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Juan Torres López

Fin de la alarma: evaluación de daños y expectativas

Tres meses después de haberse declarado el estado de alarma, el confinamiento de la población y el cierre de la mayor parte de la actividad económica este fin de semana comienza una nueva fase de la pandemia.

Lo ocurrido no ha sido muy diferente de lo que muchos habíamos advertido que iba a producirse, una crisis completamente distinta a cualquier otra que ocasionaría el daño económico más grande y producido en menor tiempo de los conocidos en la historia moderna.

Pero lo que hasta ahora nos ha dejado la pandemia en términos económicos no es algo que destaque solamente por su magnitud. Yo creo que hay que tener en cuenta otras circunstancias para poder evaluar lo que no ha sucedido y, sobre todo, para tratar de intuir cómo será lo que ya tenemos a la vuelta de la esquina.

A mi juicio, las principales conclusiones que se pueden extraer de esta fase son las que expongo a continuación y con las que termino esta primera serie de artículos con los que he tratado de seguir, casi día a día, las consecuencias económicas de la pandemia.

• Cuando se ha acabado el confinamiento y ahora que termina el estado de alarma no tenemos ninguna seguridad de que no vuelva a ocurrir lo que hemos vivido. El riesgo de que el virus no detenga su propagación y se recrudezca el problema sanitario es muy grande y hemos de ser conscientes de que, si eso se produjera, el daño económico sería incomparablemente mayor al sufrido hasta ahora. A la fase de alarma debería seguir otra de alerta disciplinada, y no parece que eso sea precisamente lo que vemos a nuestro alrededor.

• Al terminar esta primera fase de la pandemia, no volvemos a la normalidad ni a la situación en la que estábamos anteriormente. Miles de empresas no han podido abrir, muchas de ellas seguramente no van a hacerlo ya nunca más, sectores enteros sólo podrán funcionar a ritmo lento durante bastante tiempo (en el mejor de los casos), millones de personas perderán definitivamente su empleo y se van a necesitar recursos financieros para hacer frente a todo esto que van a ser materialmente inaccesibles para muchos países. Sin poner sobre la mesa reformas profundas del sistema financiero internacional será imposible aliviar las secuelas de la pandemia.

• No se vuelve a la actividad homogéneamente. Ni lo harán todas las actividades económicas en los países que se reactiven antes, ni todas las economías volverán a ponerse a funcionar al mismo tiempo. Eso quiere decir que, durante algún tiempo, va a haber escalonamientos y fracturas que van a impedir que las economías se recuperen lo suficiente, aunque su primer repunte esté siendo, como es lógico, acelerado. Estamos comprobando que no es igual una crisis en la que la actividad cae en todos los sectores más o menos por igual (aunque sea mucho) que otra, como la de ahora, en la que se paraliza por completo una parte de ella. Y mucho menos, cuando lo que se paraliza totalmente es una proporción elevada de la economía, aunque otra siga adelante incluso a mayor velocidad. El funcionamiento asimétrico de los motores o soportes de cualquier cuerpo termina provocando al final daños a toda la estructura, incluida la que parecía haber funcionado con normalidad o incluso éxito. Y, además, eso hace que sea muy complicado conseguir que el dinero que se inyecte para la reactivación sea plenamente efectivo para generarla. Los problemas globales necesitan respuestas de esa misma escala, aunque hayan de hacerse operativas a escala singular o local.

• Ha habido una coincidencia casi total en que la único medio que había para hacer frente a la situación era que los Estados se hicieran cargo de los ingresos que dejaban de obtener las empresas y las personas y no ha habido organismo internacional que no haya animado a gastar lo necesario para ello. Sin embargo, es obvio que no todos los países estaban en condiciones de disponer de los recursos suficientes. Los que se les han proporcionado están siendo muy escasos, nunca sistemáticos y, casi siempre, a base de ampliar su endeudamiento, de modo que la solución para esta crisis se convertirá sin remedio en la antesala de otras, de deuda y financiera, además de la industrial que ya se estaba larvando antes de la pandemia y que se refuerza cuando han comenzado a romperse las cadenas de suministro globales y a caer las ventas en todos los países. Con una globalización que no tiene más orden ni concierto que el conveniente para la ganancia de las grandes corporaciones multinacionales y con la deuda como único motor de las economías no hay forma de combatir las pandemia ni a las crisis de cualquier tipo que sean porque son los factores que amplifican sus efectos dañinos.

• Una vez más se ha demostrado que nuestra civilización tiene recursos de sobra, pero no voluntad política para tomar medidas globales que permitan hacer frente solidariamente a los grandes desafíos del planeta. Incluso en la búsqueda de una vacuna está primando la competencia y el afán de lucro. Así, la crisis provocada por la pandemia ha vuelto a mostrar que el mundo no tiene ni liderazgo efectivo, ni proyectos civilizatorios capaces de aunar voluntades, ni instituciones para plantear soluciones a los grandes problemas del planeta. Ni siquiera, cuando se trata de hacer frente a una emergencia sanitaria. La negativa de países como Alemania a vender a Italia los productos sanitarios que necesitaba con urgencia es la prueba manifiesta de que, hasta en la que se precia de ser la cuna de la civilización democrática, lo que predomina es el egoísmo y el principio de que se salve el que pueda. Un principio estúpido siempre, pero mucho más cuando el peligro lo genera un virus que no entiende de fronteras ni de credos políticos. Hacen falta gobernanza e instituciones que permitan tomar decisiones democráticas a nivel mundial.

• Una vez más, aunque ahora de un modo especialmente nítido, se ha podido comprobar que los mercados no pueden resolver todos los problemas de las sociedades y que, sin un Estado potente y en buen funcionamiento, es imposible hacer frente a la inseguridad y a los peligros más graves de nuestro tiempo. El desmantelamiento al que se ha ido sometiendo en los últimos decenios es la causa de que no se haya podido actuar con rapidez y plena eficacia ante la propagación del virus y de que los daños económicos vayan a ser mucho más graves de lo que podían haber sido con buenos servicios públicos y con gobiernos con buen acceso a la financiación. Fortalecer los servicios públicos y garantizar recursos suficientes para los Estados es una precondición esencial si no se quiere volver a vivir crisis como la que estamos viviendo.

• Las respuestas que hasta ahora se la han dado a la pandemia son de alivio, para evitar la catástrofe, pero no han abordado los problemas estructurales en cuyo seno se ha producido y que la agravan. Es más, se ha aprovechado la crisis de la Covid-19 para apuntalar de cualquier manera, por decirlo gráficamente, edificios en riesgo de ruina. Eso explica que las bolsas vivan una auténtica fiesta en medio de una debacle económica, que se esté permitiendo que la deuda crezca sin para sin poner sobre la mesa ningún tipo de solución a esa bomba de relojería, que la banca siga acumulando productos financieros peligrosísimos gracias a los recursos y al apoyo que recibe de los bancos centrales, que se estén tomando medidas sin tener en cuenta que aumentan todavía más la desigualdad, o que no se haga nada para evitar que se derrumben países enteros o incluso continentes (América Latina está al borde del precipicio). Hay que frenar la financiarización, desmantelar la industria financiera que ahoga a las economías y abordar los grandes problemas que conforman el medio ambiente en el que se amplifica en efecto de pandemias como la actual y que volverán a darse con la misma u otra forma en el futuro.

• Es cierto que esta crisis ha renovado las propuestas de cambio, que ha permitido concretar aún más los proyectos de nuevos tipos de actividad y organización de la vida económica y que ha subrayado la necesidad de darle la vuelta a los principios de nos gobiernan `pero la realidad es que no están logrando convertirse en referencia intelectuales potentes y mucho menos en guías efectivas de las políticas gubernamentales. Quienes hasta ahora han mantenido el discurso dominante de que basta con privatizar todo, dejar que el mercado resuelva todos nuestros problemas y hacer que la intervención estatal sea la menor posible están, de momento, noqueados. Sería surrealista que los poderes económicos y sus empleados defiendan todo esto cuando están pidiendo como locos que el estado se haga cargo de todos sus gastos, pero no tardarán en volver a la carga y las propuestas alternativas volverán a quedar difuminadas si no se plantean con renovada fuerza y de otra manera. La deliberación social y la democracia son los mejores escudos para hacer frente con éxito y justicia a las crisis económicas. Si todo esto se puede establecer con carácter general, para todo el mundo, a escala regional las cosas no presentan un mejor aspecto.

La Unión Europea está desempeñando, otra vez, un papel francamente decepcionante, justo cuando más se la necesitaba como referente mundial y cuando más se hubiera necesitado como espacio de democracia, de eficacia y civilización frente a la pandemia.

La falta de verdadera unión entre los gobiernos de sus países miembros se está haciendo ya proverbial y constituye un obstáculo fatal a la hora de tomar decisiones, incluso frente a problemas tan graves y de soluciones tan aparentemente simples como las que requiere una crisis motivada por una emergencia sanitaria inesperada.

El problema de Europa no es otro que está diseñada sobre principios que benefician de un modo muy asimétrico a sus distintos países miembros y de ahí que cualquier modificación de los modos de funcionamiento habituales suponga una amenaza de pérdida de privilegios que los países beneficiarios no se atreven a asumir. Las consecuencias son trágicas y pueden ser definitivas: las economías más fuertes están aprovechando la crisis para reforzarse todavía más. Su objetivo en esta primera fase ha sido preservar la potencia de sus grandes empresas para hacerlas todavía más «campeonas». Sólo cuando eso lo tengan garantizado y las economías de la periferia estén en situación más desesperada, se comenzará a plantear (también de un modo muy asimétrico) la disposición de recursos para la nueva etapa de reconstrucción.

La Unión Europea no ha estado nunca más lejos de ser solución y no fuente de problemas, y de ahí que su atractivo para la ciudadanía europea esté igualmente bajo mínimos. Según la última encuesta de Eurofund, la puntuación media de la confianza ciudadana en la Unión Europea es de 4,6, la máxima —en Finlandia sólo de 6,5— y en la mitad de los países no pasa de 5. Sólo un milagro (o el autoritarismo con el que están diseñados) evitará que esta pandemia no inicie un proceso de desintegración de la Unión o del euro.

España, por fin, ha sufrido en mayor medida la crisis, como era de esperar, debido al mayor peso del sector turístico y, en general, de los sectores basados en el consumo social. De ahí, también, que nuestra recuperación vaya a ser más lenta, con menor fortaleza y presentando mayor riesgo de rebrote si no se toman las medidas adecuadas.

A mi juicio, el gobierno ha hecho —en materia económica— lo que ha podido y lo ha hecho bien, aunque también creo que eso ha sido claramente insuficiente. El riesgo de verse afectado por problemas de financiación en los mercados, a pesar de la intervención permanente del Banco Central Europeo, y la falta del suficiente respaldo político quizá sea lo que ha impedido tomar medidas más valientes y contundentes, aunque quizá ni siquiera así se hubiera podido evitar el daño, teniendo en cuenta nuestra especialización productiva tan escorada a los servicios personales y que nuestra industria más potente depende mucho del exterior.

Me temo que el mayor problema que vamos a tener en el futuro inmediato es que no se ha aprovechado esta crisis para aumentar los consensos básicos y la unidas social, la complicidad y el apoyo efectivo de la población, los cuales podrían ser el bastión de defensa más potente ante la ofensiva ya iniciada por las élites oligárquicas que han gobernado siempre en España y que ahora no tienen otro objetivo que apropiarse de la mayor parte del dinero que se va a poner en la economía mediante los diferentes programas de reconstrucción. Siempre han querido todo para ellos y no van a dejar de quererlo ahora. La tentación de renunciar a principios de equidad para ganarse a las élites intelectuales del centrismo reforzando las tesis económicas más planas y convencionales no llevará muy lejos. La opción es ampliar el apoyo ciudadano, eso sí, fortaleciendo el compromiso con la justicia distributiva, la lucha contra la corrupción, la búsqueda de la mayor eficacia en la intervención pública, el mantenimiento de los servicios públicos y la reforma de nuestra economía para aliviarla de la losa que le imponen los grupos oligárquicos y no para reforzarlos.

Las expectativas en todo el mundo, en Europa y en España no son muy halagüeñas. No nos engañemos. El capitalismo de nuestros días no sabe funcionar sin un creciente protagonismo de la industria financiera, el capital más poderoso ha generado una auténtica aversión a los controles y vive tan sólo para buscar el beneficio más alto y rápido operando en todo el planeta como quien mueve las fichas de un juego de mesa, se ha negado a sí mismo, dejando de ser un generador incesante de modernidad y acumulación productiva para convertirse en un productor artificial de escasez, y es cada día más incompatible con cualquier tipo de límite de la desigualdad o del daño ambiental y con las instituciones democráticas.

La pandemia está mostrando para quien quiera verlo que es muy difícil combatir un virus y hacer frente al daño económico que produce su difusión cuando se está contaminado y enfermo de otros males, de desconocimiento, de egoísmo y avaricia, de afán de lucro ilimitado y de insolidaridad y falta de empatía con los demás seres humanos, cuando no se es capaz de entender lo que sucede a nuestro alrededor, de mirar a largo plazo, ni entender que hay problemas que son retos que nuestra especie debe abordar colectivamente porque lo que está en juego es que desaparezca la vida en este planeta en unas cuantas generaciones.

De la alarma nos convendría pasar a la alerta pues los grupos oligárquicos de todos los países del mundo han concentrado tanto poder económico, político y mediático que ya ni siquiera necesitan dar golpes militares. Las basta con sembrar el caos en las economías haciendo que todo funcione cada vez peor o que deje de hacerlo. En medio del descontento y de la desinformación ciudadana que ellos mismos provocan, les basta entonces con hacer responsables, incluso penalmente, a los gobernantes que se salieron de su partitura y sustituirlos por los suyos. Eso es lo que nos espera, también en España, si la población que está cada día más despojada de bienestar y de derechos no despierta y reacciona.

 

[Fuente: Público]

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2020

¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.

John Berger
Doce tesis sobre la economia de los muertos (1994)

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