La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.
Antonio Antón
Nueva etapa gubernamental
El preacuerdo del presidente socialista Pedro Sánchez y el líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, responde a las demandas y expectativas de una mayoría progresista amplia. Contiene propuestas para encarar los grandes retos sociales, institucionales y territoriales. Tiene unas posiciones integradoras e intermedias de los planteamientos de ambas formaciones políticas, con sus riesgos y sus límites, entre ellos la necesidad de ampliar sus apoyos parlamentarios, en particular los de ERC, cuestión a resolver en las próximas semanas. Aquí expongo una valoración general sobre el carácter del nuevo sanchismo y el marco del necesario acuerdo gubernamental cuyas características y alcance están por determinar.
El nuevo sanchismo
El presidente socialista Pedro Sánchez ha apostado por un gobierno progresista de coalición con Unidas Podemos y las convergencias catalana y gallega. Este giro deriva de la nueva relación de fuerzas parlamentarias surgidas de las elecciones generales del 10-N, de la necesidad de frenar a las derechas, aún en recomposición interna. Particularmente, es debido al fracaso del plan inicial de Sánchez de ensanchar su base representativa para gobernar en solitario con un programa centrista, sacar mayor ventaja respecto de Unidas Podemos y debilitar a Ciudadanos, absorbiendo parte de su electorado.
Su apuesta, al menos desde mayo, por la convocatoria de nuevas elecciones suponía el desprecio al equilibrio representativo (dos a uno en votos y tres a uno en escaños) con UP y sus aliados, e intentaba modificar a su favor la mayoría progresista salida el 28 de abril que permitía ya un acuerdo gubernamental plural. Su expectativa era ensanchar y estabilizar su poder, achicar y dividir el espacio de las fuerzas del cambio de progreso para imponer mejor su voluntad, al mismo tiempo que tener más margen de maniobra para pactar con C’s, con la reedición del gran centro —u otra fórmula mixta—, y frenar a las otras dos derechas del PP y Vox.
Por tanto, el actual giro del líder socialista es una respuesta realista —aunque no autocrítica— a la derrota de su anterior estrategia irreal —cuyo objetivo era el monopolio gubernamental con un continuismo centrista en lo socioeconómico e institucional y un enfoque uninacional en lo territorial—, de su inercia bipartidista y su hegemonismo. La pretensión de reforzar su propio papel y su centralidad con el emplazamiento a la colaboración del Partido Popular —que no está por la labor—, por un lado, y la no aceptación de la pluralidad existente a su izquierda y en los nacionalismos periféricos —con la consiguiente prepotencia y aislamiento de UP y sus aliados, así como la irresolución del conflicto catalán—, por otro, son aspectos que ahora debe modificar y cuyo contenido prefigura un nuevo sanchismo adaptado a la nueva realidad, un cambio táctico con un mismo objetivo hegemonista más templado.
A ello se añade la frustración de la dirección socialista al no conseguir una reestructuración a su favor del conjunto de fuerzas progresistas, incluyendo su pérdida electoral (0,7 millones de electores y tres escaños). Así, los resultados electorales ofrecen algo más que una proporción en votos de uno a dos entre Unidas Podemos–En Comú Podem-Galicia en Común y PSOE (más de tres millones frente 6,7 millones) y algo inferior contando los 0,5 millones de Más País-Compromís-Equo.
Además, se añade, por un lado, el fiasco de la operación de Más País con el irrealismo de la hipótesis de Errejón (con solo tres escaños, dos de ellos para sus coaligados de Compromís y Equo) que pretendía recomponer el espacio del cambio con una representación institucional más amable y colaboradora con el gobierno socialista —y que comparativamente queda muy lejos de UP—; y por otro lado, la ‘resiliencia’ de Unidas Podemos y convergencias que, aunque disminuyen un poco su representatividad, con sus treinta y cinco escaños mantienen una fuerza parlamentaria determinante y cuya alternativa de gobierno plural de progreso se confirma, con lo que se legitima su liderazgo.
Los cambios del escenario político
El escenario político se ha modificado por esa suma de reequilibrios representativos, legitimidad (o no) de estrategias y liderazgos y capacidad de influencia social y política de los cuatro actores principales: las derechas, con un Partido Popular algo en alza, el derrumbe de Ciudadanos y el incremento de la ultraderecha de Vox; el Partido Socialista, con un leve retroceso y una gran frustración; las fuerzas del cambio, en su conjunto, estancadas pero con alivio al superar la hipótesis de su disgregación, y los nacionalismos periféricos, que se han reforzado.
Esa nueva relación de fuerzas y sus (pocas) posibilidades combinatorias para conformar un gobierno progresista es la que explica el giro del nuevo sanchismo y el carácter de la nueva y frágil etapa. Es el punto de partida de las fuerzas coaligadas que tienen que cooperar para concretar esta expectativa tras un proyecto transformador de país.
La mayoría de medios de comunicación y analistas políticos, incluida parte de la propia dirección socialista y sus barones, no se explican bien las razones y el alcance de la propuesta de gobierno de coalición progresista. Incluso algunos achacan a Sánchez un coyunturalismo u oportunismo falto de una estrategia política coherente o una perspectiva a medio plazo, que debiera ser el pacto con las derechas y la normalización política y económica de un nuevo bipartidismo. Su política estaría compuesta de bandazos inexplicables a derecha e la izquierda en materia socioeconómica, o hacia el nacionalismo españolista excluyente y hacia la sensibilidad plurinacional integradora, en el tema territorial y catalán, o entre el autoritarismo prepotente —aplaudido desde el poder establecido— y el talante democrático en los aspectos institucionales —incluida la actitud ante la corrupción y otras libertades y derechos civiles—.
Hay parte de verdad. Está el Sánchez de la operación gran centro (el pacto PSOE-C’s de 2016) con su objetivo de prevalencia ante la paridad representativa con las fuerzas del cambio de progreso; del No es no al Gobierno de Rajoy y la normalización susanista favorecedora de la gobernabilidad del Partido Popular; de la moción de censura y el pacto político y presupuestario con Unidas Podemos; y de su prepotencia institucional, centrismo económico y nacionalismo españolista excluyente de la campaña electoral reciente. Ahora viene otro Sánchez.
El hilo conductor de Sánchez
Pero antes hay que explicar su hilo conductor. Señalo lo que tiene de cambio y de continuidad: la garantía del acceso al —y el control estable del— poder gubernamental, del que dependen para él las prioridades y los énfasis en proyectos, programas y alianzas. Algunos, atendiendo a una formulación psicológica, lo llaman ambición de poder. Desde una óptica política o sociológica es la conquista de la supremacía de la gestión política e institucional, que se supone, desde Maquiavelo, que es la función principal de la clase política, adecuada a los distintos niveles y contextos de gobernanza. Por tanto, no deben sorprendernos los giros tácticos adaptativos a realidades cambiantes para porfiar en ese objetivo central.
En una democracia liberal se supone que la gestión de las élites políticas está regida por procedimientos democráticos y que la pugna por la superioridad representativa y el control ejecutivo es legítima, aun contando con las restricciones institucionales (por ejemplo, la sesgada y conservadora ley electoral) y los grupos de poder, no solo económicos y financieros. No obstante, la transparencia y calidad democrática de esa pugna política y su expresión mediática deja mucho que desear.
En particular, hay prácticas de las derechas y también de la dirección socialista, más imbricadas con los poderes establecidos, que conllevan riesgos de instrumentalización de las instituciones para fines no muy respetuosos con la democracia — particularmente de antipluralismo hacia su izquierda, más débil respecto de los apoyos de poderes fácticos— y que suelen ir acompañadas de un ventajismo cínico.
Pero en el caso de Sánchez, que ha sido víctima y manipulador flexible, no cabe duda de que su plan supone ambición y firmeza en la expansión de su espacio representativo y de poder institucional ante las derechas y los otros dos actores competidores: las fuerzas del cambio de progreso y las formaciones nacionalistas periféricas.
Por tanto, no hay que infravalorar sus conflictos y su diferenciación simbólica y práctica con la representación política de las tres derechas (especialmente su versión de ultraderecha), incluso por encima de sus apaños con los grupos de poder. Su apuesta estratégica y de pactos está subordinada al interés prioritario de defensa y estabilidad de esa supremacía representativa que le permite acceder a posiciones de poder institucional. Además, alimenta la dinámica corporativa de una élite gobernante duradera en los distintos niveles de la gobernanza (municipal, autonómica, estatal, europea), en ámbitos de la sociedad civil y en las estructuras económicas. O sea, el quién gobierna, con la distribución del poder institucional, adquiere prioridad, frente al para qué (programa real) y con quién (alianzas). Paralelamente, se despliegan los discursos justificativos y los procesos de legitimación. El típico proyecto socialdemócrata se difumina hasta hacerse socioliberal (los fines) y se subordina al inmediatismo del control del poder gubernamental (los medios).
Un proyecto entre continuista y de progreso
Todo ello conforma el proyecto político socialista, sobre una base social moderada y envejecida, con una orientación entre continuista y levemente progresista cuya proporción está pendiente de negociar y concretar con Unidas Podemos y sus aliados para el próximo plan de gobierno compartido de progreso. La negociación integral afecta al conjunto del proyecto, a partir del preacuerdo genérico suscrito y en un contexto complicado.
Una vez aceptado el gobierno plural, y a la espera de la distribución de las competencias ministeriales, éste debiera tener tres ejes fundamentales a corto plazo: mejora sustantiva en la justicia social, los derechos sociolaborales y la igualdad efectiva (incluida la fiscal, laboral y de género, la garantía de las pensiones públicas, una política de inmigración inclusiva y respetuosa con los derechos humanos, y el apoyo a las personas desfavorecidas); avances reales en el diálogo y la negociación política de la crisis en Cataluña (y respecto del Estado) y en general de la articulación territorial, desde una óptica plural, inclusiva y democrática; impulso democratizador y de participación cívica, con la regeneración de la vida pública y el refuerzo de las libertades civiles y políticas.
Supondría, por una parte, un plan de choque contra la emergencia social, levantando una dinámica de cambios significativos en beneficio de la gente; y, por otra parte, conformar un perfil claramente progresivo que acumule reformas inmediatas junto con una dinámica transformadora a medio plazo: modernización económica-productiva-ecológica, cambio constitucional, institucional y del Estado, reforma democrática y solidaria de la Unión Europea… Además de este cambio de ciclo político progresivo, debería abordar el cambio cultural y de mentalidades, enganchar con las nuevas generaciones jóvenes —mayoritariamente en precariedad laboral y vital— y generar expectativas sociopolíticas y adhesiones cívicas a un camino por recorrer y que va a estar minado por las derechas y los grupos de poder reaccionarios.
Una interpretación crítica y multilateral
Parto de una interpretación de la ambivalencia táctica y política de la socialdemocracia en general y del sanchismo en particular, que de momento es un referente europeo de supervivencia. Su legitimidad social y su centralidad política (fracasada en casi toda Europa, incluido el último gobierno de Zapatero en un contexto muy duro) consiste en combinar dos aspectos contradictorios: la vinculación con los grupos de poder y la representación progresista de amplias aspiraciones populares. Frente a la crisis socioeconómica, territorial e institucional, así como de una política regresiva y autoritaria por parte del bipartidismo, se ha configurado en esta década un amplio espacio transformador por un cambio real de progreso, con capacidad de resiliencia. El ciclo político de este último lustro se enfrenta al reto de esta década que las fuerzas establecidas no han podido cerrar con una normalización de un bipartidismo corregido: una salida de progreso a la cuestión socioeconómica y territorial y la democratización institucional.
Cabe el interrogante: ¿es posible el desarrollo y la consolidación de un proyecto gubernamental compartido por estas dos fuerzas diferenciadas —con la colaboración de grupos nacionalistas como el PNV y ERC— que dé pasos significativos en esa triple dirección, aunque sean lentos y limitados, evitando las inercias continuistas y el impacto restrictivo de los poderes económicos, institucionales, europeos y mundiales? La historia lo dirá, pero merece la pena intentarlo y es la opción menos mala y más práctica y democrática, al estar conectada con amplias simpatías populares.
Ello no implica desconocer los límites de su alcance transformador, ni las restricciones estructurales e institucionales impuestas por los grupos de poder, ni las contradicciones de intereses y cultura política entre las propias fuerzas coaligadas, ni las necesidades de una gestión rigurosa, abierta y honesta.
Dos visiones unilaterales y contrapuestas
No obstante, hay que advertir de la unilateralidad de dos visiones contrapuestas. Una, la de situar siempre y de forma ahistórica a la socialdemocracia con su exclusivo componente de pertenencia al poder establecido (o al Régimen), del que se deduce la imposibilidad para las fuerzas alternativas de llegar a acuerdos globales y más o menos transitorios, especialmente en el ámbito estatal (más constreñido), y una complementaria estrategia, también esencialista, de oposición general.
Otra, contraria, de embellecer su carácter, también de forma prejuiciada, priorizando su sentido progresista o de izquierdas al margen de sus actuaciones políticas y su imbricación con los intereses de los poderosos, lo que conlleva a la sobrevaloración del campo común de prioridades y la estrategia de cooperación, al seguidismo o a la subordinación, así como a la infravaloración del desarrollo de un campo propio y una política diferenciada, vinculada a los intereses de la mayoría social.
Sin llegar a valorar la trayectoria de más de un siglo de historia de las izquierdas, ni siquiera su evolución en este último medio siglo, desde los comienzos de la transición democrática, tenemos una experiencia inmediata rica que modifica las interpretaciones rígidas sobre la recomposición de las fuerzas políticas y la configuración de un nuevo ciclo sociopolítico, incluido aquí el marco europeo.
Se trata de la experiencia de esta última década desde comienzos de la crisis socioeconómica, los ajustes estructurales regresivos y las medidas autoritarias de las élites gobernantes, contestada por una amplia corriente sociopolítica progresista que aporta elementos para una interpretación más crítica y multilateral que permite arrojar más luz sobre las tareas y perspectivas transformadoras del presente. En particular, clarifica el carácter del sanchismo y el sentido de las fuerzas del cambio, los puntos de acuerdo y de desacuerdo que permiten descifrar el alcance del ciclo que comienza.
En definitiva, tras la evidencia del fracaso de su plan hegemonista anterior, la dirección socialista debe adaptarse rápidamente (en unas horas) a la realidad, eludir su responsabilidad por el bloqueo institucional, su discurso centrista y su apuesta hegemonista, y buscar la única salida existente: el acuerdo con Unidas Podemos. El eje principal que explica estos vaivenes es conseguir la hegemonía institucional de una élite gobernante socialista, diferenciada de las derechas y de la izquierda transformadora, ahora dejando a ésta un hueco y estableciendo una tregua con ella. Su ideal, como ha repetido estos meses el propio Sánchez, era el gobierno en solitario, el monopolio del poder y el continuismo en la política socioeconómica, institucional, territorial, europea, con leves reformas progresistas, particularmente en el ámbito sociocultural. La política de alianzas era ambivalente: una posición ventajista y de subordinación de las fuerzas a su izquierda, y consensos básicos de Estado con las derechas (y los poderes establecidos), con su contención representativa.
Pues bien, la opinión de la ciudadanía que reflejan los resultados electorales ratifica el fracaso del plan hegemonista de Sánchez de gobierno monocolor y programa centrista. Su campaña moderada no ha atraído al electorado de Ciudadanos y su prepotencia respecto de Unidas Podemos no ha conseguido debilitar la capacidad de influencia de UP en la configuración gubernamental y el proyecto de país a implementar. Y eso le lleva a abrir un nuevo escenario y un cambio de plan, admitiendo algunas correcciones respecto de la gestión del poder y el programa de reformas a implementar en un sentido más plural, democrático y progresista, aspectos defendidos desde hace una década por amplias corrientes cívicas.
Bienvenida sea la oportunidad planteada por el nuevo sanchismo, aunque sea forzado por las circunstancias, hacia una salida plural, más democrática y progresiva, y siempre condicionado por una fuerte presencia de las fuerzas del cambio de progreso con grandes retos por delante.
Antonio Antón es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
@antonioantonUAM
26 /
11 /
2019