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Joaquim Sempere

Manuel Sacristán: una semblanza personal, intelectual y política

Texto revisado del autor publicado originalmente en el monográfico «Manuel Sacristán Luzón. 1925-1985», en la edición en papel de la revista mientras tanto (n.º 30-31, pp. 5-31, mayo de 1987). En la presente versión se han introducido algunas correcciones y cambios menores, y se han omitido notas que remitían a otras contribuciones del mismo n.º 30-31.

En nota al pie, Sempere indicaba lo siguiente: «El presente artículo no es más que un esbozo de urgencia de una biografía personal, intelectual y política que convendrá hacer con mayor pausa, distanciamiento y base documental. Muchos de los artículos de este número de mientras tanto aportan datos complementarios o análisis más específicos de unos u otros aspectos de su vida y obra. En la “Aproximación a la bibliografía de Manuel Sacristán”, de Juan Ramón Capella, puede seguirse cronológicamente, de modo casi completo, la producción escrita de Manuel Sacristán».

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Apuntes para una biografía

Manuel Sacristán Luzón nace en Madrid el 5 de septiembre de 1925. Su padre, de origen andaluz, se dedicó a diversas ocupaciones, entre las que sobresale la de empleado contable. Su madre, de origen castellano, pertenecía a una familia de artesanos y se dedicó ocasionalmente a la costura. Manuel fue el mayor de tres hermanos. Pese a las dificultades económicas de la familia, sus padres procuraron que los tres hijos (incluida la menor, que era muchacha) asistieran a la escuela. Entre las escuelas a las que asistió Manuel durante sus estudios primarios cabe destacar el Instituto Escuela (donde estuvo un solo curso). En noviembre de 1936, en plena guerra civil, y cuando Manuel había cursado ya el primer curso de bachillerato, la familia se traslada a Valencia, donde reside hasta febrero de 1937. De allí pasa a Rivatrigoso, en Liguria, cerca de la frontera francesa, y tras una estancia de tres meses en esta población italiana se instala en Niza hasta agosto de 1939. Manuel asiste allí a la escuela pública francesa y obtiene brillantes resultados a pesar de su inicial ignorancia de la lengua.

De Niza pasa a Barcelona, donde residirá —salvo escasos y breves paréntesis— hasta el final de sus días. Cursa el bachillerato en el Instituto Balmes y obtiene en 1944 un sobresaliente en el examen de Estado. El mismo año se matricula en la Facultad de Derecho, pero en 1947 interrumpe la carrera en tercer curso para matricularse en Filosofía y Letras. Sólo tras haber terminado Filosofía reanudará y acabará su licenciatura en Derecho.

En 1940 ingresa en la organización juvenil de Falange y posteriormente, durante su etapa universitaria, en el Sindicato Español Universitario. Pero muy pronto, en 1945-1946, rompe con Falange. A pesar de que la ruptura fue bastante violenta, en los años siguientes recibe aún algunas ofertas procedentes de instancias oficiales. En 1947 dirige, con Juan Carlos García Borrón, la revista Quadrante, cuyo subtítulo “Revista del SEU” substituyen por el de “Los universitarios hablan” (debido a lo cual el SEU deja de costearla y la hace desaparecer poco después). En 1949, tras una tuberculosis renal, se ve obligado a hacerse una nefrectomía; desde entonces vivirá con un solo riñón. En 1950 publica su primera colaboración (sobre temas académicos y literarios) en la revista Laye. Él fue uno de los impulsores de esta revista, de la que llegó a ser redactor jefe. También en 1950 le ofrecen dirigir un boletín universitario y la sección universitaria del Instituto de Estudios Hispanoamericanos, cargos de los que dimitirá en febrero de 1951.[1]

Recibe una temprana influencia de Ortega y Gasset, a quien nunca dejará de respetar y con cuya obra dialogará repetidamente durante toda su vida. Su multifacética curiosidad intelectual le lleva a buscar lecturas de difícil acceso durante el franquismo. En Laye publica, por ejemplo, sobre Thornton Wilder, Simone Weil, Moravia, Orwell, Thomas Mann, O’Neill, Heidegger, Jaspers, Bertrand Russell, Moritz Schlick, Carnap. Pero su búsqueda incluye lecturas tan diversas como Sartre, Nietzsche y Bergson, el marxismo y la filosofía brahmánica: en una correspondencia particular cita al filósofo Sankara y expresa el deseo de estudiar sánscrito.[2] En 1954 publica una traducción del Banquete de Platón.

De 1954 a 1956 estudiará lógica matemática con Scholz en Münster. Su estancia en Alemania es crucial en varios sentidos. Le permite consolidar su conocimiento de la lengua y de la cultura germánica (siempre se declarará “germanófilo” en lo cultural). Le proporciona un buen conocimiento de la lógica moderna y de filosofía de la ciencia. Por último, le da ocasión de conocer más a fondo la obra de Marx y Engels. Su inclinación al compromiso civil y su ruptura con el falangismo le mueven a buscar contactos con la resistencia antifranquista clandestina ya antes de ir a Münster (al parecer con una inicial predilección por el anarcosindicalismo). Su estancia en Alemania le permite entrar en contacto con el partido comunista, en cuyas filas ingresa por aquellos años. A su regreso entrará en la Facultad de Filosofía y Letras de Barcelona para dar clases, como profesor no numerario, de Historia de la Filosofía y Lógica, y en la Facultad de Económicas poco después para dar clases de Fundamentos de Filosofía, combinando su tarea docente con la actividad política clandestina, que pronto le llevará a los órganos de dirección del PSUC (comités central y ejecutivo) y del PCE (comité central). Su labor política se centra en el frente universitario y cultural, aunque no se reduce a ella. El documento escrito por él hacia 1956 o 1957 para ayudar a los militantes a leer el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels revela que se ocupaba también de tareas de educación interna de la organización. En su contenido y estilo este documento muestra, por otra parte, la sólida independencia de criterio con la que abordaba ya entonces el marxismo, y su negativa a mecerse en idealizaciones y autoengaños. Colaboró durante aquellos años en la revista intelectual del PCE, Nuestras Ideas, publicada en el exilio, e impulsó una revista ciclostilada editada clandestinamente por el PSUC en Barcelona en 1959-1960 con el título de Quaderns de Cultura Catalana, en cuya redacción figuraba también Josep Fontana. Luego seguirá escribiendo para las revistas del exilio, Realidad, del PCE, y Horitzons, luego llamada Nous Horitzons, del PSUC, hasta los años setenta.

Hacia 1956 conoce en Barcelona a Giulia Adinolfi, hispanista italiana que visitaba Barcelona en su segundo viaje de estudios. El 27 de agosto de 1957 se casaron en Nápoles y a continuación viajaron a París, donde Manolo debía asistir a una reunión del partido. En 1958 nació la única hija del matrimonio, Vera.

En febrero de 1957 tiene su primer encuentro con la policía política franquista. A raíz de la detención de varios militantes del PSUC —en enero había tenido lugar la huelga de tranvías y en febrero unas manifestaciones estudiantiles en la Universidad, los “hechos del Paraninfo”—, la policía encuentra en manos del responsable del PSUC detenido, Emilià Fàbregas, un artículo de Sacristán sobre Rafael Alberti firmado con el pseudónimo “Víctor Ferrater”. La policía detiene entonces al poeta Gabriel Ferrater, y el hermano de éste, Joan, visita a Sacristán instándole a que haga algo para evitar daños a Gabriel. Sacristán, entonces, se presenta en la comisaría declarándose autor del artículo y confesándose marxista (el artículo hablaba del “humanismo marxista” en la obra de Alberti y estaba destinado a la revista Nuestras Ideas).

En el terreno filosófico, hacia 1958 poseía ya la información básica sobre la filosofía contemporánea para hacerse una visión propia, como muestra un trabajo titulado “La filosofía desde la terminación de la segunda guerra mundial hasta 1958” para la Enciclopedia Espasa. En 1959 publica su tesis doctoral (Las ideas gnoseológicas de Heidegger), donde ajusta las cuentas con el antirracionalismo reaccionario de un autor que nunca dejó de impresionarle e interesarle. En 1962 oposita sin éxito a la cátedra de Lógica de la Universidad de Valencia ante un tribunal que no se recata de dejar claro que se le niega la cátedra por razones político-ideológicas, cuando era indudablemente el mejor especialista en lógica en la España de entonces. (En 1964 publicará Introducción a la lógica y al análisis formal.)

En 1960 publica, con prólogo suyo, los escritos de Marx y Engels sobre España bajo el título Revolución en España. Con este volumen se inaugura la larga serie de libros de interés político, científico y/o filosófico en cuya publicación tendrá Manuel Sacristán uno u otro papel: como traductor, compilador o prologuista, y muchas veces como consejero editorial. En esta labor ingente, que dura hasta la muerte —y que le vino gravosamente impuesta por la estricta necesidad de subsistir y le quitó energías y tiempo para la creación intelectual—, Sacristán será cabeza de puente para introducir en el desierto cultural y político español a autores y corrientes prácticamente ignorados. Contribuye a difundir la obra de Quine y de otros analíticos, la de Galbraith y otros muchos pensadores sociales, y sobre todo la de Marx, Engels y otros autores marxistas: Gramsci, Labriola, Lukács (cuya obra se propone traducir y editar). En 1975 convencerá al editor Juan Grijalbo para que publique en castellano la obra completa de Marx y Engels, prevista en 68 volúmenes, de los cuales finalmente sólo se publicaron doce.

En la década de los 60 la actividad antifranquista empieza a proyectarse en acciones de calle y movilizaciones de masas, especialmente entre obreros y universitarios, así como en iniciativas editoriales e intervenciones culturales diversas. En 1963 Sacristán es detenido en una manifestación en el centro de Barcelona para protestar por el asesinato de Julián Grimau, en la que participa un número insignificante de personas. Su activa participación en el movimiento reivindicativo de los profesores no numerarios de universidad, junto con su ya conocida y pública militancia comunista, le valen en 1965 su expulsión por la vía de la no renovación de su nombramiento como profesor (nombramiento que debía renovarse cada año). En 1966 participa, junto con otros intelectuales destacados, en la asamblea constituyente del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona, celebrada ilegalmente en el convento de los Capuchinos de Sarrià, y vuelve a ser detenido. En la redacción del manifiesto “Por una Universidad democrática” del sindicato estudiantil, la intervención de Sacristán es decisiva. En aquellos años su prestigio en el medio universitario —sobre todo entre estudiantes— se había afianzado, sólida y extensamente, más allá de la Facultad de Filosofía y de la de Económicas, en la que impartía clases de Metodología de las Ciencias Sociales. Las conferencias que da en cualquier facultad o escuela son acontecimientos que congregan a los estudiantes por centenares y hasta por miles. Sacristán reunía virtudes poco frecuentes entonces: rigor y sólida formación intelectual, honestidad y antifranquismo activo. A la vez, su fama de comunista atrae a muchos hacia el comunismo y contribuye a disipar reticencias intelectuales ante el marxismo.

Desde 1963 pasará regularmente sus veranos y otras temporadas de vacaciones en Puigcerdà con su familia. Allí practica uno de sus pasatiempos favoritos: el excursionismo de montaña, alternándolo con la lectura y el estudio. La comarca pirenaica de la Cerdaña se convertirá para él en una especie de patria chica adoptiva, por cuyas gentes y costumbres manifestará siempre una curiosidad minuciosa y entrañable.

En el conflicto interno del PCE iniciado en 1963, que desemboca en la expulsión de Fernando Claudín y Jorge Semprún, entre otros, Sacristán se pronuncia por la línea radical de Santiago Carrillo. La resolución del conflicto fue vista por muchos intelectuales del interior como un rebrote de autoritarismo estalinista; Sacristán, que era decididamente antiestalinista en política cultural y en materia de organización, vio sin embargo en el asunto Claudín un conflicto en que se dirimían primordialmente cuestiones de estrategia.

Las primeras crisis del movimiento comunista internacional de esos años, iniciadas hacia 1964 con la escisión prochina y acentuadas por el “doble aldabonazo” de 1968 (mayo francés e invasión de Checoeslovaquia), suscitan en él una respuesta compleja. Por un lado, creyó que había que seguir estando con el grueso del movimiento obrero y no caer en el juego de las pequeñas sectas. Por otro, sin embargo, percibió que la crisis ponía al descubierto los límites de una política excesivamente guiada por objetivos próximos (como la democracia política frente al franquismo) y olvidadiza del objetivo de transformar la sociedad. Finalmente, se convenció de que había que abordar sin anteojeras ni contemplaciones los fenómenos de degeneración socialista en los países del Este puestos en evidencia con los sucesos de Checoeslovaquia. Precisamente la invasión de este país, en agosto de 1968, y las circunstancias del hecho, le golpean en lo más íntimo y acentúan unos síntomas depresivos que venían manifestándosele desde algún tiempo atrás. A raíz de las discusiones en el seno del grupo dirigente del PCE-PSUC, sus discrepancias con los demás se agudizan, y pese a la desaprobación oficial de la invasión por el PCE-PSUC, Sacristán rechaza la superficialidad —que considera oportunista— con que se zanja el problema y la renuncia a una revisión seria de lo que pasa en los países socialistas. Por esta razón dimite de sus cargos en la dirección de ambos partidos.

Sacristán no hizo nunca de su ruptura, cada vez más profunda, con el comunismo oficial ningún motivo de vedetismo. Su labor militante en los años setenta, aparte de sus aportaciones teóricas, se concentra en la pedagogía política (charlas en diversos ambientes obreros y estudiantiles, artículos en revistas, etc.) y en la acción sindical en la enseñanza. Su objetivo es mantener focos de radicalismo, dentro y fuera del comunismo mayoritario, que contrarresten la deriva hacia posturas reformistas.[3]

En esos mismos años sigue creciendo su desasosiego ante la magnitud de la crisis social, en el Este y el Oeste, y habla de “crisis de civilización”. Su atención a la situación italiana —con las Brigadas Rojas— y a un personaje como Ulrike Meinhof y a la “Fracción del Ejército Rojo” en Alemania occidental indica su interés por el sujeto revolucionario en los países de capitalismo avanzado. Lo mismo cabe decir respecto a elaboraciones teóricas como la de Ágnes Heller sobre “necesidades radicales”. No es sorprendente que también en esos años se ocupe de culturas precapitalistas (recuérdese su edición anotada de una biografía del indio apache Gerónimo), pues lo que según él está en el candelero es una crisis global de valores que trasciende con mucho la mera crisis económica del sistema. Este radicalismo crítico le proporciona unas antenas particularmente sensibles para recibir y asimilar las primeras noticias sobre la crisis ecológica.

Esta etapa de reexamen crítico desemboca en la fundación de la revista Materiales, cuyo primer número lleva fecha de enero-febrero de 1977. De ella se publicarán, hasta su cierre en diciembre de 1978, doce números.

A mediados de los años setenta se había declarado ya la fatal enfermedad de su compañera Giulia, un cáncer del que morirá en 1980. La lúcida serenidad con que ella se enfrentó a la muerte en compañía de Manolo —que se dedicó a su cuidado con la apasionada entrega que ponía en sus verdaderos afectos— fue una ocasión para confirmar la profunda compenetración con que habían vívido y con que habían compartido tantas cosas.

A finales de 1979 Sacristán y Giulia encabezan la iniciativa de otra revista, mientras tanto, con sus más próximos amigos y compañeros de la anterior aventura publicística. El editorial del primer número es un manifiesto donde se expresa la intención político-cultural que animará la actividad de sus últimos años: reconsiderar el ideario emancipatorio comunista a la luz de la crítica ecologista y feminista y en torno a la matriz marxista de cuya inspiración básica jamás se apartó.

En 1978 había ingresado en el Comité Antinuclear de Cataluña y desde esta fecha participa en sus actividades y en su prensa.

A finales de 1981 participa en el Congreso Mexicano de Filosofía en Guanajuato y es invitado también a dar unas conferencias en la Universidad Autónoma de México. En este viaje conoce a M.ª Ángeles Lizón, profesora de sociología. Al año siguiente aceptará un contrato que le ofrece la Universidad Autónoma de México, residirá en México durante el curso 1982-1983 y allí contraerá matrimonio con M.ª Ángeles, cuya compañía hará aflorar en él una vitalidad tanto más notable cuanto que su salud estaba ya muy quebrantada. En 1983 vuelven ambos a Barcelona. Entretanto, ni la Universidad de Barcelona ni el Ministerio de Educación resuelven la provisionalidad de su status universitario (pese a que otras personas con renombre intelectual fueron nombradas catedráticos extraordinarios en esos años). Esta mezquina respuesta de una institución a la que tantos esfuerzos dedicó y donde contribuyó a insuflar aire fresco se prolonga casi in extremis, hasta 1984, año en que es nombrado catedrático numerario. Pero hacia la primavera del mismo año debe soportar una operación de corazón y a comienzos de 1985 el ya previsto deterioro del único riñón que le queda le obliga a dializarse. Los últimos meses de su vida se vieron lastrados por la pesada carga de tres sesiones semanales de diálisis, de cinco horas cada una, pese a lo cual conservó una sorprendente vitalidad y animosidad. Murió el 27 de agosto de 1985.

El arranque de su pensamiento filosófico

A comienzos de los años cincuenta Manuel Sacristán empieza a manifestar rasgos de una actitud y de un pensamiento filosófico que ya no abandonará. En 1953 la revista Laye publica dos textos suyos significativos. Uno es “Homenaje a Ortega”, donde, rindiendo tributo a un pensador que será referencia constante en toda su obra, formula lapidariamente el eje central de su filosofar: la relación entre conocimiento y ética y la dimensión social de la existencia humana.

Una tradición venerable distingue entre el sabio y el que sabe muchas cosas. El sabio añade al conocimiento de las cosas un saber de sí mismo y de los demás hombres, y de lo que interesa al hombre. El sabedor de cosas cumple con comunicar sus conocimientos. El sabio, en cambio, está obligado a más: si cumple su obligación, señala fines (II, 13).[4]

En este brevísimo homenaje de una cuartilla de extensión se condensa todo su programa: el sabio (y en este vocablo encierra Sacristán un entero proyecto de vida) enseña a ser hombre, enseña a bien protagonizar el drama que es la vida, a vertebrar el cuerpo que es la sociedad, a construir el organismo que es nuestro mundo, a vitalizar todo lo que es vida común, desde el contacto al lenguaje.

El segundo texto de 1953 se titula “Verdad: desvelación y ley”. En él examina Sacristán el concepto de verdad de la ciencia moderna desde la óptica del primer Heidegger. En este autor hallará Sacristán la formulación —aunque críptica y especulativa— de un enfoque muy abarcante de la verdad (y de la relación hombre-mundo) que le permitirá abordar el tema de la racionalidad científica de una peculiar manera. A la vez que apuesta por la verdad científica como forma particularmente eficaz y potente de la actividad cognoscitiva, pone de relieve la denuncia heideggeriana de “la unilateralidad de la concepción objetivista del ser” (II, 53) propia del positivismo lógico, o hace afirmaciones como la siguiente: “no sólo hay conocimiento según ese modo de la objetividad científico-natural; lo hay también por modo de apropiación, de utilización, de conexión funcional, etc. Unos y otros modos son ‘comportamientos’ del ser-ahí” (II, 22). El conocer no es más que una entre muchas de las maneras de relacionarse el hombre con el mundo, y en ello asoma también la oreja orteguiana: “enunciar una proposición es, no lo olvidemos, un comportamiento. Para que un comportamiento sea descubridor es necesario que se desarrolle en una circunstancia que lo posibilite. Esa circunstancia es el ser-en-el-mundo” (II, 23).

En los años siguientes estas ideas se perfilan y se precisan en virtud de una doble fecundación: de la filosofía analítica y del marxismo. Son los años de la estancia de Sacristán en Alemania, donde entra en contacto con la lógica simbólica. Cuando años más tarde oposite a una cátedra de Lógica será ya un buen conocedor y especialista de esta disciplina, que concebirá siempre como instrumento, como órganon de una actividad primordialmente filosófica. Su trabajo sobre Scholz publicado en 1957 en Convivium expresa su interés por “un lógico que nunca dejó de ser, en tanto que lógico, un filósofo” (II, 57-58), y por su visión instrumental de la lógica. Lo mismo cabe decir de su tratado de esta disciplina publicado en 1964, que, como su propio título insinúa —Introducción a la lógica y al análisis formal—, va más allá de las fronteras de esta ciencia formal y se ocupa, por ejemplo, de su papel en la investigación de fundamentos de las otras ciencias o de las relaciones entre lógica formal y metodología.

El trabajo publicado en 1958 en la Enciclopedia Espasa bajo el título “La filosofía desde la terminación de la segunda guerra mundial hasta 1958” revela que en tal fecha Manuel Sacristán había asimilado ya plenamente las dos corrientes esenciales fecundadoras de su filosofía: pensamiento analítico y marxismo. Poseía ya un conocimiento completo de las principales tendencias de la filosofía analítica, su evolución, sus crisis, su alumbramiento de zonas cada vez más amplias de la reflexión epistemológica (hasta los desarrollos del segundo Wittgenstein, el último Carnap, todo Russell, Quine y Popper, por citar nombres). En cuanto al marxismo, es interesante constatar que en esas fechas Sacristán había tomado ya contacto con un espectro amplísimo de marxistas, desde los que se ocupan de temas culturales (Lukács Gramsci) hasta los que tratan de filosofía de la ciencia (Bernal, Langevin, Blojinzev), pasando por psicólogos como Wallon o revolucionarios como Mao Zedong. En los años subsiguientes se consolida su asimilación del marxismo y su desarrollo creador del mismo. ¿Cómo es el marxismo de Sacristán?

Filosofía, ciencia, dialéctica

Para Manuel Sacristán —fiel a una doble genealogía, antimetafísica: la empirista-positivista y la marxista— no hay más conocimiento substantivo que el de las ciencias, sean naturales, sociales o formales. Pero la ciencia no se produce en una campana de cristal. El trabajo científico está mediado por concepciones religiosas o filosóficas (como ilustrará brillantemente en su estudio sobre “El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia”, de 1978), por incitaciones sociales y por realizaciones técnicas. Y si la relación del ser humano con lo real no se reduce al conocer, ¿hay que concluir, como el neopositivismo, que fuera del estricto ámbito de la ciencia no desempeña ningún papel la racionalidad? Sacristán se niega tajantemente a admitir semejante visión en compartimentos estancos y a relegar al ámbito de lo irracional, emocional, místico o inefable las distintas prácticas humanas que no son ciencia propiamente dicha. Y adoptará como tema central de su programa filosófico la tarea de determinar un concepto de racionalidad que, aun admitiendo que los únicos resultados sólidos de que debe partirse son los de la ciencia, sea lo suficientemente amplio y “generoso” para no relegar a las tinieblas de lo irracional todo lo que no es ciencia. En su examen ya mencionado de la filosofía de la postguerra, efectúa una caracterización de las filosofías que él llama “de intención científica y sistemática” que con gran claridad resume (aunque no sea con esta intención) el motivo central de su propio racionalismo crítico:

Respecto de las corrientes neopositivistas, que representan un programa de rigurosa racionalización formalista de la vida científica por un lado, y abandono más o menos integral de la vida práctica a instancias no racionalizadas y hasta místicas por otro, estas filosofías de la razón presentan cierta pretensión sistemática. Pero no se trata ya del sistematismo racionalista clásico (de los siglos XVII y XVIII) que construía sistemas conclusos de la realidad. En sustancia, la aspiración sistemática contemporánea aspira más bien a elaborar la cohesión racional entre la teoría pura y la práctica y la teoría de ésta (ética, filosofía de la sociedad, política, etc.). Lo más característico del racionalismo contemporáneo es el atender básicamente a la ciencia, en vez de construir sistemáticamente al margen de ella; así recoge en su seno el reino de lo empírico, que quedaba más o menos excluido del racionalismo clásico. Por último, se trata casi siempre de filosofías críticas (que han pasado por las experiencias positivistas o historicistas, o que han nacido junto con esas ideas), por lo que no profesan la creencia clásica en la Razón como absoluto (II, 171-172).

Por de pronto, semejante racionalismo supone un concepto peculiar de filosofía. Entronca con la tradición empirista y analítica que rechaza un saber filosófico específico. Pero no se contenta con el horror philosophiae de esta tradición, por las razones ya mencionadas. El marxismo le resulta más satisfactorio, pues, compartiendo con aquella tradición el rechazo de la filosofía como metafísica y reina de las ciencias, contiene un impulso hacia la recomposición de la unidad de todas las prácticas humanas, desde la ciencia hasta la ética, dentro de un marco racionalista.

Pero el marxismo realmente existente tiene graves lagunas y deficiencias. Manuel Sacristán emprende desde muy pronto la tarea de depurar lógica y epistemológicamente el corpus de la tradición marxista para convertirlo en algo que sólo ha logrado ser incoativamente: la inspiración articuladora de una nueva cultura racionalista y científica, y además comunista. Pues desde su adhesión militante al comunismo, para él la tarea de comprender el mundo es inseparable de la de transformarlo en el sentido de la emancipación social de los seres humanos.

En un artículo publicado en 1961 (“Tres notes sobre l’aliança impia”, Horitzons, núm. 2) hay una primera formulación de la idea marxista de filosofía tal como él la entiende: “El materialismo dialéctico [es decir, la filosofía para el marxismo] es consciencia del principio histórico-filosófico que posibilita la ciencia positiva, y consciencia de la limitación del análisis científico-positivo ‘desde abajo’”. Pero no es sólo esa consciencia, sino también una exigencia, la de “a) recoger la explicación científico-positiva en el estadio de desarrollo en que se encuentra en cada época, y b) recoger la justa exigencia filosófica de una aprehensión de las formaciones complejas […] como tales, evitando la falacia de la reducción”. Como puede observarse, hay aquí una formulación que implica, además de un interesante planteamiento del tema del reductivismo, una negativa completa a convertir la filosofía marxista, o materialismo dialéctico, en una especie de superciencia al estilo del dogmatismo marxista dominante durante años, y que hace surgir el materialismo dialéctico de la dinámica de la propia actividad científica, como consciencia de sus principios, sus límites y sus exigencias.

En “La tarea de Engels en el Anti-Dühring” (1964) su idea de filosofía adquiere una formulación más acabada, porque incorpora una dimensión no explicitada en el artículo de 1961: la dimensión práctica. Con su habitual independencia de criterio y falta de actitud reverencial somete a Engels —y a Marx— a un riguroso examen crítico que le permite ir perfilando su propia interpretación del materialismo dialéctico. Lo filosófico no es un sistema superior a la ciencia, sino un nivel del pensamiento científico (el pre- y metacientífico). “Materialismo” no es más que el enunciado filosófico explícito del postulado inmanentista: el mundo debe explicarse por sí mismo y no desde instancias ajenas o superiores a él. “Dialéctica” es una idea que se inspira no tanto en el hacer científico-positivo cuanto en las limitaciones del mismo. La ciencia positiva realiza su tarea a través de una metodología analítico-reductiva, abstractiva, que alcanza conceptos y leyes generales; hasta aquí la dialéctica no juega ningún papel. El ámbito de relevancia de la dialéctica es precisamente el de las “totalidades concretas”, para decirlo como Hegel. “La tarea de una dialéctica materialista consiste en recuperar lo concreto sin hacer intervenir más datos que los materialistas del análisis reductivo”. Se trata, pues, de captar “concreciones”. ¿Qué hay que entender por “concreciones”? Los individuos vivientes, las particulares formaciones históricas y, también, en un sentido más vacío, el universo como totalidad.

El momento dialéctico tiene un papel claro en las ciencias histórico­sociales, donde no basta con la obtención de leyes generales, sino que hace falta, una vez obtenidas éstas, dar con el punto de articulación concreto de las mismas en cada particular acontecimiento histórico o, más globalmente, en cada formación histórica concreta. Lo mismo cabe decir de “los individuos vivientes”.[5] Pero para Sacristán el momento dialéctico interviene también en la concepción —que no es lo mismo que intelección o conocimiento— del “universo como totalidad”. Cada ciencia positiva nos da conocimientos parciales, perennemente incompletos. Ante esta incompletitud el pensamiento racional puede y debe plantearse la tarea de “completar” aquella visión fragmentaria hasta una “concepción del mundo”, que, aun rechazando la tentación de absoluto y la pretensión de un saber supracientífico, nos ofrezca un marco provisional e históricamente determinado —es decir, sólo válido en interacción con las adquisiciones científicas de cada época— capaz de ayudar al ser humano en su inserción, teórica y práctica, en el mundo. (Más adelante abandonará el uso del término “concepción del mundo” por considerarlo grávido de connotaciones románticas: véase su estudio sobre Lukács, I, 111.)

De ahí resulta una “concepción de lo filosófico no como un sistema superior a la ciencia, sino como un nivel del pensamiento científico: el de la inspiración del propio investigar y de la reflexión sobre su marcha y sus resultados” (I, 34).

El principio de la práctica

En el mencionado trabajo sobre el Anti-Dühring Sacristán subraya que

Engels deja de ver algo que es esencial desde el punto de vista marxista: la importancia de la práctica en todo aspecto de la vida humana, también, por tanto, en la estructura y la función internas del hacer científico. Por eso concibe estáticamente las construcciones de la ciencia, como calco de la naturaleza, en vez de como respuestas del hombre a los problemas que la naturaleza plantea. Un cálculo o algoritmo e incluso, en gran parte, una teoría científica positiva, son construcciones, como pueden serlo las máquinas; son fruto de una práctica determinada, la práctica de la ciencia, del conocimiento positivo (I, 42).

He aquí una manera más completa y constructiva de reiterar su crítica del positivismo lógico, que en 1953 adoptaba una forma heideggerianizante al rezar así: “El positivismo lógico descansa en la coseidad del ser”. Aquí la práctica, o relación dialéctica entre sujeto y objeto, aparece como elemento epistemológico que media las diferentes fases del quehacer científico.

Pero esta práctica no es más que un aspecto parcial de otra más global: “Esta práctica se integra dialécticamente con todas las demás en la totalidad concreta de la vida humana en una determinada sociedad”. El marxismo es una asunción consciente de esa globalidad, y por lo tanto no se reduce a epistemología: el marxismo hace suya la totalidad de las relaciones entre hombre y realidad, incluidas la tecnológica, estética, político-social y moral. Trata de fundamentar racionalmente la posición de fines consubstancial a todo obrar. En su esencia misma es una filosofía comprometida, que no se inhibe, al modo neopositivista, de la aspiración humana a la belleza o a la bondad. Como tal, “el marxismo es, en su totalidad concreta, el intento de formular conscientemente las implicaciones, los supuestos y las consecuencias del esfuerzo por crear una sociedad y una cultura comunistas” (I, 50).

Ahora bien, el tema de la práctica asumirá varios desarrollos más detallados en el terreno propio de la epistemología, sobre todo en los dos trabajos sobre Lenin y la filosofía, de 1970. Ahí empieza Sacristán destacando lo que Lenin llamaba “materialismo filosófico consumado”, que, por lo pronto, es el “materialismo que se desarrolla, como él dice, ‘hasta arriba’, hasta la comprensión de la historia. Es complementación de la teoría general materialista del conocimiento con el materialismo histórico” (I, 185-186). Pero la idea —sigue diciendo Sacristán— tiene una importante consecuencia: el conocimiento histórico es conocimiento de concreciones, de particulares formaciones histórico-sociales, de clases determinadas, de procesos singulares. “El conocimiento de lo concreto se tiene que conseguir mediante la interacción dialéctica de las varias noticias abstractas, generales”. Pero esa dialéctica requiere “un elemento más, otro principio que añadir a los de la abstracción y la concreción”. Este principio es el de la práctica que Sacristán valora como la principal aportación filosófica de Lenin al marxismo, si dejamos aparte la trascendencia doctrinal de sus hechos revolucionarios.

Para Lenin, la práctica es la consumación del conocimiento: su consumación, no sólo su aplicación y verificación. Materialismo consumado es materialismo con el principio de la concreción y el de la práctica […]. En el pensamiento marxista, tal como lo ha desarrollado Lenin partiendo de Marx y Engels, la práctica tiene la función que el irracionalismo (no sólo de los idealistas) confía a la intuición: superar la unilateralidad del conocimiento abstracto, del conocimiento por leyes científicas y otras proposiciones universales (I, 189).

Este criterio es lo suficientemente indeterminado para impedir —en palabras del propio Lenin— “que los conocimientos humanos se transformen en ‘absolutos’”. Desgraciadamente, la obra publicada de Manuel Sacristán no contiene desarrollos más explícitos de estos importantes atisbos potencialmente fecundos en epistemología e historia de las teorías científicas.

El materialismo histórico

En el ámbito de las ciencias sociales e históricas, su lectura de Marx y los marxistas le lleva pronto a identificar el núcleo del materialismo histórico y a concebirlo así: en primer lugar, se trata de materialismo, que, en este contexto, significa fundamentación (ontológica) de toda la vida social en la práctica productiva material de los seres humanos. En segundo lugar, es un pensamiento no reduccionista, que respeta la autonomía de cada uno de los niveles en que se puede dividir el todo histórico-social examinado. He aquí como caracteriza (parcialmente) el método puesto en obra por Marx en sus trabajos sobre historia de España del siglo XIX: “proceder en la explicación de un fenómeno político de tal modo que el análisis agote todas las instancias sobrestructurales antes de apelar a las instancias económico­sociales fundamentales. Así se evita que éstas se conviertan en Dei ex machina desprovistos de adecuada función heurística” (I, 20).

Poco a poco asimilará y desarrollará críticamente el pensamiento social y los planteamientos metodológicos de Marx y los marxistas, y perfilará su presentación del materialismo histórico como no determinista, es decir, como pensamiento que admite una apertura en la concatenación causal de los fenómenos sociales y deja espacio a la eficaz intervención humana, con posibilitación de varias opciones (y no determinación de una sola).

Y en un material didáctico escrito a mediados de los años cincuenta para orientar en la lectura del Manifiesto comunista destaca la famosa frase de que la lucha de clases siempre ha concluido hasta ahora “con una transformación revolucionaria de toda la sociedad o con la destrucción de las clases beligerantes”, frase que descarta fáciles interpretaciones de la dialéctica histórica según Marx como mera predestinación.

El pensamiento social de Sacristán debe mucho a su asimilación crítica, y hasta polémica, de la obra de Gramsci y Lukács. De ambos autores le interesarán sobre todo aquellos elementos que le permitan lograr claridad sobre tres grandes cuestiones: 1) la recomposición de la unidad espiritual rota por la sociedad capitalista, como parte importante, en lo cultural, del proyecto de transformación comunista; 2) las relaciones entre lucha de clases y práctica intelectual, o, más en general, entre sociedad y cultura, y 3) las condiciones del surgimiento de movimientos revolucionarios en Europa a comienzos de este siglo y los problemas planteados al pensamiento revolucionario marxista por la presente situación histórica.

De ambos autores le interesa el énfasis puesto en la subjetividad, es decir, en el elemento activo humano en la vida social, que tiene que ver con la posición revolucionaria de ambos frente al “objetivismo” de la socialdemocracia. Aunque criticará los excesos idealistas y las debilidades gnoseológicas de uno y otro, subrayará que las inspiraciones idealistas y culturalistas recibidas por ellos —Croce en el caso de Gramsci, el historicismo alemán en el de Lukács— les ayudaron a romper con el mecanicismo y positivismo de la Segunda Internacional. Así, Gramsci capta la peculiaridad de la Revolución de Octubre percibiendo que el factor revolucionario “subjetivo” se impone a la necesidad “objetiva” que empujaba a Rusia a atravesar el completo desarrollo capitalista antes de poder acceder al socialismo. En el énfasis puesto por el pensador italiano en la intervención activa del hombre en la historia ve Sacristán la raíz de sus aportaciones más fecundas, como son la expresión “filosofía de la práctica” para designar el marxismo, o los conceptos de “hegemonía” y de “bloque histórico”. Estos conceptos son instrumentos eficaces para arrancar el materialismo histórico de formulaciones mecanicistas, puesto que subrayan la autonomía de las producciones culturales y las mediaciones entre éstas y su base material. Con el concepto de “hegemonía” Gramsci ponía de manifiesto que la articulación social por obra de una clase social dominante no es sólo asunto de poder económico y político o estatal, sino también de “una nueva cultura integral” capaz de generar consenso. Con la expresión bloque histórico” alude a “la totalidad y unidad concreta de la fuerza social, la clase, con el elemento cultural-espiritual que es consciencia de su acción y forma del resultado de ésta” (I, 80).

A Gramsci le reprochará sobre todo que no se libre del concepto de “ideología”. Para Sacristán —que en esto sigue estrictamente a Marx— este concepto tiene la carga peyorativa de “falsa consciencia” y no puede servir para describir ni proyectar una nueva cultura comunista sólo concebible para él en pugna con toda forma de autoengaño o ilusión (lo cual se vincula con su concepto de filosofía de base científica y con el de racionalidad y racionalismo). Más duro será con Lukács, sobre todo con el joven Lukács de Historia y conciencia de clase, por su idealismo desaforado y con el de El asalto a la razón por su esquematismo, que Sacristán atribuye al uso idelogista de los conceptos de “razón” e “irracionalismo” (I, 85 y ss.). En páginas demoledoras, rechaza el “panideologismo” de Lukács, su “comprensión puramente ideológica de la historia del conocimiento”; señala que el culturalismo de las ciencias del espíritu, del que bebió, y su propia recuperación revolucionaria de Hegel le dirigen la atención “casi exclusivamente a las cuestiones de la ideología, de la concepción más o menos sistemática del mundo, con cierta insensibilidad para los problemas del conocimiento positivo” (I, 105). No obstante lo cual, Sacristán, con su habitual destreza y buen sentido para separar el grano de la paja, no deja de apreciar en el conjunto de la obra del húngaro su potencia para una ajustada interpretación histórico-universal de los fenómenos de cultura (con aciertos notables al interpretar a Goethe o al joven Hegel), o sus esfuerzos sistemáticos de madurez para desarrollar el concepto de objetivación estética en sus relaciones con la científica (su monumental Estética) o en su ambicioso proyecto, truncado por la muerte, de una “ontología del ser social”. Sacristán expresó repetidas veces su admiración por la amplitud de visión y la coherencia política personal de este pensador, al que calificó de “clásico marxista de tercera generación” y de “Aristóteles marxista”.

División del trabajo y lucha por recomponer la unidad de la fragmentada cultura moderna

En 1963 dio Sacristán en la Facultad de Derecho de Barcelona una conferencia titulada “Studium generale para todos los días de la semana”. Partiendo de un caso particular planteado por unos estudiantes —la incompatibilidad, por falta de tiempo, entre el estudio de la carrera de Derecho y actividades como la pintura, la música o el excursionismo—, plantea el problema de las amputaciones de la plenitud humana por obra de la división del trabajo. Ante la práctica imposibilidad de un modelo “renacentista” de hombre armónico y polifacético, busca una solución a la altura de los tiempos. Rechaza la fácil salida de un enciclopedismo superficial y se inclina por una fórmula bifronte: cultivar a fondo una especialidad y, a la vez, dotarse de un conocimiento comprensivo de las adquisiciones generales de la civilización. Combinar, en suma, cultura general o extensiva con una capacitación cualitativa o intensiva para descubrir las articulaciones concretas de lo real tomando como paradigma el propio trabajo de especialista.

En la mencionada conferencia se señalaba que semejante proceder es solo un medio contra “la enclaustración específica del intelectual puro”. Y que el problema ha de situarse en un ámbito más amplio que afecta a toda la sociedad —el de la división del trabajo y la mercantilización de la vida social—, planteando su superación en el combate práctico por transformar la realidad y liberar al ser humano amputado.

En esa conferencia, pues, el motivo político-moral de la lucha contra el capitalismo se enriquece y se prolonga con la lucha contra esa deformidad que Ortega llama “barbarie del especialismo” y que para Sacristán abarcará también otros rasgos de la cultura contemporánea bajo el rótulo de “fragmentación de la cultura moderna” (tema caro también a Lukács). La recomposición de esa unidad sobre bases nuevas, científicas, está íntimamente ligada a la construcción material y cultural de una sociedad comunista: esta idea será un hilo conductor durante toda su vida. Pero Sacristán se ocupa no sólo del momento político práctico de esa transformación, sino también de las premisas intelectuales de una cultura comunista, presente y futura; y para él no puede tratarse en ningún caso de recomposiciones administrativas o dirigistas, à la Stalin, Zhdanov o Lyssenko —contra las que nunca ahorró ataques ni críticas—, ni es admisible ningún intento de restablecer el imperio de ninguna filosofía sistemática (“materialismo dialéctico” u otra). Su alternativa a eso fue precisamente su proyecto de un filosofar racionalista capaz de articular —con rigor lógico y epistemológico— el conocimiento científico con las demás esferas de la actividad humana. Ahí se echa de ver la estrecha imbricación de todas las motivaciones básicas del pensamiento y de la vida de nuestro autor.

La cuestión intelectual aquí apuntada —con las consecuencias que acarrea respecto al concepto de filosofía y su papel en el saber y en la conducta— hallará un desarrollo más concreto en sus propuestas para organizar los estudios superiores de filosofía de tal modo que la enseñanza de la filosofía no se imparta como carrera independiente, sino como actividad pluridisciplinar para especialistas en unas u otras disciplinas científicas (véase “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores”, II, 356 y ss.).

Práctica y teoría

Se puede perfectamente imaginar una ideología reaccionaria de raíces marxianas o análogas a las marxianas, o sea, basada en el mismo análisis clasista: un sistema, por ejemplo, que añadiera al análisis marxiano de las clases el postulado político de que no hay por qué promover la organización de la producción al servicio de la libertad, y obtuviera de ese conjunto una práctica antiproletaria y antisocialista que utilizara a su vez la comprensión marxiana de la lucha de clases (I, 104-105).

Esta extrema andanada polémica contra el ideologismo del Lukács del Asalto a la razón ilustra provocativamente la radicalidad con que Sacristán deslindaba los modos de validez diferentes de proposiciones que corresponden a diferentes niveles de la práctica humana. No es lo mismo posición de fines que conocimiento de lo que hay, o como dijo Einstein con palabras que Sacristán recordaba a menudo: “No se puede demostrar científicamente que no haya que exterminar a la humanidad”.

Rechazando, pues, claramente toda “falacia naturalista”, Sacristán no se conformaba, sin embargo, con relegar la acción humana que no es ciencia estricta a la oscuridad irracional. Admitiendo que no hay inferencias deductivas o formales que conduzcan de uno a otro nivel, postuló que sí hay fundamentación por plausibilidad o posibilitación. No elaboró recetas universales para ello; pero señaló que se trata justamente del “problema teórico central de la práctica: la tarea de fundar la práctica en la crítica de los fenómenos sociales básicos y de los fenómenos sobrestructurales, incluidos los ideológicos” (I, 106). El marxismo es un marco para semejante tarea, pues es “praxeología racional y concreta, crítica y antiideológica” (I, 81).

Sacristán no desarrolló una teoría de esa fundamentación, pero puede afirmarse que la idea recorre toda su vida y todo su pensamiento, y por debajo de ella hay una toma de posición originaria que repite el adagio escolástico, de raíces platónicas, según el cual verum et bonum convertuntur, que justificaría la esencial indisolubilidad entre conocimiento y acción moral. Entre búsqueda de la verdad y búsqueda del bien hay una dialéctica fecundación mutua. Es ilustrativa al respecto la siguiente observación que hace a propósito de los iniciales forcejeos de Gramsci con las dificultades para comprender lo específico de la Revolución de Octubre a partir de su idealismo crociano aún no superado: “Pero la veracidad y la franqueza con que Gramsci vive su problema van teniendo, como suele ocurrir, su premio. En materia de ideas lo estéril no suele ser la aceptación veraz de los problemas”(I, 73).

Por eso no es de extrañar que al enjuiciar a cualquier pensador tuviera sumo interés en conocer su trayectoria moral y política. No porque no supiera distinguir entre la validez de una idea y la dignidad moral de quien la profería (su libertad de prejuicios al respecto era admirable), sino porque estaba convencido de que la coherencia entre el pensar y el hacer tiene bastante que ver con la eficacia del pensar, sobre todo con su eficacia para captar el meollo de la verdad, más que los matices.

Otro enlace vivo entre actitud moral y esfuerzo intelectual es el que está detrás de su rechazo de la metafísica como anhelo de absoluto. Véase cómo se plantea el asunto a propósito de la filosofía de Schelling:

Si se pasa al otro punto de vista, a la consideración de la filosofía romántica como reacción a Kant, lo que aparece como característico en la intuición de lo Absoluto por la filosofía natural schellingiana es la abrupta afirmación de certeza, que sin duda traiciona una gran necesidad de estar seguro, o sublima una insuperable impotencia para vivir y pensar en lo inseguro (II, 343-344).

Kant mismo —afirma a continuación— ha sido aún capaz de vivir mentalmente de provisionalidades históricas, como los demás ilustrados. Y sigue con un bello elogio a la Ilustración que contiene una profesión de fe ilustrada:

La tradición romántica revivida en el siglo XX ha tenido bastante éxito al presentar el progresismo ilustrado como todo lo contrario de lo que es, como una complacencia bastante burda en lo alcanzado y como una cobarde y optimista ceguera ante la condition humaine. En realidad, el progresismo de la Ilustración, hecho de espíritu crítico y de ausencia de espíritu de sistema, es sobre todo la valentía de pensar sin certezas recibidas, y hasta sin certezas substantivas, creando mundo y conociéndolo al paso, dentro de lo poco posible, de acuerdo con el hermoso sapere aude! que fue motto de Kant y con el principio de la acción práctica, del “compromiso”, visible en la vida de más de un ilustrado francés o alemán (II, 344).

No hay duda de que existe un hilo invisible que une el rechazo de la filosofía como saber substantivo, acabado y superior, la captación de la práctica como momento del conocer mismo (como “consumación” y no sólo verificación del conocer) y la asunción de la perenne provisionalidad del saber científico, por un lado, y, por otro lado, la capacidad de “vivir y pensar en lo inseguro”. Pero también parece oportuno recordar que esa capacidad de vivir en lo provisional e inseguro le sirvió al Sacristán de los últimos años para no renunciar a la intervención política pese a las acongojantes incertidumbres de la realidad, y para aguantar moral y políticamente cuando tantos y tantos huían de una nave zozobrante que habían creído, ilusoriamente, muy segura.

De la acción al pensamiento político

En alguna ocasión había dicho Sacristán que, puesto en la tesitura de elegir, como modelo personal para él, entre Gramsci, el intelectual, y Togliatti, el político y hombre de acción, sus preferencias iban por este último. Como quiera que haya que juzgar este pronunciamiento, sirve en cualquier caso para valorar la importancia que atribuía a la acción política —a la acción política comunista—. Además de pensador y teórico, fue desde muy pronto un militante activo en la lucha antifranquista y comunista.

Ambas vertientes de su vida no sólo se yuxtaponen, sino que se imbrican, dando lugar a un conjunto de valiosas contribuciones a la reflexión política comunista en las que se pone en evidencia no sólo su claridad conceptual sino también su potente percepción de las tendencias de fondo de la sociedad de nuestros días.

A falta de los textos de sus intervenciones en congresos y reuniones del comité central del PCE y del PSUC, es imposible evaluar su papel en la elaboración política de ambos partidos. En cambio puede juzgarse su aportación, mediante textos dados a la publicidad, en tres grandes áreas temáticas: 1) el papel de la cultura y, más concretamente, de la enseñanza y la universidad en la sociedad; 2) los problemas de la construcción de una nueva sociedad socialista y 3) las contradicciones de las sociedades capitalistas avanzadas y la crisis de civilización que les subyace.

El término “letrateniente”, que gustaba de emplear, encierra uno de los temas de su crítica de la organización clasista de la cultura. Letrateniente es el que obtiene poder de la letra, como el terrateniente de la tierra. La división social clasista y jerarquizadora del trabajo hace de la apropiación privada de la ciencia y los saberes un medio para acceder al privilegio. Sacristán denunció siempre enérgicamente esta deformación clasista de la cultura, así como sus correlatos morales: la arrogancia y el elitismo de intelectuales y profesionales cultivados (que no tiene nada que ver con ninguna demagogia obrerista o populista en materia de conocimiento; véase lo que dice de apelar al “llamado sentido común del llamado hombre sencillo”: quiere decir apelar “a la ignorancia y a la limitación de horizontes y, por tanto, a la falsedad”, III, 63). Desmitificó lo que él llamaba “cultura académica superior” —diferenciándola de la investigación realmente científica de las universidades— y su pretendido prestigio social.

Pero sus aportaciones más completas y sistemáticas a la crítica de la organización capitalista de la cultura tienen que ver con la universidad. Ya en el manifiesto “Por una universidad democrática” —documento programático del Sindicato de Estudiantes de la Universidad de Barcelona, creado en 1966 en ruptura con las instituciones franquistas, cuyo texto se debe casi íntegramente a la pluma de Manuel Sacristán— se expresan embrionariamente varias de las ideas que su autor desarrollará después: rechazo del tecnocratismo; concepción de la universidad como institución no sólo científico-profesional, sino también cultural y política; denuncia de su clasismo y de su función reproductora de privilegios sociales.

Estas ideas hallarán concreción y desarrollo teórico en tres conferencias pronunciadas en 1969-1970 y publicadas más tarde con el título de “La Universidad y división del trabajo”, bajo el impacto del mayo francés de 1968 y de las diversas rebeliones estudiantiles en Europa y América. Examinando el papel de la universidad en la consolidación y reproducción de la hegemonía capitalista, señala que arraiga en la división social del trabajo imperante. Y preguntándose por las bases materiales, productivas, de la crisis universitaria en curso, se remonta al análisis por Marx de la división social del trabajo. En El capital Marx distingue entre la división manufacturera del trabajo, ya consumada en su época, y la naciente división maquinista del trabajo, en la que señala premonitoriamente rasgos que luego se han desarrollado en la producción cibernética (señaladamente la creciente conversión de la ciencia en fuerza productiva directa). La producción maquinista exige no ya el trabajador amputado, parcelario, mero apéndice del instrumento, sino un trabajador más versátil o multilateral, de mayor cualificación. Esta tendencia de fondo del desarrollo de las fuerzas productivas empuja a la generalización de los estudios hacia niveles cada vez más altos y coincide con la aspiración creciente de grandes masas a la formación intelectual (hecha posible por los progresos productivos de la postguerra). De ahí una masificación de la universidad que pone en entredicho su papel reproductor de la jerarquía social. El título universitario se devalúa, pierde valor de cambio; y esto es un desafío a la universidad como formadora de élites. Así se pone de manifiesto que la base productiva moderna permite una generalización de la enseñanza superior y ésta, en la medida en que se generaliza, deja de “justificar” las atribuciones jerarquizadas y clasistas de puestos de trabajo (y solo justifica distribuciones “funcionales” de las tareas, sin diferencias substanciales de remuneración, poder o prestigio). En otras palabras: existe ya en los países industrializados la base productiva para una organización no clasista, comunista, de la cultura.

El texto es un buen ejemplo del hacer intelectual de Sacristán, pues en él se dan cita un análisis “materialista”, que busca las tendencias de fondo en la base productiva, pero que no pretende derivar mecánicamente de esa base los demás elementos, sino que se articula con los otros datos en su contingencia empírica. Y que termina con una proyección praxeológica, política, que revela con toda claridad que no caben fatalismos ni determinismos en el decurso histórico, sino que la intervención, activa e inteligente, de los seres humanos es un factor más, decisivo.

En 1968 tuvo lugar, además del mayo francés, otra sacudida política: la invasión de Checoeslovaquia por tropas del Pacto de Varsovia. Este hecho activó una reflexión crítica, ya antes en ciernes, de Manuel Sacristán en torno a la realización histórica concreta del ideal comunista. En los dos textos publicados sobre el tema valora el “nuevo curso” del PCCH encabezado por Dubček como “la primera autocrítica general y auténtica, no retórica, del leninismo” (III, 90), subrayando los esfuerzos por conectar con las masas populares mediante el recurso a la veracidad y franqueza del lenguaje de los dirigentes, a la transparencia informativa y al estímulo de la actividad espontánea del pueblo. Pero no se trata sólo de superar los fenómenos de alienación dados a pesar de la expropiación de los capitalistas. Sacristán saluda también en el Programa de Acción del PCCH la lucidez teórica y la consecuencia socialista e internacionalista que en él se expresa.

Sacristán ingresó en el partido comunista llevando in pectore una conciencia indubitable de la degeneración a que había llegado el sistema soviético. En los años que siguen a la invasión de Checoeslovaquia no se recata ya de atacar hasta el insulto algunos de los fenómenos de esa degeneración (llamando, por ejemplo, “provecto teólogo” a Konstantinov, autor de manuales de marxismo-leninismo). Pero su espíritu inquisitivo no le permitía quedarse en la superficie de los fenómenos y contentarse con diagnósticos sólo políticos, morales o culturales. Llama la atención, en su prólogo al Programa de Acción del PCCH, la búsqueda de elementos “para un análisis histórico­materialista del final de la ‘acumulación primitiva’ socialista, el dato que impone la renovación del sistema” (III, 91). En los años siguientes a la invasión reúne numerosas lecturas sobre la industrialización soviética, el debate Trotski-Bujarin, la situación china, las realidades de la Europa del Este. Saluda las investigaciones de Richta y Klein, el primer libro de Bahro. Ante el vendaval maoísta en Europa, combina equilibradamente un respeto admirado hacia la revolución china en su conjunto con una mezcla de curiosidad inquieta y de desconfianza ante la Revolución Cultural, temiendo que sea un salto voluntarista y utópico en el vacío. Poco a poco le invade, a la vista de los sucesivos fracasos para renovar las anquilosadas estructuras de los países socialistas, una conciencia trágica sobre el destino de esos países, ante la visión de un Occidente capitalista cuya hegemonía económica y tecnológica se consolida y de una crisis general de civilización que ensombrece las perspectivas del futuro.

La tercera gran área temática de su reflexión política entronca, pues, con la de los países socialistas. Tiene dos vertientes, ambas ligadas al rechazo de ilusiones presentes en el movimiento obrero. La primera vertiente es la de la revolución en los países capitalistas industrializados. A finales de los años sesenta se han disipado ya, a sus ojos, las ilusiones ligadas a la descolonización, las promesas jruschovianas consecutivas al XX Congreso del PCUS, la revolución cubana y la ofensiva obrera en Occidente con motivo de la coyuntura expansiva de esa década. Clamando primero en el desierto, insiste en los signos de recomposición del poder capitalista y reclama un cambio radical en la actitud de las fuerzas sedicentemente revolucionarias. En los últimos años de la dictadura franquista se convence de que los partidos comunistas occidentales han abandonado la perspectiva revolucionaria. En su intervención de 1977 publicada con el título de “A propósito del ‘eurocomunismo’”, su diagnóstico está hecho: los partidos comunistas europeos procedentes de la Tercera Internacional han abandonado el objetivo de transformación de la sociedad, se han reducido a movimientismo, y ese abandono tiene que ver con su capacidad realista para conectar con el estado de ánimo del grueso de la clase obrera. Pero la salida no está en la acción grupuscular, inoperante y desligada de la realidad. ¿Qué hacer, pues?

Sus propuestas en la mencionada intervención son genéricas:

La orientación general de un comunismo marxista tiene que consistir hoy en la reafirmación de la voluntad revolucionaria (sin la cual no sería una orientación comunista) y el intento de conocer con honradez científica la situación (sin lo cual no sería una orientación marxista) […]
Esa posición política tiene dos criterios: no engañarse y no desnaturalizarse. No engañarse con las cuentas de la lechera reformista ni con la fe izquierdista en la lotería histórica. No desnaturalizarse: no rebajar, no hacer programas deducidos de supuestas vías gradualistas al socialismo, sino atenerse. a plataformas al hilo de la cotidiana lucha de las clases sociales y a tenor de la correlación de fuerzas de cada momento, pero sobre el fondo de un programa al que no vale la pena llamar máximo, porque es el único: el comunismo (III, 205-206).

A propósito del “no rebajar”, menciona dos consecuencias. La primera es la de excluir los pactos con la burguesía en sentido estricto. La segunda es más novedosa: “el atenerse a plataformas de lucha orientadas por el ‘principio ético-jurídico’ comunista debe incluir el desarrollo de actividades innovadoras en la vida cotidiana, desde la imprescindible renovación de la relación cultura-naturaleza hasta la experimentación de relaciones y comunidades de convivencia”. La intervención termina con un inventario de campos que explorar que constituye un proyecto de trabajo personal en los pocos años que le iban a quedar de vida:

[…] la acentuación de la destructividad de las fuerzas productivas en el capitalismo, señalada enérgicamente por Marx en el Manifiesto Comunista, en los Grundrisse, en El capital, etc., pero escasamente atendida en la tradición del movimiento; la crisis de cultura, de civilización, en los países capitalistas adelantados […]; los persistentes problemas del imperialismo y el tercer mundo; y, por terminar en algún punto, la espectacular degeneración del parlamentarismo en los países capitalistas más adelantados, augurio también (esperemos que falible) de una nueva involución de esas sociedades hacia formas de tiranía (III, 206-207).

En el terreno estrictamente político atiende con interés a la polémica en el PC italiano en torno a la austeridad (1975-1976), en la que se atisba el último intento (luego abandonado) de hacer desempeñar a la clase obrera un papel hegemónico en el camino hacia nuevas formas de producir y consumir, asumiendo la austeridad, cuya amenaza parece inevitable, como “ocasión para transformar Italia”, en palabras de Berlinguer, en lugar de dejar que los trabajadores sigan haciendo de motor —con una política poco más que reivindicativa de salarios— del propio desarrollo capitalista. Fuera de eso no ve más que intentos desesperados, aunque a veces valiosos, para abrir frentes revolucionarios en las metrópolis imperialistas (saludando, por ejemplo, la sinceridad y lucidez teórica de Ulrike Meinhof). Pese a todo, no dejará de intervenir, principalmente desde las páginas de Materiales, primero, y mientras tanto, después, en algunas batallas políticas españolas. Entre ellas hay que destacar la toma de posición contra el terrorismo de ETA, y la batalla contra el ingreso de España en la OTAN (en cuyo referéndum no pudo ya participar).

La segunda vertiente está íntimamente ligada con ésta, pues ya desde comienzos de los años setenta había empezado a sostener que la situación de los países capitalistas (y de los socialistas) se complicaba con una “crisis de civilización”. Su radicalismo teórico al diagnosticar los problemas que sacudían a los países socialistas le había llevado a reflexionar de nuevo sobre las anticipaciones históricas de Marx en torno a las fuerzas productivas, pero también a preguntarse si el mimetismo de los países del Este, en cuanto a objetivos y normas sociales, con respecto al capitalismo no sería una de las causas profundas del bloqueo histórico de estos regímenes. En 1971conoce ya los escritos de Ágnes Heller y su noción de “necesidades radicales” y en 1974 escribe la introducción y las notas a la biografía del indio Gerónimo. Estos dos datos indican que su examen de la sociedad capitalista contemporánea no sólo va a las raíces económico-tecnológicas, sino también a planteamientos antropológicos y culturales. Se afianza su convicción de que la crisis presente es de civilización.

Por ello, cuando se difunden en el país los primeros textos sobre la crisis ecológica que han tenido cierto impacto público (en particular las obras de Commoner y el informe al Club de Roma sobre “Los límites del crecimiento”), sus coordenadas intelectuales están preparadas para asimilar rápidamente los nuevos datos y darles una significación coherente en el marco de un planteamiento crítico global. Su ecologismo no fue una idea adventicia, sino que se integró orgánicamente en una reflexión ya muy avanzada sobre la época. Recoge con sumo interés —aunque también con distanciamiento crítico e irónico— la aportación de Wolfgang Harich, primer pensador que trata de integrar la realidad de la crisis ecológica en el pensamiento marxista.

Algo parecido cabe decir de su ocupación también temprana en el tema de la liberación de la mujer, acerca del cual se benefició de su convivencia con Giulia Adinolfi, que a mediados de los años sesenta intervenía en la prensa comunista catalana defendiendo “una perspectiva propia y específica” para la lucha de la mujer que la librara del papel subalterno que se le asignaba en el combate general de la clase obrera. Sacristán había escrito poco sobre el tema de la mujer (véase “Nota sobre la contradictoriedad de la vida sexual en la cultura”, de 1969), pero tenía ya entonces claro que “trabajo y sexo son las dos formas principales de relación del hombre con la naturaleza” (II, 434), y más tarde, en los años de intensa búsqueda de una alternativa, recogerá una incitación de Harich para “una feminización del sujeto revolucionario y de la misma idea de sociedad justa”, añadiendo: “Creo que lleva razón [Harich], porque los valores de la positividad, de la continuidad nutricia, de la mesura y el equilibrio —la ‘piedad’— son en nuestra tradición cultura principalmente femenina”.

Desde la segunda mitad de la década de 1970 se dibuja para él un programa claro (claro en la intención, menos claro en la realizabilidad práctica): integrar los movimientos ecologistas y feministas y el movimiento obrero en un impulso único articulado por una matriz marxista renovada. Este programa se afirma explícitamente en las páginas de mientras tanto desde el primer número (1979):

La tarea se puede ver de varios modos, según el lugar desde el cual se la emprenda: consiste, por ejemplo, en conseguir que los movimientos ecologistas, que se cuentan entre los portadores de la ciencia autocrítica de este fin de siglo, se doten de capacidad política revolucionaria; consiste también, por otro ejemplo, en que los movimientos feministas, llegando a la principal consecuencia de la dimensión específicamente, universalmente humana de su contenido, decidan fundir su potencia emancipadora con la de las demás fuerzas de la libertad; o consiste en que las organizaciones revolucionarias clásicas comprendan que su capacidad de trabajar por una humanidad justa y libre tiene que depurarse y confirmarse a través de la autocrítica del viejo conocimiento social que informó su nacimiento, pero no para renunciar a su inspiración revolucionaria, perdiéndose en el triste ejército socialdemócrata precisamente cuando éste, consumado su servicio restaurador del capitalismo tras la segunda guerra mundial, está en vísperas de la desbandada; sino para reconocer que ellos mismos, los que viven por sus manos, han estado demasiado deslumbrados por los ricos, por los descreadores de la Tierra.

Los últimos años de la vida de Sacristán, después del drama de la larga agonía y muerte de su compañera Giulia, marcados también por su propia e irremisible enfermedad, son años de una breve pero intensa y valiente revisión de muchas de sus ideas anteriores. Pero sin los desgarros ni las veleidades más o menos frívolas de otros personajes. Su radicalismo crítico y revolucionario, su ideal comunista igualitario y su inspiración libertaria se mantienen intactos, vertebrando y dando continuidad y solidez a sus revisiones, a menudo audaces. El testimonio escrito más impresionante de esta revisión es la “Comunicación a las Jornadas de Ecología y política” celebradas en Murcia en mayo de 1979.[6] En esta comunicación Sacristán rechaza frontalmente y de entrada la actitud escatológica o milenarista que “se encuentra en todas las corrientes de la izquierda revolucionaria”; reclama la necesidad de revisar la comprensión del papel de los procesos objetivos de la sociedad en el logro de los objetivos revolucionarios, tanto del “desarrollo de las fuerzas productivas” (a la vez destructivas en proporciones sin precedente histórico) como de la capacidad de la clase obrera para asumir el papel a ella atribuida en el cambio social; se pregunta cómo hay que proyectar una sociedad que no puede aspirar ya a liberar las fuerzas productivas de toda traba pero tampoco a aherrojarlas, y apunta a la necesidad de abandonar las aspiraciones fáusticas y desmesuradas que han guiado la génesis y el desarrollo de las sociedades científicas modernas; discute el problema del sujeto revolucionario, desechando las propuestas de que pueda consistir en las capas intelectuales o en élites autoritarias, y volviendo a la apelación a los trabajadores, aunque de tal modo que la “consciencia de clase trabajadora” se base menos en la negatividad y más en “la positividad de su condición de sustentadora de la especie”; postula “una feminización del sujeto revolucionario”, como ya se ha dicho; rechaza los gradualismos reformistas, pero también los autoritarismos à la Harich; y propugna “vivir una nueva cotidianidad”. Es imposible resumir seis páginas ya de por sí densas y apretadas: baste esta somera enumeración para reflejar la actitud y el estilo mental que expresan.

En los años siguientes trabajará sobre esta problemática y publicará algunos breves resultados: el artículo sobre la ecodinámica de Boulding y la comunicación al Congreso de Guanajuato, ambos de 1981, y el artículo “Algunos atisbos político-ecológicos de Marx”, de 1984.[7]

Este impulso a una revisión sin contemplaciones de sus propias ideas anteriores tuvo otro resultado notable, aunque más indeciso: su replanteamiento del tema de la violencia. En mayo de 1979 llegaba a decir lo siguiente en un debate en Barcelona con Wolfgang Harich:

[…] conviene decir crudamente cosas bastante claras ya; principalmente que a estas alturas del siglo XX, ateniéndonos a los países industriales, esto es, sin pretender incluir en estas consideraciones a los pueblos que soportan en última instancia la opresión y la explotación imperialistas, ha sonado y hasta pasado ya la hora de reconocer que la capacidad revolucionaria, cualitativamente transformadora, de las tradiciones más robustas del movimiento obrero ha resultado escasa; no se ve que la III Internacional (ni la IV, para el caso) se haya acercado a sus objetivos doctrinales más que el gandhismo a los suyos. Pero, además, el aprovechamiento de experiencias de las que por abreviar estoy llamando gandhianas puede servir para dar forma a la necesaria revisión de las concepciones revolucionarias en un sentido que les añada consciencia de alternativa radical.

La alusión a Gandhi tiene una intención doble. La primera es preguntarse si no es un camino errado el camino marxista tradicional del estatalismo y la violencia como “partera de la historia”, a la vista de los resultados. La segunda es proponer una nueva reflexión sobre las vías no violentas de lucha en la época de las armas nucleares y otros dispositivos tecnológicos de gran potencia destructiva. Es difícil saber hasta dónde pudo haber llegado, por esta vía, en el reexamen de esta temática, aunque cabe recordar que tiene una vinculación con su opinión —manifestada en conversaciones particulares bastantes años antes— de que el ejercicio de la violencia, como el del poder estatal, genera dinámicas y hábitos nefastos difíciles luego de extirpar. En cualquier caso, la última época de mientras tanto atestigua su preocupación creciente por los peligros de guerra y hecatombe nuclear y su compromiso con iniciativas pacifistas.

Estas breves páginas están muy lejos de agotar la exuberante, a la vez que densa y concisa, producción intelectual de este hombre en el que se funden íntimamente pensamiento, acción y vida. Vida y muerte, por lo demás, pues la muerte, propia y ajena, fue un objeto permanente también de su reflexión, aunque pocas veces se trasluciera en sus escritos. Su herencia intelectual y política es aún difícil de evaluar. En ella, sin embargo, es seguro que figura un imperativo de rigor, de lucidez implacable, de coherencia entre actos e ideas y de compromiso concreto con los demás seres humanos, especialmente los más sufrientes. Su impulso final, hervidero de ideas sugeridas e inconclusas, pero pertinentes y de alcance amplio, queda ahí como invitación y estímulo a seguir adelante.

Notas

  1. En el grupo de Laye figuraron también Carlos Barral, Ramón Carnicer, Josep M. Castellet, F. Farreras, Gabriel y Juan Ferrater, Juan Carlos García Borrón, A. García Seguí, Jaime Gil de Biedma, Jesús Núñez, Alberto Oliart, Esteban Pinilla de las Heras y Ramón Viladás, entre otros. Para más detalles sobre la juventud de Sacristán, véase J.C. García Borrón “La posición filosófica de Manuel Sacristán desde sus años de formación”, en mientras tanto, n.º 30-31 (mayo de 1987) Véase también, sobre Laye, Barry Jordan, “Laye: els intel·lectuals i el compromís”, Els Marges, n.º 17 (septiembre de 1979).
  2. Véase García Borrón, art. cit.
  3. Véase F. Fernández Buey, “Su aventura no fue de ínsulas sino de encrucijadas”, para todo el período 1968-1977, en mientras tanto, n.º 30-31 (mayo de 1987).
  4. Las referencias bibliográficas que aparecen a partir de este momento son a los cuatro volúmenes de la serie Panfletos y materiales, editados por Icaria, Barcelona, entre 1983 y 1985.
  5. Sacristán dará varios ejemplos de cómo entendía esta captación de “individuos vivientes” con sus escritos sobre figuras literarias o artísticas: Goethe, Heine, Brossa y Raimon. Estos escritos —reunidos junto con otros comentarios literarios en el cuarto volumen de Panfletos y materiales con el título de Lecturas— no sólo son, aunque también lo son, expresiones de un hobby. Son asimismo ejercicios que le permiten poner a prueba sus propias nociones de lo que es el forcejeo con una realidad concreta (estética en este caso) para intentar comprenderla lo más ajustadamente posible en el anudamiento entre la particularidad concreta y sus determinaciones generales. Por esto son trabajos donde cada detalle individual se rodea de una densa trama de categorizaciones (históricas, filológicas, estilísticas, etc.); y revelan una faceta de su enfoque de lo estético: la convicción de que el goce estético se refuerza e intensifica con el dominio intelectual del objeto gozado.
  6. Reproducido en el volumen póstumo Pacifismo, ecología y política alternativa, Barcelona, Icaria, 1987.
  7. En el próximo número de mientras tanto está previsto publicar un artículo de Enric Tello que describe con mayor detalle el itinerario ecologista de Manuel Sacristán.

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La principal conversión que los condicionamientos ecológicos proponen al pensamiento revolucionario consiste en abandonar la espera del Juicio Final, el utopismo, la escatología, deshacerse del milenarismo. Milenarismo es creer que la Revolución Social es la plenitud de los tiempos, un evento a partir del cual quedarán resueltas todas las tensiones entre las personas y entre éstas y la naturaleza, porque podrán obrar entonces sin obstáculo las leyes objetivas del ser, buenas en sí mismas, pero hasta ahora deformadas por la pecaminosidad de la sociedad injusta.

Manuel Sacristán Luzón
Comunicación a las jornadas de ecología y política («mientras tanto», n.º 1, 1979)

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