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Marcos López Bausan

Una generación en crisis: entre la resignación y la rebeldía

Socialización política: 1

El Intermedio llama a La revuelta

En mientras tanto nos faltan jóvenes. Los estamos esperando, pero tardan en llegar. Ese mientras tanto… se prolonga en demasía y no queremos que se alargue más. Esa carencia generacional nos ha impulsado a abrir un buzón de cartas, una sección de notas breves en la que nos cuenten sus experiencias y esperanzas. Empezamos en este número con la pieza de Marcos López y confiamos que otros se animen a participar.

Son jóvenes, sin ninguna duda, la generación Z situada entre los 18 y los 27 años. Pero la esperanza de vida ha aumentado tanto que los millennials (28-43 años) serán muy bienvenidos. Hoy la esperanza de vida está en los 84 años, así que con esas dos generaciones prácticamente partimos en dos la pirámide de edad. Los miembros de esta revista minoritaria, que es mientras tanto, tenemos ganas de aprender y de que nos digáis que es lo que no vemos y que estamos haciendo mal. Queremos que esta sea una revista de pensamiento y de agitación multigeneracional.

Las encuestas nos muestran que a los jóvenes de las generaciones Z e Y les preocupan sobremanera la precariedad laboral y el precio de la vivienda. De buena nos libramos los viejunos de más de sesenta, es decir, la generación de los baby boomers. Pero también sabemos que pese a tener más estudios que vuestros padres tenéis menos oportunidades de alcanzar un salario digno, de independizaros y, si fuera vuestro deseo, de formar una familia. Una sociedad que se resigna a que los hijos vivan peor que los padres no es feliz.

Tenemos bien presente que la política os interesa menos que a nosotros, ávidos, como estábamos, de quitarnos de encima a la dictadura. No nos extraña que confiéis muy poco en los partidos políticos y en los medios de comunicación convencionales. Ni que las redes sociales influyan más en vuestras opiniones políticas que los amigos y familiares. A los millennials les atrae más la figura de la candidata o candidato que a la generación Z. Nos queda claro que hay diferencias entre las dos generaciones.

No tenemos por costumbre regalar el oído, así que a los boomers y X de mientras tanto nos gustaría saber por qué la homofobia y la xenofobia tienen una cabida tan amplia en vuestro entorno cercano. Lo que nos deja perplejos es que en ese mismo círculo de amistad sois capaces de emparejaros con una persona inmigrante y de conservar al amigo de la infancia que ha salido del armario. Una última pregunta es la preferencia de la generación millennial por los mensajes de Vox. El voto a ese partido duplica el destinado al Partido Popular, triplica al que se dirige a Sumar y supera de largo el otorgado al PSOE.

Quizás estemos equivocados por fiarnos de las encuestas. Declaramos que, aunque nos fijamos en ellas, preferimos aprender de vuestras experiencias. Ponedlas por escrito porque mientras tanto es una revista que ama las palabras y más aún si estas brotan de la acción colectiva. Somos, por así decirlo, del Intermedio, pero queremos conectar con La revuelta. Marcos habla de rebeldía y nosotros, derrotados, pero no resignados, necesitamos de vuestro talento y energía para construir una sociedad emancipada.

La Redacción de mientras tanto

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Una generación en crisis: entre la resignación y la rebeldía

Hablar sobre la socialización política de mi generación me requirió unos días de reflexión acerca de cómo enfocar el tema. Se puede hacer desde el punto de vista personal de un joven de 20 años que socializa con sus amistades, y que intenta analizar cómo se relaciona cada una, cómo entiende el mundo y cómo se proyecta hacia él. Otra opción era tratar de hacer un análisis un poco más objetivo, utilizando los conceptos y los conocimientos adquiridos a lo largo de mi etapa universitaria. Decidí que lo más adecuado sería empezar hablando de mí, de mi socialización, y usar este ejemplo como introducción.

Lo cierto es que mi socialización primaria no está especialmente marcada por la transmisión de una ideología ni de un mensaje político. Provengo de una familia de eso que muchos se atreverían a llamar ‘clase media’, de padre oficinista y madre que acumula trabajos precarios en el tercer sector con jornadas reducidas para que le cuadrasen los horarios de conciliación con los niños. Ninguno de ellos en profesiones de esas que se llaman liberales, como periodistas y profesores, a quienes se asocia con un alto nivel de politización. Una ‘clase media’, sin embargo, que se ha encargado de transmitirnos unos valores fuertes, y que han influido, seguro, en mi formación académica e ideológica; una familia común, como cualquier otra.

Mi socialización secundaria viene influida por multitud de agentes. Más allá de las amistades, con las que intercambias los valores adquiridos en la socialización primaria, quiero destacar la influencia de esos referentes que se buscan más allá de las paredes de casa, en internet o televisión. Referentes como youtubers, streamers o influencers que hablan de temas que te gustan y que llegan a ocupar horas de conversaciones. De ellos asumías un mensaje cargado también de valores, que podían parecerse a los que traías de casa o ser todo lo contrario.

Superada esta etapa, accedo a la Universidad y unos meses después comienzo a trabajar los fines de semana en un supermercado. Empiezo a formar parte de dos mundos aparentemente muy distintos, el académico y el del trabajo manual. Movido por lo que unos llamarían ideología, otros lucha de clases o de intereses, y otros más sencillamente ingenuidad —en cualquier caso, movido por mis valores—; y movido también por el romanticismo de lo que ello simboliza, me afilio en CCOO y poco después soy elegido delegado sindical en mis primeras elecciones con derecho a voto. Siendo consciente de la resignación que envolvía el día a día de las personas que me rodeaban, de la apatía con la que trabajaban, no quería sino poner mi granito de arena, cometer un pequeño acto de rebeldía.

Esta decisión chocó de diferentes modos con mi entorno. En mi entorno laboral chocó, por un lado, la posibilidad de que un joven que venía a echar horas los fines de semana porque entre semana estudiaba —un joven entre tantos otros en idéntica situación que habían pasado por esa tienda—, pudiese llegar a tener ese nivel de implicación; por otro lado, en mi entorno sindical chocó la diferencia de edad y de género con respecto al resto de las integrantes del comité: era el único hombre y menor de 40 años. En mi entorno familiar, que respaldó totalmente mi decisión, la sensación era más bien de incredulidad ante la incertidumbre de no saber de dónde habría salido esa vena reivindicativa, rebelde. En mi entorno social, con mis amistades, fue donde me encontré una gran mayoría que no sabía qué era eso, qué era lo que hacía, y para qué servía. Me di cuenta de que me encontraba con una generación profundamente apolitizada, desmovilizada. Una generación cuyos valores, adquiridos en el conjunto de sus etapas, ya no entendía de luchas comunes.

En mi día a día de trabajo, esto se tradujo en un cambio de relación con mis jefas. Les costó entender que una persona insultantemente joven fuese la encargada de reclamar lo acordado, de ponerles sobre la mesa todo lo que se incumplía puntual o sistemáticamente; les costaba entender que ese joven que venía los fines de semana, siempre muy educado y sonriente, fuese capaz de luchar con esa vehemencia por el cumplimiento de aquello que estaba escrito sobre el papel; les costaba entender de dónde sacaba esa rebeldía. Contaba con esa incredulidad, y entendí la necesidad de adaptación durante los primeros meses.

Con lo que no contaba fue con el nivel de confrontación al que estaban dispuestas a llegar, incluso para asuntos que en otros sectores laborales están más que asumidos; asuntos de los que deberían sonrojarse solo por el mero hecho de discutirlos. No logré entender cómo podían ser capaces de discutirme que no se hiciesen jornadas de más de ocho horas al día en los momentos de más faena, que los horarios debían ser avisados con tres semanas de antelación para posibilitar la conciliación, o que no podían obligar a nadie a venir unas horas por la tarde o a trabajar en secciones de la tienda para las que no se tenía la formación necesaria. No fui capaz de entender que se discutiesen las horas o los días de permisos por motivos médicos o por circunstancias familiares. No llegaré a entender nunca el nivel de persecución al que me intentaron someter, buscando por la tienda chivatos que me sacaran información, o echándome en cara los minutos de trabajo que invertía en explicar a mis compañeras los asuntos que teníamos en esos momentos sobre la mesa; minutos que estaba dejando de trabajar.

Mi objetivo es, a partir de aquí, tratar de exponer la importancia de la rebeldía que he desarrollado a lo largo de esta introducción, y la dificultad que supone en un momento como el actual intentar ser rebelde. Para ello, es preciso hacer antes hincapié en la idea de los valores como punto de partida. Valores que me he encargado de presentar en mi proceso de socialización a modo de ejemplo, pero que están presentes en la socialización primaria y secundaria de todas y todos; valores que se adquieren en la cotidianeidad de una casa, colegio, barrio, universidad o centro de trabajo, y que te llevan a ser quien eres; valores como el elemento de mayor impacto de transmisión intergeneracional. Hasta hace unos años, se podía asumir que estos valores tenían un denominador común, que era la transformación en un voto, en una identificación partidista o, como mínimo, en un posicionamiento en el eje izquierda-derecha —o en el eje de sentimiento de pertenencia nacional—. Se adquirían en un entorno parecido, con gente que estudiaba lo mismo que tú, que se dedicaba a lo mismo que tú y que tenía el mismo nivel socioeconómico que tú.

Si siempre ha sido así, ¿qué diferencia hay en mi generación con respecto a las anteriores? Habrá muchas, pero la más importante son las redes sociales, que han desdibujado dicho modelo —pese a que seguramente se empezase a difuminar, en menor medida, hace ya algunos años con la aparición de la TV por cable o de internet—. Por supuesto que la transmisión intergeneracional de valores sigue influyendo, pero con un peso menor. La edad en que se empieza a desarrollar una visión del mundo y una conciencia política ya no está únicamente marcada por esa pequeña burbuja; también lo está por la globalidad de todo lo consumido digitalmente. Los youtubers son el ejemplo perfecto: millonarios con una cantidad abrumadora de seguidores detrás, jóvenes y niños, que los defenderán cuando vayan a Andorra para ahorrarse dinero en impuestos. Un discurso seguramente antagónico al que oiría ese adolescente en su casa; un choque de valores. Un discurso totalizador, barnizado de rebelde pero antitético de la auténtica rebeldía.

Sabemos que en internet abundan mensajes profundamente individualistas, como el caso anteriormente citado, pero también machistas, racistas, homófobos, capacitistas o clasistas en otros: personas de muy alto poder adquisitivo (en su práctica totalidad, heredado) que se presentan como modelo a seguir y que dan lecciones de vida y de meritocracia, despreciando a todo el que no viva como ellos o ellas; influencers de extrema derecha que comentan la actualidad política y mediática, difundiendo bulos y propagando odio; o gurús que piden dinero a cambio de trucos para invertir en criptomonedas, muscularse en el gimnasio o ser el hombre proveedor que toda mujer anhela.

Asumiendo que la socialización intergeneracional influye en los valores, debemos asumir que los mensajes que se vuelven hegemónicos en el mundo digital lo hacen también. Mensajes favorecidos por un algoritmo que en ningún caso va a propiciar la concienciación política o la emancipación efectiva del ser humano con respecto a su trabajo, sino todo lo contrario. Mensajes que propugnan la resignación, la alienación, y que suponen un choque entre el relato que algunos jóvenes defienden y la realidad que viven —vuelve a venir como anillo al dedo el ejemplo de los adolescentes y los youtubers—. Una realidad paralela que, en vez de estar marcada por los elevados precios de la vivienda, la creciente militarización del territorio europeo o las atrocidades que se están cometiendo en territorios como Gaza o Cisjordania, está marcada por la obsesión por triunfar invirtiendo en criptomonedas, trabajando más horas de las que te pagan o poniéndote muy fuerte.

Todavía hoy podría verse esto como el resultado de la clase dominante ejerciendo su poder, pero no a través de los medios que Gramsci describía, sino a través de las redes, de un algoritmo. Mientras tanto, la sociedad civil desorganizada, apolitizada. Resignada. Habiendo renunciado a la lucha por la ‘hegemonía cultural’ que debía servir para tomar el poder; habiendo renunciado a la rebeldía. Sectores que han entendido mejor a Gramsci que el conjunto de la sociedad —nos podríamos preguntar por qué no interesa que el grueso social sepa siquiera de la existencia de Gramsci— hablan de que dan la batalla cultural; pues bien, la van ganando. De vuelta, el adolescente defendiendo al millonario nos da la razón; la hegemonía cultural es suya.

No escribo ajeno a mi propia socialización, a mi generación, por mucho que haya intentado tomar distancia en el escrito. Hablo, escucho, discuto y trato de convencer de mi punto de vista. Sigo poniendo mi pequeño granito de arena allí donde puedo; sigo tratando de ser rebelde. Ante un diagnóstico pesimista, la rebeldía es, más que nunca, esta lucha por la hegemonía cultural. Para terminar con un ejemplo, más allá de los enfrentamientos con representantes de la empresa, uno de los mayores problemas que tuve como delegado era la falta de interés —e incluso de apoyo— que me encontraba por parte de la plantilla. Era el relato, era la hegemonía cultural. Personas con valores parecidos a los míos —y exactamente los mismos intereses que los míos— defendiendo los intereses opuestos.

Es, por tanto, un contexto más complejo que nunca para politizarse, para rebelarse; para luchar contra los elementos totalizadores de la mente humana a los que no les interesa la libertad de pensamiento ni la concienciación. Un contexto en el que nos encontramos una mayoría social perdida, abrumada por la cantidad de información —y de desinformación— y de estímulos que recibe a diario, y que, ante la dificultad de gestionarlos, decide darse por vencida. Que vive en una realidad precarizada, donde el acceso a la vivienda es cada vez más ilusorio, donde sigue siquiera sin garantizarse el pleno empleo y donde los discursos de odio siguen ocupando gran parte de los espacios públicos. Una mayoría generacional que, dadas las circunstancias, no solo no puede permitirse actos de rebeldía por miedo a perder su empleo o a no poder pagar el alquiler; sino que, además, ha renunciado a ello. Una mayoría generacional que no sabe para qué sirve un sindicato, o incluso que defiende que eso no sirve para nada. Una mayoría generacional que, llegado el momento, va a tener que decidir qué camino tomar: el de la resignación o el de la rebeldía.

30 /

11 /

2024

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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