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Albert Recio Andreu
Debates sobre el declive de la izquierda
Electoralmente, la izquierda está en declive. Un declive de larga tendencia, jalonada con cortos momentos de recuperación. Un declive que afecta tanto a la moderadísima socialdemocracia como a la izquierda radical o transformadora. Aunque los sistemas electorales, y la propia estructura de partidos, difieren de un país a otro, el retroceso es bastante generalizado. En algunos países, notoriamente Italia, ha casi desaparecido. España es actualmente un caso atípico, aunque si miramos el conjunto de ciclos electorales desde 1977 constatamos que, en muchos momentos, la izquierda transformadora ha estado al borde de la inanidad. Y ahora, tras las elecciones portuguesas y la publicación de diversas encuestas, todo apunta a que nos vamos a confrontar, de nuevo, a una situación crítica. Por eso, hoy es más necesario que nunca investigar tanto las causas de este declive como los condicionantes de la coyuntura. Es la única forma de encontrar pistas para buscar respuestas que conduzcan a revertir la situación. Durante los últimos días se han formulado planteamientos que considero que merecen cierta atención, y que paso a comentar.
Sánchez-Cuenca y la crisis de intermediación
En dos sugerentes artículos, Ignacio Sánchez-Cuenca aporta una explicación alternativa o complementaria a los diferentes intentos de explicar tanto el auge de la extrema derecha como el declive de la izquierda. En el primero («El “grado cero” de la democracia») se centra en considerar que la crisis de la democracia se debe a la pérdida de confianza respecto al habitual papel intermedio de partidos y a su autoridad jerárquica (que se extiende, también, a la pérdida de prestigio de la intelectualidad como referente a la toma de adoptar posiciones políticas). En sus palabras: «La digitalización nos ha enseñado a hacer las cosas por nosotros mismos en muchos ámbitos de la vida. La mayoría de los intermediadores nos resultan inútiles y detestables»; y concluye: «quizás hemos ganado en libertad y autonomía personales, pero el precio a pagar es encontrarnos en una barahúnda permanente».
En el segundo artículo («Una explicación del retroceso de las izquierdas en Europa»), aplica este análisis al caso específico de la izquierda. Su punto de partida es que la izquierda política siempre se ha centrado en promover una propuesta que trasciende a la percepción inmediata de la clase obrera real que trata de representar. Hay algo de los viejos debates sobre la conciencia externa y el papel del partido. Para él «esta necesidad de articular y organizar una clase obrera socialista tuvo siempre un elemento paternalista», puesto que en su trabajo trataban de impulsar una conciencia revolucionaria que era todo menos espontánea. Esta necesidad de articular un pensamiento global que influye en las acciones colectivas e individuales es aún más compleja por la aparición de nuevas cuestiones, antes no consideradas, como el feminismo, la ecología o los derivados de la globalización que obligan a desarrollar propuestas más elaboradas. Ello refuerza una imagen moralista de la izquierda que «se ha vuelto especialmente antipática en nuestros días» y que choca con una «época de individualismo empoderado […] donde nadie quiere que se le diga lo que tiene que pensar, el líder político solo tiene éxito en la medida en que se ponga al mismo nivel de sus seguidores».
Cómo única línea interpretativa resulta demasiado simple, pero aporta una cuestión crucial que tiene que ver con la formación de la conciencia, el comportamiento individual, y su traslación a la acción política. Siempre he estado convencido de que uno de los mayores lastres de la tradición marxista ha sido el olvidar el comportamiento psicológico individual. Ha habido demasiada preocupación en analizar las dinámicas estructurales y en pensar las clases sociales como espacios cerrados, y se ha olvidado el análisis de los comportamientos psicológicos. Algo en lo que sí que han trabajado mucho la derecha y el capital, para desarrollar políticas exitosas en campos tan diversos como el marketing económico, el político, o la gestión de personal. Y en el proceso al que alude Sánchez-Cuenca han jugado tanto elementos psicológicos —en buena parte explotados al máximo por las técnicas de manipulación de masas— como factores estructurales.
La izquierda histórica basó su fuerza en su capacidad de articular procesos comunitarios, básicamente utilizando métodos de adoctrinamiento parecidos a los de las diversas religiones. Una labor que pudo desarrollarse en una sociedad donde las diferencias de clase eran muy marcadas, las posibilidades de movilidad social ascendente escasas, las condiciones de vida de las masas trabajadoras eran bastante homogéneas, los roles de género muy definidos, y la actividad social extralaboral era fundamentalmente relacional y colectiva. Como apostilló el gran historiador Eric Hobsbawm, lo que definía la vida de la clase obrera británica, masculina, era el futbol y el pub. Dos espacios de socialización primaria y creación de identidad (la inmensa mayoría de clubs de futbol ingleses de esta época, a excepción del Chelsea, estaban arraigados en ciudades y barrios obreros, de voto laborista). Todos estos factores que producían una experiencia colectiva han sido dinamitados a partir de los años cincuenta. Algunos para bien, como la crisis de las estructuras de género, que apuntan hacía una ampliación de los proyectos igualitarios. Otros no tanto, y tienen que ver tanto con los cambios en la estructura laboral como con las formas de ocio y consumo.
El principal cambio de la estructura laboral es la quiebra de la homogeneidad (aunque siempre fue menor de lo que pensaba alguna izquierda). Un cambio que ha venido tanto por la transformación del modelo empresarial (de la empresa compacta a la empresa-red), por el cambio de las actividades (crecimiento del empleo en los servicios, en condiciones mucho más atomizadas que en los tradicionales sistemas fabriles) como, sobre todo, por la formación de una amplia capa de asalariados con formación académica que cubren espacios productivos diferentes (lo que algunos han llamado trabajadores simbólicos) y que constituyen el núcleo de la movilidad ascendente que ha ocurrido en las décadas pasadas. La aparición de este importante núcleo de trabajadores «educados» es el resultado tanto de necesidades del capital (tecnificación de los procesos productivos, aparatos burocráticos necesarios para gestionar grandes empresas, servicios especializados) cómo del éxito de las propias reivindicaciones obreras, tanto en el acceso a la educación como en el desarrollo de servicios públicos (educación, sanidad, etc.) que son una parte sustancial de los empleos de estos trabajadores «educados». Si a ello añadimos la llegada masiva de inmigrantes extracomunitarios (una verdadera alteración del viejo orden migratorio desde el centro a la periferia), que ocupan los empleos manuales más duros, peor retribuidos y devaluados socialmente, tenemos bastantes pistas de cómo se ha producido esta explosión de la conciencia grupal, se han fragmentado experiencias, y se han debilitado los espacios comunes. El caso de los trabajadores educados es especialmente notorio: su socialización en el proceso educativo es especialmente individualista, su «ascenso» social, cuando se produce, se interpreta como resultado de su propio mérito (y le suele distanciar de su entorno de partida). Por contra, en algunos casos, su mayor formación intelectual les permite entender mejor la complejidad de algunos procesos, lo que explica que sea en este segmento social tan contradictorio donde la izquierda transformadora tiene su base más estable de votos. A cambio de alejarse de los otros segmentos de clases trabajadoras.
Si la estructura laboral se ha transformado, el cambio ha sido tanto o más brutal en la esfera del consumo y la vida cotidiana. La masificación del transporte rodado, por un lado, y la sucesiva incorporación de medios en actividades de ocio (televisión, vídeo, videojuegos, internet…) han propiciado formas de vida mucho más individualizadas, menos relacionales. Hasta llegar a la situación actual, donde incluso el aprovisionamiento de bienes ha pasado a ser una actividad que parte de la población realiza por medios informáticos, y el trabajo de sectores obreros devaluados. Hasta la década de 1950, la actividad comercial generaba (fuera del autoempleo de los tenderos, una parte de la clase media de la época) empleos de relativo prestigio. Un vendedor era alguien cualificado que asesoraba a su clientela. Con el desarrollo del autoservicio, el empleo se devaluó y el «consumidor» adquirió protagonismo. En la era de la compra electrónica, la intermediación desaparece, y el consumidor parece el monarca absoluto. Un monarca habitualmente mal informado, bombardeado por un enorme ejército de propaganda que promueve un consumo compulsivo y, a poder ser, adictivo. Nada que ver con el consumidor consciente y reflexivo que se requeriría para que los movimientos de consumidores pudieran tener capacidad transformadora.
He tratado de enmarcar los procesos que explican la crisis de representación y el auge del individualismo que plantea Sánchez-Cuenca. Todo apunta que es un proceso efectivamente de largo alcance, en el que a la izquierda le cuesta adaptarse. Construir la izquierda siempre ha significado levantar un proceso político desde la precariedad. Los poderes económicos tienen siempre muchos recursos, y los utilizan a discreción. Conocer de dónde vienen nuestras limitaciones, y la naturaleza de los procesos en marcha, es, al menos, una condición imprescindible para desarrollar propuestas viables.
Alberto Garzón: dos apuntes de coyuntura
En su habitual colaboración en ElDiario, el exlíder de Izquierda Unida ha realizado dos aportaciones de coyuntura que considero complementarias del trabajo de Sánchez-Cuenca. La primera, de abril, bajo el nombre «Claves para una unidad realista de la izquierda». La segunda, «Portugal y España, ¿el mismo futuro?», en mayo, tras el ascenso de la derecha en Portugal.
El tema central es, sin duda, el del enfrentamiento entre Sumar y Podemos por el espacio de la izquierda alternativa. Un enfrentamiento que, planteado tal cual, conducirá (en esto creo que coincidimos mucha gente) a una nueva debacle. No sólo por la división del voto, sino porque el hartazgo que provocan estos enfrentamientos suele acabar espantando a mucha gente, que deja de votar o acaba votando al PSOE. Hay tantas evidencias de que esto ocurre casi siempre que parece increíble que quien se pretende líder político lo desconozca.
Pero lo que más interesante me parece de estos artículos no es tanto su sensatez, sino el resaltar la evidencia de que en el momento actual la gestión ministerial, por buena que sea (y muchas de las cosas que se han hecho en el Gobierno por parte de Sumar o, anteriormente, de Unidos Podemos, o incluso en muchos Ayuntamientos del cambio, han estado bien), no trasciende a una población que sólo se queda con el trazo grueso y la acción política. Garzón sugiere que la única forma de superar el impasse actual es que los ministros de Sumar pasen de hacer gestión a actuar en la arena política, con un discurso claro, con determinación. En cierta medida, es complementario del análisis de Sánchez-Cuenca; en tiempos de baja politización, hace falta una visibilidad contundente, atractiva, creíble, para movilizar al personal y animarle a votar.
No tengo claro, sin embargo, que la receta sea aplicable. Podemos se ha enquistado en una batalla mediática que sólo sirve para mantener a sus fieles (y ampliar sus fosas de separación con el resto, pues muchos de sus mensajes son más irritantes que educativos). Y Sumar está atrapado en el dilema de su presencia en el Gobierno; sabe que cualquier acción brusca podría implicar su caída, y que lo que vendría después es mucho peor (y, además, se le cargaría el muerto de la ruptura). Y se mantiene en un Gobierno obligado a hacer mil y un equilibrios parlamentarios, que frenan sus propuestas más contundentes y en el que el PSOE tiene muchas más bazas para rentabilizar lo poco o mucho que se hace. Para mayor complicación, empieza a haber tensión en su propio espacio, como lo muestra que Izquierda Unida ya ha empezado a hacer su propia campaña. Romper este círculo vicioso pasa por potenciar un liderazgo atractivo (que recupere la iniciativa que en algún momento representó Yolanda Díaz) y desarrollar una campaña política que sea lo suficientemente atractiva.
Afrontar los problemas estructurales, generar una iniciativa movilizadora
La izquierda transformadora tiene una suma de problemas estructurales (que, en parte, comparte con la descafeinada socialdemocracia), y su base social y su proyecto son mucho más complejos que en el pasado. Las formas de socialización han cambiado y alterado los procesos de adscripción. Y todo ello sin tener en cuenta dos cuestiones adicionales: el peso muerto que significa la fallida experiencia soviética, y la necesidad de ajuste en las formas de vida que comporta la crisis ecológica. Afrontar estos problemas no es sencillo. Y es aún más difícil hacerlo con pocos recursos humanos y con una serie de aliados más proclives a la bronca que a la cooperación. Pero son cuestiones que hay que enfrentar si de verdad se quiere buscar una salida aceptable a la crisis ecosocial. Exige, de entrada, construir un buen espacio de reflexión, de experimentación social, de difusión de ideas y experiencias que permite llevar a cabo un trabajo sostenido en el tiempo. Algo que debe construirse fuera de una construcción política pensada para la acción cotidiana.
Pero, en el corto plazo, hay otra tarea urgente. Más urgente que nunca, a la vista de lo que está generando el huracán Trump y la deriva ultra en toda Europa. Y sabemos, además, que la toma del poder por esta derecha ultramontana no va a significar una mera transferencia de mando. Los vientos de la derecha autoritaria y reaccionaria están conduciendo a retrocesos en derechos políticos y sociales de largo alcance. Y es evidente que sus tropelías nunca tienen una respuesta inmediata; si utilizan la coacción, el acoso y la represión, es porque saben que son medios que paralizan las respuestas, que les permitirá profundizar en su proyecto.
Por eso, aunque los plazos sean cortos, debería ser el momento de lanzar un llamamiento a la resistencia cultural, política, social. Basada tanto en la movilización como en la construcción comunitaria. Una propuesta de una acción no partidista, cívica. Que conmueva conciencias y que, cuando menos, vuelva a ser un animador social como en su momento fue el 15-M. Más que enfrascarse en los tediosos e inútiles debates entre las élites, debemos pedir a nuestros dirigentes políticos que contribuyan a generar una corriente de acción y opinión que insufle un aliento, que llame a la gente a ser protagonista. Es más fácil que, si esto ocurre, aunque sea de rebote, se salve un declive que, de consumarse, puede condicionar el futuro social por bastante tiempo.
27 /
05 /
2025