Sabíamos que las bibliotecas están llenas de tratados de ciencia política que, pese a sus diferentes tendencias, coinciden en considerar oro de ley el dictum aristotélico según el cual «para ser humano hay que tener polis». Lo que faltan son estantes que recojan lo que han dicho y pensado quienes se sitúan al margen y son marginados, ya por convicción, ya por imposición.
Albert Recio Andreu
Notas sobre la desmovilización democrática
Estamos atónitos y desconcertados ante los éxitos de tipos como Trump, Milei, Isabel Ayuso o Alvise Pérez. Ante el avance de la extrema derecha y el libertarismo capitalista. Que este tipo de personajes triunfen y se impongan ideas tan locas parecería una pesadilla de la que deberíamos despertar con facilidad. Pero la evolución electoral de los últimos años en muchos países indica que se trata de algo bastante más sólido. De una dinámica acelerada en los últimos tiempos pero que ya estaba en marcha hace años. No basta con tomarlo como una mera coyuntura desfavorable, inevitable. Es necesario entender a fondo la naturaleza de este proceso, detectar los elementos que lo activan y devanarse en buscar respuestas que lo neutralicen y lo reviertan. Porque, aunque «no hay mal que cien años dure», el impacto que puede tener un período de políticas dominadas por esta extrema derecha autoritaria, privatizadora, depredadora, antifeminista, antiecológica puede ser tan brutal que su efecto persista durante un largo período.
No estamos sólo ante una oleada derechista. Esta coincide en el tiempo con una desmovilización democrática, entendida como lucha por la defensa de los derechos humanos, la igualdad, los derechos sociales. Algo que es constatable por los problemas de activismo que padecen numerosas organizaciones y movimientos sociales, por la persistencia y la capacidad de acción sin respuesta de la extrema derecha, por la débil penetración del discurso de la izquierda alternativa.
Estas notas deslavazadas tratan de situar algunas cuestiones, pero son solo premoniciones, sugerencias.
Desafección
Uno de los argumentos más utilizados en los últimos meses es el de la desafección. La gente estaría harta de un debate político polarizado —simplificado a una especie de competición deportiva bastante brusca—, de que los problemas cotidianos no tengan soluciones rápidas, del convencimiento de que los políticos forman una casta ajena a la sociedad, de la desilusión por el mal funcionamiento de las instituciones. Y en consecuencia desconectaría de la participación democrática o, lo que es peor, volvería a esperar la llegada de un dictador benevolente, eficiente, que les resolviera los problemas y redujera el coste del funcionamiento democrático.
Hay algo de cierto en este cansancio, pero conviene analizarlo con más detalle. En primer lugar, la política no forma parte de las preocupaciones cotidianas de la mayoría de la gente. La vida de las personas transcurre en un entramado de relaciones y prácticas centradas en la familia, la vida laboral mercantil y la red de actividades de ocio y relaciones personales. La actividad política convencional suele estar lejos de la vida cotidiana, resulta incomprensible para mucha gente y es vista como una actividad propia de unas determinadas élites sociales o, en el peor de los casos, un espacio donde predominan los trepas. A este alejamiento o desconocimiento de lo político contribuyen muchos factores. Hay un claro sesgo de clase: la acción política requiere de unos conocimientos y unas prácticas alejadas de la vida de mucha gente. Hay un componente de temor justificado: la polarización que a veces genera la política puede acabar teniendo consecuencias dramáticas para la gente. El miedo a una convulsión más o menos violenta, o simplemente a las consecuencias para la vida privada que pueden tener una determinada toma de posición política, inhibe a mucha gente de politizarse. Y hay por fin una incomprensión tanto de la complejidad de muchos temas como de las líneas de intereses que operan por detrás de las opciones políticas, lo que reduce aún más la configuración de un espacio político donde unos pocos compiten entre sí por el poder. A los políticos se les ve casi todos los días enfrascados en debates y peleas; en cambio, muchos de los agentes empresariales que mueven tramas son invisibles para la mayoría. Y el calor del debate a menudo hace incomprensible el contenido de lo que se está debatiendo.
Sin duda la polarización política de los últimos años (basta escuchar cada semana el tipo de preguntas al Gobierno en las sesiones de control y cómo se formulan), fundamentalmente adoptada por la derecha como una estrategia de acoso y derribo a un gobierno sustentado por una coalición de equilibrio inestable, ha contribuido a generar esta percepción. Sin embargo, no es sólo una cuestión de políticos profesionales, sino que interviene especialmente la manera en que se configura el debate en los medios de comunicación que modulan el espacio de la política. Las páginas de política de la prensa escrita son un mero recuento de batallas e intrigas, mientras que las cuestiones importantes de debate deben buscarse en otras secciones. Y ocurre lo mismo en radio y televisión, donde muchos de los debates políticos se han convertido en algo parecido a los deportivos o a los de chismes sobre famosos. La irrupción de la comunicación digital ha añadido un elemento más, al favorecer una comunicación poco reflexiva y ayudar más a construir la tribu o el club de fans que a promover el debate sobre las cuestiones cruciales.
Por ejemplo, tras el desastre de la dana en el País Valencià la mayor parte de debates se han centrado en el tema de las responsabilidades de los políticos, especialmente de Mazón y su gobierno. Es sin duda un tema relevante, pues con otra actuación se hubieran salvado muchas vidas. Pero es un tema que acota excesivamente la cuestión a unos comportamientos individuales y tiene todas las posibilidades de encallar en la enésima versión de un enfrentamiento entre dos bandos. Se pasa por alto que, más allá de la impresentable actuación de la Generalitat, gran parte del desastre material hubiera sido inevitable dada la magnitud del fenómeno, así como las condiciones urbanísticas del espacio. Y quedan completamente fuera de foco debates cruciales como el del modelo de atención a los damnificados (gran parte de la situación que se vive en muchos pueblos está en la penumbra), el tipo de reconstrucción que hay que hacer y las enseñanzas que podemos sacar de un gran impacto de la crisis climática.
La política es rara para gran parte de la población. Y las propias fuerzas políticas enfrascadas en las batallas del día a día y el complejo informativo contribuyen a reforzar este extrañamiento.
Individualismo
La despolitización tiene también que ver con la forma en que las personas se relacionan con su entorno social. La acción política y social requiere una cierta conciencia de la necesidad de lo colectivo, de condicionar la propia individualidad al grupo. En gran parte de las sociedades precapitalistas el espacio de la acción individual era muy estrecho. La vida de la gente estaba determinada por lazos diversos, por participación en actividades que dejan poco espacio a la libre disposición. Las sociedades capitalistas han ampliado brutalmente la esfera de lo individual y están evolucionando hasta niveles de individualismo que ponen en peligro funcionamientos sociales básicos. Pero demasiado a menudo la izquierda cae en una valoración moralista de esta tendencia al individualismo que acaba resultando molesta a mucha gente y que resulta inocua en sus efectos. Creo que hay que partir por analizar las bases materiales de estos comportamientos, porque intuyo que es la única forma de encontrar alguna respuesta útil.
La izquierda basó su organización social tanto en la reconversión de viejas experiencias (E. P. Thompson, por ejemplo, muestra la existencia de trasvases entre sectas cristianas y organizaciones obreras) como en la creación de redes en torno a experiencias colectivas que formaban parte de la vida cotidiana de la gente: mutualidades de sostenimiento, cooperativas de consumo, actividades recreativas (E. Hobsbawm considera, por ejemplo, que los pubs y el fútbol eran las actividades que sostenían la identidad obrera). De hecho, hasta la eclosión del consumismo casi todas las actividades recreativas de la población obrera eran fundamentalmente colectivas o entrañaban un elevado nivel de interacción social (en Barcelona, una actividad habitual de los barrios obreros en verano era la de bajar unas sillas a la calle y pasar un rato charlando con los vecinos, algo parecido a lo que aún puede verse en el mundo rural). El propio espacio fabril donde muchas personas trabajaban juntas constituía un ámbito de socialización e influencia mutua. Y no se puede perder de vista otra cuestión relevante: la clara fractura entre el mundo del trabajo manual y el de las clases medias cultas. En una sociedad sin educación universal, sin posibilidad de movilidad por vía educativa, las identidades de clase eran más fuertes. Los niños y las niñas sabían cuáles eran sus posibilidades reales de promoción social y esto tenía el efecto de promover una conciencia de pertenencia.
Todo esto se fue rompiendo en la década de los sesenta tanto por el aumento del consumo (y las intrusivas campañas publicitarias), como por la introducción de bienes y tecnologías que favorecían la individualización, y también por la expansión del sistema educativo que abrió (al menos como promesa) un abanico de posibilidades de carrera individual mucho más diversificada que antes. El automóvil, la televisión, el vídeo, los electrodomésticos contribuyeron a este proceso de individualización del ocio (las redes actuales no han hecho más que reforzar este proceso). Tuvieron impacto no sólo en las formas de consumir; la motorización, especialmente, afectó al uso del espacio. La crisis del modelo fabril a partir de la crisis de los setenta (cuando las empresas fueron conscientes de la peligrosidad, para sus intereses, de las grandes concentraciones obreras y empezaron a desarrollar modelos de organización de flujo) y el crecimiento de los empleos de servicios, con una importante dispersión de espacios y tiempos, han erosionado otra importante fuente de socialización colectiva. Y, tanto o más importante, la escolarización universal constituye un poderoso medio de generación de aspiraciones individualizadas, de pérdida de visión colectiva, de sueños más o menos realizables. Si a todo ello sumamos la intensa propaganda consumista, la difusión una cultura del cliente que siempre va a ser satisfecho (aunque la realidad lo niegue repetidamente, como pone de manifiesto el caso extremo de los seguros sanitarios), podemos comprender que el individualismo no es el producto de un cambio asocial de comportamientos sino el resultado de una combinación de procesos, intencionales o no buscados. Y más que concentrarnos en una crítica moral, o simplemente lamentarnos de que las cosas son así, lo que hace falta es buscar las propuestas que ayuden a desarrollar un sentido de lo colectivo que genere acción.
Activación
Dado que la política no forma parte de la vida cotidiana de la gente, especialmente de la población trabajadora, los procesos de politización intensa, de participación masiva, son esporádicos, no sostenidos en el tiempo. En «el mientras tanto» lo que hay son grupos de activistas políticos y sociales que actúan de animadores sociales, que mantienen viva una cultura y unas prácticas de resistencia, de creación social. Para que haya una activación que trascienda a los pequeños grupos hacen falta circunstancias favorables que generen una respuesta emocional y que hagan pensar a mucha gente que su acción tendrá repercusiones.
Como breve recordatorio podemos enumerar una serie de procesos de activación de masas en nuestra historia reciente: la transición política, el referéndum de la OTAN, la movilización en torno a la Huelga General del 14 de diciembre del 1988, la de la guerra del Golfo, el 15M, la movilización electoral en las municipales de 2015 (y en Catalunya la del referéndum de 2017). Previamente a todos estos procesos había habido un trabajo militante, más bien oscuro y limitado cuantitativamente. Y en algún momento la gente pensó que podía ganar, que era el momento, y la movilización superó las previsiones de los propios promotores. Sin embargo, cuando el proceso toca techo y resulta evidente que no se podrán alcanzar las metas pensadas se produce un proceso rápido de desmovilización. Gran parte de la activación descansa en la creencia en la victoria. Es algo que puede observarse en otros campos, por ejemplo en el deporte: en muchas poblaciones un equipo local de trayectoria errática genera una enorme movilización cuando tiene una buena racha y posibilidades de un triunfo importante (lo clásico, un ascenso de categoría). Cuando posteriormente las cosas van peor el proceso es el inverso. Hay por tanto que pensar que los ciclos movilizadores son difíciles de mantener en el tiempo y requieren de circunstancias favorables.
Que ahora la derecha esté mucho más activada que la izquierda puede ser indicativo de que sus bases potenciales entienden que tienen un contexto favorable. Y su activación por otra parte contribuye a generar pesimismo y a desmovilizar a la izquierda. Una izquierda que en los últimos años ha comprobado las dificultades de romper las enormes barreras institucionales que protegen a uno y mil privilegios, que no tiene claro cómo afrontar una transición ecosocial y que, además, anda embarrancada en las viejas peleas de familia. Para activar se requiere un trabajo persistente, ofrecer algún objetivo alcanzable y ayudar a propiciar una buena coyuntura.
Comentario final
Estas notas, deslavazadas, son por sí mismas un reflejo de las dificultades y la perplejidad que nos genera la situación actual. Donde la amenaza de una crisis ecológica global no genera ninguna capacidad de reacción efectiva. Donde la pretensión de fortalecer las viejas demandas de igualdad, libertad y fraternidad universales se ven derrotadas por el poder de genocidas, belicistas, colonialistas, racistas y pisoteadores de los derechos humanos.
Pero no nos queda otra que resistir. Aunque para que la resistencia sea eficiente es necesario detectar de dónde nacen los problemas. Qué está mal pensado en nuestra acción cotidiana. Y el punto de partida que sugiero es el de analizar los comportamientos sociales y la forma en que son modelados por procesos tecnológicos e institucionales complejos.
27 /
12 /
2024