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José Luis Gordillo

Jugar al gallina en el Antropoceno

En el inicio de la COP29, la conferencia climática anual de la ONU celebrada recientemente en Azerbaiyán, los investigadores del Global Carbon Project (GCP) hicieron público un estudio en el que se informaba que, desde los Acuerdos de París de 2015, las emisiones de CO2 no solamente no habían disminuido, sino que habían aumentado un 8% en los últimos diez años. Recordemos que, según dichos acuerdos, las emisiones se debían reducir para no superar los 1,5 ºC de la temperatura global a finales de este siglo. En la citada cumbre, los países «poco desarrollados» solicitaron a los países «desarrollados» financiación para iniciar una transición energética hacia las energías renovables. Después de tiras y aflojas diversos, la conferencia concluyó con un compromiso de una transferencia de recursos de los países ricos a los pobres por un valor de 300.000 millones de dólares.

El cambio climático provocado por la actividad humana es el fenómeno más publicitado sobre la aproximación de la humanidad a los límites de sustentabilidad del planeta. Por desgracia, los ciudadanos de Valencia, tras padecer los efectos de la dana, ya saben a ciencia cierta lo que eso significa en concreto. El cambio climático es también el síntoma más conocido de que vivimos ya en el Antropoceno, esto es, en una era geológica en que la actividad humana se ha transformado en el principal factor que está alterando los equilibrios ecológicos del planeta.

Sin embargo, los dirigentes de las grandes potencias no le prestan mucha atención. Desde su perspectiva, hay asuntos mucho más urgentes como, por ejemplo, las pugnas de poder en las que están inmersos.

A ellas se dedican de forma preferente los dirigentes políticos de EE. UU. y de la Unión Europea, así como los de Rusia y China. Los primeros, los nuestros, como ha recordado recientemente Rafael Poch de Feliu, son los que están escalando la guerra en Ucrania, animando un genocidio en Gaza, permitiendo los bombardeos israelíes en el Líbano y en Irán, y calentando motores para un gran enfrentamiento con China en Asia. Todos ellos están empeñados en dedicar cada vez más recursos para llevarnos hacia algo tan beneficioso para la humanidad como sería la Tercera Guerra Mundial. Llamarlos dementes es quedarse corto.

A resultas de lo cual, el pasado miércoles 20 de noviembre, la prensa atlantista europea nos informó de que los gobiernos de Suecia, Finlandia, Noruega y Dinamarca habían enviado a sus ciudadanos unas guías con instrucciones para su protección en caso de desastres naturales, inundaciones, pandemias, ciberataques, actos de sabotaje y guerras, lo que incluía la posibilidad de una guerra nuclear a gran escala contra Rusia (El País, 20-11-2024).

Al parecer, las orientaciones eran bastante específicas. Se decía en ellas, por ejemplo, lo que había que hacer para sobrevivir en caso de ausencia de electricidad, acceso al agua potable o a la compra de alimentos básicos; también se indicaba el kit de elementos mínimos que todo ciudadano debía tener en su casa para sobrevivir a la catástrofe (velas, cerillas, transistor de pilas, botiquín de primeros auxilios), así como el refugio antinuclear más cercano al que debía acudir en caso de bombardeo atómico. No sabemos si las poblaciones de Suecia y Finlandia, dos países neutrales hasta hace un par de años, después de recibir instrucciones tan tranquilizadoras, se sintieron desagradecidas o agradecidísimas a sus gobiernos por haberlas metido en la OTAN y en una guerra contra Rusia. También es mala suerte: entras en la OTAN y de forma inmediata te ves metido de lleno en un enfrentamiento con una potencia nuclear.

No consta que en los folletos se incluyese, por aquello de mostrarse siempre animoso y jovial, aquel viejo chiste que se explicaba en la antigua URSS:

—Camarada, ¿cuáles son las órdenes si suena la alarma de ataque nuclear?
—Hombre, camarada, ya deberías conocerlas: cubrirse la cabeza con un trapo y dirigirse lentamente hacia el cementerio.
—¿Por qué lentamente?
—Para no provocar un ataque de pánico.

A nosotros, tener conocimiento de todo lo anterior no nos ha provocado de momento un ataque de pánico, pero sí de inseguridad aguda. Tal vez porque siempre nos hemos sentido amenazados por la OTAN y no, desde luego, protegidos por ella. Puede que ahora decir esto nos convierta en unos bichos raros para el sector de nuestros conciudadanos cuya educación sobre asuntos bélicos se reduce a las series y películas made in Hollywood.

No obstante, todo el mundo debería atender a las declaraciones del primer ministro alemán, Olaf Scholz, quien afirmó dos días después del reparto de los folletos mencionados que lo sucedido en las últimas semanas era una «escalada aterradora». Asimismo, el presidente del gobierno polaco Donald Tusk, antirruso furibundo, declaró el mismo día: «La amenaza de un conflicto global es realmente seria y real. Ninguno de nosotros conoce el final de este conflicto, pero sabemos que ahora está adquiriendo dimensiones muy dramáticas y los acontecimientos de las últimas horas lo demuestran» (El País, 23-11-2024).

Es fácil estar de acuerdo con las valoraciones de Scholz y Tusk si repasamos los acontecimientos que se han sucedido durante la semana del 17 al 23 de noviembre pasados (lo recuerdo siendo consciente de que, a lo mejor, cuando se publique esta nota pueden haber ocurrido cosas peores).

Como ya apuntamos en una nota anterior, el retorno de Trump a la Casa Blanca ha generado mucha ansiedad anticipatoria entre los lobbistas del complejo militar-industrial norteamericano, los cuales —decíamos— podrían sucumbir fácilmente a la tentación de intensificar las provocaciones a Rusia antes de que Trump acceda a la presidencia de los Estados Unidos el próximo 20 de enero.

En consecuencia, el domingo 17 de noviembre se informó que Biden, el presidente en funciones de EE. UU., le dio un empujón a la escalada militar dando la orden de atacar objetivos en Rusia con misiles ATACMS de largo alcance (se dice que de trescientos kilómetros). Los británicos se apuntaron enseguida a la fiesta autorizando la utilización de sus misiles Storm Shadow. Un par de días después, el martes 19, se procedió al primer ataque con ellos. El mismo día Putin aprobó un decreto por el que Rusia se reservaba el derecho de responder con armas nucleares a un ataque convencional contra su territorio, y un día después declaró en la televisión rusa: «Rusia se considera con derecho a utilizar sus armas contra las instalaciones militares de los países que permiten el uso de sus armas contra Rusia». El mismo martes 19 las embajadas en Kiev de EE. UU., España, Italia y Grecia decidieron cerrar temporalmente sus instalaciones por temor a la respuesta rusa.

Putin ya había anunciado el pasado septiembre que tomaría esa decisión justificándola en el hecho de que los misiles de largo alcance occidentales solo se podían utilizar introduciendo datos de los satélites norteamericanos, y que eso únicamente lo podían hacer los militares de países de la OTAN. Por tanto, si se utilizaban dichos misiles, eso equivaldría a una acción de guerra directa de la OTAN contra Rusia.

El jueves 21 de noviembre el gobierno de la Federación Rusa respondió con el lanzamiento de un misil de alcance intermedio contra una instalación militar en Ucrania. Lo llevó a cabo con un misil hipersónico de última generación con cabeza convencional capaz de desplazarse a diez veces la velocidad del sonido (a tres kilómetros por segundo), lo cual lo convierte en prácticamente invisible para el ojo humano e inalcanzable para toda la panoplia de instrumentos supuestamente destinados a interceptarlo.

Así pues, Putin respondió al ataque del día anterior mostrando con hechos que los millones o billones de dólares que, desde los años ochenta del siglo pasado, se han venido dilapidando en los famosos escudos antimisiles y en los sucesivos proyectos en que se ha ido concretando la «guerra de las galaxias», no han servido para nada. Por ahora, mientras los países de la OTAN no inviertan miles de millones de dólares en igualar la nueva cohetería hipersónica rusa, sus territorios y sus poblaciones son totalmente vulnerables a los ataques convencionales o nucleares lanzados desde Rusia.

Por eso Putin se permitió el lujo de anunciar a Washington su lanzamiento con treinta minutos de antelación: porque tenía la seguridad de que EE.UU. no podría hacer absolutamente nada para interceptarlo. De ahí que el viernes 22 la Alianza Atlántica convocara para el martes 26 una reunión urgente con el gobierno ucraniano. En su lenguaje, esa reunión era necesaria para responder «a la clara y grave escalada en la brutalidad de la guerra». Curiosa manera de referirse a lo que, a todas luces, había comenzado con los ataques de la OTAN de tres días antes.

Lo sorprendente del asunto es que la «escalada aterradora» tampoco va a cambiar nada sustancial de la correlación de fuerzas existente en los campos de batalla del este de Europa. Como dijo un portavoz de la OTAN al día siguiente de que Rusia lanzase su misil hipersónico: «El curso de la guerra no cambiará por el misil ruso». Exacto, pero se le olvidó añadir que tampoco va a cambiar nada por el lanzamiento de los misiles de largo alcance estadounidenses, británicos o franceses.

De hecho, ya nadie en Occidente cree posible que EE. UU./OTAN y su infantería ucraniana puedan expulsar a Rusia de las posiciones conquistadas. Los gobiernos occidentales y sus terminales mediáticos ya dan por hecho que lo único sensato que se puede hacer ahora es negociar con Rusia. Eso es lo que quieren decir cuando afirman que hay que seguir apoyando al gobierno de Kiev «para mejorar la posición de Ucrania en las futuras negociaciones de paz». En esos términos se ha expresado desde el nuevo secretario general de la OTAN, Mark Rutte, hasta el propio Zelensky, pasando por varios dirigentes europeos. Dicho sea de paso: eso, salvo lo de apoyar al gobierno pro-OTAN de Kiev, ya lo decíamos nosotros hace dos años.

Pero entonces, ¿a qué viene esta escalada que no va a cambiar nada en el campo de batalla y únicamente nos acerca a la confrontación global que temen Scholz y Tusk?

A lo que hemos asistido en esta semana fatídica es a la enésima repetición del juego del «gallina» entre potencias nucleares, que ya denunció Bertrand Russell en La guerra nuclear ante el sentido común (1959). Tal vez la gente joven desconozca de lo que estamos hablando. Como muy bien explicaba Russell, dicho juego, que al parecer practicaban entonces algunos adolescentes descerebrados, consiste en situar dos coches en dos extremos opuestos de una larga carretera recta, con una línea blanca trazada en el centro. A continuación, los dos automóviles con sus conductores dentro se lanzan el uno contra el otro a toda velocidad por encima de la línea blanca. A medida que se aproximan se hace más evidente que ambos pueden morir por el choque frontal. Ante lo cual, si alguno de ellos cambia de dirección bruscamente para evitarlo, el otro, al pasar por su lado, le grita «¡gallina!». Como decía Russell, en ese estúpido juego los únicos que pueden perecer son los conductores suicidas, pero cuando a ese juego juegan los dirigentes de las grandes potencias, quienes podemos perecer somos todos nosotros.

Durante la guerra fría del siglo XX las potencias atómicas se dedicaron a jugar al juego del «gallina» en múltiples ocasiones, lo que equivale a decir que el mundo estuvo al borde del abismo en muchos momentos entre 1945 y 1991. Por ejemplo, con motivo de la guerra de Corea de 1950 a 1955, durante el conflicto por el control del canal de Suez en 1956, en el transcurso de la crisis de los misiles cubanos de 1962 y de la guerra de Vietnam en 1968 y 1969, o bien a raíz de la guerra del Yom Kippur entre Israel y sus vecinos árabes de 1973. En todos esos conflictos había agresores y agredidos, ocupantes y ocupados, imperialistas y antiimperialistas, revolucionarios y contrarrevolucionarios, pero si el juego del «¡gallina!» hubiera conducido al choque frontal, todas esas cuestiones se hubieran convertido en asuntos menores.

Poca gente hace estas reflexiones cuando se habla de la guerra fría del siglo pasado. En general, a derecha y a izquierda, se prefieren los relatos bélicos heroicos que ponen mucho énfasis en la asignación de culpas, al creer que una guerra nuclear no sucederá jamás porque nadie sensato la puede iniciar por aquello de la mutua destrucción asegurada. Como dejó escrito Alberto Malliani, muchas personas están convencidas de que la maquinaria militar de las potencias nucleares funciona a partir de dos principios básicos: 1) todo funciona en la manera en que está previsto que funcione; 2) nada sucederá hasta que no se quiera que suceda.

A quienes piensen así les invito a que lean el apartado dedicado a las falsas alarmas y los accidentes relacionados con armas nucleares del libro de Xavier Bohigas y Teresa de Fortuny Riesgos y amenazas del arsenal nuclear. Si con ello todavía no quedan convencidos de que esos principios son más ilusorios que reales, entonces que piensen en que el último acelerón de la guerra entre EE. UU./OTAN y Rusia en el este de Europa, se ha producido por la decisión de un señor (y si él no la tomó, al menos fue su responsable último) con graves deficiencias cognitivas, como resultó evidente en el debate televisado en el que se enfrentó a Trump y le obligó a abandonar la carrera presidencial.

Exigir un alto el fuego inmediato en Ucrania y en Gaza es lo mínimo que se debe hacer para intentar detener la carrera hacia el desastre global y para mejorar sustancialmente la vida de palestinos y ucranianos. Para ello se deben hacer oídos sordos a las acusaciones de antisemitismo o de pro-putinismo propagadas por los aparatos de propaganda de Israel y la OTAN. Hay que tomar muchas distancias con la OTAN y con cualquier Estado con armas nucleares, como la Rusia de Putin, que pueda hacer saltar el mundo por los aires. Frente a todos ellos, hay que volver a entonar las estrofas de la vieja canción: nosaltres no som d’eixe món!

28 /

11 /

2024

La política electoral, si bien no debe desestimarse, no puede ubicarse en el centro de ninguna acción política radical seria, orientada a cambiar las instituciones que sustentan el sistema político, desmantelar las ideologías hegemónicas y fomentar el tipo de conciencia de masas en que habría de basarse un cambio social y político desesperadamente necesario.

Noam Chomsky
The Precipice (2021)

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