institucional, aunque esa realidad sea constantemente impugnada por las pretensiones de muchos sectores poderosos de dentro y fuera de nuestras fronteras. Su acariciada expectativa es una nueva recomposición del tablero político-institucional, más acorde con las fuerzas dominantes europeas, y tras los deseados desplazamientos electorales. Tiene un doble componente: por un lado, achicamiento del espacio del cambio de progreso, con mayor debilitamiento de Unidas Podemos y sus aliados, acelerando su aislamiento y neutralizando los distintos nacionalismos periféricos; por otro lado, ensanchamiento del campo centrista autónomo del Partido Popular que, junto con el estancamiento del Partido Socialista, conllevaría un cambio de pareja aliada con Ciudadanos, sin descartar (si sumasen, cosa muy improbable) un Gobierno de derechas con (apariencia de) menor dependencia de VOX. Todo ello para condicionar el papel central y articulador del Partido Socialista para involucrarlo hacia esa ansiada gestión centrista.
La solución está en el propio campo progresista, en la firmeza de su rumbo y los apoyos sociales a consolidar. En ese sentido, es necesario valorar los puntos compartidos de la alianza gubernamental, así como sus diferencias políticas para definir mejor y darle solidez a un proyecto compartido de progreso.
El riesgo y el forcejeo más o menos soterrado desde diversos grupos de poder es respecto de una solución continuista o centrista con una posición subordinada de las tendencias de izquierda, no solo de las fuerzas del cambio sino del propio sanchismo sin un perfil programático consecuente.
Todo ello, bajo los equilibrios hegemonizados por las fuerzas liberal-conservadoras dominantes en la Unión Europea con una doble tarea: por una parte, la contención de las ultraderechas y las dinámicas más disgregadoras y autoritarias, y, por otra parte, la subordinación de la socialdemocracia europea y la neutralización de las tendencias a su izquierda. El actual giro más expansionista e integrador de la política económica de la Unión Europea está derivado del fracaso histórico de la anterior estrategia de austeridad, la amplia deslegitimación de las élites gobernantes y los riesgos de disgregación interna, así como por su pérdida de peso geopolítico y económico mundial que pretenden reforzar.
Lo que persigue el nuevo proyecto europeo es relegitimar y consolidar los núcleos de poder en torno a las élites dirigentes de Alemania como fuerza dominante, acompañadas, por un lado, de las de Francia y, por otro lado, las de los países ricos (frugales) con presencia de partidos conservadores, liberales y socialdemócratas. Quedan en un círculo más periférico los pueblos y países del Sur europeo, como España, con mayores debilidades estructurales y unas élites subordinadas y adaptativas a esa trayectoria.
El desafío para las izquierdas y grupos progresistas es el desarrollo de una opción política de progreso, un proyecto modernizador y democrático de país y un modelo más social y solidario que pudiesen condicionar el renovado e insuficiente proyecto de construcción europea del bloque liberal-conservador dominante y el riesgo de su consolidación a largo plazo, junto con la presión ultraconservadora, autoritaria, xenófoba y antisocial de la derecha extrema.
La reforma progresista de país
La crispación y la polarización política promovida por las derechas en España (principalmente PP y VOX) pretenden eludir sus responsabilidades históricas e institucionales y aprovechar la confusión y la inseguridad existentes para traspasarlas al nuevo Gobierno progresista de coalición y derribarlo, cosa que se va demostrando ilusa. Su estrategia destructiva está agotada y tiene poco recorrido para la gobernabilidad, una vez aprobados los presupuestos generales y asegurar una mayoría parlamentaria de progreso.
Sin embargo, afecta a la vida social, favoreciendo la intranquilidad y la desconfianza en la gestión institucional actual, con el objetivo de crear una alternancia gubernamental cueste lo que cueste, es decir, con pocos escrúpulos democráticos y ningún aprecio por el bienestar social y la convivencia de la ciudadanía. Ello les encamina a una dinámica autoritaria y ultraconservadora, con el abuso de manipulaciones discursivas, que apenas pueden disimular con algunas llamadas retóricas a la moderación.
Sus reservas ideológicas y socioculturales (reaccionarismo autoritario, españolismo excluyente y antipluralista, conservadurismo cultural y machista, segregación xenófoba antinmigrante, elitismo neoliberal antipopular…) son significativas todavía en el ámbito mediático e institucional; y no son desdeñables sus apoyos sociales y electorales. Pero a pesar de la reafirmación ultraderechista de VOX, sus bases sociales se están agotando lo suficiente para impedir que consigan mayorías ciudadanas y capacidad para ofrecer una referencia modernizadora ganadora. Es el dilema del Partido Popular, dependiente de su estrecho posibilismo para ser alternativa gubernamental (al igual que en varias Comunidades Autónomas) de la mano de VOX y contemporizar con su proyecto, pero incapaz de ensanchar una base electoral centrista.
La derrota de Trump, la contención de las ultraderechas en los países europeos y la hegemonía liberal-moderada del eje Merkel-Macron no les ayuda en su estrategia de confrontación política visceral, acuerdo con la ultraderecha y generación de miedo y segregación en la sociedad. Esa estrategia reaccionaria, conservadora y autoritaria no tiene futuro político-institucional, aunque hay que frenarla y derrotarla por su carácter destructivo en la sociedad.
Se abre una dislocación entre grupos de poder (económico-financiero, aparatos del estado, control mediático-ideológico…), con la pugna en su interior, y representación política entre las distintas derechas (también nacionalistas). Las políticas de Estado o el llamado interés general, interpretados como sinónimo de su gestión política, los consideran subordinados a la búsqueda de la hegemonía política del bloque derechista estatal, con la pugna por el papel determinante en el liderazgo de la derecha, frente a un bloque progresista, cada vez más compacto.
No obstante, esos grupos de poder, económico e institucional, tienen esa responsabilidad histórica y, difícilmente, van a poder encabezar la imprescindible modernización económica, el refuerzo del Estado social y la democratización política que la sociedad necesita.
Además, hay que valorar su composición. Un dato significativo es que la mayoría del capital de las grandes empresas del IBEX 35 (por no hablar de grandes empresas industriales, principalmente de automóvil, totalmente en manos extranjeras), así como la mayor parte de su actividad económica, inversora y comercial se desarrolla fuera de nuestras fronteras. Es decir, el grueso de las grandes empresas, concentradas en las finanzas, la energía, la construcción y algunos servicios, no van a primar un supuesto interés nacional de modernización, es difícil que sean patriotas. La mayoría está inserta en la globalización económica y financiera, depende más de sus intereses, beneficios y proyectos externos o globales, no de país, y arrastra por su papel preponderante a gran parte de la economía y el mundo empresarial. No se puede confiar mucho en ello. Supone que hay que reforzar la capacidad del propio Estado y su gestión reguladora, dirigente e intervencionista para que, con suficiente legitimidad social, sea factor de impulso transformador.
Pero ahí hemos topado, con el diseño el propio plan modernizador que conlleva líneas rojas para esos grupos de poder, claramente expresadas por la patronal de la CEOE, y que hay que abordar: ensanchamiento progresivo de la base fiscal del Estado; fortalecimiento de los derechos sociales y laborales y la protección pública, y protagonismo de las fuerzas de izquierda y movimientos sociales cívicos.
El conflicto de fondo no es menor. Por ejemplo, simplemente con una homologación de la presión fiscal similar a la europea (siete puntos del PIB, más de 70.000 millones de euros anuales), en dos años se podría conseguir similar volumen al recibido por los fondos europeos (140.000 millones, menos si se descuenta nuestra aportación), tan necesarios y alabados como la palanca modernizadora imprescindible, y que la mitad habrá que devolver. O sea, aparte de la justicia social y con efectos a medio plazo, una reforma fiscal homologable a los principales y más avanzados países europeos y en igualdad con ellos, reportaría una capacidad autónoma como país para implementar los dos ejes imprescindibles: el proceso modernizador, económico y de empleo; el refuerzo del nuestro débil Estado de bienestar y los correspondientes servicios públicos, prestaciones sociales e inversión educativa, investigadora y cultural. Todo ello con criterios igualitarios: sociales, culturales, étnico-nacionales, territoriales, medioambientales y de género.
Pero, claro, frente a las derechas y esos grupos de poder, con su continuismo adaptativo, su beneficio corporativo y cortoplacista y su inercia conservadora-autoritaria, esta orientación progresista son palabras mayores: necesitan el fortalecimiento y la determinación de las izquierdas, con un bloque común progresista, y dentro de él con mayor peso político que el actual de las fuerzas del cambio de progreso. Esos son los cálculos estratégicos de los distintos actores y élites, para activar o desactivar.
Llevamos una década de deslegitimación y recomposición de la clase política (bipartidista) anterior. El proceso continúa y el estatus actual es modificable. Todas las persistentes estrategias para evitar una salida progresista y neutralizar las fuerzas del cambio de progreso no han conseguido sus objetivos. Pero no paran en el empeño para cerrar esa oportunidad costosamente formada por una década de activación popular progresista y de izquierdas, abanderada tras la justicia social y la democracia.
La opción centrista, bajo hegemonía socialista, en sus diversas versiones, también ha fracasado en las urnas, es decir, bajo la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. Los últimos intentos de reavivarla tras la pandemia, con fuertes apoyos político-económicos, para separar al Partido Socialista de su alianza con Unidas Podemos y nacionalistas vascos y catalanes, han fracasado. La ruptura del Gobierno de coalición y de la mayoría parlamentaria de la investidura no ha tenido éxito y no tienen repuesto. El proyecto de fondo, una modernización económica y verde con justicia social y la democratización institucional y la regulación territorial son ineludibles. Es el viejo y nuevo reto para el actual Ejecutivo y el conjunto de fuerzas sociales y políticas progresistas.
La aventura ultraderechista de condicionar el mapa político-institucional, con todo su potencial destructivo y de crispación, no garantiza una alternativa gubernamental de las derechas y menos un proyecto de país democrático. La vía de un autoritarismo reaccionario-conservador (neofranquista) está fracasada.
Por otro lado, aunque lejos de la ilusión de una transformación rápida y profunda, no se ha cerrado la posibilidad de un giro social hacia la izquierda, aunque sea limitado. lento y consensuado entre las izquierdas (incluidas las nacionalistas) y otros grupos sociales y políticos de progreso. Ello afecta a cierta desestabilización de los privilegios institucionales y estructurales y de los equilibrios de los propios grupos de poder y las derechas. Eso sería ya un gran paso hacia la transformación de las dinámicas sociopolíticas, culturales y de las relaciones de poder: es el desafío a medio plazo para un cambio sustantivo de progreso.
Es la perspectiva que temen esas fuerzas reaccionarias y que tienen que asumir: mantenerse en la oposición durante toda la legislatura, sin capacidad de influencia para impedir el grueso de las políticas públicas de progreso y la consolidación de su representación política e institucional. Así, a través de la crispación, expresan su impotencia para frenar una gestión progresista, aunque sea lenta y limitada. Y, además, manifiestan su incapacidad para impedir el fortalecimiento de una política y una alianza de progreso más firme, que se pueda prolongar a otra legislatura y abrir una dinámica de cambio sustantivo en España que, a su vez, condicione el modelo de país y el de la construcción europea.
El riesgo es que la aplicación de solo medidas parciales muy insuficientes no frene la consolidación de todos los efectos negativos de las dinámicas estructurales desiguales y las políticas regresivas precedentes que siguen en vigor. El peligro es la generación de frustración social y desafección política hacia las izquierdas, vistas como contemporizadoras o impotentes para impulsar un cambio satisfactorio para las mayorías populares, cuestión más o menos manipulada y expandida por el poder establecido y las derechas que aparece en su guion demagógico.
Al mismo tiempo, resurge una y otra vez, la oportunidad para los poderosos de otra estrategia ‘centrista’, para atraer al Partido Socialista, romper el Gobierno de coalición y aislar a Unidas Podemos y sus convergencias, considerado el factor de empuje del cambio. Pretenden representar los intereses de esos grupos de poder y defender el continuismo estratégico y similar política económica y sociolaboral.
El presidente Sánchez y el sanchismo lo tuvo claro desde la misma noche electoral del 10-N: solo era posible una alianza de progreso de ambas formaciones con la cobertura de, al menos, parte de los nacionalismos periféricos, vasco y catalán. Ello define los tres grandes retos entrelazados: justicia social y modernización económica, junto con la democratización institucional, la regulación territorial y el modelo de Estado. Con otros dos desafíos adicionales de gran valor social y cultural y, también, estructural y de poder: la igualdad de género y la sostenibilidad medioambiental.
Tal es la reforma que necesita este país, cuyo futuro está abierto y con grandes dificultades, pero que depende en gran medida de la determinación y unidad del campo progresista.
[Antonio Antón es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor del blog https://www.antonio-anton-uam.es]
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