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Sebastiaan Faber
Alex Gourevitch: «Las universidades han traicionado su razón de ser»
Los ataques del Gobierno norteamericano a las universidades del país, constantes desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, han revelado una serie de vulnerabilidades preocupantes que se han manifestado como capitulación inmediata (el caso de Columbia), formas de “obediencia anticipada” (para usar la frase de Timothy Snyder) o un silencio atronador (la gran mayoría). ¿Cómo se explica que incluso poderosas instituciones privadas como las Ivy League se vean tan débiles ante los instintos autócratas del presidente?
Entre las voces más lúcidas que se han pronunciado sobre el tema está la de Alex Gourevitch, politólogo afiliado con la Universidad de Brown (Rhode Island). En un largo ensayo en The Boston Review llama la atención sobre la represión sistemática de las protestas políticas en los campus universitarios durante los últimos años, en particular en torno a la guerra de Gaza. Según Gourevitch, se trata de un nuevo régimen disciplinario que refleja problemas estructurales de más largo plazo. En su lugar, reivindica el “derecho a la hostilidad”. Desde luego –escribe– hay que proteger a todos los miembros de la comunidad universitaria de cualquier daño físico. Pero esto no significa reprimir toda actividad que pueda producir una sensación de incomodidad u ofensa, como lo son, a menudo, la expresión y crítica de ideas políticas; o sea, las protestas.
Para Gourevitch, el hecho de que estas se vean hoy como problemáticas o simplemente intolerables tiene una explicación clara: a medida que se ha venido equiparando el daño físico con el daño psíquico, “las autoridades … han redefinido, gradualmente, el derecho de estar seguro como un derecho a sentirse seguro”. Los colectivos de estudiantes, a su vez, han apelado a esas mismas autoridades para que hagan lo necesario con el fin de garantizar esa sensación de seguridad, incluidas la prohibición o represión de protestas u otras expresiones de disenso.
Esto, sin embargo, ha socavado seriamente la misión y convivencia universitarias. Es más –concluye Gourevitch–, la “sensación de fragilidad” que han venido “promoviendo” las universidades y otras instituciones es “democráticamente incoherente y políticamente paralizante”: “Cuanto menos capaces seamos de tolerar la libertad del otro, más dependeremos de las autoridades, a las que apelamos para que nos protejan –lo que, a su vez, nos anima a sentirnos cada vez más vulnerables ante el otro–”.
Gourevitch (San Diego, 1978), doctor por la Universidad de Columbia, es autor del libro La República Cooperativista. Esclavitud y libertad en el movimiento obrero (Capitán Swing). Colabora de forma regular en Jacobin, Dissent y otros medios. Es nieto, por el lado materno, del economista Albert O. Hirschman.
El proceso que usted critica en su ensayo en la Boston Review –la confusión entre sensaciones y hechos, entre daño psíquico y físico– se puede describir como una paulatina erosión de la tolerancia.
Muy de acuerdo. En resumidas cuentas, hemos perdido la capacidad de tolerar el disenso. Pero no solo eso: también hemos redefinido el disenso en sí como una forma de daño. Esto significa dos cosas. Primero, que hemos perdido la capacidad de distinguir entre sentirnos amenazados y estar amenazados. La erosión de esa distinción ha sido realmente corrosiva. Segundo, hemos perdido la capacidad de distinguir entre diferentes tipos de daño. Mira, todo conflicto siempre traumatiza un poco. Tener que oír la expresión vociferante de ideas que a uno le parecen repugnantes es algo que causa cierta angustia psíquica, sobre todo en un entorno –como lo es la universidad– que anima a todo el mundo a tomarse las ideas de forma muy seria y muy personal. Pero ese daño es menor y lo tenemos que asumir como el precio de admisión a una sociedad democrática. Es el precio de la libertad. De ahí la importancia de distinguir ese daño de otros tipos de daños –estos sí, intolerables– como lo son las intimidaciones, las amenazas y los actos de violencia física.
¿Dónde ubica el origen de esta confusión entre distintos tipos de daño? ¿Refleja un cambio cultural o un cambio político? ¿Y nace en la izquierda o la derecha? Se me ocurre, por ejemplo, que la paulatina expansión de términos como harm (daño), trauma, trigger (desencadenante) o harrassment (acoso) en la izquierda es paralela a la expansión de la categoría legal de terrorismo en la derecha.
Sin entrar en un largo debate sobre los orígenes de la política del miedo, creo que cabe distinguir tres fases históricas. La más inmediata es la que hemos vivido en los campus universitarios durante los últimos 15 ó 20 años, donde cierta izquierda ha introducido una forma nueva de pensar la identidad y el acoso. Por un lado, se han expandido cada vez más los aspectos que cuentan como parte de la identidad; por otro, se ha equiparado la crítica de esos aspectos con el acoso. Al mismo tiempo, ha habido una asunción entusiasta de la idea de que, si ciertos grupos –sobre todo si son minorías– se sienten vulnerables o experimentan miedo, les toca a las autoridades intervenir para minimizar ese miedo mediante la supresión o el castigo de lo que lo produce –pero, y esto es importante, sin antes determinar si hay alguna razón objetiva para sentir miedo, o si hay alguna amenaza real o probable–.
Es una dinámica que también se ve en otras partes.
Claro, lo que acabo de describir es parte de una reorganización política de la sociedad mucho más amplia, que ha ido justificando el uso de la fuerza para tranquilizar a una población que siente miedo, independientemente de que haya motivos para sentirlo, o siquiera de la efectividad de las medidas tomadas. El ejemplo más dramático de este fenómeno es lo que George W. Bush llamaba “la guerra al terror”, que, no lo olvidemos, justificó las invasiones militares de varios países, la suspensión de libertades civiles y una gran expansión del poder ejecutivo. Y, ojo, todas esas medidas se tomaron tras el 11 de septiembre sin que hubiera amenazas reales de más ataques. Fue absurdo. Sin embargo, en ese entonces una parte de la izquierda liberal, como el jurista Bruce Ackerman, se subió entusiasta al carro.
¿Y la tercera fase?
Si adoptamos una perspectiva un poco más amplia todavía, me parece que esta reorganización política parte de una sensación ampliamente compartida de vulnerabilidad que responde, a su vez, a cambios sociales que se producen durante el periodo neoliberal. Aquí me parece muy convincente lo que argumenta el jurista británico Peter Ramsay: el neoliberalismo, al destruir los tejidos colectivos –irónicamente, en nombre de la libertad individual– nos convirtió a todos en individuos enfrentados al todopoderoso mercado. Así, todos hemos acabado mucho más vulnerables que antes ante unas fuerzas que no controlamos. Esta es una verdad objetiva. Pero en un régimen así, lo único que nos queda es exigir a las autoridades que nos protejan.
En los ataques actuales al mundo educativo, y al universitario en particular, llama la atención la facilidad con la que la derecha se aprovecha de armas creadas por la izquierda. Pienso, por ejemplo, en la legislación diseñada para garantizar un acceso equitativo a la educación. En este país, su parte central es el Título VI de la Ley de Derecho Civiles, que prohíbe la discriminación en todo programa que reciba financiación federal. Cerrar el grifo del dinero –que es lo que están haciendo Trump y compañía– es una medida perfectamente prevista por la ley. ¿Hay alguna táctica que pueda servir en esta situación?
Es una buena pregunta. Toco el tema en la Boston Review pero lo he estado pensando más desde entonces. El Título VI es crucial porque vincula la discriminación y el acoso con la identidad. La ley y su burocracia asociada castigan duramente a las universidades que no emprendan acciones ante casos sospechosos de discriminación. Ahora bien, lo que yo no tenía presente es que muchas universidades, de forma voluntaria, han ido expandiendo el número de “colectivos protegidos” (protected classes) más allá de lo que estipula la ley federal. Y fíjate: grupos sionistas han presionado a universidades para incluir, como categoría protegida, a ciudadanos de una nación identificada primordialmente por su religión. Es obvio a qué país se refieren: Israel.
Qué locura.
Una locura, en efecto. Porque es obvio que la libertad de religión –incluida en la Primera Enmienda– exige la libertad de criticar cualquier religión. En cambio, la expansión del Título VI ha fomentado la idea de que criticar a una persona por sus creencias –íntimamente asociadas con su identidad– es una forma de acoso.
Este uso perverso de la Ley de Derechos Civiles, ¿es inherente a su diseño? ¿De aquellos polvos, estos lodos?
No lo creo. Para explicar qué ha pasado, hay que comprender hasta qué punto se ha degradado el mismo concepto de las libertades civiles. Cuando se escribe la Ley, a comienzos de los años sesenta, aún existe una comprensión básica del valor fundamental de las libertades civiles: se ven como constitutivas de la ciudadanía, una ciudadanía a la que todo el mundo aspira, y que implica la libertad de protestar a favor de esos derechos, de denunciar a supremacistas blancos o, simplemente, de votar. En fin: hacer cosas que puedan molestar a otros ciudadanos pero que constituyen el ejercicio de un derecho fundamental. Ahora, es verdad que la Ley de Derechos Civiles asume un gobierno federal fuerte, capaz de contrarrestar focos regionales de resistencia. Pero es un gobierno federal no concebido como alta autoridad, sino como expresión de la legitimidad democrática.
¿Qué ha ocurrido desde entonces?
Ha ocurrido lo que ya hablamos: se ha reescrito la relación entre derechos civiles y seguridad. Y esto, a su vez, ha redefinido la relación entre gobierno y ciudadanía. Hoy estamos en una situación donde lo que nos hace sentir inseguros es el hecho de que otros ciudadanos ejerzan sus libertades civiles. El papel principal de la autoridad ya no es garantizar los derechos, sino garantizar la seguridad. Y cualquiera que busque ejercer sus libertades tiene como obligación primero demostrar que, al ejercerlas, no amenaza la sensación de seguridad de los demás.
En su ensayo, subraya que todo esto, incluida la dependencia cada vez mayor de una autoridad protectora, acaba por reforzar las relaciones de poder existentes. Al fin y al cabo, solo ciertos grupos –los que ya tienen poder o cuentan con el apoyo de las autoridades– pueden hacer valer su supuesto derecho a sentirse no amenazados. Otros tienen menos suerte.
Es lo que pasa cuando se dejan de garantizar los derechos por principio.
Y no ayuda que tanto universidades como estudiantes vean su relación cada vez más en términos transaccionales: la universidad proporciona un servicio a un estudiante consumidor.
Exacto. Hoy lo que se vende, además de la credencial que te servirá en tu vida profesional, es una experiencia de cuatro años. Dentro de ese marco consumista, se entiende que cobre más importancia la sensación de seguridad.
También se entiende que las universidades están tan dedicadas a promover su marca que su prioridad principal es evitar el riesgo del daño reputacional.
En este sentido, me parece que hay una pregunta central que se ha perdido de vista. ¿Cuál es el origen de la autoridad de las universidades? ¿Qué justifica que el gobierno financie, al menos de forma parcial, estos extraños lugares elitistas que la gran mayoría de las personas nunca pisarán? Desde luego, su autoridad no es que haga sentirse seguros a las personas que sí están allí. Su autoridad tampoco consiste en su capacidad de mantener una política de relaciones públicas que evite todo riesgo. Mira, siempre habrá personas que odian las universidades y la libertad de cátedra, sobre todo en la derecha. Esto nunca va a cambiar. Aun así, las universidades tienen mucho crédito social. Lo que ocurre es que durante las últimas décadas lo han malgastado de forma espectacular, traicionando su razón de ser, refugiándose en una insularidad totalmente injustificable. En ese sentido, toda la energía institucional que se ha invertido en la mitigación de riesgo ha sido contraproducente, hasta destructiva. Al fin y al cabo, asumir la misión universitaria, incluida la libertad de cátedra, significa asumir riesgos. En cambio, fingir que quienes están en la universidad son aún más vulnerables que los que viven fuera de ella –que lidian con problemas mucho más graves– es de locos.
Al final de su ensayo, reivindica “una cultura de la tolerancia, incluso ante lo que, a veces, parece intolerable”. Y agrega: “Si esta visión parece demasiado permisiva, valga esto como límite inherente: cualquiera que sea el derecho que reivindican para sí mismos quienes protestan, ese mismo derecho lo están reivindicando para sus enemigos”. ¿Es un regreso a un liberalismo clásico?
Sí y no. Es importante que la institución sea neutral y que proteja la libertad académica de cualquiera de sus miembros –un derecho que será ejercido en la medida en que esos miembros estén convencidos de que contarán con esa protección–. Esto significa que la propia universidad se comprometa con la libertad de cátedra como principio, sin adoptar posiciones partidistas en otros debates políticos. Esto tiene mucho del liberalismo clásico. Pero mi posición también reconoce los límites de ese liberalismo porque parte de determinados factores materiales y económicos. Entre ellos figura una realidad institucional que incluye una clase administrativa profesionalizada muy bien remunerada y en permanente expansión, además de una clase de donantes y unos consejos rectores poblados de empresarios y políticos cuya experiencia académica es nula.
En otras palabras, no podemos fiarnos de las autoridades universitarias para la protección de los principios.
Para nada. Tendrá que ser un proceso comunal que empiece por exigir a las administraciones un nivel de transparencia mucho mayor. Que se abran los libros de contabilidad, que se dejen de crear nuevos puestos administrativos y que las universidades vuelvan a ser gobernadas por las y los académicos.
[Fuente: Ctxt]
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05 /
2025