Skip to content

La Redacción

Carta de la redacción

Lectora, lector:

El primer secretario general de la OTAN, el británico Hastings Ismay, afirmó en 1952 que los grandes objetivos de dicha organización eran “mantener a los rusos fuera de Europa, a los norteamericanos dentro y a los alemanes debajo”. Aunque ha pasado mucha agua bajo los puentes desde entonces, la llegada de Donald Trump a la presidencia de los EE.UU. no comporta en absoluto que la Alianza Atlántica haya dejado de perseguir esos grandes objetivos.

En todo caso ha cambiado el mundo y la posición de los Estados Unidos en él. Sin duda hemos dejado atrás el mundo unipolar de la posguerra fría y hemos entrado de lleno en otro en el que claramente hay diversos polos de poder. Pero todo eso no implica que la oligarquía empresarial y política norteamericana haya perdido interés por Europa. La OTAN siempre ha sido la organización que ha defendido los intereses de EE.UU. en Europa, no la organización que «ha defendido a Europa», como repiten como loros los dirigentes europeos y sus terminales mediáticos, afirmación ésta que se da de bofetadas con la relación que realmente ha tenido el país de las barras y las estrellas con el viejo continente.

Si alguien cree que Estados Unidos «nos ha protegido» entonces que cavile un rato sobre la desastrosa aventura neocolonial en Afganistán, que duró la friolera de veinte años, decidida por el gobierno estadounidense y perrunamente secundada por la mayor parte de los estados europeos, e intente dar una explicación racional acerca de su relación con la «defensa de Europa». Y cada vez que algún tertuliano o columnista de opinión afirme que los europeos han «externalizado su defensa y la han delegado en los Estados Unidos”, que piense también en las vidas humanas que costó dicha guerra y en los miles de millones de euros que se dilapidaron con ella. La intervención político-militar en Afganistán, a la que España contribuyó con el envío en un servicio en rotación de 16.000 militares, únicamente se puede entender a partir de los juegos geoestratégicos de Washington y de su pretensión de erigirse en la gran potencia hegemónica mundial.

A esa expedición al Asia central se le puede añadir el resto de las agresiones e incursiones imperialistas perpetradas en la etapa unipolar. Como las llevadas a cabo en Iraq (2003-2025), Libia (2011), Siria (2011-2025), Malí (2013-2022) o la que ahora está en marcha en Yemen, que provocaron y siguen provocando la llegada a Europa de sucesivas oleadas de refugiados. Asimismo hay que incluir en la citada «defensa» la destrucción del gasoducto Nord Stream 2, que está en la génesis de la recesión económica en Alemania, o el apoyo material al Estado de Israel, ese estrechísimo aliado de EE.UU. que por su imposición ha acabado siendo un aliado tan nuestro (mejor dicho: tan de ellas, de las élites política y empresariales europeas) que ningún dirigente del viejo continente está dispuesto a imponerle sanción alguna por el genocidio a los palestinos, no fuera a ser que se enfadara el amigo americano. Cada vez que un dirigente europeo haga alusión a una supuesta «autonomía estratégica», que rápidamente alguien le pregunte si está dispuesto a sancionar a Israel para intentar frenar el genocidio de los palestinos. Si la respuesta es que no, entonces ya sabemos cuánta «autonomía» tiene respecto a EE.UU.

Cuestión muy diferente es reconocer que estamos en una nueva época porque, entre otras cosas, la gran potencia hegemónica occidental ha entrado en una fase de declive. El eslogan característico de las dos campañas electorales de Donald Trump lo reconoce abiertamente: “Volver a hacer América grande otra vez”. Si hay que volver a hacer grande a América es porque lo ha dejado de ser. La oligarquía empresarial norteamericana, de todos modos, se resiste a aceptar ese hecho e intenta revertirlo.

Como explicó en una conferencia el pasado 7 de abril el economista Stephen Miran, presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, ahora se trata de que el resto del mundo financie el mantenimiento de Estados Unidos como primera potencia mundial, ya sea pagando aranceles elevados o mediante la compra masiva de productos diversos de sus empresas, como armas o gas licuado, por ejemplo. El núcleo de la argumentación de Miran consiste en sostener que, según él, Estados Unidos proporciona al mundo «dos bienes comunes globales»: el mantenimiento del orden internacional gracias al despliegue planetario de sus fuerzas armadas y el dólar como moneda refugio y moneda fuerte de referencia de las transacciones internacionales. Dice este economista que Estados Unidos ya no puede seguir financiado en solitario a dichos «bienes», y que si los países quieren seguir beneficiándose de los mismos deben pagar por ello.

Por eso el nuevo secretario de Estado norteamericano, Marcos Rubio, asistió el pasado 3 de abril a una reunión de la OTAN en Bruselas para explicar/ordenar a sus socios/vasallos tres ideas claves: que es falso que Donald Trump esté en contra de dicha organización, que quiere que sus aliados aumenten sus gastos militares hasta llegar al 5% de su PIB y que ese incremento está justificado por las amenazas a la «libertad de navegación» que se pueden producir en la región del Indo-Pacífico. Dicho en román paladino: que sus socios/vasallos deben ahora secundar y financiar la política contra China que de momento se ha concretado en una guerra comercial con aranceles tan altos que equivalen a un embargo. Por lo que se refiere a España, la cuestión es todavía más nítida: la decisión del gobierno español de aumentar el gasto militar en 10.471 millones de euros se adoptó inmediatamente después de la reunión, celebrada en Washington el 16 de abril, del ministro español de Economía, Carlos Cuerpo, con el secretario del Tesoro estadounidense, Scott Bessent.

Ese es, asimismo, el principal objetivo del proyecto de rearme presentado por la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, consistente en destinar 800.000 mil millones de euros a gastos militares, lo que supone 50.000 millones más que la cantidad destinada a evitar el hundimiento de las economías europeas por efecto de la pandemia de la Covid-19. Si se siguen las tendencias de los últimos años, el 60% de esa cantidad se va a destinar a la compra de armamento a EE.UU., por aquello de la «interoperabilidad» (la compatibilidad tecnológica) de los diferentes componentes de los sistemas de armas de los ejércitos de la OTAN. También es muy probable que otra parte se destine a comprarle armas y municiones a Israel.

La insinuación de que con esa cantidad astronómica se pretende sentar las bases de una futura y lejana «autonomía estratégica de Europa» es un engaño a las poblaciones para que acepten sufragar ese proyecto con recortes en sus pensiones y en otras prestaciones sociales. Un señuelo dirigido sobre todo a la izquierda social y sindical, que ve con escándalo el programa político interno e internacional de Donald Trump y previsiblemente puede movilizarse para impedir que la inversión en «cañones» vaya en detrimento de la inversión en «mantequilla». La mentira se desvela rápidamente si se lee el Libro blanco de la Defensa presentado por la presidenta de la Comisión europea y se comprueba que en él no aparece por ningún lado la disolución de la OTAN, el desmantelamiento de las bases norteamericanas o la retirada de suelo europeo de las decenas de miles de soldados estadounidenses. No sólo eso. En él se dice que todo el proceso de rearme se debe hacer «en estrecha coordinación con la OTAN», es decir, con EE.UU.

Todavía más: en el citado documento se califica a China, en la línea exigida por Marcos Rubio, de «desafío» para la UE porque el gigante asiático persigue -se dice- afirmar «su autoridad y control sobre nuestra economía y sociedad» y últimamente ha aumentado además sus gastos militares. Más pronto que tarde los medios de comunicación vinculados a la industria de armamentos comenzarán a publicar artículos sobre el peligro amarillo y comenzarán a calificar a los pacifistas de prochinos a sueldo de Pekín. China es, convienes recordarlo, uno de los socios comerciales más importantes de la UE.

También se señala en él la supuesta peligrosidad de las llamadas «amenazas híbridas» que, según los autores del documento, se pueden concretar en ciberataques, sabotajes, interferencias electrónicas en los sistemas mundiales de navegación y satélites, campañas de desinformación, espionaje político e industrial o en lo que se denomina «la militarización de la migración». La lista no es cerrada porque lo de las «amenazas híbridas» es un cajón de sastre en el que cabe todo. Pone los pelos de punta que se considere como tal a los movimientos migratorios y a los flujos de refugiados provocados frecuentemente por las mismas agresiones imperialistas. Es un regalo propagandístico de primer orden para los partidos xenófobos. Y conviene recordar que, en el último concepto estratégico de la OTAN aprobado en Madrid en junio de 2022, se dice que el combate contra las «tácticas híbridas» podría justificar incluso la invocación del famoso artículo 5 del Tratado fundacional, que exige la solidaridad entre todos los estados miembros.

La actual generación de dirigentes europeos es incapaz siquiera de imaginar cómo podría ser una política de seguridad sin la tutela permanente de EE.UU. Cuando la OTAN se ha puesto en marcha lo ha hecho porque un gobierno daba órdenes y otros gobiernos -los europeos- obedecían como buenos soldados. La posibilidad de que la OTAN sea sustituida por una organización militar dirigida en exclusiva por la Unión Europea es tan remota como que Gran Bretaña invalide el Brexit, vuelva a ser un socio comunitario y acepte, además, que el uso de sus armas nucleares dependa de las decisiones del presidente de Francia o, todavía mejor, del canciller de Alemania.

Si la OTAN finalmente se disuelve o se vuelve inoperante, que todo es posible, será por decisión del gobierno de Estados Unidos, nunca por iniciativa de los dirigentes europeos. El ministro de exteriores de Polonia, Radoslaw Sikorski, lo explicó de forma muy pedagógica en una entrevista publicada en El País, el pasado 2 de abril, en la que dijo abiertamente que «La UE sola no puede disuadir a Putin. Es una tarea demasiado grande», por esta razón «necesitamos convencer a los estadounidenses de que estamos comprometidos con aumentar nuestra preparación». De ahí que el presidente polaco, Andrezj Duda, haya ofrecido a EE.UU. instalar una base militar permanente en su territorio y haya propuesto bautizarla con el bonito nombre de Fort Trump. Lo mismo piensan los dirigentes de los estados bálticos, como Kaja Kallas, actual responsable de la política exterior de la UE y vicepresidenta de la Comisión europea.

Para polacos y bálticos, el enemigo principal siempre será Rusia, aunque en Estados Unidos mande Donald Trump, Gengis Kan o Jean-Bédel Bokassa. Para ellos siempre hay que plegarse a las exigencias de los aliados. La UE en solitario, según Sikorski, podría enfrentarse a lo sumo a «algún señor de la guerra en Libia o en los Balcanes», pero la disuasión a Putin «es un trabajo para la OTAN en su conjunto». Mientras la política exterior de la UE esté supeditada a las cuentas pendientes con Rusia de polacos y bálticos, la alianza con los Estados Unidos será incuestionable. Por eso se habla precisamente de «autonomía estratégica» y no de independencia. La independencia inevitablemente conduciría a una ruptura entre los países del este y del oeste o, lo que es lo mismo, a la implosión de la Unión Europea.

Pero la mejor ilustración del seguidismo y sumisión de los dirigentes de la UE a EE.UU. la constituye su actitud respecto a la guerra en Ucrania.

La guerra de Ucrania siempre ha sido una guerra entre EE.UU. y la Federación Rusa por estado interpuesto. Su origen primigenio hay que buscarlo en la catastrófica expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas decidida por el gobierno norteamericano en la época de la presidencia de William Clinton. Otra decisión que hay que anotar en la lista de decisiones desastrosas en «defensa de Europa» adoptadas al otro lado del Atlántico.

Obviamente, la guerra en el este de Europa también tiene que ver con la brutal reacción de la Federación Rusa para contener dicha expansión, la cual se explica, que no justifica, por la obsesión de los dirigentes rusos por alejar de sus fronteras fuerzas militares hostiles. Dicha obsesión tiene, como mínimo, dos siglos de antigüedad. Comenzó con la invasión ordenada por Napoleón en 1812. Se incrementó con la intervención de diversos países occidentales en la guerra civil que siguió a la revolución de 1917, y llegó hasta el paroxismo con la invasión alemana de 1941, una tragedia histórica que ha quedado grabada a fuego en la memoria colectiva de la población rusa debido a los 27 millones de muertos que costó echar a los invasores. La legitimación social del terrible despotismo estalinista no se puede entender sin tener en cuenta la constatación de vivir en un país asediado.

Cuando los EE.UU. decidieron en 1955 avanzar sus líneas hacia el Este integrando a la República Federal Alemana en la OTAN, la URSS respondió con la creación del Pacto de Varsovia (y recuérdese que Stalin había propuesto que la RFA fuese neutral como lo era y es Austria). Las intervenciones soviéticas en 1956 en Hungría y en 1968 en Checoslovaquia se pretendieron justificar con argumentos que remitían a la misma obsesión. Asimismo, Gorbachov condicionó su apoyo a la reunificación alemana en 1990 a la promesa de que la OTAN no avanzaría «ni una pulgada» hacia las fronteras rusas.  Cuando en 1999 la OTAN bombardeó a Serbia, un aliado tradicional de Rusia, junto al resto de lo que quedaba de Yugoslavia, Boris Yeltsin sintió tal humillación que reaccionó nombrando primer ministro a Vladimir Putin, el cual se presentó en sociedad reactivando la guerra en Chechenia para poder exhibir músculo militar. Todos los gobernantes de la URSS y de la Rusia postsoviética han compartido esa obsesión. Previsiblemente lo van a seguir haciendo todos los futuros gobernantes rusos, tanto más si tenemos en cuenta que Rusia ha vuelto a ser atacada varias veces en su territorio en los últimos tres años, algo que no ocurría desde 1941-1945.

Obviamente, todo eso no justifica lo que ha hecho la Federación Rusa en Ucrania, que incluye un incremento del riesgo de enfrentamiento entre potencias nucleares, una agresión a un país soberano, utilizar como rehenes a millones de personas y perpetrar crímenes de guerra tales como atacar a civiles y a infraestructuras energéticas. No lo justifica, pero lo explica en mayor medida que las especulaciones sobre la supuesta pretensión de Putin de reconstruir la antigua Unión Soviética porque cuando era joven fue un agente del KGB y ahora siente nostalgia por el mundo de sus años juveniles.

Quienes piensen que el rearme europeo está justificado por la finalidad de pararle los pies a la «agresividad intrínseca del imperialismo ruso» deben echar las cuentas con algunos hechos palmarios. El primero, que la sugerencia de que Rusia quiere y puede emprender una nueva guerra cuando se haya acabado la de Ucrania, en especial contra uno o varios estados miembros de la UE y la OTAN (lo que equivaldría a la Tercera Guerra Mundial) es una sugerencia que retrata a quien la considere verosímil. Si Rusia atacó a Ucrania fue precisamente porque no quería que formara parte de la OTAN. Ese ha sido siempre el motivo central del conflicto entre la Federación Rusa y EE.UU.

El segundo, que la guerra en Ucrania comenzó en 2014 en forma de guerra civil con el derrocamiento por procedimientos inconstitucionales del presidente Víctor Yanukovitch, el cual había sido elegido en unas elecciones libres. El gobierno resultante de dicho golpe de estado lo nombró a dedo Victoria Nuland, subsecretaria para asuntos europeos del Departamento de Estado de EE.UU. Tres miembros de dicho gobierno, Natalia Jaresko, Aivaras Abromavicius y Alesander Kvitashvili, no tenían la nacionalidad ucraniana. Los dos primeros porque directamente eran empleados y/o colaboradores del Departamento de Estado y la única nacionalidad que tenían era la norteamericana. El tercero era un político georgiano de la confianza de Nuland.  Cuando esas personas llegaron a Kiev se les concedió simultáneamente la nacionalidad ucraniana y su nombramiento como ministros. Lo que se dice llegar y besar el santo.

Pensar que ese gobierno tenía alguna clase de «agencia» diferente a la del Departamento de Estado norteamericano es de una ingenuidad analítica imperdonable. Eran lo mismo y todas las maniobras militares conjuntas con EE.UU., el envío de asesores y armas, la planificación de las operaciones antiterroristas en el Dombás, la instalación de laboratorios para investigar con armas biológicas o la decisión de incumplir los Acuerdos de Minsk, fueron siempre decisiones que se tomaron con el beneplácito de Washington. El gobierno de Zelensky, el cual fue elegido más tarde con un programa de buena vecindad con Rusia, se adaptó a las órdenes de Washington cambiando rápidamente de posición de un modo similar a cómo el PSOE pasó del «OTAN, de entrada no» al «¡Viva la OTAN por siempre jamás!».

En diciembre de 2021, se reunieron el gobierno estadounidense y el gobierno de la Federación Rusa en exclusiva (no había allí ningún representante de la UE ni tampoco de Ucrania). La ruptura de esas negociaciones fue el desencadenante de la invasión rusa del 24 de febrero de 2022. Entre marzo y abril del mismo año se estuvo muy cerca de llegar a un acuerdo según el cual Ucrania no entraba en la OTAN y reconsideraba el estatus jurídico de las repúblicas del Dombás, a cambio de una retirada rusa de todo el territorio a excepción de Crimea. Un acuerdo por el que Zelensky hoy ordenaría tocar las campanas de todas las iglesias ucranianas. Nuevamente fueron Boris Johnson y Joseph Biden quienes frustraron esa posibilidad y animaron a los ucranianos a seguir luchando. Como se ha explicado no hace mucho en un artículo publicado en The New York Times, 29-03-2025, titulado «The Partnership. The Secret History of the War in Ukraine», las líneas básicas de las estrategias del ejército ucraniano las decidían generales norteamericanos en la base militar de Wiesbaden, en la RFA. Todo eso, más las sucesivas órdenes de envío de armas a Kiev, también hay que anotarlo en la cuenta de la «defensa de Europa» por los Estados Unidos, hechos no denunciados y/o contestados y/o criticados por los dirigentes europeos.

La guerra de Ucrania ha sido, pues, el resultado de sendas decisiones del gobierno norteamericano y el gobierno ruso. Ahora los mismos que la empezaron la quieren acabar. Es una buena noticia, sin duda, pero los términos del acuerdo de paz serán responsabilidad exclusiva de esos dos actores. Esa guerra ha sido la guerra de Obama, Biden, Trump y Putin, no solamente la «guerra de Putin», en la que los ucranianos y los jóvenes rusos han puesto los cadáveres y los heridos (un millón entre los dos bandos según The New York Times) y en la que los gobiernos europeos han jugado siempre el mismo papel que van a jugar ahora en las negociaciones de paz, esto es, un papel totalmente subordinado a las decisiones de Washington. Pretender ocultar esa evidencia y, además, pretender justificar una política de rearme destinada a engordar las cuentas de beneficios de las empresas de armamento con un discurso sobre una fantasmagórica «autonomía estratégica» de la UE, que ni está ni se la espera, constituye como hemos dicho un engaño masivo monumental.

Ahora bien, lo que tenemos por delante no invita al optimismo. El rearme exigido por Trump y secundado por los gobiernos de la UE va a comportar recortes muy sustanciales del ya maltrecho Estado del Bienestar. Hay que oponerse sin concesiones a él, pero no única ni principalmente porque comporte recortes en las prestaciones sociales, sino porque no queremos matar, porque no queremos que el Estado español contribuya a la espiral belicista en nuestro nombre.

Como también habrá que oponerse a la posible decisión de Pedro Sánchez de enviar soldados españoles a Ucrania como «tropas de paz» tras un hipotético alto el fuego. Si hay que enviar fuerzas de interposición que se haga de acuerdo con el Derecho Internacional, la Carta de Naciones Unidas y un elemental sentido de la sensatez. Los posibles «cascos azules» deben ser de estados neutrales, no de estados que hayan enviado armas, entrenado a militares y dado cobertura política a una de las partes del conflicto. Que Francia, Gran Bretaña o España envíen «tropas de paz» está tan fuera de lugar como que lo hicieran Bielorrusia y Corea del Norte. Enviar tropas de países de la OTAN supone abrir la puerta a incidentes violentos protagonizados por los unos o por los otros que pueden llevar a una escalada militar con un final catastrófico para todos.

Es una buena noticia que en España se hayan presentado varias iniciativas contra el rearme, el belicismo y el militarismo. Y también que una parte de los partidos políticos de izquierdas las apoyen. Quienes nos oponemos al proyecto de rearme de la UE, a esa verdadera marcha hacia la locura belicista, debemos tener claro que una política alternativa de seguridad para Europa pasa, en primer lugar, por conseguir de forma inmediata una paz negativa en Ucrania y, a continuación, por celebrar una conferencia europea sobre seguridad en la que también estén presentes los dirigentes rusos, por más doloroso que pueda ser para los ucranianos, porque la única seguridad posible en Europa es la que se fundamenta en el principio según el cual «la seguridad es indivisible y la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás.», como se decía en la Carta de París para una Nueva Europa de 1990.

28 /

04 /

2025

Vosotros, los que estáis ahí, sí, vosotros, mis contemporáneos que os creéis superiores a
las generaciones precedentes y que os consideráis vacunados contra esta propaganda de
guerra simplista y burda que engañó a nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros bisabuelos, ¿estáis seguros de que lo que os dicen ha sido así? Haríais mejor examinando más de cerca lo que acaban de deciros vuestros medios de comunicación, porque puede que os lo hayáis tragado ¡No hay que remontarse a 50 o 100 años atrás! sino a ayer mismo, durante la guerra contra Irak, Yugoslavia, Rusia y Palestina.

Anne Morelli
Principios elementales de la propaganda de guerra, 2025

+