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Antonio Antón

Desafíos para el Gobierno

El principal reto para el Gobierno de coalición, entre el Partido Socialista y Unidas Podemos y sus convergencias, es la consolidación de su proyecto de cambio de progreso, con su readecuación a la nueva realidad de la actual crisis sobrevenida. Supone la reafirmación de la unidad gubernamental y la mayoría progresista de la investidura, con el refuerzo de su legitimidad pública y la gobernabilidad institucional, así como la neutralización de la estrategia confrontativa y de desgaste de las derechas.

El cambio de contexto, derivado de la crisis sanitaria por la Covid-19 y la consiguiente crisis social, económica y vital, modifica el marco de los planes gubernamentales iniciales y, junto con la respuesta inmediata a la citada crisis, exige una adaptación de su proyecto en los dos planos: a corto y a medio y largo plazo. Más allá de la ambigüedad de ciertas palabras, como modulación o adaptación del proyecto gubernamental pactado, voy a valorar los desafíos del Gobierno, junto con la explicación del fracaso de la estrategia confrontativa de las derechas y el riesgo de la nueva estrategia ‘moderada’ que ha reaparecido, con su correspondiente objetivo de reajuste centrista para encarar la crisis social, económica e institucional.

El fracaso de la estrategia confrontativa de las derechas

Las derechas del Partido Popular y Vox han adoptado una estrategia de confrontación abierta con el Gobierno legítimo de coalición progresista. Se enmarca en un nuevo pulso político y social, no exento de tergiversación discursiva y maniobras políticas ilegítimas. Pretende condicionar el sentido de la reorientación programática gubernamental y sus prioridades de justicia social y diálogo territorial. Busca la deslegitimación pública de la coalición progresista, especialmente contra Unidas Podemos, y sus apoyos parlamentarios. Intenta, a toda costa y con métodos poco democráticos, retomar el poder institucional, que considera propio.

La confrontación política, como dice Josep Ramoneda, es consustancial a la disputa por el poder, desde la constatación de la existencia de intereses y posiciones contrapuestos. La concordia total, incluso dentro del tradicional bipartidismo, es irreal, salvo cuando comparten objetivos frente a terceros que cuestionan sus consensos de Estado. Pueden conformarse por dos tipos de condicionamientos: la entidad de las demandas populares igualitarias y democratizadoras, como en la transición política o frente a la protesta social progresista frente a la austeridad y el déficit democrático en la pasada crisis social y económica; o por intereses ‘nacionales’, percibidos y compartidos, hoy inusuales frente a poderes extranjeros. Las derechas lo pretenden sustituir, frente a los nacionalismos periféricos, con una nueva versión de un nacionalismo español reaccionario y conservador que demuestra su debilidad articuladora de la realidad plurinacional. La pugna política de cada bloque ideológico y de poder por la prevalencia en definir su contenido y hegemonizar su representación nunca se abandona.

Frente a la idea de que con los grandes acuerdos todo el mundo gana, especialmente la ciudadanía, prevalece la búsqueda o la ampliación de las ventajas comparativas de los grupos políticos en su legitimidad pública y el control institucional. Incluso en los acuerdos parciales y, particularmente, en el uso mediático de ese deseo de unidad, avalado por la gran mayoría de la población, no se puede ocultar el interés de cada parte por incrementar su prevalencia relativa frente a la contraparte para consolidar su proyecto particular en torno a una estructura de poder y su base social diferenciada.

El diálogo, la deliberación compartida y la convivencia democrática son necesidades y valores fundamentales para una sociedad y la resolución de los conflictos grupales e interpersonales. Son actitudes cívicas básicas. Otro nivel es cuando nos referimos, como ahora, a las estructuras de poder, donde predomina las relaciones de fuerza social, el control económico y político institucional para sacar (o imponer) más o menos ventajas de influencia en los procesos de presión/negociación o de rupturas/acuerdos. Ese realismo analítico y político de los conflictos sociales e internacionales, entre grandes corrientes político-ideológicas, representativas de amplias bases sociales y grupos de poder, es más certero que el irrealismo de un interés compartido sin pugna hegemonista de poder. Las derechas conservadoras lo suelen tener claro. Ciertos centristas socioliberales y algunas izquierdas ingenuas, no tanto.

Las tensiones actuales

En la crisis actual confluyen cuatro tipos de tensiones. Primero, por la consolidación (o no) de una dinámica de progreso, con el fortalecimiento de las fuerzas progresistas y su prevalencia institucional ―incluso mirando a una segunda legislatura― frente a la alternativa regresiva y autoritaria de las derechas.

Segundo, en torno a la necesidad de una recuperación económica, social y democrática, incluyendo un proyecto de modernización productiva, pero sobre todo, por una mejora de los servicios públicos del Estado de bienestar con el avance en los derechos sociales y laborales que frenen la precariedad sociolaboral y salarial, faciliten el reequilibrio de poder en las relaciones laborales y de empleo y garanticen el Estado de bienestar.

Tercero, la regulación de la plurinacionalidad, dando salida pactada al conflicto en Cataluña y, más en general, a la problemática territorial.

Cuarto, la conformación de una nueva experiencia vital en las relaciones sociales, familiares y comunitarias, más igualitarias, así como en las referencias simbólicas y culturales, más solidarias; en particular, afecta al necesario reconocimiento del papel de la mayoría de las mujeres, con su sobreesfuerzo adicional en la atención de los cuidados y la reproducción y asistencia social y, especialmente, ante la persistencia y el riesgo de agravamiento de la desigualdad en distintos ámbitos profesionales, institucionales, relacionales y vitales, objeto ya de una amplia protesta feminista.

Existe, por tanto, una pugna por el poder, inserta en distintos proyectos de país, habitual en las democracia liberales y tamizadas por otros intereses compartidos, a veces considerados políticas de Estado u objetivos nacionales. Pero lo específico de la estrategia del Partido Popular, espoleado por la presión de Vox y la recomposición de la hegemonía de las derechas, es que su agresiva confrontación está subordinada a su estrategia política de reconquista inmediata del poder institucional, sin escatimar medios y recursos fácticos, sobrepasando su función de oposición y control parlamentario y de alternativa democrática.

Por un lado, pretende frenar los avances sociales y democratizadores y evitar la gobernabilidad progresista; por otro, busca crear un marco de crisis de legitimidad del Gobierno de coalición presidido por Sánchez para conformar una alternativa de poder, con la manipulación de poderes fácticos y mediáticos y con la expectativa de elecciones anticipadas. Pero ya se atisba el fracaso de sus objetivos maximalistas a corto plazo y necesita modular su estrategia.

Los retos inmediatos

Derivados de esa polarización entre las derechas y las izquierdas (y los nacionalismos), existen tres retos inmediatos e interrelacionados para resolver por el Gobierno de coalición y garantizar su sostenibilidad a medio plazo, con suficientes apoyos sociales y parlamentarios.

Primero, aprobar unos presupuestos generales progresivos que impulsen la reactivación económica y del empleo y refuercen los servicios públicos, en particular la sanidad pública y la atención a la dependencia. Va de la mano de la negociación e implementación del paquete europeo de financiación de unos ciento cuarenta mil millones de euros (mitad transferencias y mitad préstamos), eje articulador de un programa modernizador y participativo (también del mundo empresarial) para la recuperación económica; exige una buena selección de las prioridades de la inversión social, concretando su no condicionalidad, más allá de cumplir con los objetivos básicos de la recuperación, y garantizando la capacidad fiscal de las Administraciones Públicas para hacer frente a la ampliación del déficit y la deuda (privada y pública), derivada de la actual crisis económico-sanitaria.

Segundo, una vez aprobado el Ingreso Mínimo Vital contra el empobrecimiento y otras medidas urgentes como los ERTES, se trataría de reforzar a medio plazo el llamado escudo social y la recuperación del empleo decente y los salarios dignos, con la correspondiente derogación de la reforma laboral, el reequilibrio en las relaciones laborales y el abordaje de la precariedad laboral.

Tercero, retomar el diálogo territorial, con una reforma de conjunto de la vertebración del país y su modelo institucional y, en particular, encauzar de forma inmediata el conflicto sobre Cataluña.

Pues bien, estos tres desafíos se agolpan en este otoño en que se deben asentar las alianzas políticas y el segundo paso sustantivo (el primero con sus altibajos y reconsideraciones es el de este primer semestre desde la investidura) para afianzar el proyecto compartido de Gobierno, su unidad y su garantía de futuro.

Por tanto, a corto plazo y sin comprobar los resultados de su estrategia en la próxima etapa, no es esperable una reconsideración estratégica y global por parte de la dirección del PP (con la presión de Vox). Como decía en el reciente artículo “El gran pacto, improbable”, sus expectativas y su prioridad se basan en deslegitimar y derrotar al Gobierno a corto plazo, de forma torticera, y eso hace improbable (como también cree la mayoría social) el gran pacto por la reconstrucción social y económica que se debate en el Parlamento. Pero eso le impide condicionar parcialmente, que es lo que pretende la dirección de Ciudadanos, las medidas de progreso, aunque se tenga que sumar a algunas de ellas, como el IMV, dado su gran respaldo social (más del 83%, según el CIS). Así, las derechas se pueden mantener en esta estrategia de la confrontación agresiva hasta la resolución de estos retos, hasta comprobar la sostenibilidad y la garantía política, institucional y económica de la implementación del proyecto progresista del Gobierno… o moderar su alcance y su ritmo, según la hipótesis de la estrategia centrista emergente que también conviene contemplar.

La nueva estrategia centrista

En contra de la estrategia confrontativa, visceral y reaccionaria del Partido Popular (y Vox), existe una percepción mayoritaria entre la ciudadanía de la esterilidad de esa política para el interés colectivo; casi tres cuartas partes desearían que se llegasen a acuerdos amplios. Es lo que ha percibido la dirección de Ciudadanos con su nueva actitud negociadora. Además, con su actitud crispada, manipuladora y autoritaria el PP debilita su carácter democrático y pluralista. También dificulta su legitimidad social como defensor del interés común de la ciudadanía, a pesar del intento (fallido) de apropiarse del lenguaje común, incluido el sentido patriótico que asimila al nacionalismo español más reaccionario y conservador.

El interés colectivo y unitario está legitimante representado por el Gobierno y el Parlamento. No obstante, los puentes del consenso político e institucional se agrietan y, salvo algunas medidas parciales de gran legitimidad social (como el Ingreso Mínimo Vital-IMV), predomina en las derechas la estrategia de desgaste público, su cohesión partidista en plena competitividad entre ellas, en torno a la recomposición de la hegemonía en las derechas. Su objetivo: dividir, moderar y desalojar del gobierno a las fuerzas progresistas e impedir la dinámica de cambio de progreso. No obstante, está condenada al fracaso y ya hay voces en su interior que exigen su modulación.

La estrategia de la derecha del PP (y su acompañante e inductor Vox), de confrontación abierta y manipuladora contra el gobierno de coalición progresista está en vías de ser derrotada. Resurge así otra estrategia paralela que defino de recomposición y continuidad centrista. Empiezo por sus precedentes y el contexto actual de fuerzas sociopolíticas y legitimación cívica que aventura su fracaso, sin infravalorar su dimensión y sus objetivos políticos perniciosos y que conllevaría negativas consecuencias sociales.

Tras las elecciones generales del 10-N se conforma una alianza de progreso entre PSOE y Unidas Podemos y sus convergencias, con un programa básico de cambio progresista y una mayoría parlamentaria que da la investidura gubernamental al socialista Pedro Sánchez. Las derechas, desalojadas del Gobierno un año antes por la exitosa moción de censura, salen derrotadas y más divididas. Tras un lustro de planes continuistas e intentos normalizadores, se inicia una etapa de cambio, liderado por un gobierno progresista de coalición, con un proyecto de país que abarca una agenda social, feminista y territorial, así como un impulso a la modernización económica y productiva.

Permanecen las tres grandes tendencias político-ideológicas: las izquierdas, con su diferenciación entre Partido Socialista y Unidas Podemos, pero que mantienen la unidad de su proyecto progresista compartido; las derechas, con la radicalización confrontativa del Partido Popular y Vox y las fisuras con Ciudadanos, sin capacidad de alternativa de poder, y el heterogéneo sector de los nacionalismos (y regionalismos) periféricos.

Pues bien, en el ámbito gubernamental solo caben dos opciones: el pacto de las fuerzas progresistas o de izquierdas (PSOE/UP y sus aliados) que, con otras fuerzas nacionalistas (PNV, ERC, EH-Bildu…), tienen mayoría absoluta para garantizar una gobernabilidad democrática y social; o el pacto de las tres derechas, impotente para ser alternativa gubernamental y que pretende serlo con el apoyo de otras fuerzas fácticas y mediante el acoso y derribo de la coalición progresista.

Esas alternativas institucionales, con el pacto gubernamental y de investidura, no son modificables… hasta unas nuevas elecciones generales. Una cuestión es la geometría variable para aprobar determinadas medidas parciales. Una mera ampliación de los apoyos de Ciudadanos, incluso del Partido Popular, a alguna medida progresista o neutra, desde el refuerzo de la unidad de la alianza gubernamental y el proyecto compartido, no es problemática. Ayudaría a la estabilidad institucional y la fluidez de la recuperación socioeconómica.

Pero las derechas y los poderes económico-financieros no van por ahí. La nueva estrategia centrista es más ambiciosa con un objetivo más de fondo: la reorientación de las prioridades de la política social, económica y territorial; la modificación sustancial del programa progresivo de Gobierno. Las presiones van hacia un reequilibrio del campo de las alianzas, con un menor peso de UP y sus convergencias (y todavía menos de ERC y EH-Bildu) y mayor influencia de las organizaciones empresariales (y otros grupos fácticos), mediados por C’s, sectores moderados del PP y algunas de sus Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, así como de sectores socialistas afines al expresidente Felipe González y el anterior susanismo. 

Por tanto, el aspecto principal que está detrás de esa operación de la versión amable, sin abandonar totalmente la confrontación, es la eventualidad de un giro centrista, con una reinterpretación o modulación de las políticas públicas gestionadas por la dirección socialista e impuestas al Gobierno, condicionando al propio presidente Sánchez, particularmente en las tres áreas socialmente sensibles.

Primero, la limitación o aplazamiento, de acuerdo con el emplazamiento de los grandes bancos y empresas, de las reformas sociales y laborales de progreso. Buscan evitar el reforzamiento de los servicios públicos, el empleo decente y las pensiones dignas, que son imprescindibles para ampliar y consolidar el escudo social iniciado con las actuales medidas básicas y que, ahora, son más necesarias para garantizar la seguridad y el bienestar de la mayoría social y prevenir los efectos de la nueva crisis.

Segundo, el freno a una sustancial reforma fiscal progresiva, que dé soporte a la gran inversión social necesaria; solo asimilando nuestra presión fiscal a la media europea ya se conseguirían en dos años esos ciento cuarenta mil millones de euros aportados por la Unión Europea, que permitirían mayor autonomía para el desarrollo económico y social del país. Pretenden menor autonomía y mayor dependencia del núcleo dominante de la UE.

Tercero, el congelamiento del diálogo respecto de Cataluña, con la consecuencia del bloqueo y pudrimiento del conflicto en la sociedad catalana, así como la menor estabilidad institucional en España, con mayor dependencia de las derechas y el nacionalismo español reaccionario.

Comparte objetivos con la versión dura del PP (y Vox), pero en un tono más blando, pero no por ello menos firme y contundente.

La reinvención del sanchismo

El sanchismo se forjó con la firmeza y la resistencia de Sánchez y su grupo afín frente a la pretensión de las derechas y la mayoría de la dirección socialista de subordinar al propio PSOE ante el dominio del Gobierno de Rajoy, en aras de ‘su’ gobernabilidad. Su alternativa era clara: rechazar esa hegemonía de la derecha, garantizarse la prevalencia socialista de la gestión gubernamental y priorizar un proyecto centrista (en lo económico-laboral, lo social y lo territorial) de la mano de Ciudadanos y con la marginación de Unidas Podemos. Esa ambivalencia del control del poder por el Partido Socialista con un proyecto y alianza centrista finalmente derrotó al pacto susanista con la derecha.

La experiencia continuista de ambas estrategias, con diferencias sustantivas y pugnas sangrientas, que duraron un lustro, terminó en fracaso en la noche electoral del 10-N-2019: la preponderancia institucional del sanchismo, que hasta el último momento quiso conseguir gobernar en solitario con suficiente representatividad y pactos de geometría variable, solo era posible con la coalición progresista con UP y sus convergencias y el apoyo de grupos nacionalistas periféricos. La operación gran centro no era posible tras la debacle de C’s, ni tampoco el pacto con el PP. El realismo del equilibrio institucional de la coalición progresista se impuso.

Pero, como decía, el sanchismo debe reinventarse para hacer frente a la nueva estrategia centrista, cuyo objetivo último es la ruptura del pacto PSOE/UP (y el apoyo nacionalista) y un reequilibrio del Gobierno; incluso su sustitución en la presidencia del Gobierno, algo difícil sin una fuerte crisis interna, un gran cerco mediático y fáctico y un amplio desapego social. En ello están, empezando por la neutralización de una salida de progreso a los tres desafíos inmediatos para este otoño: presupuestos progresivos, junto con la negociación e inversión del paquete europeo para la recuperación económica y social; refuerzo del escudo social, los servicios públicos y los derechos laborales; impulso del diálogo territorial.

Salvado ese escollo el horizonte quedaría más despejado para el Gobierno y su proyecto compartido, pero no está exento de nubarrones. Falta por definir mejor la estrategia socialista a medio plazo, incluido para la próxima legislatura, al margen de los planes partidistas para modificar los porcentajes representativos a su favor a efectos de imponer mejor esa geometría variable; es decir, para romper la dependencia que le supone su insuficiente representatividad para garantizar un gobierno en solitario y su necesidad de acuerdo con UP. La ambigüedad en ese campo futuro, pero operativo en el presente, no fortalece la confianza mutua. La opción de centroderecha tiene apoyos fácticos poderosos y hace falta unidad y determinación por una salida progresista y democrática.

Las presiones de los poderosos, incluidas las de las instituciones europeas, para esa reorientación continuista, sin revertir los grandes recortes y ajustes regresivos precedentes, son importantes y se pueden acentuar. Es la ilusión y el proyecto de fondo de los poderes establecidos y las derechas españolas: la neutralización de un proceso progresista y popular de significativo peso social e institucional que ha cuestionado durante una década la gestión regresiva y autoritaria de la crisis anterior. Y, aunque, debido a su amplia deslegitimación cívica, esos grupos dominantes ahora no han podido aplicar similares recetas de prepotencia y austeridad, sí que persisten en el control del poder, la estabilidad del marco económico neoliberal y desigual, con los mínimos costos para garantizar una mínima cohesión política de la Unión Europea, conservando sus ventajas comparativas.

Por tanto, reconducir la experiencia española de progreso constituye un freno a las expectativas de un frente del sur europeo (con Italia, Portugal y Grecia, pero también Francia), por una construcción europea más social y solidaria, frente a la hegemonía alemana (y de los cuatro países ricos del Norte).

En consecuencia, aparte de las implicaciones estratégicas y de alianzas, lo sustantivo para la mayoría social en España, especialmente la gente joven precarizada, base social fundamental para las fuerzas del cambio de progreso, sería evitar el corrimiento de las prioridades de las políticas públicas en esos tres campos fundamentales: sociolaboral y de empleo decente; fiscal/Estado de bienestar/modelo productivo, y territorial. Es, precisamente, la falta de coherencia programática, la ambigüedad estratégica y el vacío teórico socialistas, lo que proporciona, por una parte, mayor incertidumbre política frente a los proyectos compartidos de progreso a medio plazo y, por otra parte, el tacticismo de sus alianzas, derivadas más de posibilidades de prevalencia en la gestión institucional que de la convicción de un proyecto democratizador y modernizador compartido.

En definitiva, ante el fracaso de la estrategia confrontativa del PP (y Vox) resurge otra estrategia paralela, más sutil en lo discursivo aunque ambiciosa en sus objetivos y poderosa en sus recursos y métodos: la presión fáctica, revestida de diálogo transversal con vetos y amenazas, para reorientar la acción gubernamental hacia el centrismo continuista, particularmente respecto de los tres grandes ejes transformadores: la agenda sociolaboral, la justicia fiscal (de ingresos y gastos públicos) y el diálogo territorial. Supone la moderación de la amplitud y el ritmo del programa compartido de la coalición progresista y sus apoyos, su modificación centrista con el pretexto de las presiones fácticas y europeas, el reajuste del equilibrio gubernamental, neutralizando el sanchismo y, en todo caso, el debilitamiento del papel sociopolítico e institucional de Unidas Podemos y sus convergencias. Con la reinvención del sanchismo y la firmeza de UP, junto con el apoyo cívico, se le puede derrotar.

Un fuerte consenso social progresista

La estrategia normalizadora de una gestión regresiva y autoritaria de la crisis no se ha podido consolidar estos dos últimos lustros, particularmente, por la oposición de una amplia contestación sociopolítica progresista. Finalmente, tras la moción de censura al gobierno de Rajoy y los altibajos consiguientes, salió derrotada por la mayoría ciudadana con los resultados electorales del 10-N-2019, la resiliencia de Unidas Podemos y sus aliados y la firmeza de sus bases sociales. Pero vuelve a emerger con fuerza. Aunque ahora entra más en conflicto con los intereses y demandas de la mayoría ciudadana.

Los datos empíricos sobre la amplitud del consenso social en torno a una salida de progreso son evidentes. Según el último Barómetro del CIS, el 86% de la población desea un fortalecimiento de la sanidad pública y la educación y dos tercios (67%) apoyan la subida de impuestos a los ricos y las grandes empresas. Así mismo, el 83% de la sociedad apoya medidas como el Ingreso Mínimo Vital que, respecto del modelo vigente de rentas mínimas de las últimas tres décadas, ha triplicado el volumen presupuestario y el nivel de cobertura ―hasta 2,3 millones de personas― de esta prestación social contra la pobreza y la desigualdad. Está necesitada de otras medidas ambiciosas para evitar una aplicación restrictiva y mejorar la precariedad del mercado laboral y la situación habitacional o formativa. Es un gran paso positivo valorado por la población.

Esta actitud cívica no es nueva y es más valiosa por su persistencia confrontada con todas las políticas de recortes sociales y las ofensivas mediáticas. Así, por ejemplo, lo expresa el estudio 2930 del CIS, proyectado en el último momento del Gobierno de Zapatero a finales del año 2011 y publicado en enero de 2012, recién constituido el Gobierno de Rajoy, que lo enterró porque contradecía su nueva estrategia antisocial. Hace una década, al comienzo de la anterior crisis y las políticas de ajuste regresivo, la opinión de la población española era la siguiente. A la pregunta ¿Cuánto le gustaría que se gastara, aunque hubiera que subir los impuestos?, la respuesta es contundente: a la sanidad, el 71,8% contesta Mucho más y más (Lo mismo, el 22,2% y Menos y mucho menos, el 3%); a la educación, el 73,9% (y el 20,1% y 2,1% respectivamente); a las pensiones, el 63,8% (y 30% y el 2,9%), y a las prestaciones por desempleo, el 49,4% (y el 36,6% y el 7%).

Se puede observar que sólo una minoría insignificante acompañaba la estrategia de austeridad y recortes sociales, laborales y de las pensiones ya iniciada por el Gobierno socialista de Zapatero y acentuada por el conservador de Rajoy; además, la defensa ampliamente mayoritaria de mayor inversión social se confirmaba con la exigencia de mayor justicia social, contra el mantra neoliberal de las derechas de bajar impuestos.

La otra cara de la moneda es que ese amplio consenso social en torno a una salida de progreso a la crisis socioeconómica no fue tenido en cuenta por los poderes fácticos e institucionales y, como todo el mundo sabe, generó una gran desafección popular a esas medidas regresivas e impuestas y a sus gestores institucionales. Y en esa estamos todavía; sólo que tiene más valor la persistencia de esa actitud cívica progresista, con su reafirmación en la justicia social y fiscal, y tras las campañas mediáticas del poder establecido para reducirla, cosa que no ha conseguido. 

En definitiva, no hay una fuerte articulación sociopolítica y han disminuido los procesos de movilización social, salvo el potente y masivo movimiento feminista. En gran parte, las expectativas de cambio de progreso se hayan trasladado al campo electoral y la gestión de la coalición gubernamental. No obstante, existe una mayoritaria corriente de opinión favorable a una opción progresista y una predisposición cívica para evitar retrocesos sociales y democráticos. Constituyen el freno de fondo a la restauración institucional de las derechas y una gestión regresiva y autoritaria y, al mismo tiempo, un apoyo y una vigilancia hacia las políticas gubernamentales de progreso. 

El reto progresista

De la lectura de la actual crisis se debería deducir la necesidad de la consolidación de la unidad gubernamental y sus apoyos en la investidura, con una profundización en los tres ejes pactados: justicia social y fiscal y diálogo sobre la plurinacionalidad. Igualmente, con la ampliación a otras tareas como la transición verde y la modernización económica, así como a la democratización institucional, la igualdad de género y la cohesión territorial. 

El riesgo del freno a esa dinámica y esa alianza progresista, aparte de la estrategia confrontativa del PP (y Vox), no es solo la pretensión de la nueva orientación de Ciudadanos, más moderada en el tono pero sin abdicar de su proyecto neoliberal y antinacionalista, sino la rotundidad de la oposición de los grandes poderes económicos y financieros. Hay que recordar que, dejando aparte las grandes corporaciones extranjeras, más de la mitad de la propiedad de las grandes empresas y bancos cotizados en el IBEX-35, está también en manos extranjeras. Es decir, su lógica es extraer el máximo de beneficios sin ninguna inclinación ‘patriótica’ por el bienestar de la sociedad española. Como ha manifestado esa gran patronal, es rotunda su oposición al avance en la justicia social, los derechos sociolaborales y la mejora sustantiva de una fiscalidad progresiva.

Desde el punto de vista representativo no hay posibilidades de un cambio de alianzas hacia una nueva operación de centro del PSOE con C’s, ni a un pacto con el PP que rompa el proyecto y la alianza gubernamental actual. Ni tampoco es probable, de momento, otra sublevación de sectores socialistas (susanistas) frente al presidente Sánchez, para imponerle un nuevo gobierno u otro candidato socialista. Pero las operaciones no cejan, sabiendo que tendrían que modificar los equilibrios internos del Partido Socialista. Es la apuesta de algunos sectores, capitaneados por el propio Felipe González y la nueva dirección el grupo Prisa y el diario El País, que maniobran para liquidar la coalición progresista y sus apoyos del nacionalismo periférico e imponer un giro neoliberal y centralizador.

Hay un discurso de fondo que intenta prevalecer: primero, recomponer la economía, para lo que sería prioritario garantizar las ganancias empresariales, lo que conllevaría mantener la precariedad laboral y de empleo y la regulación regresiva de las relaciones laborales, utilizando los recursos europeos y del Estado para ese objetivo central; segundo, paralelamente, habría que aplazar lo sustantivo de las mejoras sociales y laborales, así como la nueva fiscalidad progresiva… hasta una nueva y supuesta etapa de bonanza que permitiría repartir algo.

Es el argumentario neoliberal de siempre, de la subordinación de las políticas sociales y laborales progresistas, de mantener el sacrificio principal en las clases populares, cuando la mayoría permanece agotada de la anterior crisis y las políticas regresivas de ajuste estructural. La política dominante de austeridad, con la que se encaró la crisis de 2008-2010, ha quedado desacreditada socialmente. No se puede repetir. Debe cambiar algo… pero las estructuras fundamentales de poder continúan para que no cambie nada de fondo. 

La actual política dominante en la Unión Europea, más expansiva y positiva, todavía tiene ambivalencias. El alcance de las medidas no es el óptimo, y el horizonte de salida no está claro si no hay una apuesta firme por renovar el contrato social y solidario europeo, cosa no asegurada. Y solo parece que hay unos pasos financieros significativos pero mínimos para garantizar la cohesión social e institucional, contener a las ultraderechas y la disgregación de la Unión y frenar la reafirmación progresista y del Sur (con Francia). Aunque siempre con la hegemonía de los grandes poderes económico-financieros en una nueva recomposición de los grupos de poder hegemonizados por Alemania, en el nuevo marco geopolítico y estratégico mundial.

Por tanto, la cuestión es que todavía la mayoría social no ha salido completamente de la crisis anterior ni se han revertido los recortes sociales y salariales y, específicamente, las relaciones ventajosas de poder en las empresas, la crisis ambiental y la desigualdad de género, campo en el que sí se han iniciado reformas normativas. La prolongación del actual marco socioeconómico y laboral y la ampliación del desempleo, así como la probable vuelta a las restricciones europeas a medio plazo, consolidaría la gravedad de la situación social de la mayoría de la población. En consecuencia, en caso de que el Gobierno de coalición rebajase sustancialmente la aplicación del programa pactado, sus efectos políticos de desconcierto social o distanciamiento de algunos sectores, particularmente jóvenes, podrían ser contraproducentes para la actual mayoría progresista.

La estrategia de continuismo centrista, compatible con la estrategia confrontativa, busca generar cierta desconfianza o desilusión popular en la actual gestión gubernamental, con especial perjuicio para las bases sociales y electorales de Unidas Podemos y sus convergencias. En la medida que el continuismo de las políticas económicas e institucionales condicione la acción gubernamental, sin la consolidación y ampliación del escudo social y el avance en los derechos sociolaborales, se mantendrían consecuencias negativas de desigualad, vulnerabilidad e incertidumbre en sectores populares relevantes. Y, adicionalmente, supondría el pudrimiento de la cuestión nacional y de las alianzas con el nacionalismo periférico. No es un escenario probable; posiblemente esa estrategia será derrotada al contar con poca legitimidad social. Pero constituye una presión poderosa y un riesgo real que hay que desactivar.

En resumen, desde los poderes establecidos se está organizando el intento, otra vez, de cerrar la oportunidad de una etapa de transformación progresista, aislar a las fuerzas sociales y políticas del cambio de progreso, garantizar el continuismo económico-social y restaurar un nuevo bipartidismo consensual y excluyente que asegure la estabilidad del orden establecido. No cabe duda de que hay detrás fuerzas poderosas y que de fructificar las consecuencias sociales y políticas serían desastrosas. Pero, en el actual contexto, si no se cometen errores graves por las fuerzas progresistas, ambas versiones, la dura y la blanda, están condenadas al fracaso, aunque no por ello hay que desconocerlas o despreciar su embate. La solución sigue siendo la reafirmación popular en una política de progreso, con su activación cívica, y la determinación y unidad de la coalición gubernamental con los apoyos progresistas y democráticos.

 

[Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid;  @antonioantonUAM]

22 /

6 /

2020

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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