La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Albert Recio Andreu
Dos derechas y una izquierda débil
I
Estamos en una coyuntura crítica, y nada apunta a que la solución de la misma vaya a ser positiva. Una coyuntura en la que se combinan y solapan múltiples crisis —sanitaria, económica, social, política, ecológica—. Aunque unas se presentan con mayor intensidad que otras, en todas hay un mecanismo común de bloqueo: el enorme poder de la derecha política local. Una derecha que tiene capacidad de condicionar cualquier salida, de impedir la implementación de políticas necesarias y de generar un clima social donde lo irracional, lo identitario y lo emocional se imponen una y otra vez. Una derecha que se presenta en dos versiones —la derecha española y la catalana— que tienen un nexo común que comparten (como ha explicado con detalle Guillem Martínez en sus crónicas en CTXT): la combinación de propaganda y neoliberalismo. Dos versiones que además se complementan, en el sentido de que parte del vigor de sus proclamas depende esencialmente de la confrontación entre una y otra.
Su poder se concentra en su capacidad de influencia en puntos clave de la organización estatal y en una penetración en el orden social de largo alcance en el tiempo, asentada en una vasta red de organizaciones sociales. Es obvio que, a este nivel, el poder de la derecha española es muy superior al de la catalana; a una escala menor, sin embargo, esta última cuenta con una Administración consolidada en los años de Gobierno autonómico.
Su respuesta ante la pandemia es una buena muestra de este parecido. Madrid y Catalunya son las dos comunidades donde más lejos se había aplicado el programa neoliberal en la sanidad. Y también donde sus mandatarios más se han dedicado a desarrollar una retórica que ha tenido su principal hilo argumental en decir lo contrario de lo que proponía el gobierno. Han variado los tonos, más épico y racional el Torra, más desinhibido y cínico el de Díaz Ayuso, pero hay muchas similitudes de fondo: evitar la evaluación de responsabilidades, crítica persistente al Gobierno, apoyo de negocios privados (el costoso hospital madrileño, los contratos de rastreadores, los generosos pagos a la sanidad privada…) e ineficiencia manifiesta. Aunque en una competencia de este tipo siempre se puede hacer peor, y la Comunidad de Madrid parece dispuesta a no dejar que nadie le gane.
Donde es más obvio este poder institucional de la derecha es en su hegemonía en gran parte de la Administración Pública. El ejemplo más visible es en el poder Judicial, pero no el único. La derecha es claramente dominante en campos como el Ejército, la Policía o la Alta Administración Pública. Un control que es tanto el producto de un proceso de reproducción social inercial —basado en los recursos económicos, culturales, relacionales de las familias de las élites— como de una acción política consciente desarrollado tanto por el Partido Popular como por fuerzas que actúan en un plano menos visible, como el Opus Dei. El bloqueo al que el Partido Popular ha sometido al Tribunal Constitucional o al Consejo General del Poder Judicial es la muestra más extrema de esta influencia. Un auténtico abuso de poder en el que se combina su cinismo y desvergüenza, con un diseño institucional que lo favorece y hasta con la pasiva complicidad de sus oponentes en estas instituciones que en el fondo participan de un cierto nivel de intereses y valores compartidos. Si bien el bloqueo de estas instituciones es responsabilidad del PP, es difícil entender que los representantes de la izquierda no adopten una acción que ayude a romperlo, por ejemplo dimitiendo en bloque cuando su mandato ha caducado. Hay algo mal resuelto en la construcción del poder judicial, en su forma de decisión y en su ausencia de necesidad de rendir cuentas, cuando resulta tan patente la facilidad de manipulación sobre su composición.
En este campo, la derecha catalana es mucho más débil, aunque a nivel regional cuarenta años de poder autonómico han consolidado un importante poder local y han permitido crear un poderoso aparato propagandístico que favorece un elevado grado de hegemonía cultural. Uno de los muchos errores del procés fue no entender que su correlación de fuerzas era totalmente desfavorable, y que la Unión Europea no tenía ningún interés en propiciar una aventura secesionista en su flanco sur.
Ambas derechas, la catalana y la española, se apoyan en un esencialismo nacionalista y una concepción oportunista de la democracia que fácilmente se torna en autoritarismo. Esto es más evidente en el caso de la derecha española, continuadora de una larga tradición reaccionaria con la que nunca ha querido terminar. Es más sofisticado en el caso catalán, que ha tenido que sobrevivir con una historia y un medio social más complejo. Pero en ambos casos, son recurrentes tanto las manifestaciones xenófobas como las propuestas políticas autoritarias, como es el caso de la nonata constitución catalana de 2017. Esta misma semana el ínclito Torra ha manifestado que su proyecto es imposible porque hay demasiados funcionarios en Catalunya que cumplen la ley. Una referencia clara a los Mossos d’Esquadra, que actuaron contra los patriotas que actuaban violentamente en octubre de 2019 y contra el secretario del Parlament que acotó la actuación. Aznar o Pujol, Rajoy o Casado, Puigdemont o Torra; están todos muy cerca en su concepción de país unitario, de gestión autoritaria y de corrupción y neoliberalismo económico. Difieren sólo en el país en el que quieren aplicar su política.
Estas fuerzas, cada una con su poder relativo, han conseguido generar, de forma directa o indirecta un verdadero cierre de posibilidades reformistas. Por vía de utilizar toda su cuota de poder para frenar y romper cualquier dinámica de cambio, como se ha puesto de manifiesto con todo lo que atañe al territorio Villarejo, con la ofensiva judicial, con las maniobras de enroque de la Corona, con el bloqueo de las instituciones catalanas… Por su aplicación de políticas neoliberales que no sólo destruyen derechos y condiciones de vida, crean además las condiciones para crear abismos sociales y crispación allí donde es necesario desarrollar racionalidad y solidaridad. Y porque además su enfrentamiento estéril desvía la atención sobre los graves problemas estructurales de nuestra sociedad. Y engancha a mucha gente en una dinámica más próxima a los enfrentamientos entre hinchas de futbol que a un debate político.
II
El poder de las derechas, su capacidad de influir en la dinámica política, es muy grande. Entre otras cosas, por su estrecha relación con el poder económico, a cuyo servicio desarrollan muchas de sus estrategias (aunque no son mera correa de transmisión, como muestra la crispación que el procés generó en una buena parte del gran empresariado catalán). Y también porque, más allá de su espacio político, cuentan con fuerzas que asumen una buena parte de sus planteamientos y son incapaces de despegarse del bloqueo. Es el caso del PSOE y de ERC, incapaces ambos de hacer un planteamiento alternativo real en ámbitos muy diversos.
En el plano político, queda sólo el espacio de Unidas Podemos. Un espacio con insuficiencias notables, y siempre en riesgo de perecer (la disolución de En Marea es otro más de los episodios frustrantes a los que llevamos demasiado tiempo acostumbrados). Sin duda, parte de la debilidad es estructural, se carece de los recursos, los apoyos sociales, el poder mediático con que cuentan las fuerzas conservadoras. Esto nunca lo podrá tener ninguna organización que trate de defender a la gente sin poder, que trate de introducir cambios sustanciales en las instituciones y el funcionamiento social. Pero, con ser muy importantes, no todos los problemas vienen de ahí. Hay también algo en la concepción política de las diversas fuerzas de izquierda que les impide jugar mejor sus oportunidades.
Hay dos ideas básicas que forman parte esencial de la cultura de la izquierda radical: la necesidad de movilización social y la necesidad de transformación profunda de las estructuras. Ambas son ideas valiosas, pero a menudo se transforman en la búsqueda de dinámicas en las que predomina una visión mecanicista de las movilizaciones, y una esperanza de transformaciones en el corto plazo que resultan casi siempre defraudadas. Lo peor es que esta lectura sesgada deja fuera ámbitos importantes. En primer lugar, la necesidad de un conocimiento preciso del tejido de instituciones, normas y procesos sobre los que se asienta el poder del capital y la derecha, pues se tiende a infravalorar ese poder, su complejidad y densidad. Y, con ello, la posibilidad de desarrollar estrategias que identifiquen las debilidades, los puntos de ruptura, y las posibilidades de las coyunturas. A menudo, tengo la sensación que demasiadas veces nos empeñamos en tratar de derribar el muro a cabezazos. En segundo lugar una minusvaloración de la densa red de mecanismos en los que se construye la hegemonía, en cómo se organiza la vida de la gente, en cómo se construye una sociedad civil alternativa más allá de la acción política. Y, en tercer lugar, una prevalencia de la acción política convencional, ya sea en el plano institucional o en el de las movilizaciones. Demasiadas veces nuestros líderes parecen grandes generales con poca tropa.
La nueva política no ha servido para superar estas carencias. Lo cual es paradójico, si se toma en consideración la cantidad de licenciados en Ciencias Políticas y Sociología que han nutrido sus filas. Su éxito se ha basado en saber aprovechar una buena coyuntura y realizar una eficaz campaña comunicativa. Pero se ha desvanecido cuando la coyuntura ha sido menos favorable, su entrada en las instituciones no ha colmado las enormes expectativas generadas en 2015 (era inevitable dada la correlación de fuerzas y los propios límites de la política convencional), y el exceso de egos y la ausencia de claridad en la resolución de conflictos ha provocado desencantos y desencuentros. Era demasiado insensato pensar una generación de nuevos activistas podía resolver en poco tiempo lo que las anteriores no supieron hacer.
Han tenido, además, mucho ruido ambiental que ha despistado a más de uno. En este sentido, el éxito de la derecha catalana es haber sabido generar una dinámica que podía parecer democrática radical, y ahí también se han perdido muchos esfuerzos atizados por personajes ambiciosos y anclados en lecturas viejas de la realidad.
Hoy estamos ante una situación que exige una amplia acción social para evitar las diversas catástrofes que llaman a la puerta. La crisis del Covid-19, lejos de ayudar a construir una conciencia clara de lo que es fundamental, se ha convertido en una centrifugadora de la que puede salir cualquier cosa. Y, mientras la extrema derecha muerde y la situación empeora, tenemos una enorme debilidad para hacerle frente. Con una izquierda institucional que hace lo que puede (y algunas cosas bastante bien) pero que ni tiene una buena organización ni ha sido capaz de hilar un tejido social capaz de sostener una respuesta sostenida. A riesgo de resultar pesado, insisto en que hay que reaccionar. Y empezar a construir una respuesta a diversos niveles.
29 /
9 /
2020