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Antonio Antón

Identidades e interseccionalidad

Estos dos conceptos, ‘identidad’ e ‘interseccionalidad’, han recobrado relevancia en el pensamiento social y, en particular, para la teoría feminista. Hacen referencia a algunas características de los grupos sociales, su reconocimiento y su relación, que conforman su actitud sociopolítica en un contexto de grandes transformaciones sociales. Por separado pero, sobre todo, juntos, ayudan a explicar la formación de nuevos actores (o sujetos), individuales y colectivos, y sus procesos participativos y colaborativos en el marco del cambio sociocultural y político. Conllevan una experiencia relacional diversa que se combina con lo común de la interacción humana, al mismo tiempo que con su pluralidad.

Procesos identitarios

Dos libros recientes considero de especial interés para estudiar estos dos temas y su relación. Su breve comentario es el punto de partida de este ensayo.

El primero se titula Identidades en proceso. Una propuesta a partir del análisis de las movilizaciones feministas contemporáneas (CIS), de María Martínez, profesora de Sociología de la UNED. Es una excelente monografía, publicada por el Centro de Investigaciones Sociológicas, derivada de una amplia investigación sociológica cualitativa que aborda interesantes cuestiones sobre la experiencia (relacional) del movimiento feminista en España desde los años setenta. En particular, llama a superar los esencialismos y el construccionismo discursivo. Profundiza en la problemática de su identidad colectiva a través de una ‘procesualidad radical’, basada en la interacción social y la participación democrática, valorando críticamente distintas teorías feministas y sobre los movimientos sociales.

Es una buena base para abordar el análisis de los cambios significativos de los últimos años, en un nuevo contexto sociopolítico, que modifican parcialmente la dinámica fragmentaria anterior y que he valorado en otra parte (véase «Activación feminista«). Las movilizaciones feministas han adquirido una masiva expresión pública, con un mayor impacto en la formación y el carácter de una corriente social feminista más amplia que la activista, en la que se centra el libro. No obstante, hay que profundizar en el sentido y el alcance transformador de la nueva ola feminista, no solo de su dinámica procesual. Hay que valorar su consistencia identificadora y su capacidad expresiva en torno a unos ejes sustantivos (contra la violencia machista y las brechas de género…), que han polarizado recientemente su acción. Se trata de avanzar en un hilo conductor: interpretar al sujeto (social) colectivo del feminismo y sus perspectivas, según el contexto.

Se produce un positivo desplazamiento del enfoque. Se trata de partir del estatus desigual y desventajoso de las mujeres pero sin quedarse rígidamente en la identidad mujer(es), solo desde sus variables sociodemográficas, particularmente el sexo; ni tampoco solo por su posición de subordinación en la estructura social (patriarcal) derivada de la imposición a la función reproductiva. El paso siguiente, que es el que da el carácter feminista, es la práctica emancipadora, igualitaria y solidaria frente a esa desigualdad y discriminación injusta de las mujeres. Evidentemente, porque se desarrolla una activación cívica (personal y grupal), con la actitud ética de un proyecto antidiscriminatorio o liberador. Así, se diferencia entre el concepto ‘mujeres’ (biológico, estructural o cultural) y el concepto ‘feminismos’ (relacional, procesual, sociopolítico y cultural), vinculado a una experiencia mediadora emancipadora-igualitaria y solidaria.

Los sujetos y sus identidades se conformarían a través de la articulación de experiencias diversas. Son procesos en formación de características socioculturales identificadoras, en las que entran los comportamientos igualitarios-emancipadores y la dinámica relacional, con un sentido colectivo específico que permite la identificación propia y la diferenciación y/o complementariedad con otras. Los llamados nuevos (y los viejos) movimientos sociales progresivos tienen, además, un componente democrático-participativo y otro crítico frente a las estructuras de poder y privilegios.

Ahora bien, más allá de una posible visión de un continuum como ritmo gradual de experiencias con un peso relativo similar y permanente, habría que valorar las distintas fases de materialización y sedimentación de esos rasgos culturales y prácticas sociales. O, si se quiere, poner el acento no solo en el ‘proceso’ (o su radicalización como categoría analítica) de la conformación (o construcción) de una identificación inacabada sino, sobre todo, en su ‘sentido’. Esa pertenencia colectiva, aunque sea provisional y en cambio, puede tener suficiente estabilidad o equilibrio inestable para que sea factor de identificación, es decir, facilitar suficiente reconocimiento colectivo y cohesión del grupo en cada etapa de desarrollo y frente a las dinámicas disgregadoras o de dilución identificadora. Es la experiencia del movimiento feminista en España y la realidad sociológica de sentirse feminista.

Interseccionalidad como interacción de identidades

El segundo libro se titula Interseccionalidad (Morata), de Patricia Hill Collins y Sirma Bilge, catedráticas de Sociología de las universidades de Maryland (EE.UU.) y Montreal (Canadá), respectivamente. En él explican el concepto de ‘interseccionalidad’, su significado como investigación y praxis, relacionada con la protesta social, el neoliberalismo y la educación crítica, así como su historia, su difusión global y su actualidad. En particular, trata sobre el tema objeto de esta reflexión, la vinculación entre identidad e interseccionalidad. A través de este concepto, las autoras explican el origen y la interrelación de las desigualdades sociales de raza, clase, género, sexualidad, edad, capacidad y etnia. Aunque el análisis se realiza, especialmente, sobre la realidad estadounidense y con la segmentación propia de categorías analíticas, habitual en la sociología anglosajona. La investigación tiene una gran base empírica y permite afrontar la multidimensionalidad de las relaciones sociales de desigualdad y profundizar en su diversidad interna y sus puntos comunes de intersección y de conjunto.

En realidad, la necesidad de la interseccionalidad, iniciada en el proceso de lucha por los derechos civiles en EE.UU. en los años sesenta y setenta, resurge a partir de la experiencia y la reflexión de las mujeres trabajadoras afroamericanas (y, en menor medida, latinas), que viven directa y unitariamente las divididas categorías de sexo, clase y raza, insatisfechas con esa separación analítica y práctica y, sobre todo, de las dificultades emancipadoras de la división movimientos (identidades y sujetos) segmentados, y que demandan una dinámica y una teoría integradora, multidimensional e igualitaria. Es también la superación de la fragmentación multicultural y una apuesta más cercana a la interculturalidad o un mestizaje pluralista.

Estamos manejando conceptos complejos, con interpretaciones variadas. Me refiero, brevemente, al significado que tienen aquí. Las identidades expresan, fundamentalmente, una relación social: el reconocimiento de unos rasgos y vínculos socioculturales y su interacción. Como tales no son (socialmente) positivas o negativas, ni (éticamente) buenas o malas. Son una realidad humana, ambivalente, cuyo carácter depende del papel sociopolítico de un grupo social respecto de las realidades de desigualdad o discriminación, así como del sentido ético y cultural de su comportamiento y su actitud con los demás grupos sociales: opresivo/emancipador, autoritativo/democrático, segregador/igualitario, excluyente/inclusivo, conflictivo/complementario… Incluso su carácter más fuerte o más débil y su integración en un conjunto multidimensional y variable también se debe valorar por esa función concreta en su contexto específico, aunque sea de carácter estructural e histórico. Una gran firmeza democrática, cívica e identitaria también es necesaria para la confrontación con los fuertes núcleos de poder que imponen la subordinación de variados grupos sociales.

Intersección tiene, al menos, dos acepciones: lo común de las partes que interaccionan y el conjunto (no simple suma) de las mismas. Hay tres planos de la diversidad (o la unidad): la interior de cada grupo social o identidad singular; la derivada de las distintas combinaciones puntuales de grupos e identidades específicas o identidad múltiple; la del conjunto de actores que tienden a formar un solo conglomerado unitario, con una sobreidentificación añadida, más o menos superficial, integradora y/o superadora de las parciales y, en consecuencia, con unos efectos unificadores respetando la diversidad y la pluralidad.

Frente a visiones rígidas y estáticas, está clara la necesidad de una visión dinámica e interactiva. También he mencionado la conveniencia de superar una simple visión procedimental o solo como proceso. Se debe integrar el sentido cualitativo y la orientación de esa dinámica por su significado respecto de la realidad de origen y del carácter del proyecto o aspiraciones a conseguir. En todo caso, utilizo expresiones como formación, configuración, conformación de las identidades, mejor que ‘construcción’, más controvertido en distintas teorías idealistas por su asociación a un plan de una élite (arquitecto) y el voluntarismo de una base constructora que comienza desde cero con nuevos materiales. También utilizaré las palabras ‘identificaciones’, ‘pertenencias colectivas’ o ‘procesos identificadores’, conceptos más suaves que ‘identidades’ y más adecuados a la actual fluidez y provisionalidad combinatoria de las experiencias actuales de participación cívica.

Por otro lado, hay que resaltar otro aspecto teórico. La identificación, la diferenciación y la articulación entre las partes (lo particular) y el conjunto (lo general), entre lo específico y lo universal, entre lo singular y lo colectivo, son aspectos que han tratado las ciencias sociales, desde la tradición clásica, aunque ahora se utilicen otras expresiones. Esas dicotomías se vuelven a reproducir y adecuar ante tres transformaciones de fondo: La crisis de la modernidad tardía con sus grandes ideologías (liberalismo, socialismo, nacionalismo…) y sujetos (ciudadanía, nación, clase obrera…), en el contexto de una globalización neoliberal; las insuficiencias idealistas del discurso posmoderno, con la fragmentación de sujetos parciales o la ausencia de identificaciones colectivas e incapaz de interpretar las grandes tendencias estructurales y de poder, así como conformar fuerzas sociales relevantes, y la reacción conservadora, regresiva y autoritaria, que pretende recuperar viejos privilegios e identidades reactivas y segregadoras, y que pugna por la hegemonía político-cultural frente al liberalismo y el progresismo de izquierdas.

La articulación (interseccional) de la acción colectiva e institucional

Para una actitud transformadora vuelve la necesidad de dar respuesta a los interrogantes del cambio sociopolítico y cultural con un enfoque crítico y una articulación unitaria de los actantes y procesos colectivos bajo los criterios clásicos republicanos y de izquierda: libertad, igualdad, solidaridad, democracia, laicidad. Estamos ante un desafío político y estratégico para definir quiénes, qué contenido y cómo se articula la acción colectiva e institucional, así como con la necesidad de avanzar en una teoría crítica, realista y explicativa de los retos presentes y futuros, que sirva para la transformación democrática-igualitaria.

En el caso de la identidad, de matriz hegeliana, con su contenido prevalente de reconocimiento, ha servido para analizar el ascenso de los movimientos nacionales en los dos últimos siglos y, ahora, la nueva dinámica de movimientos nacional-populares latinoamericanos y, por otro lado, de populismos europeos de extrema derecha. Ha estado ligado, sobre todo, a la definición de los rasgos de pertenencia nacional, al sujeto nación. De ahí saltó a la identidad de clase, ahora más desdibujada en su sentido fuerte pero latente, al sujeto movimiento obrero o de la clase trabajadora. Y, especialmente, desde los años sesenta y setenta, con el desarrollo y la diversificación de los llamados nuevos movimientos sociales (feminista, ecologista, pacifista, antirracistas o étnicos, colectivos LGTBIQ, de solidaridad…), a la interpretación de la singularidad de esos nuevos actores o sujetos sociopolíticos y culturales.

Estos nuevos procesos de identificación, nacionales, populares y ciudadanos, se iniciaron, precisamente, como activación y cohesión cívica para el cambio político, social y cultural en combinación y confrontación con los viejos componentes identitarios conservadores y de poder del Antiguo Régimen, incapaces de legitimar el nuevo orden socioeconómico y estatal: tradicionalismo —incluido el patriarcal—, religión y Monarquía absoluta.

En sus orígenes en EE.UU. y Europa, en los años sesenta y setenta, ya se expresaron los llamados nuevos movimiento sociales, mal llamados culturales o de clase media, por su diferenciación con los viejos movimientos de clase trabajadora. Se acuñó el término progresista interpretado con un contenido, fundamentalmente, cultural desligado de lo socioeconómico, es decir, de las condiciones materiales y estructurales de clase trabajadora, sobre todo, de mujeres precarizadas y compuesta también de población afroamericana y latina. Era la nueva izquierda progresista confrontada con la vieja izquierda de clase (eurocomunista o socialista). No es de extrañar que para superar esa separación rígida de procesos identitarios de clase, raza y género, así como su articulación político electoral, se buscase una dinámica común de las tres facetas (y otras). Es la experiencia de las campañas por los derechos civiles, los procesos democratizadores y las tendencias hacia la interseccionalidad.

En España hemos asistido a una experiencia similar, donde se han producido grandes movilizaciones populares progresivas (o interseccionales) que han englobado muchas demandas y activismos parciales y sus componentes compartidos. Dejando aparte los movimientos nacionalistas y, ahora, el reaccionarismo conservador, me refiero a dinámicas e identificaciones de progreso y de izquierda que aglutinaban a sectores sociales y reivindicaciones de derechos más allá de las específicas de cada grupo o movimiento social: el movimiento antifranquista por la democracia (1970-1977), la movilización contra el ingreso en la OTAN y por la paz (1982-1985), la dinámica hacia la gran huelga general de 1988 contra la precariedad laboral y el giro social, las manifestaciones contra la participación del Estado español en la guerra de Irak (2003), el proceso de protesta social de indignación (15-M, mareas, huelgas y similares) (2010-2013), por la democracia y la justicia social. En fin, la amplia movilización feminista generada estos últimos años contra la violencia machista y la discriminación de las mujeres y por la igualdad.

También cabe citar dinámicas integradoras o interseccionales entre diversos movimientos sociales y sus temáticas. Por ejemplo, en el sindicalismo se han configurado las secretarias de la mujer (o de igualdad) para afrontar las situaciones discriminatorias de todo tipo, no solo laborales, de las mujeres; en el feminismo ha cobrado más relevancia la pugna contra la precariedad laboral y la marginación de las mujeres trabajadoras, así como en los derechos a la protección pública de la vida reproductiva, a los cuidados y su reparto igualitario; se ha ido conformando el ecofeminismo para abordar el impacto de las condiciones medioambientales en las mujeres, especialmente, las vulnerables a nivel mundial; los colectivos LGTBIQ, coaligados con el feminismo (al decir de Judith Butler), comparten objetivos por el respeto a la diversidad sexual y de género; asimismo, existen colectivos de mujeres inmigrantes en defensa de los derechos humanos desde su especificidad y colaborando con asociaciones solidarias y antirracistas.

Son procesos democratizadores, igualitarios, críticos frente a los poderosos y con una orientación de progreso. Pero esta experiencia, ya nos indica la superación de la rígida separación entre los componentes culturales, la redistribución y la firmeza democrática y participativa frente al poder establecido. Con la crisis socioeconómica, especialmente, ya no se pueden separar las demandas clásicas de la izquierda (igualdad social, derechos sociolaborales, protección pública, servicios públicos de calidad, empleo decente, regulación y renovación de la economía y del aparato productivo) de reclamaciones, por ejemplo feministas, que ya no son solo culturales sino que tienen impacto evidente con las estructuras sociales y los comportamientos colectivos: contra la violencia machista y por la libertad sexual, contra la precariedad laboral femenina y las brechas de género…

La identificación feminista

En el caso del feminismo tenemos una base objetiva para determinar el alcance de la pertenencia colectiva. Se trata de la definición político-ideológica que nos proporciona el CIS (estudio 3267, de noviembre de 2019), sobre los electorados de cada opción política y que supone una identificación significativa de la base social de progreso y cuyo análisis detallado he explicado en dos partes (véanse primera parte y segunda parte). Se definen como feministas (en primera y segunda opción y sin poder desagregar por sexo) el 11,1% de las personas votantes (23 millones), o sea, más de dos millones y medio. Ahora bien, el peso relativo difiere entre las derechas y las fuerzas progresistas, pero también, dentro de cada bloque.

Por ejemplo, en el caso del electorado del Partido Popular, solo se declaran feministas el 2,1%, algo más de 100.000 votantes; mientras en el caso del electorado del Partido Socialista se definen feministas el 11,9%, algo superior a la media, que suman más de 800.000 votantes, y en el caso de Unidas Podemos tienen un mayor peso comparativo, el 26,2%, que casi triplica la media, con un mayor impacto en el contrato social con su representación política, aunque por la menor dimensión de su electorado, llegan apenas a otras 800.000 personas. Se supone que la gran mayoría de esas personas son mujeres. Además, hay que advertir que estamos hablando de votantes (mayores de 18 años), y bajo la hipótesis de una distribución similar de personas abstencionistas (30%) y residentes extranjeros (sin derecho a voto) (10%), habría que incrementarlas casi un 40%, es decir, un total de unos tres millones y medio se definirían feministas, o sea, con un sentido de pertenencia colectiva al feminismo.

Pues bien, esta breve radiografía sirve como indicador para evaluar la consistencia de la identificación feminista, su mayor vinculación con las izquierdas y, así, configurar un marco para el debate sobre el sujeto sociopolítico feminista. No es una cifra muy alejada de la participación masiva de las últimas grandes movilizaciones que dan expresión al movimiento feminista. Pero la dimensión de ese espacio feminista es diferente a los otros dos niveles de vinculación. Por un lado, el estricto activismo feminista, más comprometido pero más minoritario y también más restrictivo, por su mayor capacidad identificadora, expresiva y sociopolítica, aunque enlaza con ese conjunto más amplio.

Por otro lado, existe un campo social más amplio que comparte medidas y objetivos feministas. Así, según la encuesta de 40db, publicada hace un año (El País, 4/3/2019), está la posición entre el 35% y el 53% de la población (entre 14 y 20 millones) que apoya distintos objetivos favorables para las mujeres: eliminar el techo de cristal (los obstáculos para el ascenso profesional de la mujer) (53,3%); aumentar y visibilizar la lucha contra la violencia de género (52,3%); empoderar a la mujer frente al acoso y las agresiones sexuales (41%); romper con los estereotipos de género (40,8%), y división igualitaria del trabajo doméstico (35,5%). Por tanto, existe cierta conciencia feminista individual entorno a la mitad de la sociedad sin que llegue a un sentido de pertenencia a la acción colectiva feminista, a la participación en un proceso emancipador-igualitario, indicador relevante para definir el movimiento feminista en cuanto sujeto social colectivo.

Al hablar de feminismos, hay que diferenciar esos tres niveles, procesos identificadores y dimensiones: el activismo feminista más permanente (incluido el parainstitucional e institucional), de varios centenares de miles de personas; la identidad feminista, con su participación en las grandes movilizaciones (y en la vida cotidiana) y su sentido de pertenencia a un actor colectivo sociopolítico y cultural, con unos tres millones y medio, y el apoyo a medidas contra la discriminación y por igualdad para las mujeres, de cerca de la mitad de la población.

La sedimentación identificadora es evidente según el estudio, con datos del CIS, recientemente publicado (véase «El nuevo progresismo de izquierda«). No hablo estrictamente de un sujeto aglutinador e interseccional. Se trata de la conformación de una corriente sociopolítica y cultural o un campo social, diferenciado del tradicional electorado del Partido Socialista, cuya pertenencia colectiva se expresa en términos de progresismo de izquierda, con un fuerte componente feminista y ecologista. Es la base social de lo que se viene denominando, en el plano político-electoral, espacio del cambio.

Por una parte, se supera el significado de progresismo como solo lo cultural y con una actitud política de centro izquierda; por otra parte, se renueva el significado de izquierda, supuestamente distanciado de las demás contradicciones sociales que no fueran las socioeconómicas, con un concepto de la igualdad social más amplio, integrándolo en el conjunto de estructuras sociales. Ahora se va conformando una identificación múltiple e integradora con una significativa pertenencia a ser progresista (en los ámbitos culturales y de costumbres), feminista y ecologista, pero también perteneciente, mayoritariamente, a las clases trabajadoras y, de forma generalizada, a las izquierdas y con un sentido crítico. Y esa evolución, digamos de configuración de una identificación colectiva más amplia y plural, ha tenido un mayor impacto entre la gente joven en esta última década.

Procesos identificadores

Tras este breve repaso y para la nueva etapa de activación cívica y cambio político, ya se puede deducir que el significado de las identidades y su interacción es complejo y polisémico y está condicionado por su controvertido impacto sociopolítico. Por mi parte, este enfoque relacional, crítico y de progreso de vincular identificaciones e interseccionalidad, lo considero útil, especialmente, para determinados contextos y sentidos, como los actuales.

Cabe citar que, quizá, el autor que mejor ha descrito la formación de las clases trabajadoras, con sus procesos de identificación, desde un punto de vista histórico, basado en sus experiencias y sus costumbres en común y considerando el contexto estructural y las dinámicas culturales ha sido el historiador británico E. P. Thompson. Por lo que se refiere a los nuevos movimientos sociales solo cito una obra colectiva, la de MacAdam, Tarrow y Tilly, sobre la dinámica de la contienda política, donde se pone el acento en la función de ‘intermediación’ (o correduría) entre la sociedad civil y los movimientos sociales y su impacto en el campo político institucional.

Destaco cuatro aspectos para profundizar en este enfoque social, crítico e interactivo de los procesos identificadores, su multidimensionalidad y su interacción: su vinculación sustantiva, su carácter relacional, su diversidad interactuante y su configuración procesual. Estas características llevan a una reafirmación del interés de las identidades, como expresión de unas realidades y dinámicas sociales y, al mismo tiempo a una versión ‘débil’ de las mismas y de su interacción o mestizaje. Así, es mejor utilizar una terminología más suave: identificaciones y pertenencias colectivas, diversas, mestizas, asimétricas e interactivas, con su proceso de conformación con experiencias, intereses y demandas compartidas y respecto de las estructuras sociales dominadoras o grupos de poder. Es más adecuada y menos rígida respecto de los procesos identitarios en formación y, actualmente, más multidimensionales e interconectados. No descarta, sino todo lo contrario, la fortaleza democrática y cívica, los comportamientos contundentes y las firmes expresiones públicas, particularmente frente a las tendencias reaccionarias y las dinámicas identitarias autoritarias, excluyentes y regresivas.

Por tanto, descarto dos extremos. Por un lado, una identidad fuerte, homogénea, inmutable, esencialista o totalizante, con subordinación o anulación de los demás rasgos socioculturales y relacionales; supone un hegemonismo y ventajismo inadecuados, particularmente, a la diversidad actual de problemáticas y actantes. Esconde, a veces, el supremacismo y la prepotencia (por ejemplo, de una nación —o un imperio—, una clase social o un estamento y raza superiores) de una posición e identidad considerada central para infravalorar a otras. Incluyen su racionalización hegemonista frente a las calificadas despectivamente como ‘identidades’ inferiores, de clase, raciales, de género o culturales y, en todo caso, contraproducentes respecto de la actuación del sujeto supuestamente central con una identidad fuerte y hegemónica, ya sea la nación, la clase… o la interpretación supremacista del interés de la humanidad que encubre la de una élite mundial globalizadora, neoliberal o neoimperialista.

Por otro lado, es irreal la ausencia de identidades grupales. A veces, sin querer reconocerlo, se les quiere subsumir en una identidad más global o hegemónica: perteneciente a la humanidad o al simple cosmopolitismo; a la ciudadanía, como contrato público de reciprocidad derechos y deberes en una sociedad o Estado, o bien, a una identificación supranacional como la europea o a una nación dominante. Son también componentes identitarios que se complementan o interrelacionan con las identidades grupales, étnico-nacionales y de categoría social (de clase, género, raza, opción sexual, edad…), incluidas las problemáticas de la ‘vida’ y su reproducción y las medioambientales, los vínculos humanos con la naturaleza. La combinación y el encaje identitario de todo ello debe hacerse desde una perspectiva democrática, solidaria y de pluralidad.

Se superarían, así, los dos riesgos que tienden a infravalorar el sentido de la identidad grupal y los sujetos colectivos. Por una parte, el pensamiento liberal de solo reconocer al individuo como sujeto, con el rechazo a reconocer su contenido relacional y su significado sociopolítico y cultural respecto de la realidad de las desigualdades sociales. Por otra parte, la actitud autoritaria y totalizadora de solo reconocer los grandes sujetos institucionales (antes la Monarquía absoluta o la Iglesia, ahora el Estado o la racionalidad económica) o mundiales, es decir, neoimperios (colonialistas), supuestamente cosmopolitas, pero hegemonistas.

El sentido de las identidades

Veamos el sentido de las identidades o, mejor, de los procesos de identificación y pertenencias colectivas.

Primero, aparte de los componentes psicológicos y culturales, lo principal es la vinculación de la identificación con una realidad concreta, normalmente de subordinación o discriminación, sufrida colectivamente y percibida como injusta desde unos determinados valores éticos. Ello favorece el sentido de pertenencia grupal, con características comunes, así como frente a los adversarios, grupos dominadores o privilegiados, así como sus similares causas histórico-estructurales. La identidad tiene un anclaje con una realidad material, institucional y sociocultural, en su contexto estructural e histórico; encarna una dinámica sustantiva de las relaciones sociales.

No estoy hablando de la identidad como la simple función adaptativa impuesta por los grupos de poder y las estructuras sociales, incluidos los procesos de socialización educativa, étnico-nacional, laboral, opción sexual o de estereotipos de género. Tratándose de dinámicas emancipadoras, democráticas e igualitarias, hay que poner el acento en la formación de identificaciones de cambio de progreso, así como en su mutua interdependencia y en la conformación del conjunto. Son prácticas sociopolíticas y culturales transformadoras de las viejas identidades que, con distintas mezclas y asimetrías, van cambiando hacia otras nuevas con variados equilibrios y configuraciones. Se trata de explicar el carácter de las identidades y su enlace con la correspondiente actitud sociopolítica democratizadora y su conexión con la conformación de los sujetos colectivos, pasando por las dinámicas intermedias de configuración de pertenencias colectivas o actores concretos y su sentido compartido.

Las identidades se configuran a través de la acumulación de prácticas sociales continuadas, en un contexto estructural y sociocultural determinado, que permiten la formación de un sentido de pertenencia colectiva a un grupo social diferenciado. Articulan el reconocimiento (a sí mismos y respecto de los demás grupos y personas) y la interacción con otros grupos (o individuos), con una experiencia vital y unos intereses, comportamientos y objetivos compartidos y expresados, aunque sea de forma latente.

Dicho en otros términos, el carácter individual y grupal lo define su actividad, su papel social y sus vínculos sociales, es decir, la experiencia compartida (vivida, interpretada y soñada). La identidad se configura sociohistóricamente. Sus componentes biológicos, económicos o sociodemográficos no determinan una identidad esencialista inmutable. Son circunstancias influyentes, pero no caben los distintos determinismos, incluido los etnicistas, biologicistas y culturalistas.

Quiénes somos lo conforma, sobre todo, lo que hacemos, nuestro estatus y relaciones sociales, en los que se integra lo que fuimos, pensamos y sentimos (la subjetividad) y deseamos (nuestros proyectos y aspiraciones). Resume un presente, no estático sino en marcha, condicionado por lo que fuimos (en el pasado) y lo que queremos ser (en el futuro). Nuestro carácter o identidad no lo dan, solo, nuestros ideales o aspiraciones; ellos se pueden integrar, si son consistentes, en nuestro presente y nuestro comportamiento y, en esa medida, por su implicación actual forman parte de nuestra identidad. Es decir, tiene prevalencia nuestra realidad vivida e inmediata, en la que se asocia lo que queremos ser, sin caer en el voluntarismo de sobrevalorar la intención por encima de los hechos e interacciones. Ello por mucho que en la actualidad se reafirmen las prácticas de enmascaramiento y apariencias; constituyen ‘personajes’ que representamos, no tanto identidades (sedimentadas) significativas para nuestras trayectorias personales y colectivas.

Frente al enfoque liberal que tiende a valorar, por un lado, el individuo y, por otro lado, la humanidad abstracta, está la constatación social y realista de la existencia de grupos sociales ‘intermedios’, con distintas especificidades y conflictos. Al mismo tiempo, aunque en su vida y su acción pública los distintos actores destacan algún rasgo identitario, suelen tener identidades variadas con una articulación asimétrica de las mismas según los momentos y contextos, es decir, configurando constelaciones determinadas con distintas proporciones identificadoras.

Por tanto, no existe solo el ser humano abstracto, ni como individuo ni como humanidad. Esas categorías están encarnadas con gente concreta. El individuo es un ser social, no se puede desprender de sus rasgos socioculturales y experienciales, así como de sus vínculos grupales y estructurales, que son imprescindibles para conformar su pertenencia cívica, su identidad individual y colectiva.

Los equilibrios entre las distintas identificaciones personales y colectivas, con su diversidad y multidimensionalidad, y su expresión movilizadora según las prioridades y oportunidades de los contextos es una tarea compleja. Afecta a la pugna de identidades (y sus representaciones), con su jerarquización y/o subordinación a una identidad más global o hegemonista. A veces, algunas de las movilizaciones, en su pugna por la prevalencia representativa o articuladora, se viste de universalidad, transversalidad o neutralidad identitaria. Aparte de resaltar la necesaria pluralidad, lo único a precisar es que esos conceptos no deberían expresar el consenso centrista liberal ni el viejo dicho aristotélico (o confuciano) de que ‘la virtud está en el medio’. Estamos hablando de interseccionalidad, sobre todo, dentro del campo popular con una actitud crítica ante determinados poderes establecidos.

Además, los tres grandes temas sociales y políticos actuales siguen girando en torno a las tres grandes cuestiones estructurales que afectan a las mayorías sociales: la desigualdad social, la discriminación de las mujeres y la articulación nacional. Ello desde una dinámica democratizadora y de progreso y acompañados por otros aspectos significativos sobre los derechos humanos y medioambientales.

Está por consolidar ese campo (identificativo) de progreso, su articulación asociativa y expresiva y su distribución representativa en lo político institucional (entre Partido Socialista y Unidas Podemos y en el marco actual de colaboración gubernamental). Pero ya hay indicios sobre el perfil sociopolítico, la cultura político-ideológica y el sentido de pertenencia colectiva de los electorados progresistas y conservadores, descritos en el estudio antedicho. El nuevo progresismo de izquierdas, sobre todo joven, feminista y ecologista, dominante en UP y sus aliados, ya se conforma como una tendencia social de fondo, fruto de su experiencia relacional y su actitud cívica en esta década. A ello se le añade la persistencia de una cultura socialista en la mayoría de la base social del PSOE.

Se inicia una etapa que puede dar lugar a campos sociales y políticos consolidados con rasgos identificadores significativos como superadora en las versiones cosmopolitas o humanistas indiferenciadas (solo con el individuo), normalmente con el consenso liberal-conservador, o de la simple fragmentación de grupos y afinidades socioculturales parciales, a veces absorbidos por cierto neoliberalismo progresista. Quizá, en la situación actual, salvando las distancias de todo tipo, haya más rasgos comunes con la experiencia de los años sesenta y setenta en EE.UU. y Europa, que con la desarticulación social, la fragmentación movimentista y la crisis de las izquierdas políticas de las décadas posteriores. La combinación de identidades progresistas y su articulación sociopolítica serán clave para avanzar en la libertad, la igualdad y la solidaridad, es decir, en una democracia social avanzada.

En definitiva, en el debate sobre el sujeto y la identidad feminista (que no femenina), habría que superar los determinismos sociodemográficos y estructurales, así como los idealismos culturalistas de priorizar, para definir su carácter, los proyectos y aspiraciones (aunque sean también importantes). A partir de la realidad de desigualdad y subordinación de las mujeres e integrando las demandas de sus derechos igualitarios-emancipadores, debería ponerse el acento, desde esta interpretación relacional y crítica, en los procesos de identificación colectiva derivados de unas prácticas sociales, unos comportamientos o unas costumbres comunes que establecen unos vínculos sociales y una cultura sociopolítica con ese carácter feminista. Es el nexo social y realista para una transformación hacia la libertad y la igualdad.

 

Antonio Antón es profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid (@antonioantonUAM)

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2020

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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