¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta que el capitalismo deshumanizó a la sociedad, todos los vivos esperaban la experiencia de la muerte. Era su futuro final. Los vivos eran en sí mismo incompletos. De esa forma vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esa interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados.
Jordi Bonet Pérez
Al hilo del centenario de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)
El centenario de la OIT es un buen momento para reflexionar no solo sobre la obra institucional y jurídica de esta organización internacional, sino también sobre: de un lado, la significación de la idea de justicia social que preside sus actividades, y, de otro lado, la importancia social y económica del trabajo como factor productivo y como instrumento de socialización y participación del individuo en las dinámicas sociales; y, ello, en un escenario en que la gobernanza global se rige por parámetros que han pretendido difuminar el valor del trabajo, su sometimiento absoluto a las leyes del mercado y su desvalor como vector reproductivo de las condiciones de vida de quienes realizan actividades laborales —e indirectamente, también, de quienes deben consumir lo que se produce—.
Seguramente, esta reflexión puede ser algo más sosegada (o no) que la que suscitara el septuagésimo quinto aniversario de la OIT, en 1994. Entonces, las condiciones históricas en presencia, el aparente fin de la Guerra Fría y la consolidación de una etapa de fortalecimiento de la integración económica transnacional dentro del proceso de globalización, llevaron a un cuestionamiento del mandato de la OIT, en especial de su actividad normativa. Algunos Estados (entre ellos los entonces denominados tigres asiáticos) y el sector empleador adoptaron una perspectiva crítica y pusieron en tela de juicio la vigencia de la función regulatoria de la OIT, abogando por diluirla en estándares indicativos y/o de soft-law —y logrando, sobre todo, que se realizase una labor de criba en función del criterio de obsolescencia de la obra normativa de la OIT (llamándolo por su nombre, una poda normativa o desregulación)—. Igualmente, ello dio pie a un instrumento como la Declaración de la OIT sobre los principios y derechos fundamentales en el trabajo (1998), que no deja de ser el producto de un consenso confuso y dirigido desde ese mismo sector empleador a arrinconar propuestas mucho más ambiciosas sugeridas por el sector sindical para reforzar la supervisión del cumplimiento y, consecuentemente, la rendición de cuentas sobre la efectividad de los derechos fundamentales en el trabajo. Al menos el debate de 1994 dio pie a la construcción del concepto político-jurídico del trabajo decente [1], el cual, se quiera o no, constituye un referente seguido para la inserción del tratamiento de las cuestiones laborales en esferas decisorias como el sistema de Naciones Unidas [2] —que sitúa hoy como uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible la promoción del crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos (Objetivo 8)— o el propio G20 —en cuya área de influencia se sitúa la labor de la OIT, ofreciendo inputs de reflexión y estadísticos—.
El debate de 1994 puso asimismo en el punto de mira la propia idea del tripartismo, que es la principal característica organizativa y deliberativa de la OIT: en ella están representados, y tienen voz y voto en un órgano decisorio en materia regulatoria como la Conferencia General o Conferencia Internacional del Trabajo, los Gobiernos de los Estados, su sector empleador y su sector sindical. Es más que probable que este momento histórico supusiera un baño de realidad antes inimaginable: al debate en la OIT llegaba la fragmentación real y efectiva de intereses entre las partes sociales, y un panorama de realidades estatales donde algunos Estados abogaban por profundizar en la introducción radical de los postulados neoliberales en el quehacer de la organización. La ralentización normativa y algunos episodios posteriores de negación empresarial de la interpretación de las normas internacionales del trabajo —por ejemplo, la interpretación dada desde los órganos competentes de la OIT al derecho de huelga como instrumento del derecho a la libertad sindical y de negociación colectiva— son muestra del cariz que tomaron los acontecimientos y de la devaluación misma de la esencia de la OIT. De cualquier forma, el propio tripartismo es puesto en cuestión: si la OIT aborda cuestiones relativas a la justicia social que exceden del campo de juego de las condiciones de trabajo, como así efectivamente es, ¿no sería más legítimo integrar en el proceso deliberativo y decisorio a otros actores vinculados a la defensa de otros intereses que se abordan en el marco de la búsqueda de la justicia social [3]?
Examinemos la raíz de todo.
La OIT, conforme a su Preámbulo, nace en 1919 con un signo reformista, dirigido no a conformar una expectativa revolucionaria, sino a mejorar las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores y de sus familias, y una triple vocación: 1) humanitaria, de mejora de las condiciones de trabajo existentes, atendiendo a las penosas prácticas laborales existentes y al sufrimiento generados por ellas; 2) económica, partiendo de la base de que, si un Estado unilateralmente (en vez de esperar a un desarrollo multilateral) procedía a mejorar las condiciones de trabajo de su mercado laboral, podía perder o aminorar la ventaja de que dispusiera en el comercio internacional; y 3) política, puesto que la emergencia de la revolución soviética suponía un peligro para la paz y el statu quo del sistema capitalista que debía encararse con esa visión reformista y con la voluntad de evitar su efecto dominó (ténganse además presentes las demandas de los sindicatos no revolucionarios a partir de la evidencia del esfuerzo de guerra que, en el campo de batalla y las fábricas, recayó sobre los trabajadores y trabajadoras). Como señalara Albert Thomas: “la guerra ha obligado a los gobiernos a comprometerse a eliminar aquellas condiciones de vida y de trabajo muy marcadamente inhumanas que persistían en la realidad productiva” [4].
Todo ello plantea a la OIT como una agencia regulatoria cuyo objetivo era lograr, a partir de normas jurídicas internacionales, la homologación de los parámetros de tratamiento de las relaciones laborales [5] —eso sí, a partir de estándares regulatorios de mínimos y diferenciados en función del grado de desarrollo de los países—. En consecuencia, la actividad normativa de la OIT (a la que se puede añadir subsiguientemente el control del respeto de las obligaciones jurídicas internacionales de los Estados) se sitúa en el centro de la acción institucional por la propia lógica del mandato de la organización. Los Convenios de la OIT (tratados internacionales que vinculan a los Estados que manifiestan su consentimiento en obligarse por los mismos) y las Recomendaciones (que contienen mandatos de acción no vinculantes) contienen la expresión profunda de esa voluntad, junto a otros estándares regulatorios complementarios, y son fruto de un proceso deliberativo tripartito.
La Declaración relativa a los fines y objetivos de la OIT o Declaración de Filadelfia, de 10 de mayo de 1944, terminará por conducir el mandato de la OIT hacia la concreción de una idea extensiva del mismo, en orden a progresar en la justicia social como vector de orientación de las políticas económicas de los Estados, lo que comprende las condiciones no solo de trabajo sino de existencia del trabajador y de su familia en el contexto del desarrollo económico y social.
¿Qué queda de todo esto? Mucho y poco.
Aun cuando alguna de estas tendencias se iniciase previamente, los años posteriores al septuagésimo quinto aniversario de la OIT supusieron: 1) la centralización del mandato en la promoción de objetivos político-jurídicos relativos a los derechos fundamentales en el trabajo y al trabajo decente, como pone de manifiesto la adopción de la Declaración de la OIT sobre la justicia social para una globalización equitativa, adoptada por la Conferencia General, de 10 de junio de 2008, como producto programático dirigido a ofrecer parámetros de acción para todos los actores implicados en el sistema productivo —y que, en modo alguno, puede equipararse ni por su ambición ni formalmente a la Declaración de Filadelfia—; 2) la ralentización desde finales del siglo XX hasta nuestros días de la actividad normativa de la OIT, frente a la producción sostenida e intensa de décadas anteriores, y 3) la problemática tramitación de ciertos Convenios de la OIT —por ejemplo, sobre el trabajo a domicilio— que ha abocado a que temas fundamentales para la comprensión de las relaciones laborales en la economía globalizada se hayan regulado no a través de Convenios de la OIT, sino a través de meras Recomendaciones —es el caso del asunto de la subcontratación, que, tras un intento de adopción de un Convenio de la OIT, acabó siendo reconvertido en disposiciones no vinculantes mediante la Recomendación nº 198 sobre la relación de trabajo (2006)—.
En consecuencia, el factor justificativo y legitimador esencial de la acción de la OIT (la adopción de normas internacionales del trabajo) se ha ido desvirtuando en el contexto de los postulados neoliberales que han venido sosteniendo la gobernanza de la globalización y la construcción de mercados integrados y de cadenas de valor transnacionales, espacios en los que el factor trabajo ha tendido a ser desposeído de buena parte de su valor social y humano.
¿En qué punto estamos entonces? Más allá de la siempre loable (pero relativa, por mor de la visión reformista de la acción institucional —se pretende convencer y ayudar al Estado, no condenarlo—) función de control del cumplimiento de los compromisos jurídicos adquiridos, la OIT parece conformarse (cada cual que valore si es mucho o poco) con ser un organismo del sistema de Naciones Unidas que promueve el respeto de las normas internacionales del trabajo existentes, asesora y ayuda a los Gobiernos y las partes sociales mediante la asistencia y cooperación técnicas para lograr el cumplimiento de los estándares regulatorios existentes, y participa en el sistema de Naciones Unidas para mantener la llama de la justicia social como parte del proyecto común —favoreciendo iniciativas interesantes como la idea de piso de protección social mínimo—. Asimismo, vertebra su acción con el Fondo Monetario Internacional y con la Organización Mundial del Comercio (sí, también) para ofrecer al G20 parámetros de política social y económica tendentes a fomentar el trabajo decente y, actualmente, para ayudar a crear un contexto favorable a la mejora del nivel mundial de empleo, conmovido por los efectos de lo sucedido a partir de 2008. Aquí es importante su insistencia en señalar el incremento de la desigualdad en detrimento de quienes obtienen su renta del trabajo, así como la fragmentación de los mercados laborales a nivel interno.
El interrogante, si todo esto no dibuja de por sí una evolución que aminora el papel de la OIT y muestra un cierto declive de su papel como actor de la gobernanza global, es si, con estos mimbres y con la aceptación de su rol actual, la OIT será capaz de contribuir —más allá de la investigación y de la muestra estadística, de abogar (lo que ya es algo) por lograr una mejora del nivel de la decencia del trabajo, y de la creación de una Comisión Mundial sobre el Futuro del Trabajo— a los grandes retos que sugieren las transformaciones productivas presentes y cuya aceleración se presume en ciernes (por ejemplo, promoviendo o capitaneando movimientos regulatorios y/o a través de la revisión de paradigmas conformadores de la gobernanza económica global). Entre tales retos se encuentran: la revolución industrial 4.0, la persistencia del trabajo informal, la evolución de las cadenas de valor transnacionales y los procesos de reversión de ciertas deslocalizaciones, la desigualdad salarial y de rentas, o la devaluación de la remuneración del trabajo como sostén económico de las unidades familiares. Y no se agotan en esta lista los temas candentes y de difícil trenzado con sociedades condicionadas por valores, principios y sesgos del predominio regulatorio del mercado.
Notas:
[1] OIT, Trabajo decente, Memoria del Director General del Trabajo a la Conferencia General en su 87ª reunión (1999), Oficina Internacional del Trabajo, Ginebra, 1999
[2] Declaración de los Ministros y Jefes de Delegación participantes en la serie de sesiones de alto nivel del período de sesiones sustantivo de 2006 del Consejo Económico y Social, sobre la Creación de un entorno a escala nacional e internacional que propicie la generación del empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos, y sus consecuencias sobre el desarrollo sostenible, de 5 de julio de 2006 (ONU, Documento E/2006/L.8).
[3] BACCARO, L. and MELE, V. (2012): “Pathology of Path Dependency?: The ILO and the Challenge of New Governance”, Industrial and Labor Relations Review, Vol. 65, Nº 2, p. 217.
[4] THOMAS, A., «La Organización Internacional del Trabajo. Origen, evolución y porvenir», Revista Internacional del Trabajo, Vol. 115 (1996), 3-4, p. 287.
[5] ANDERSON Mc NEILL, L. A., «Retos y perspectivas del tripartismo en un mundo globalizado», en: OIT, Pensamientos sobre el porvenir de la justicia social. Ensayos con motivo del 75° aniversario de la OIT, Oficina Internacional del Trabajo, Ginebra, 1994, p. 23.
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2019