Vosotros, los que estáis ahí, sí, vosotros, mis contemporáneos que os creéis superiores a
las generaciones precedentes y que os consideráis vacunados contra esta propaganda de
guerra simplista y burda que engañó a nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros bisabuelos, ¿estáis seguros de que lo que os dicen ha sido así? Haríais mejor examinando más de cerca lo que acaban de deciros vuestros medios de comunicación, porque puede que os lo hayáis tragado ¡No hay que remontarse a 50 o 100 años atrás! sino a ayer mismo, durante la guerra contra Irak, Yugoslavia, Rusia y Palestina.
Alice Cherki
Fanon en el presente: la asignación a la mirada
En una época de globalización neoliberal y de guerras que reducen a las personas a objetos, en la que el discurso subjetivo resulta perturbador, el pensamiento de Frantz Fanon –que analiza los efectos de la dominación del hombre por el hombre en todos los ámbitos (político, sociológico, antropológico y subjetivo) y traza un camino hacia una auténtica descolonización del «ser»— resulta extrañamente actual. Tanto más cuanto que Fanon, indisolublemente ligado a la psiquiatría, al antiracismo y a las luchas de liberación, ha alertado contra la regresión étnica, el repliegue identitario y, más aún, contra las consecuencias psicológicas, a lo largo de varias generaciones, de los traumatismos de guerra, las torturas y otras violencias deshumanizadoras.
Mi historia cuenta que, a los 19 años, fui alumna de Frantz Fanon en el Hospital Psiquiátrico Blida-Joinville de Argelia en 1955-1956, y luego pasé a ser una de sus ayudantes, cuando se abrió el centro psiquiátrico de día en el Hospital Charles Nicolle de Túnez. También participé en la lucha de liberación nacional de Argelia. Esto implica que nuestros destinos se cruzaron y que, como todos los que le conocieron, guardo un grato recuerdo de Fanon. Sobre todo, descubrí y practiqué la terapia social con él, y fui testigo del desarrollo del análisis de las fuerzas de la alienación política, cultural y subjetiva. Esto deja huellas imborrables.
Más tarde, cuando me convertí en psiquiatra y psicoanalista, me di cuenta de que mi obstinación en hablar y escribir sobre el vínculo entre la alienación política y el impacto subjetivo en los sujetos que sufren, en defender una concepción de la psiquiatría opuesta a la cosificación de los distintos DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) y el triunfo de la molécula química, en alertar sobre el futuro de los desheredados aplastados por una nueva ideología dominante que quiere convertir a los sujetos en objetos y hacer que la ciudadanía carezca de sentido, estaba ligada, en gran medida, a lo que Fanon me había transmitido. Suelo decir: «La transmisión nunca es una herencia directa». Llamémosla «transmisión rota».
Evocar la actualidad del pensamiento de Fanon es una proeza. En este texto, he tratado de volver sobre los efectos de la mirada del otro: alienación de la mirada del otro que te destina a la exclusión, la violencia que esto provoca y las consecuencias psicológicas que esta mirada puede engendrar a lo largo de varias generaciones.
Concepción de la cultura
La concepción de la cultura de Frantz Fanon obedece a un doble movimiento. Por una parte, poner en evidencia y desarrollar las consecuencias del aplastamiento de los referentes culturales de los dominados –Fanon habla de colonizados, lo que lo inscribe en su época— por la cultura de los dominantes que, no solo quiere asegurar su supremacía, sino que además menosprecia, desvaloriza y rechaza en forma de negación la lengua, la historia, el color de piel, en resumen, todos los referentes culturales de los dominados. Pero al mismo tiempo, Fanon promueve con fuerza el encuentro de las culturas que se enriquecen hacia un nuevo universalismo. Es un avance de gran actualidad en la era del repliegue identitario. Fanon manifiesta una aversión a todas las formas de encarcelamiento culturalista de los sujetos. Se deshace rápidamente de una lógica que corre el riesgo de convertirse en la binaria «negritud/blanquitud» y sitúa las culturas en movimiento como puntos de referencia para acceder a lo universal. Promueve el trabajo de la cultura sobre sí misma, en su comunicación, en el segundo coloquio de escritores y artistas negros en Roma en 1959 sobre la cultura nacional. Numerosos capítulos de Sociología de una revolución lo testimonian[1].
Ciertamente, le importaba y es importante identificar el callejón sin salida de la cultura en el marco de la dominación colonial entre dos vías: la rigidez de la cultura ancestral en tradiciones estereotipadas (y poco productivas) o su adquisición frenética por el ocupante. Pero salir de la dominación colonial y postcolonial es hacer posible que las dos culturas se enriquezcan recíprocamente hacia lo universal. Ya lo escribió en 1956, en la conclusión de su comunicación al primer coloquio de escritores y artistas negros en la Sorbona, en plena guerra de Argelia, una intervención escrita en Blida durante el verano: «la cultura espasmódica y rígida del ocupante, liberada, se abre finalmente a la cultura del pueblo convertido en realmente hermano. Las dos culturas pueden enfrentarse o enriquecerse. La universalidad reside en esta decisión de hacerse cargo del relativismo recíproco de culturas diferentes una vez que se ha excluido irreversiblemente el estatuto colonial»[2].
Siempre vale la pena repetir esta cita y reflexionar sobre ella. Dentro del mismo movimiento, se me ha impuesto esta cita de Achille Mbembe del 2010:
¿Qué es ser uno mismo en la era de la globalización, sino poder reivindicar libremente tal o cual particularidad, el reconocimiento de lo que en la nación que nos es común, incluso el mundo que nos es común, me hace diferente de los demás? Y de hecho se podría sugerir que el reconocimiento por los demás de esta diferencia es precisamente la mediación por la cual me hago su semejante. Se trata de algo similar y no de algo idéntico. La división de las singularidades es el requisito previo para una política en común[3].
Así, para Fanon, una cultura está siempre alterada por la relación con el Otro y el nuevo universalismo humanista que él promueve de manera anticipatoria –se encontrará esta concepción en Edward Saïd, Édouard Glissant, Achille Mbembe– procede no de una jerarquía sino de una transversalidad. Se ve cómo esta posición está muy lejos de la que funda los repliegues identitarios sobre una cultura Una, un origen Uno e incluso una historia escrita a partir de un punto cero de un origen proclamado, que no sabemos si es una fantasía (por no hablar de la lengua Unitaria). Fanon, ciertamente, al comprometerse en esta época de las luchas de liberación de los pueblos colonizados, sostuvo el hecho de que los pueblos tenían que liberarse y que esa liberación era una liberación nacional. De ahí la crítica que se le hizo hacia el final de su vida, de apoyar los nacionalismos olvidando lo que había escrito de manera premonitoria, también, sobre «las desventuras de la conciencia nacional»[4].
La alienación de la mirada
Pero vayamos al meollo del asunto, es decir, la importancia de la mirada del otro, la violencia que se deriva de ella y sus consecuencias psíquicas a largo plazo. En el último capítulo de Los condenados de la tierra, «guerra colonial y trastornos mentales», texto durante mucho tiempo desconocido, Fanon ya se había preocupado por las consecuencias que tendría, años después, la guerra de descolonización[5]. Estos tres aspectos –alienación hacia el otro, violencia y consecuencias psíquicas— están en realidad relacionados y no desvinculados de mi aparente digresión sobre las culturas.
Hay que recordar los avances de Fanon sobre la mirada del otro, sobre los efectos de alienación del otro que te asigna ser excluido, extraño, cualquiera que sea tu trayectoria. Una mirada que te estigmatiza y te rechaza en un cuerpo indiferenciado y, en el mejor de los casos, la que consiente verte, te manda a estar del lado del idéntico, del mismo y no del semejante. Es la «mirada que arde», según la expresión de Imre Hermann[6], psicoanalista húngaro durante mucho tiempo desconocido. Frantz Fanon había experimentado el efecto de asombro que induce la mirada del otro, una mirada que asigna, que te niega cualquier imagen positiva de ti mismo o incluso que se desliza sobre uno como si fuera radicalmente extraño, a veces ni siquiera completamente humano, y en donde, en cualquier caso, eres negado en cuanto otro. Encontramos hoy sus huellas. El propio Fanon lo experimentó, como lo relata en Piel negra, máscaras blancas. Cuando un niño, en la calle de Lyon, le mira y dice a su madre: «Mira, un Negre»[7]. Fanon, entonces un joven estudiante de medicina, observa un primer momento de asombro bajo esta mirada, con la vergüenza como única emoción. Luego, al estupor y a la vergüenza le sigue la ira: «el Negro os fastidia». A partir de ahí, creará una escena, escribe. Así, Fanon es un hijo de nuestro mundo actual por la importancia que da a la mirada y a la vergüenza. La vergüenza es un afecto, o más bien una experiencia, en la confluencia de lo privado y lo social, de lo psíquico y de lo cultural, de lo más íntimo y de lo público, congela el cuerpo que quiere oculatrse y hacerse transparente. Alcanza la integridad de la imagen del cuerpo y corta toda palabra.
En Francia, el «yo tengo vergüenza» de los jóvenes de los años 1980 precedió al «yo tengo odio» de los años 1990, transformando en objeto apropiable y sobre todo en objeto de disfrute ese afecto pegado al cuerpo, compañero de su vida pública bajo la mirada de los demás. En todos los casos, existe una relación con la mirada, se afirma la importancia de esa mirada que inhibe y quema… ¿Qué dicen algunos jóvenes de las ciudades, hoy? «Miro cómo me mira. ¿Me ve como yo, otro diferente pero similar, francés también, o como una cara sospechosa, una semilla de delincuente, una partícula de un cuerpo indiferenciado?».
Ser asignado en la mirada del blanco europeo a una imagen ennegrecida o deslavada, pero circunscrita al color de la piel, viene a perturbar la relación con su propia imagen, aunque su Yo ya se haya constituido con el asentimiento de un primer Otro, desviándolo de un destino psicótico. Por eso digo que estos jóvenes no son psicóticos. Es a nivel de este trastorno de la imagen especular, por la figura impuesta del dominante rompiendo con la imagen de uno mismo, de este segundo encuentro con la identificación tiránica, que se inscribe en el cese de la subjetivación. Porque la mirada sobre la apariencia, sobre el rasgo físico, detiene toda posibilidad de nombramiento. Precipita en una realidad sin espacio para la palabra. Es la petrificación que corre hacia la muerte, o el aumento de la violencia cuyo destino es entonces indecible.
Diré de paso que uno de los resultados posibles es la escena de creación de la que da testimonio Fanon: crear una escena a partir de la percepción que tiene de ella, intentar organizar esa percepción —y los indicios emocionales que la acompañan– en el escenario de la escritura, dar forma a lo real irrepresentable en una relación y una combinación de representaciones, incluso las más desnudas. La escritura se convierte en el escenario donde reinscribir el drama de su relación con el mundo. Fanon es, por tanto, un ejemplo muy actual del lugar de donde proceden psíquicamente la escritura o cualquier creación: de una punta de lo real, que señala un rastro perceptivo, un índice emocional que insiste en una forma representable, abierta al vínculo con el otro.
Esto es posible decirlo en otras palabras: ¿qué espacio lingüístico acogería las diferencias para hacer representaciones comunes? Pienso aquí en todos los jóvenes artistas, escritores y escritoras francófonos, franceses o no. Esa experiencia de la mirada que te petrifica, que te ata a la vergüenza o se desliza sobre ti, negándote toda alteridad, de la que Frantz Fanon habla largamente en Los Condenados de la tierra. Es importante releer estas páginas en las que describe cómo, en un mundo dividido en dos, sin espacio de diálogo posible, el resultado es la sujeción y la identificación con el agresor, sobre todo cuando los sistemas de representación dominantes (color de piel, lengua) exigen convertirse en iguales y dejar de ser similares (con toda la alienación ya descrita en Piel negra y máscaras blancas), es decir, la petrification[8].
Y muy a menudo, esta petrificación conduce a un dolor corporal, a impulsos erráticos desde donde surge una violencia infinita, violencia errática que puede llevar a atacar al más cercano o a uno mismo, a no ser que sea pensando que somos zombis
Por eso los sueños del nativo son sueños musculares, sueños de acción, sueños agresivos. Sueño con saltar, correr, trepar. Sueño con reírme y cruzar el puente a patadas. Que soy perseguido por un grupo de coches que nunca me alcanzan. Todo está permitido porque, en realidad, uno se reúne solo para dejar que la libido acumulada, la agresividad impedida, emane volcánicamente. Ejecuciones simbólicas, cabalgadas figurativas, asesinatos múltiples imaginarios, todo esto tiene que salir[9].
Al describir también la mirada que los europeos, incluidos los psiquiatras, tenían sobre los llamados indígenas (y pienso aquí particularmente en la construcción de la teoría del primitivismo), Fanon hace la demostración perfecta de la violencia, no solo económica, sino jurídica y cultural sobre el tema mismo: un tema de lengua e historia. Refina su descripción del estado psicológico del colonizado. Su culpabilidad no es una culpa interiorizada sino vivida como una maldición. Es inferior y se muestra como tal sin estar convencido de su inferioridad. Uno está allí en una escición, en la división profunda de la personalidad. ¿Cómo puede escapar de este estado? Por el sueño, ciertamente, pero sobre todo por la tensión permanente de su cuerpo, como lo ilustran las pocas palabras que he recordado más arriba.
Es algo que se oye hoy en día: estos cuerpos afectados no pueden recurrir a otras expresiones que las descargas musculares, descargas impulsivas motoras. «Matar a otro colonizado», escribe Fanon, realizar un asesinato errático o «volver a las luchas tribales, a los viejos rencores incrustados en los recuerdos»[10].
Esto no puede mas que evocar los ajustes de cuentas de los clanes en las ciudades, tan opacos y tan mediatizados, y más aún las guerras asesinas en nombre de la etnicidad (que no cesan de atravesar todos los continentes). De estos desastres se benefician ampliamente los intereses de los defensores del capitalismo financiero, o al menos los que son sus instigadores. Ya no estamos explícitamente en un período colonial, pero vivimos en estos tiempos de gran desigualdad, ¿qué pasa con la renovación incesante de la humillación y el aplastamiento subjetivo para todos los denominados «sin»: sin trabajo, sin hogar, sin papeles, sin tierra de acogida, sin derecho a un espacio de palabra? Y más aún, cuando esta mirada actual se redoble con el silencio sobre la misma mirada dirigida a las generaciones anteriores. Resulta que esta situación del mundo, ya alarmante en 2000, no ha hecho más que aumentar la desigualdad Sur-Norte, pero también la disparidad dentro de cada país, la multiplicación de los marginados, la renovación incesante de su humillación y su aplastamiento subjetivo.
Esto tiene graves consecuencias en los individuos, en su desarrollo psíquico. Sometidos a un doble diktat, el de convertirse en objetos y no ya en sujetos, a la vez obligados a disfrutar de los bienes de consumo propuestos por la ideología del mercado y del capitalismo financiero y a sufrir las discriminaciones en la contratación, en la vivienda e incluso en los clubes nocturnos (debido a su nombre, su tipo físico), tienen dificultades –más que otros— para construir una imagen positiva de sí mismos. A partir de ese momento, se ven acosados por vagabundeos psíquicos que desembocan en estallidos violentos arrebatos de identificación o en el recurso imaginario a un origen y una identidad prescritos, sufridos y, sin embargo, glorificados.
Es lo más cerca que podemos estar de los términos mismos del trauma sin fin, del atrincheramiento, de la imposibilidad de marcharse, de dar sepultura a los antepasados. He mencionado anteriormente la «Guerra colonial y trastornos mentales», capítulo poco comentado de Los Condenados de la tierra que habría de releer. Frantz Fanon, partiendo entre otras cosas de su experiencia como clínico, invita de manera casi profética a prever en la postguerra las secuelas a largo plazo por ambas partes, en los torturadores y en los torturados. Ya en la introducción no publicada de las dos primeras ediciones de Sociología de una revolución, Fanon señalaba que las consecuencias psicoafectivas de la guerra de Argelia serían el legado humano de Francia en Argelia y, decía en off, en Francia. En el mismo capítulo, menciona el caso de un militante de un país recientemente independiente que, siguiendo instrucciones de su red durante la lucha, había colocado una bomba en una cafetería. Constatando que presentaba en una fecha regular, cada año, ataques de ansiedad, insomnio, contracturas musculares invalidantes, añade en nota:
Las circunstancias de aparición de estos trastornos son interesantes por más de un motivo. Varios meses después de la independencia de su país, había conocido a ciudadanos de la antigua nación ocupante. Los encontró simpáticos. Estos hombres y mujeres saludaban la independencia conquistada y rendían homenaje sin reservas al valor de los patriotas en la lucha por la liberación nacional. Este activista tuvo entonces una especie de vértigo. Se preguntó con ansiedad si entre las víctimas de la bomba había gente similar a sus interlocutores. Ciertamente, el café al que se dirigía era un refugio de racistas notorios, pero nada prohibía a cualquier transeúnte entrar y consumir. Desde el día en que tuvo ese primer vértigo, el hombre trató de evitar pensar en los acontecimientos antiguos. Ahora bien, paradójicamente, unos días antes de la fecha crítica, los primeros disturbios aparecían. Desde entonces se repiten muy regularmente. En otras palabras, nuestras acciones nunca dejan de perseguirnos. Su disposición, su orden, su motivación pueden perfectamente encontrarse a posteriori profundamente modificados. Esta no es una de las menores trampas que nos tiende [sic] la Historia y sus múltiples determinaciones. ¿Pero podemos escapar al vértigo? ¿Quién se atrevería a afirmar que el vértigo no acecha toda la existencia?[11]
Esta nota capta algunos fragmentos del estilo de Fanon que se constituye como Yo dirigiéndose constantemente al otro, un estilo que no solo se expresa en su escritura sino también en su palabra, en sus relaciones con amigos, pacientes, cuidadores, colegas.
Movilizar a Fanon
Hay que interrogarse también sobre las incidencias subjetivas de la política y de la historia sobre la dimensión inconsciente de lo que pasa de una generación a otra. Esto será, dice Fanon, «la herencia humana de Francia y de Argelia». Después de varios años de silencio, los actores de este drama, a menudo bajo la presión de sus descendientes, contaminados por estos traumas y el secreto que los rodea, dicen, escriben, ruedan a veces su sufrimiento, sus trastornos somáticos o psíquicos, la alteración profunda de su personalidad, a menudo en los términos mismos de las descripciones clínicas de Fanon en la década de 1950. Hay que movilizar las herramientas que puedan dar cuenta de esta estupefacción subjetiva y de este desorden de la imagen del cuerpo. Somos los herederos de estos silencios: la elaboración enrejada, el fotograma congelado sobre un cuerpo visto en exceso. Nuestros hijos actuales –y no solo en Francia— giran en círculos entre la vergüenza de sí mismos y el odio a todo lo demás, diciendo que las palabras no dicen nada, marcados en el cuerpo con insignias y jeroglíficos que buscan ser descifrados. Son los herederos de hombres y mujeres marcados por el trauma histórico. ¿Heredan estas violencias o más bien su no elaboración? En la adolescencia, en la ciudad de hoy, intentan atar estos fragmentos de historia, estos objetos de memoria agujereada o desconocida, estas enfados reprimidos o estas apatías anónimas a multiplicidades de representaciones que podrían decir cómo el Otro es afectado por el reconocimiento de este pasado y por sus huellas, cómo la lengua de acogida podría traducirlas y hacerlas circular en representaciones compartidas por todos, sin vergüenza ni gloria, para vivir plenamente el presente.
Alice Cherki es psicoanalista y biógrafa de Frantz Fanon: Fantz Fanon. Portrait, París, Seuil, 2000 (Postfacio de 2011, París, Point, col. «Documents », 2016).
[Versión castellana de Josep Torrell. Publicado originalmente en Politique africaine, n°143, octubre 2016]
Notas: