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Albert Recio Andreu

Guerra comercial

Cuaderno de locuras: 18

La administración Trump ha lanzado una serie de amenazas de aumento de aranceles calificada como la apertura de una guerra comercial y el dinamitado de la estructura institucional de la globalización. Aunque hasta el momento los aumentos arancelarios sólo se han aplicado a China, ya hay precedentes en su anterior mandato de este tipo de políticas. Y es esperable, por tanto, que realmente entremos en una fase en la que la política arancelaria forme una de las actuaciones más estentóreas del gobierno de Washington.

Aranceles y políticas proteccionistas

Los aranceles son impuestos que gravan los productos de importación. Su objetivo es frenar la competencia de los productos exteriores a los bienes producidos en el interior, encareciendo su precio para los consumidores locales. La principal justificación a la imposición de aranceles está relacionada con el diferente grado de desarrollo del sistema productivo de un país. Las naciones que han llegado más tarde al desarrollo industrial (incluido la industrialización de la agricultura) tienen necesidad de protegerse frente a las naciones más desarrolladas mientras emprenden un proceso de modernización. Se trataría, en este caso, de una protección «dinámica», la de evitar que un exceso de competencia abortara el desarrollo de muchos países.

Una segunda justificación proviene del hecho de que, en la formación de los precios de los productos, intervienen muchos factores que no tienen que ver con la eficiencia productiva. Uno de ellos es el de las subvenciones que puede recibir la industria de un país para expandir las ventas al exterior. En este caso, su capacidad competitiva aumentaría a costa de hacer una competencia desleal, «dopada» por las subvenciones públicas. Como en la fijación de precios intervienen muchos elementos, hay muchas razones por las que los precios son distintos, para los mismos productos, en distintos países. Entre estos elementos están, por ejemplo, las condiciones laborales, que abaratan los costes allí donde hay pocos derechos salariales. También la ausencia de controles ambientales, que permiten producir más barato a cambio de contaminar. Por ello, cuando se habla de políticas nocivas que justifican que los países puedan establecer políticas de protección frente a la competencia desleal (dumping) no solo se considera el caso clásico de las subvenciones y las ayudas estatales, sino que se plantean también cuestiones como el «dumping social» o el «dumping ambiental».

Los aranceles y las subvenciones no agotan el campo de las políticas proteccionistas. Hay, al menos, otras dos formas de influir sobre importaciones y exportaciones. Uno es el de la política monetaria y la cotización de la moneda en el mercado mundial: una divisa devaluada abarata las exportaciones y encarece las importaciones. Y, al contrario, una divisa sobrevalorada tiene el efecto inverso. Pocos países tienen una gran capacidad de tener una política autónoma al respecto, pero en los debates de los últimos años se ha planteado el caso chino como un ejemplo de política devaluadora. La otra forma de influir en importaciones y exportaciones es mediante las regulaciones de los productos, el establecimiento de normas sobre su calidad, sus procesos de producción, sus pautas de distribución. En un caso límite, se puede prohibir la entrada de un producto exterior porque no cumple las normas establecidas en el país. Este es también un mecanismo que funciona habitualmente y, en muchos casos, tiene una justificación por motivos de salud, calidad o temas sociales y medioambientales.

El proteccionismo, en sus diversas formas, tiene una larga historia. Inglaterra, la primera nación industrializada, defendió el liberalismo arancelario como una forma de conseguir un monopolio real de su producción. Y no se limitó a fijar bajos aranceles, sino que practicó una variada gama de acciones, desde prohibir la migración de operarios cualificados —para impedir que estos difundieran las nuevas técnicas de producción— hasta restringir la producción industrial en sus colonias. De hecho, el sistema colonial era de facto un conjunto de mercados cerrados en beneficio de los respectivos centros coloniales. Tras la segunda Guerra Mundial se inició un creciente proceso de liberalización, impulsado por instituciones supranacionales como el GATT y posteriormente la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero, a pesar de ello, han persistido muchas medidas proteccionistas, y muchas de las normas impuestas reflejan el desigual poder de los países en el concierto internacional. Lo que ahora propone la administración Trump es una alteración de este modelo, una renegociación en beneficio de lo que sigue siendo la primera potencia mundial.

El déficit exterior de Estados Unidos y la nueva guerra comercial

El déficit exterior estadounidense es el mayor del mundo. Empezó a gestarse a principios de la década de 1970, y lleva muchos años en torno al 65% (es decir, EE. UU. exporta por valor de 65 dólares e importa por valor de 100). Ningún otro país podría soportar este déficit. Estados Unidos lo puede hacer porque el resto del mundo acepta sus dólares como moneda de cambio y reserva internacional. Tiene un poder imperial que permite al conjunto del país gastar muy por encima de lo que se permitiría a cualquier otra nación. También el sector público tiene deuda, pero el potente sector financiero consigue que esta deuda sea comprada por países acreedores. Vivir a todo tren contando con que alguien siempre nos financiará las deudas forma parte del sueño consumista de los que aspiran a «vivir de rentas» (de esta esperanza sobrevive el sector del juego y las apuestas). EE. UU., en su conjunto, lleva años consiguiéndolo en base a su modelo imperial en el que juegan un papel crucial su Ejército, sus servicios secretos, su sistema financiero y la red de alianzas y vasallos que ha conseguido construir. En definitiva, su imperio.

Parte de este desajuste comercial tiene que ver con la deslocalización iniciada a finales de la década de 1970. Una emigración de empresas y creación de una red de subcontratas en el exterior que tenía por objeto de reducir los costes salariales, quebrar la creciente fuerza obrera, y beneficiarse de todas las ventajas que ofrecían los países necesitados de desarrollo. No sólo bajos salarios, también suculentas ventajas fiscales, ayudas públicas y regulaciones laxas en muchos campos como el medioambiental. Un dato que refleja este proceso es que, a pesar de que las grandes compañías electrónicas e informáticas son estadounidenses, el país es un gran importador neto de estos equipos, puesto que la inmensa mayoría de chips y de equipos informáticos se producen en Asia Oriental (China, Taiwán, Corea del Sur…). Esta ha sido una de las lógicas de la globalización, pero también hay otra parte de la cuestión que tiene que ver con la especialización productiva. En muchos campos, especialmente en el de bienes de consumo sofisticado, los países europeos han ido por delante de la industria estadounidense. Hace tiempo, por ejemplo, que la industria automovilista norteamericana perdió su liderazgo en manos de alemanes y japoneses. Sin contar toda la variedad de bienes de lujo que importa el país. En un país donde existen enormes desigualdades de renta, estas se reflejan también en las pautas de consumo. Y en EE. UU. hay una legión muy grande de capas altas y medias ricas que constituyen un importante mercado para estas importaciones. Desigualdades y estructura de consumo son otro rasgo estructural.

Aumentar todos los niveles de aranceles puede tener efectos contradictorios. Muchos de los productos importados no tienen producción nacional para sustituirlos. Muchas de las plantas cerradas no están en condiciones de reabrirse a corto plazo. La economía del ajuste automático sólo existe en gran parte de los manuales de economía y en la cabeza del sector más ideologizado de sus defensores. La estrategia proteccionista siempre ha tenido una perspectiva de medio y largo plazo, sostenida en el tiempo para favorecer la eclosión de un sector productivo local. Pero, a corto plazo, y en una economía como la estadounidense, puede ser más un factor inflacionario que un acicate para la producción nacional, excepto para algunos sectores concretos. Encarecer las importaciones puede también ser un medio para reducir el consumo, pero tampoco esto es siempre automático. En economías con elevadas desigualdades, las rentas tienen a menudo más impacto que los precios. Para el sector rico de la sociedad estadounidense, el encarecimiento de los bienes sofisticados que consume puede tener un bajo impacto en la demanda de estos; simplemente, les saldrá todo más caro. Asimismo, para las industrias locales —que se suministran a través de una compleja red de empresas extranjeras— puede que ello les represente un aumento de costes, que puede incluso afectar a su competitividad internacional (en la medida que sus competidores no impongan nuevos aranceles a estos mismos países). Además, se trata de una política que puede ser revocada en cualquier momento, bien por uno de los giros de guion de Trump, o porque, simplemente, no está claro que él o alguien de su entorno repita victoria dentro de cuatro años. Puede haber demasiada incertidumbre para que los inversores se animen a efectuar las acciones que conducirían a una reindustrialización que es el horizonte propagandístico del proyecto MAGA.

MAGA y guerra comercial

La política de Trump es poco creíble como política seria de reindustrialización. No obstante, la apelación a la misma tiene un efecto propagandístico para sus votantes pobres, que sueñan con la vuelta del pasado de las viejas poblaciones manufactureras (muchas de las cuales eran, en el pasado, empresas controladas férreamente por los empresarios del lugar). Pero, en cambio, puede constituir una política real de acción para defender, en el plano internacional, los intereses de los principales grupos de poder económico. Grupos que tienen objetivos muy específicos en áreas muy concretas como son el high tech de las redes, la informática y las telecomunicaciones, el sector petrolífero, el sector financiero, la industria armamentística y algún otro. Sectores que quieren quebrar cualquier intento de regulación y control internacional sobre sus modos de operar y sus políticas monopolísticas. Sectores, como el petrolero, que quieren exprimir el negocio a costa de lo que sea. Sectores que quieren expandir su demanda. Y sectores que buscan controlar los suministros básicos para las nuevas tecnologías.

Si este es el caso, la lógica de la imposición de nuevos aranceles u otras medidas proteccionistas (o las amenazas de llevarlas a efecto) es bastante más obvia: la de utilizarla como un arma de negociación para imponer objetivos concretos. Sea el control de suministros estratégicos (como apunta el posible acuerdo con Ucrania), sea la eliminación de regulaciones indeseadas por sus grupos de poder económico. En la Unión Europea, por ejemplo, destaca la regulación sobre los monopolios en la red, todas las restricciones ambientales o de otro tipo que afectan a sectores como el farmacéutico, la industria cárnica, y muchos otros. O sea, el forzar a aumentar la demanda de bienes norteamericanos, como es el caso de la exigencia de aumentar el gasto en defensa.

Aunque uno no sea un convencido de la bondad de la globalización, lo cierto es que esta política va a tener muchos efectos negativos. El más inmediato es la generación de incertidumbres y caos en el sistema de relaciones internacionales (mucho más grave va a ser, sin duda, la ruptura de EE. UU. de todos aquellos proyectos multilaterales que apuntan a cuestiones como el cambio climático, la salud etc.), que puede acabar traduciéndose en inflación y en la imposición de políticas macroeconómicas de ajuste o en una renovada exigencia, por parte de empresarios y economistas institucionales, de moderación salarial y pérdida de derechos. Pero, en un plano más concreto, cada victoria que obtenga esta política de presiones en el ámbito regulatorio, en materia fiscal, ambiental, social, o de defensa, empeorará las condiciones de vida de la gente y la posibilidad de una transición ecosocial. Y, además, tendrá el efecto colateral de reforzar una cultura del poder sin freno, las tendencias autoritarias y militaristas que subyacen en muchas sociedades.

La guerra comercial y la Unión Europea

La Unión Europea siempre ha sido una construcción frágil, tutelada por el gran amigo americano, el triunfador de las dos grandes guerras en las que se enfrascaron los viejos imperios europeos. En su diseño han pesado tanto los intereses del gran capital, la ideología neoliberal, como la visión nacionalista de sus principales actores. El aluvión de países del Este que accedió a la UE complicó más las cosas, al sumar países con graves problemas económicos, con una cultura autoritaria de sus élites políticas, y una visión visceral de las relaciones con Rusia. Hoy, la Unión Europea se ve ciertamente amenazada por la nueva ofensiva imperial norteamericana, profundamente divida en su interior, amenazada por el auge de partidos ultras promovidos o espoleados desde EE. UU. y con enormes problemas en su modelo productivo y social. El pronóstico más fácil es el que apuesta por el desastre. Hay espacio para una alternativa, para eludir la imposiciones estadounidenses, pero esto exigiría que la Unión Europea aceptara jugar una verdadera política autónoma, con acuerdos con otras economías presionadas, y empezar a diseñar un proyecto de economía alternativo. Hay demasiados grupos con poder e intereses particulares que se van a oponer a una alternativa de este tipo. Pero la tarea de una izquierda transformadora debería ser, precisamente, delinear este camino, y luchar por un proyecto de este tipo. Empezando por enfrentarse a la demanda armamentística, que solo puede traer daños letales en el plano político, social y ecológico.

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2025

La finalidad de la amistad no es anestesiarnos de nuestros miedos, sino poder perderlos juntos.

Marina Garcés
Entrevista, 16-2-2025

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