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José A. Tapia

3508 economistas, el Green New Deal, la emergencia climática del gobierno PSOE-UP y la pandemia del COVID-19

Notas de campo

El 17 de enero de 2019, el Wall Street Journal publicó una declaración firmada por 3508 economistas estadounidenses, incluidos cuatro expresidentes de la Reserva Federal, 27 premios Nobel de economía, 15 exdirectores del Consejo de Asesores Económicos del Presidente, dos exsecretarios del Departamento del Tesoro y varios economistas que fueron profesores míos hace veinte años. La declaración es tan breve que merece la pena reproducirla en su totalidad.

Declaración de los economistas sobre los dividendos de CO2

El cambio climático global es un problema grave que demanda acciones nacionales inmediatas. Las siguientes recomendaciones en las que estamos de acuerdo se basan en principios económicos de aceptación general.

I.— Un impuesto a las emisiones de CO2 es el procedimiento más eficaz para reducir las emisiones a la escala y la velocidad necesarias. Al corregir un fallo bien conocido del mercado, un impuesto al CO2 enviará una poderosa señal de precios que hará que la mano invisible del mercado dirija a los actores económicos hacia un futuro de bajas emisiones de CO2.

II.— Ese impuesto al CO2 debe incrementarse cada año hasta que se consigan los objetivos de reducción de emisiones y no debe aumentar la recaudación fiscal para no contribuir a la controversia sobre el tamaño de la administración. Un precio del CO2 en aumento constante fomentará la innovación tecnológica y el desarrollo de infraestructuras a gran escala. También acelerará la difusión de bienes y servicios eficientes en cuanto a emisiones de CO2.

III.— Un impuesto a las emisiones de CO2 suficientemente robusto y que aumente de forma gradual reemplazará a una variedad de regulaciones de las emisiones que, en conjunto, son menos eficientes. Al sustituir diversas regulaciones engorrosas por una señal en los precios se promoverá el crecimiento económico y se proporcionará la certidumbre regulatoria que las empresas necesitan para invertir a largo plazo en alternativas de energía limpia.

IV.— Para evitar las filtraciones del sistema y proteger la competitividad de EEUU, deberá establecerse un sistema fronterizo de ajuste. Este sistema mejorará la competitividad de las empresas estadounidenses que sean desde el punto de vista energético más eficientes que sus competidores globales. También creará un incentivo para que otras naciones adopten precios similares para las emisiones de CO2.

V.— Para maximizar la equidad y la viabilidad política de un impuesto creciente a las emisiones de CO2, todo lo recaudado deberá devolverse directamente a los ciudadanos estadounidenses mediante reembolsos iguales. La mayoría de las familias estadounidenses, incluidas las más vulnerables, se beneficiarán financieramente al recibir en “dividendos de CO2” más que lo que pagarán por el aumento de los precios de la energía.

Que este grupo de economistas, impresionante por su número y por su composición, haya suscrito esta declaración es todo un acontecimiento. Ojalá que sea un paso hacia la puesta en marcha de políticas para frenar el progreso, ahora cada vez más rápido, hacia las catástrofes planetarias a las que lleva el cambio climático. La declaración revela una posición nueva de la profesión económica, a años-luz de la posición de hace no muchos años, cuando los economistas estaban casi a la vanguardia del negacionismo climático. Porque debe recordarse que, en 2004, incluso después de la firma del Protocolo de Kioto en 1997, el llamado Consenso de Copenhague, dirigido por el escéptico climático Bjørn Lomborg, que incluía a nueve economistas prominentes, entre ellos cuatro premios Nobel, clasificó el calentamiento global como un tema de no demasiada importancia y concluyó que los planes propuestos para hacer frente al cambio climático eran demasiado caros. También debe recordarse que, en una reedición del Consenso de Copenhague en 2009, el mismo panel de expertos económicos, ligeramente modificado, volvió a cuestionar la importancia del cambio climático. Diez años después 3508 economistas ―incluida “la flor y la nata” de la profesión― afirman que el cambio climático global es un problema grave que demanda una acción nacional inmediata. Y, además, recomiendan una política concreta, un impuesto sobre las emisiones de CO2 que no incremente la recaudación fiscal y que aumente cada año hasta que se cumplan los objetivos de reducción de emisiones.

Es difícil saber hasta qué punto la declaración de los 3508 economistas fue un estímulo para el lanzamiento del Green New Deal, que tuvo lugar oficialmente dos meses después, el 25 de marzo de 2019, en el Congreso de EEUU, cuando dos resoluciones al respecto fueron propuestas por la Representante Alexandria Ocasio-Cortez (Demócrata por Nueva York) y el Senador Ed Markey (Demócrata por Massachussets).

El término Green New Deal hace referencia al New Deal de Franklin Delano Roosevelt en los años de la Gran Depresión, la década de 1930. Se trataba de una política dirigida a reactivar la economía que según muchos economistas e historiadores fue favorable a los sectores más castigados por aquella crisis económica, aunque no faltan quienes critican el New Deal por sus efectos específicos perjudiciales por ejemplo para los asalariados negros y los arrendatarios agrícolas negros; o quienes, generalmente desde posiciones conservadoras, arguyen que contribuyó a prolongar la crisis económica más que a resolverla. El New Deal fue una política para promover el entendimiento entre patronos y trabajadores y la colaboración en vez de la competencia entre empresas, en ese sentido New Deal podría traducirse quizá como “Nuevo Acuerdo” o quizá “Nuevo Trato”. Y ahora con el añadido de Green el término quedaría en algo así como “Nuevo Acuerdo Verde”, o “Nuevo Acuerdo Ecológico” todo lo cual suena horrorosamente mal en castellano. Quizá lo mejor en este caso sea quedarse con el término original, Green New Deal, una vez que sabemos a qué se refiere. Lo propuesto por Alexandria Ocasio-Cortez y Ed Markey es básicamente un plan de acción nacional para un periodo de diez años, con medidas dirigidas a impulsar la economía y mejorar la situación de los sectores más vulnerables y, a la vez, con medidas específicas para luchar contra el cambio climático. Entre las medidas dirigidas a beneficiar a las personas más necesitadas están garantizar a todos los estadounidenses un trabajo con salario digno, seguro médico adecuado, vacaciones pagadas, seguridad de jubilación, vivienda asequible, acceso a agua y aire limpios y saludables, así como proporcionar recursos, capacitación y educación de alta calidad, incluida educación superior, a todos los ciudadanos. Entre las medidas específicas para luchar contra el cambio climático el Green New Deal propone satisfacer el 100% de la demanda energética de EEUU a partir de fuentes de energía renovables y sin emisiones; mejorar los edificios existentes y construir nuevos edificios para lograr la máxima eficiencia energética; revisar los sistemas de transporte para eliminar la contaminación y las emisiones de gases de efecto invernadero del sector tanto como sea tecnológicamente factible, mediante vehículos sin emisiones, un transporte público limpio, asequible y accesible y ferrocarriles de alta velocidad; impulsar el crecimiento masivo de la fabricación limpia eliminando la contaminación y las emisiones de gases de efecto invernadero de la fabricación y la industria tanto como sea tecnológicamente factible; y, finalmente, colaborar con los agricultores y ganaderos para eliminar la contaminación y las emisiones de gases de efecto invernadero del sector agrícola tanto como sea tecnológicamente factible.

Frente a la concreción y la brevedad de la declaración de los 3508 economistas, el Green New Deal incluye una variedad de medidas y es muy extenso y detallado; aquí solo se mencionaron sus líneas principales. Una de las críticas que ha recibido es su dificultad de financiación, ya que lo que se propone exige fondos que ascenderían a muchos miles de millones de dólares. Por su parte la central sindical de EEUU, AFL-CIO, planteó en una carta comentando el plan que no estaba claro que el Green New Deal incluyera suficientes garantías de mantenimiento del nivel de empleo. Desde la izquierda se ha criticado el Green New Deal por haber eliminado el objetivo de conseguir 100% de energía limpia renovable y sin emisiones en 2030 como había propuesto en 2006 el Green New Deal del Partido Verde y que ahora, en el plan de Ocasio-Cortez y Markey, se ha sustituido por la eliminación de la huella de carbono de EEUU para esa fecha. También se ha criticado el Green New Deal por proponer medidas que no cuestionan el crecimiento económico que está en la base del crecimiento de las emisiones.

El Green New Deal apadrinado por Alexandria Ocasio-Cortez y Ed Markey solo dos meses después de la declaración de los 3508 economistas podría considerarse una respuesta “de izquierda”, desde el partido demócrata, a la declaración de los 3508 economistas, que, si bien están distribuidos a todo lo largo del espectro político estadounidense, probablemente incluyen sobre todo economistas en la órbita del partido republicano, por ejemplo Alan Greenspan, Robert Shiller, Glen Hubbard, Robert Lucas o Nicholas Mankiw. Sin embargo, la idea del Green New Deal como respuesta demócrata a la declaración republicana de los economistas no parece muy plausible, porque entre los 3508 firmantes de la declaración hay también economistas generalmente situados más cerca del partido demócrata, como Janet Yellen, Paul Volcker o Amartya Sen, o incluso más a la izquierda, como Willi Semmler, Nancy Folbre o Duncan Foley. Sin duda, la declaración debe considerarse una victoria personal de James Hansen, el climatólogo de la NASA que propuso un impuesto al CO2 exactamente como este hace mucho tiempo. En su momento, hace ya más de diez años, Hansen explicó su plan como un “gravamen al carbono con reembolso completo” y desde entonces, Hansen ha abogado por este tipo de impuesto y se ha opuesto radicalmente a las políticas de limitación y comercio de emisiones de CO2 recomendadas por muchos economistas, por ejemplo, Paul Krugman. Quizás no sea una casualidad que Krugman, que abogó reiteradamente por la implementación de políticas de limitación y comercio de emisiones de CO2, no se encuentre entre los 3508 firmantes de la declaración del Wall Street Journal. Tampoco firmaron Joseph Stiglitz ni Gail Cohen, que parece ser la economista jefe de filas del partido demócrata en lo que hace a cuestiones de cambio climático.

Las políticas de limitación y comercio de emisiones defendidas por Paul Krugman y otros economistas consisten en lo siguiente. En primer lugar, la autoridad a cargo distribuye gratuitamente permisos para emitir CO2, aproximadamente en el volumen exigido por lo que emite actualmente cada empresa. Tras sumar todo lo emitido actualmente se establece un tope igual o ligeramente inferior y que, se anuncia, se reducirá en el futuro, para las emisiones. Las empresas que en años sucesivos no tengan permisos suficientes para emitir en la cantidad que estén emitiendo, que será supuestamente inferior a la actual, serán multadas. Supuestamente, esto estimulará a las empresas que emiten CO2 a reducir sus emisiones y a comprar y vender permisos para emitir, según los necesiten o no. Un plan de limitación y comercio de permisos de emisión de este tipo ha estado vigente en la Unión Europea desde 2005, bajo el nombre del Esquema Europeo de Comercio de Emisiones (ETS por sus siglas en inglés), al que se adhirieron países que no pertenecen a la Unión Europea como Noruega, Islandia y Suiza. El sistema ha tenido evaluaciones muy pobres en cuanto a su efectividad para reducir las emisiones, lo que no ha sido óbice para que algunas empresas hayan ganado millones mediante el comercio de permisos en el contexto del ETS. Los precios de los permisos para emitir, que constituyen un indicador clave de cómo el esquema está afectando a los mercados, han sido muy volátiles desde que el sistema comenzó a funcionar en 2005, pero la mayor parte del tiempo oscilaron por debajo de €10 por tonelada de CO2, cuando en general hay consenso en que precios inferiores a €35 o €40 no tienen ningún efecto sobre las emisiones o los planes de inversión. En los cincuenta estados de EEUU, aunque hay muy diversos planes en estudio para el cambio climático, California es el único estado que ha implementado durante algún tiempo una política para reducir las emisiones, precisamente un esquema de limitación y comercio similar al ETS y que comenzó a funcionar en 2013. Lamentablemente, no hay nada que sugiera que esta política californiana esté teniendo algún efecto sobre las emisiones. De hecho, las emisiones de CO2 de California aumentaron en 2013–2015 mientras disminuyeron en la mayoría de los estados de EEUU y en el conjunto del país. Obviamente, el período durante el cual el esquema californiano para reducir las emisiones de CO2 ha estado en funcionamiento es corto, pero los datos preliminares no indican de ninguna forma que pueda haber sido efectivo. La opinión de James Hansen de que las políticas de limitación y comercio de permisos de emisión solo son útiles para “desplumar al público de miles de millones de dólares”, pero no para frenar las emisiones, parece estar respaldada por los hechos. La experiencia con impuestos al CO2, o al carbono, como se dice a menudo, es aún más limitada. La provincia canadiense de Columbia Británica implementó un impuesto al carbono en 2008 y Alberta lo implementó en 2017, pero estos impuestos canadienses al carbono difieren del esquema propuesto por Hansen, y ahora por los 3508 economistas de EEUU, en que los gobiernos provinciales que los implementaron declararon que el gravamen fiscal sería neutral, pero no porque se devolviera la recaudación al público sino porque se recortarían otros impuestos. El impuesto al CO2 que se implementó en la Columbia Británica en 2008 ha tenido algunas evaluaciones excelentes, aunque cabe pensar que fueron evaluaciones interesadas. La Figura 1 muestra la evolución de las emisiones de esa provincia canadiense antes y después de la implementación del impuesto al carbono: vean y juzguen.

Las experiencias de Europa y California indican bastante claramente que los esquemas de limitación y comercio no son eficaces para frenar las emisiones. En cuanto a los impuestos al carbono, son relativamente recientes y ninguno de ellos ha sido una política de nivel nacional, por lo que hay pocos datos para evaluar su eficacia en cuanto a su propósito de reducir las emisiones. Por ello la propuesta de los 3508 economistas que defienden este tipo de impuesto debería ser bienvenida, habría que darle una oportunidad a esa política. Ahora bien, considerando la posición sobre el cambio climático de la Administración Trump, la probabilidad de que un impuesto de ese tipo se implemente en un futuro cercano en EEUU parece bastante cercana a cero. Ni más ni menos que el Green New Deal, que fue inmediatamente rechazado por la mayoría republicana en el Senado de EEUU y que ahora languidece, a veces mencionado en los debates para elegir al candidato demócrata que se enfrentará a Trump en noviembre de este año.

Dejando a un lado los méritos de la propuesta de los 3508 economistas o del Green New Deal, o las perspectivas de que alguno de estos planes se implemente en un futuro cercano, lo que parece es que los autores de estas propuestas para enfrentar el problema del cambio climático se equivocan en un aspecto clave del asunto. Los 3508 economistas dicen que un fuerte impuesto al carbono que aumente de forma gradual no solo reemplazará la necesidad de regulaciones de carbono menos eficientes, sino que además promoverá el crecimiento económico. Algo similar está implícito en el Green New Deal, que propone medidas que, supuestamente, impulsarán la economía y a la vez reducirán drásticamente las emisiones de CO2. En mi opinión, esta idea hace agua.

Para explicar por qué es así, hay que mencionar de entrada que “crecimiento económico” es un término que hace referencia al crecimiento del producto interno bruto o PIB, un número que cuantifica en unidades monetarias la actividad económica agregada. Desde que existen datos disponibles, las emisiones de CO2 y el PIB han estado fuertemente correlacionados, tanto en cada país como en la economía mundial. Las emisiones de CO2 tienden a seguir al PIB muy de cerca: cuando el PIB aumenta, las emisiones tienden a subir, cuando el PIB disminuye, durante las recesiones, las emisiones generalmente disminuyen. La correlación no es absoluta, pero la conexión es muy sólida y se observa en los datos de las últimas décadas básicamente en todos los países y en la economía mundial. Es verdad que en algunos países las emisiones han disminuido al mismo tiempo que el PIB ha aumentado, por razones específicas como la desindustrialización o la nuclearización, pero estas naciones son excepciones que prueban la regla. Debido a la fuerte conexión entre PIB y emisiones de CO2, parece bastante claro que algo que reduzca las emisiones también reducirá el PIB.

Los expertos en geociencias y los climatólogos han explicado que el cambio climático se debe a actividades humanas, porque los humanos producimos gases de efecto invernadero, principalmente CO2. Pero eso no significa que toda actividad humana contribuya al cambio climático. Las actividades humanas que producen emisiones de gases de efecto invernadero son generalmente actividades económicas, es decir, actividades que producen valor monetario y contribuyen al PIB. Actividades como conducir un automóvil o volar en un avión, comer en un restaurante, comprar libros, muebles o casas, implican el consumo de productos a los que se les ha agregado valor monetario y, por tanto, son actividades económicas que contribuyen al PIB. Sin embargo, actividades humanas como leer libros prestados por una biblioteca o por un amigo, pasear en un parque público, tocar música, jugar a las cartas, o al ajedrez con personas conocidas, o hacer el amor, no son actividades económicas porque no aportan valor agregado al PIB. Lo que importa aquí es que las actividades económicas casi siempre implican usos importantes de energía exosomática, es decir, energía no generada por el propio organismo. Dadas las formas actuales de producir ese tipo de energía, las actividades económicas requieren quemar combustibles fósiles. Por el contrario, las actividades humanas no económicas generalmente implican emisiones de CO2 muy bajas o nulas.

Ahora bien, si se implementara el impuesto al carbono con reembolso completo, propuesto por los 3508 economistas, ¿cuál sería el efecto sobre las emisiones y el crecimiento económico que cabría esperar? Los economistas dicen que las emisiones caerán y el PIB crecerá. Pero eso es muy dudoso debido a la intensa conexión causal entre actividades económicas y emisiones. Veámoslo un poco más en detalle.

En primer lugar, a consecuencia del impuesto, el precio de la energía aumentará, ya que la mayor parte de la energía se genera a partir de combustibles fósiles. En alguna medida aumentarán todos o casi todos los precios, porque básicamente todos los productos se fabrican con consumo de energía. Este aumento de los precios tenderá a reducir el consumo y la demanda general. En segundo lugar, yendo más allá del corto plazo, el aumento de los precios de la energía representará un estímulo para el desarrollo de fuentes limpias de energía sin emisiones, como la eólica, la solar o la nuclear. En tercer lugar, debido a los “dividendos” fiscales que se redistribuirían al público, algunos sectores, principalmente los hogares de menores ingresos se beneficiarán a corto plazo, como dicen los economistas, al recibir más en dividendos de CO2 que lo que pagan en exceso por el aumento de precios. Eso tendería a compensar de alguna forma la reducción del consumo debida al aumento de precios.

Sin embargo, el efecto neto combinado de esa redistribución del ingreso y del aumento de los precios no es obvio a priori. La experiencia de los impuestos desde el siglo XIX hasta el presente muestra bastante claramente que los impuestos, casi sin excepción, reducen el consumo. Sin embargo, debido al llamado efecto Veblen, para algunos bienes de lujo, la cantidad demandada aumenta cuando aumenta el precio. ¿Funcionaría este efecto Veblen para los viajes aéreos, los automóviles, grandes o pequeños, o la electricidad cuando sus precios aumentaran significativamente a causa de un impuesto al carbono? En realidad, no lo sabemos. La extrapolación de experiencias pasadas puede ser engañosa, más aún porque en muchos aspectos el impuesto al carbono que proponen los economistas sería un experimento económico sin precedentes. En cualquier caso, parece indiscutible que el efecto neto más probable del aumento de los precios de la energía derivada de combustibles fósiles y de los “dividendos de CO2” sería, a corto plazo, un aumento en la tasa de ahorro y un cambio en el uso del tiempo hacia actividades no económicas, es decir, actividades que no implican el uso de productos producidos para ser vendidos. Lo esperable sería que la gente volara menos y usara menos los automóviles, tomara más siestas, gastará más tiempo en charlar con los amigos, comiera más a menudo en casa y menos fuera, y leyera más libros y viera más películas en DVD viejos en lugar de comprar nuevos artículos. Tanto el aumento de la tasa de ahorro como la caída del consumo reducirían las ventas y las ganancias de las empresas y la demanda efectiva, con la consiguiente disminución de la inversión y una reducción del crecimiento económico. Por supuesto, todo esto supone que el impuesto tendría un efecto suficiente sobre las emisiones. Puede ser que el impuesto sea tan pequeño que no tenga ningún efecto sobre el crecimiento económico, pero si ese es el caso, también será inútil para reducir las emisiones. Tal es lo que al parecer ha ocurrido en la provincia canadiense de Columbia Británica.

La magnitud de las consecuencias económicas esperables de un impuesto al carbono con reembolso completo, como el propuesto por James Hansen y los 3508 economistas es tal que sería arrogante e irresponsable pensar que las experiencias fiscales de años y décadas pasadas sirven directamente para pronosticar con una confianza sustancial los resultados de ese experimento. Parece bastante obvio que, dada la fuerte conexión entre PIB y emisiones, el efecto más probable a corto plazo fuera un cambio de ambas cifras en la misma dirección. Si ese es el caso, el esquema propuesto reducirá las emisiones y el PIB y los 3508 economistas estarían equivocados en lo relativo al crecimiento económico.

Además de los efectos sobre los patrones de consumo, debe recordarse que los combustibles fósiles juegan un papel clave en nuestro mundo. Difícilmente se pueden sustituir en el transporte, el comercio y el turismo nacionales e internacionales, que hoy son componentes clave en casi cualquier economía nacional. Así lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que los empleos relacionados con la conducción de vehículos automóviles (camionero, taxista, repartidor, conductor de autobús…) constituyen el tipo más frecuente de empleo en la mayoría de los estados de EEUU. Además, en el contexto de la economía mundial, países como Rusia, Arabia Saudí, Venezuela, Noruega, Irán, Australia y muchos otros dependen de los combustibles fósiles para mantener su nivel de ingreso. Dadas estas limitaciones, un esquema para gravar fuertemente los combustibles fósiles y devolver los ingresos al público, que según lo propuesto por los 3508 economistas se extendería desde EEUU al resto del mundo, representaría una importante modificación de los flujos monetarios más importantes tanto entre países como dentro de cada país. Por lo tanto, generará importantes resistencias.

En realidad, el impuesto al carbono que proponen los 3508 economistas es uno de los planes de ingeniería social más ambiciosos —exceptuando la revolución socialista— que se ha propuesto nunca. La precaución es una prioridad clave en la ingeniería social y hay que formular todo tipo de reservas sobre las posibles consecuencias de este tipo de planes, porque nuestra capacidad de predecir las consecuencias de modificar los arreglos sociales es, como se ha demostrado repetidamente, muy baja. La ingeniería social ha sido generalmente repudiada por los economistas ya que en la tradición de la “mano invisible” de Adam Smith que el grueso de los economistas asume como propia y como estándar normativo el mercado se concibe como institución que armoniza las acciones individuales de forma que produzcan una sinfonía de eficiencia económica en vez de una cacofonía. Según la tradición económica clásica, la acción social consciente es básicamente innecesaria. Pero la mano invisible es altamente visible —valga el juego de palabras— en el primer punto de la declaración de los 3508 economistas que, por lo que parece, quieren estar en misa y repicando. Nos dicen que un impuesto al CO2 “enviará una poderosa señal de precios que hará que la mano invisible del mercado dirija a los actores económicos hacia un futuro de bajas emisiones de CO2”. Pero, ¿para qué? Para que en el capitalismo verde resultante ya haya muy pocas emisiones de CO2 por la influencia de un impuesto al carbono cada vez más elevado. Pero esa “mano invisible dirigente” ya no es ni invisible ni “del mercado”. Lo que tenemos aquí es el reconocimiento implícito por parte de 3508 economistas de que el cambio climático demuestra el gran fracaso de la economía de mercado, que ahora exige ingeniería social.

Esto quizá sea bueno. Todo parece indicar que ya no tenemos tiempo para hacer frente al cambio climático, las catástrofes vendrán, lo que hagamos ahora solo podrá hacer que sean algo menores. Además, si como todo parece indicar, los desastres climáticos importantes de años recientes, como las sequías y los incendios forestales en todo el mundo y las inundaciones en África y en Indonesia se vuelven más frecuentes, es probable que el “sálvese quien pueda” se convierta cada vez más en el factor determinante del comportamiento individual y colectivo. Y entonces, en medio de la desesperación, se volverán mucho más atractivas “soluciones” más arriesgadas que la ingeniería social para paliar el desbaratamiento total del clima planetario. Por supuesto, esto se refiere a la geoingeniería, es decir, al desarrollo de procedimientos físicos o químicos a gran escala para alterar la radiación solar que llega a la Tierra o la capacidad de la atmósfera para captar calor, o alguna otra manipulación de los componentes del sistema climático de la Tierra.

En cuanto al Green New Deal, una diferencia importante con la propuesta de los 3508 economistas es que no incluye medidas concretas que graven las emisiones de CO2, por lo que la confianza en que esas emisiones disminuyan queda puesta en el mero efecto de promover las energías sin emisiones. Pero, como los combustibles fósiles no son sustituibles en todos sus usos, la mayor disponibilidad de energía eléctrica barata y sin emisiones lo que genera es una mayor disponibilidad de renta para adquirir productos de alto contenido en emisiones. Esto es lo que al parecer ha pasado en Dinamarca, donde durante las tres últimas décadas la creación de una gran capacidad para producir energía eléctrica mediante energías renovables no ha evitado que en cuanto al nivel de emisiones por persona (según cifras del Banco Mundial para 2014) el país siga estando entre los primeros del mundo, con 5,9 toneladas de emisiones de CO2 por persona, casi lo mismo que las 6,5 toneladas por persona del Reino Unido o las 5,0 toneladas de España; y bastante más que las 4,3 toneladas por persona de Portugal y Hungría, las 1,6 de Costa Rica o las 0.5 toneladas por persona de Nigeria. Lamentablemente, solo con aerogeneradores y placas solares no se arregla el problema.

De momento, la cuestión más importante no es si planes como los que se han discutido aquí podrán reducir las emisiones. Porque es más que dudoso que planes como estos o similares se implementen alguna vez en algún país. En principio, no parece que vayan a implementarse, porque nuestro sistema social y económico impone muchas restricciones sobre lo que se puede hacer realmente. La COP25 que se debía celebrar en Chile y al final se reunió en España en diciembre pasado fue una reedición típica del encuentro internacional completamente inútil para combatir el cambio climático. A pesar de los agasajos a Greta Thunberg del gobierno en funciones del PSOE y a pesar de la pomposa declaración de emergencia climática del nuevo gobierno socialcomunista, como dicen los de Vox, por ahora no se ha implementado en España ninguna política que frene las emisiones de CO2 más allá de las timidísimas restricciones al tráfico de automóviles privados en algunas ciudades. Claro que, cuando reviso las pruebas de este artículo a finales de marzo, la economía mundial está entrando otra vez en crisis por la acción combinada de sus contradicciones estructurales y de las medidas implementadas en casi todos los países para frenar la diseminación del COVID-19, y con ello las emisiones de CO2 dejarán de subir y probablemente bajen bastante, al menos por un tiempo, hasta que volvamos a la “prosperidad económica” que nos lleva a la catástrofe de un planeta-infierno.  

Karl Marx, Marion King Hubbert y Nicholas Georgescu-Roegen hicieron constar una serie de aspectos clave del capitalismo que lo convierten en un sistema con fecha de caducidad, pero la mayoría de los economistas ignoran esos aspectos y piensan que este sistema, quizá con algunos remiendos, puede continuar creciendo felizmente hasta la eternidad. Esa es la razón principal por la que los 3508 economistas que proponen un impuesto al carbono o quienes defienden un Green New Deal están muy probablemente equivocados. Yo también puedo estar equivocado en mis expectativas de que políticas como el Green New Deal o un impuesto al carbono no se implementarán en ningún país en un futuro cercano. También puedo estar equivocado en que el gobierno español, que ha declarado la emergencia climática, no vaya a hacer realmente algo efectivo que frene las emisiones de CO2. En esto, como en tantas otras cosas, tengo la esperanza de equivocarme. Y la situación actual, una crisis de la economía mundial combinada con una pandemia, es tan nueva y sin precedentes que equivocarse en casi cualquier predicción parece casi lo más probable.      

Fuentes y referencias

La declaración de los 3508 economistas y la lista de signatarios pueden verse en www.econstatement.org/.

Información sobre las dos ediciones del llamado Consenso de Copenhague, en Tapia JA y Carpintero O, “Dynamics and economic aspects of climate change”, Capítulo 3 en Kang MS, Banga SS, eds., Combating Climate Change: An Agricultural Perspective . Nueva York, CRC Press, 2013.

Sobre la falta de efectividad de los esquemas de limitación y comercio con los que se han intentado frenar las emisiones, ver Spash CL, “The Brave New World of carbon trading” (New Political Economy, 2010, Vol. 15, No. 2, pp. 169-95) y Tapia JA y Spash CL, “Policies to reduce CO2 emissions: Fallacies and evidence from the United States and California” (Environmental Science & Policy 2019, Vol. 94, pp. 262-6). Para la conexión entre crecimiento económico y emisiones de CO2, ver Tapia JA, Carpintero O, Ionides E, “Climate change and the world economy: short-run determinants of atmospheric CO2” (Environmental Science & Policy 2012, Vol. 21, pp. 50-62) y Tapia JA, Cuentos de hadas sobre el cambio climático).

Las ideas económicas de Karl Marx se hallan sobre todo en los tres volúmenes de su obra clave, El Capital: Crítica de la economía política. La obra principal de Georgescu-Roegen es The Entropy Law and the Economic Process (Harvard University Press, 1971) aunque su “Energy and Economic Myths” (Southern Economic Journal, Vol. 41, No. 3, pp. 347-381, 1975) dice muchas cosas que son pertinentes aquí. El geofísico Marion King Hubbert expuso en “Exponential growth as a transient phenomenon in human history” (en Societal issues, scientific viewpoints, ed., de Strom MA, American Institute of Physics, 1987) lo absurdo del elemento clave del pensamiento económico en la mayor parte de sus variantes.

 

[José A. Tapia es profesor asociado del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Drexel, en Filadelfia. Su investigación ha sido publicada en PNAS, Research in Political Economy, Journal of Health Economics, Lancet, International Journal of Epidemiology, Health Economics, Demography y otras revistas. Es coautor con Rolando Astarita de La Gran Recesión y el capitalismo del siglo XXI (Madrid, Catarata, 2011) y autor de Rentabilidad, inversión y crisis (Madrid, Maia, 2017) y Cambio climático: ¿Qué hacer? (Madrid, Maia, 2019)].


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La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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